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La locura de los cuarenta (2 de 3)

4 de octubre

Cada vez que me veo con Nathaniel me siento una perra pervertidora, sucia, digna de ir a la cárcel… aunque no es así: tiene 19 años cumplidos y no era virgen cuando lo seduje, hace apenas seis meses, aunque casi. Solo lo había hecho con su noviecita que tenía desde la prepa y yo fui la primera que le hice sexo oral, la primera que hurgó en su ano, la primera en cabalgarlo atado… claro que él tiene bastante disposición para aprender.

Sus ojos claros, su dorado bozo, la pelusilla que cubre sus hombros, esos brazos con los que me carga y me da vuelta sobre la cama sin sacarme la verga… y esa verga insaciable de 19 años, me llenan cada vez que lo veo, cada vez que puedo escaparme y (benditos artefactos modernos que le permiten estar conectado incluso en clase) él puede acudir a mí, ansioso, enamorado, adorándome, tanto que a veces me da miedo… pero ya me preocuparé cuando haya que preocuparse: de momento, como de mi mano o mejor dicho, de mi sexo.

Pero aún no es tiempo de contarles del joven, del bello, del enamorado Nathaniel ni de cómo lo hice mío, porque sigo contando mi historia, sino de cómo enfrenté el terror que le tenía a Exmarido y tras dos años de abandono casi total, me atreví a buscarme amantes.

La verdad es que yo cada vez callaba más cosas, cada vez me sentía más triste, más sola. Era terrible dormir al lado de Exmarido, cuyo cuerpo tanto me había hecho gozar, con ese pene exquisito, siempre dormido, esos brazos que ya no estrechaban, esa lejanía total, y yo, derritiéndome por dentro, amándolo aún. Me sentía solo, triste y más horrible que antes, nada deseada, no querida por nadie, sin nada, nadie enfrente. Solo el vacío y mis dedos.

Tenía yo 27 años cuando me alejé por primera vez de mio hijo mayor –su padre sería mal marido, pero era y sigue siendo un magnífico padre, para presentar en mi Universidad el examen doctoral- y ahí, del otro lado del mar, con dos semanas por delante y una privacidad total –no quedaba nadie allá de nuestros tiempos de estudiantes-, me cogí a Carlos el día que aterricé. Carlitos, 23 años, magnífico estudiante que se fue a  doctorar también allá y llevaba un año solo, pelando por carta con su novia, que entendía que amor de lejos es de pen… sarse.

Llegué a aquella ciudad un sábado temprano, cinco días antes de mi examen, y había quedado de ver a Carlos, solo para pasear, para comer juntos… para cogérmelo. Porque llevaba la firme, clara, explícita intención de cogérmelo todos los días. Llevaba meses soñándolo, meses planeando cómo decírselo, meses sabiendo, por nuestros correos electrónicos, que estaba tan solo, tan triste, tan desamparado como yo.

Finalmente, luego de horas de caminata, de dos botellas de vino, de contarnos nuestros tan distintos abandonos, le pedí: “¿me darías un beso?”

Me lo dio, y no uno. Nos seguimos besando toda la tarde, caminando como novios en esa ciudad lejana, para luego dormir juntos, tras habernos agotado el uno al otro. Y esa noche no me preocupé de los seis o siete kilos de más, mal repartidos, que el embarazo me había dejado, no tuve un solo instante de duda ni temí por las amenazas y la violencia doméstica –nunca física- que me paralizaba en México. No, simplemente, por primera vez en más de dos años, gocé, gocé como antaño a un joven tímido y encantador. Desnudos en mi cama –sí, otra vez, en mi cama-, saboreó mis pechos y mis pezones, disfrutando el placer que me daba en cada lengüetazo. Pero no se quedó ahí: bajó sin prisa por mi estómago, su lengua recorrió todos los rincones de mi ombligo mientras sus manos me acariciaban las nalgas y la cintura con delicadeza.

Han pasado más de diez años pero lo sigo recordando –y lo volví a hacer mío el año pasado, volví a tenerlo una semana, otra vez en Europa, igual de amoroso, igual de tierno, más guapo si cabe-, recuerdo cada detalle de mi primer amante, mi segundo hombre, la segunda lengua que se detenía en mi clítoris para buscar después la entrada de mi sexo.

El movimiento de su lengua aumentó de intensidad, haciendo círculos sobre mi clítoris, escarbando en mi vagina, lamiendo los labios, deteniéndose en el ano, mientras yo, totalmente abandonada ya, a su merced, cerrados los ojos, lo dejaba hacer, hasta que alcancé las estrellas y lo bañé con mis fluidos.

Todavía perdida en mi orgasmo fui penetrada. Disfruté la segunda verga de mi vida, que no entraba en mí partiéndome, matándome de ansias como la de Exmarido (en los buenos tiempos), sino despacio, como pidiendo permiso apenas, deslizándose suavemente hasta el fondo de mi bien lubricada vagina, con un movimiento que no se si me sacó otro orgasmo o prolongó el primero.

Sin avisarle me moví, me puse a cuatro patas sobre la esquina de la cama y ofrecí a su vista, a su verga, abiertas las piernas hacia él, palpitante y jugosa la vagina, que fue penetrada por segunda vez. “¡Cógeme, querido mío, cógeme, párteme!” le dije,

El, obediente, iba y venía a placer dentro de mi, a su ritmo y aire, a veces con fuerza, a veces deteniéndose para acariciar mis pechos,  parando potra vez para tomar aliento. Me sorprendió tan magnífico amante en un niño de 23 años, aunque bien pensado, ¿qué sabía yo, qué podía saber, más allá de la dulce verga de Exmarido? Mi siguiente orgasmo, sin inhibición de ningún tipo, fue acompañado de un largo aullido cuyos ecos llenaron el modesto hotel en que me hospedaba. Instantes después sentí su semen inundar mi vagina y él, quieto, con la respiración agitada, e recostó sobre mi espalda llenándola de besos, dejándome sentir dentro de mi la retracción de su verga.

¿Creen ustedes que lo gocé así la semana entera? No: una maldición gitana me seguía. A la mañana siguiente, en lugar de despertarme haciéndome el amor, amaneció culpígeno y amedrentado, arrepentido, llorando por su novia, asustado por mi marido –cuyos arranques de celos conocía de antes- y huyó… y yo ahí, saciada por fin pero otra vez insegura, sintiéndome indigna de ser amada, de ser deseada, justo en vísperas de mi examen de grado. Claro que ahí sí me lucí, porque ese tipo de cosas sabía, se hacerlas. Carlitos, Carlitos… regresó la última noche para hacerme la más espectacular mamada hasta entonces recibida, pero no quiso penetrarme, por “lealtad” a su noviecita santa que, mientras tanto, acá en México le ponía bien y bonito con otros.

Y yo regresé casi igual que como me fui, y aunque algo había ganado, llegué a la inseguridad, al miedo, a la falta de confianza en mí misma y así no se puede uno echar amantes. Gané mi plaza, empecé a dar clases y a dirigir tesis, con el anhelo íntimo y profundo de abandonar a Exmarido pero la incapacidad física y emocional de hacerlo. Finalmente busqué en una página de contactos y casi un año después de aquella maravillosa noche con Carlos, fui usada poco caballerosamente por un gordo de 45 años, eyaculador precoz y nada romántico. Debut y despedida.

Pero entonces apareció Marcos (¡ay, Marcos!, ¿por qué no me cogiste ayer, con las ganas que yo te traía, con las que tú