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Me desvistió con su mirada lujuriosa

~~La tarde soleada de junio, primer lunes sin clases a la tarde, era el que mi abuela había establecido para enseñarnos a bordar a todas las nietas en edad de empezar a bordar su ajuar.
 Como yo era algo mayor que mis primas, cercana ya a la mayoría de edad, apenas tuvo que darme indicaciones, la aguja me era familiar desde muchos años atrás. Pero estrenaba novedad de compartir silla propia en el corredor de la casa de la abuela.
 La casa de la abuela estaba en una calle muy transitada, una de las que llevaba a la iglesia, y el caminar y discurrir de vecinos a lo largo de la tarde, sobre todo cuando era una tarde calurosa como prometía ser ésta, era constante.
 Por fin yo ya no tendría que quedarme escondida tras los visillos del piso superior, escudriñando intentando no ser vista. Ahora ya tenía edad de empezar a bordar mis sábanas propias, sobre las que un día gozaría de los placeres del matrimonio, y por ello podía asistir como espectadora a las conversaciones de las mayores, entre puntada y puntada.
 Puntual, como siempre, de regreso de misa de seis, pasó don José María, el párroco, y con él iba el nuevo coadjutor.Todas en el colegio habían comentado lo guapo que era, pero yo no había tenido oportunidad de verle de cerca,aún.
 Por eso estaba tan interesada en estrenar mi puesto entre las bordadoras.
 Don José Mª y mi abuela empezaron a hablar y yo intentaba mirar a hurtadillas, porque no estaba bien visto que una mujer levantara la cabeza de la labor, y menos para mirar a cualquier hombre, aunque llevase sotana como estos dos.
 ¡Ana!, trae un refresco para los sacerdotes.
 Esa era mi oportunidad. Me levanté presurosa y así pude mirar de frente, durante unos instantes y a no más distancia de medio metro, al nuevo coadjutor
 ¡Dios, qué guapo era! Nunca había visto un hombre tan guapo en mi vida.
 Rasgos romanos y equilibrados, abundante pelo negro peinado hacia atrás, ojos grandes y con unas pestañas tan espesas y curvadas que daban envidia, y su boca. ¡su boca invitaba a pecar! Carnosa, con unos labios vivos y palpitantes, que dejaban entrever unos dientes blancos, aptos para el amor, sin duda.
 Me impactó su presencia, pero me impactó más cómo me miraba. No era su mirada como la de Don José Mª cuando venía a darnos catequesis, no. me miró como me miraban los albañiles al pasar por su lado y alababan mi escote o mis piernas.
 Me miró y me hizo sentirme mujer, mucho más que la labor de sábanas recién iniciada.
 Ese día no pude dormir tranquila, y por primera vez supe lo que era tener un orgasmo en sueños, en el sueño en que le envolvía a él con esas sábanas recién planchadas.
 No conseguía imaginarme cómo sería su desnudo, porque nunca había visto desnudo a un hombre, pero sin duda sería tan bello como lo era todo en él.
 Durante la semana siguiente, cada tarde llegaba, puntual a su cita.
 Saludaban a mi abuela, y mientras charlaban, yo notaba su mirada clavada en mi nuca desnuda, pues llevaba el pelo recogido en un casto moño alto, contando cada mechón de pelo rebelde que se había escapado del dominio de las horquillas.
 Mientras empezaba a sentir el cosquilleo que desde mi nuca descendía a lo largo de mi espalda, como dedos invisibles que me contasen las vértebras, yo seguía enfrascada en la labor de aguja. Vainica doble para el embozo de las sábanas de algodón de Tolrá.
 Clavar la aguja de arriba abajo, sacar, tirar de hilo, volver a clavar, en horizontal, sacar, dejar hebra floja, volver a introducir, de arriba abajo, tirar con cuidado pero con presión, firme, constante, hasta notar que la tela cede, que se entrega, que deja de oponer resistencia y se abre, mostrando como triunfo el hueco oscuro que queda al arbitrio de las manos. Y volver a clavar la aguja, con cuidado, con mimo, con precisión y sabiduría, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. en algún momento lo mecánico del proceso nos traiciona y la aguja se clava en el dedo, y brota una gota de sangre, límpida, joven, fresca. como se abre una flor al amanecer, y una presurosa se la lleva a la boca, para succionarla , saboreando ese momento de contacto de ese dedo que una desearía fuera ajeno en esa boca ardiente, deseosa, anhelante de otros dedos, de otra boca. .
 ¡Ay¡¡
 ¿Ana? ¿Qué te ha pasado?
 Me he clavado la aguja pero mucho, no para de sangrar.
 Mujer,no seas exagerada, ve al grifo de la cocina y ponlo bajo el agua.
 Y me alejo, cabizbaja, lamentando mi tontería delante del coadjutor, que no ha dejado de prestar atención todo el tiempo.
 Doña Carmen, ya voy yo con la niña, que soy enfermero.
 Le escuché decir mientras sus pasos me seguían.
 No podía creérmelo. Apenas había puesto mi mano bajo el agua calmante, cuando le sentí, más que oirle, llegar tras mis pasos.
 Me sujetó la mano con mimo, y me la colocó bajo el agua helada. Dolía. Más el frío que el pinchazo. Dolía sobre todo por el contraste,porque el agua salía cada vez más fría, y mi mano, como toda yo, estaba cada vez más caliente.
 Pero la herida no dejaba de sangrar. Yo, en mi interior, la instaba a hacerlo,. quería desangrarme allí mismo, para que siguiera sujetándome por siempre la mano, de aquella forma, con aquel tacto.
 Para no seguirle mirando a la cara, porque sentía que podía desmayarme si continuaba haciéndolo, me concentré en sus manos, que acariciaban la mía bajo el agua, suponía que con algún supuesto efectos medicinal.
 Eran manos de niño bien, manos de ciudad. Eran tan claritas como su cara, no eran manos curtidas como las de mi compañeros de colegio o mis primos, esas manos no sabían de callos ni de golpes, no habían sido golpeadas ni tratarían a sus mujeres con rudeza, esas manos de dedos largos como estiletes, como pinceles, sabrían de caricias y placeres. Las uñas, alargadas y con la media luna lindamente marcada, terminaban justo donde las yemas apenas redondeadas semejanban brotes de tallos jóvenes en primavera. Esas manos habían leído, habían escrito, sin duda. A esas manos yo podría contarles mis aventuras en las noches, en que me levantaba a oscuras para leer los libros de mis hermanos en edad universitaria, esos textos que no me dejaban leer porque las mujeres demasiado leidas no estaban bien vistas, esos libros que conseguía a hurtadillas por coserle la ropa en secreto al bueno del librero,por hacerle las cuentas que él ni sabía, por pasarle sus papeles a limpio.
 Aunque no me hubiera gustado su cara, me hubiera entregado a esas manos sin dudarlo. Me encendían, me encendían por completo. .me alegraba del frescor del agua que seguía corriendo en un rato que se me antojaba eterno, y que amortiguaba algo el rubor que me subía desde mi entrepierna y me tenía arrebolada la cara.
 De pronto él apartó mi mano del agua. Ya no sangraba apenas, qué lástima. Pero él pareció no darse cuenta, o . tal vez. no le importaba. Se llevó mi dedo pulgar a su boca y empezó a chuparlo.
 Yo no sabía qué hacer, así que sólo me mantuve quieta, muy quieta, deseando que nunca terminara, que nunca se borrara de su cara esa expresión de deleite con que movía mi dedo dentro de su boca.
 No parecía él, estaba transfigurado, como yo había escuchado que le había ocurrido al mísmisimo Cristo. pero Jesús nunca había estado tan guapo en ningún momento, a él no le sentaba tan bien la barba recortada con que me hacía cosquillas en el dorso mientras me lamía ya sin contención alguna toda la palma, la base del dedo pulgar, la de los demás dedos, recorriendo con la punta de su lengua convertida en escoplo de artista, cada milímetro de mi anatomía virgen.
 Se detuvo. Y al hacerlo un gemido de desilusión brotó de mis labios. Sentía palpitar algo distinto entre mis piernas, derretidas por completo y donde la sensación de humedad sólo era superada por el deseo de ser llenada, llenada no sabía muy bien por qué. pero llenada.
 Sentía que me faltaba algo, y no sabía qué.
 Sentía que mi cuerpo había estado siempre incompleto, que yo era un puzzle sin terminar y él tenía la pieza que me faltaba, y sabía dónde encajarla, exactamente.
 Tiró de mí hacia un recodo de la cocina, al fondo, donde tras una cortina de cuadros estaba la fresquera, la despensa de la casa familiar donde colgaban embutidos y se conservaban las conservas, los encurtidos y los quesos.
 Me dejé guiar. Me hubiera dejado guiar al fin del mundo. Si él sabía cómo rellenar mi vacío, y por su mirada ardiente e intensa, a fe mía que lo parecía, yo le hubiera seguido entre brasas encendidas. Como las que tenía en mi interior.
 Entramos en la despensa, mudos, con cuidado de no hacer ruido entre las estanterías y él me dio la vuelta.
 En el mismo gesto me había subido la falda de tablas que llevaba, todavía la del uniforme del colegio,y me había bajado las bragas. Su contacto en una prenda a la que nunca había imaginado que un hombre que no fuera el que un día seria mi marido tendría acceso, me excitó más que todo lo anterior.
 Mi silencio se transformó en gemidos entrecortados al notar que se había arrodillado a mis espaldas y que su cabeza sumergida entre el jardín virgen que la falda arremangada dejaba al descubierto empezaba a darle a mis partes íntimas el mismo tratamiento que le había dado a mi dedo antes sangrante.
 No sabía qué estaba haciendo, sólo que un volcán de sensaciones de placer me estallaba en mi triángulo y que yo abría y abría más piernas deseando darle entrada por entero a mi interior, queriendo que siguiese más y más adentro, hasta el fondo, hasta que esa marea de lava que me fundía a su paso, se vaciase en alguna forma.
 Y se volcó. Fue como si una compuerta que hubiese tenido cerrada siempre y que yo ignorara que estuviese ahí, se abriese de golpe, y una cascada de humedad, de placer y de sin sentidos arrasara campos de trigo como eran mis sensaciones aún vírgenes.
 Mientras me debatía entre temblores y me mantenía apoyada sobre la alacena en que estaba semiinclinada para no caerme, escuché un ruido entre sus ropas y mi escasa intuición de niña de pueblo supo que estaba manipulando su pantalón,por debajo de la sotana.
 Sssshhh me dijo Sin ruidos, no grites.
 Y me colocó su mano, esa que tanto me gustaba, sobre la boca, para apagar los gritos que sin duda esperaba escuchar de mí. Pero no salieron. Apenas noté una resistencia que mi cuerpo le ofrecía a su primer envite, me moví algo intentando adaptarme a la nueva sensación, al volumen que notaba quería perforarme, invadirme. y de pronto ya le noté en mi interior. ¡¡Sí!! Eso era lo que estaba anhelando. Esa era la pieza que buscaba, ahí era exactamente donde había querido sentirle todo el tiempo.
 Y empecé a lamerle la mano con que me amordazaba. Ante la sorpresa de mi buena reacción, él se mantuvo inmóvil, y fui yo, de forma intuitiva, la que comenzó a moverse, hacia delante, hacia atrás, algo lateral, y movimiento de vaivén. .y otra vez.Sus gemidos en mi espalda, ya que no podía verle el rostro por la posición en que nos encontrábamos, me indicaban que aquello estaba bien, como la satisfacción con que el Creador había contemplado el mundo al sexto día.
 Así que continúe con el tratamiento a su mano esclava de mi lengua y mis besos, mientras mantenía el ritmo que tan bien me sabía. la cadencia de la vainica doble. arriba,abajo, subir, bajar, tirar, aflojar. ..
 En un instante en que sus propios gemidos subían de tono, fui yo quien le recordó :
 Ssssshhh, no grites.
 Y me di cuenta de que le había tuteado.
 En ese momento, mientras él se mordía su otra mano libre para acallar el orgasmo con que se vació en mi interior, yo comprendí al mismo tiempo que la pieza que siempre había sentido que me faltaba, ya sabía cómo conseguirla, y que acababa de hacerme mayor. Había aprendido que el hombre que había tras el traje era tan niño como yo mujer.
 El salió primero, y se reunió con las mujeres. No sé qué les contó. Era su parte del trabajo. Yo tiré a posta un tarro en el suelo, para justificar mi retraso, mientras recogía con cuidado los pedazos de cristal y melocotones en almíbar. Con ellos tuve excusa para mi ausencia, y para los paños manchados en sangre que fui a lavar al lavadero.
 Antes de lavarlos, aún me los acerqué a la boca, y por primera vez paladeé a la vez el sabor de un hombre en mi interior, mi propios jugos unidos a los suyos, y la sangre que nos había servido de hilo.

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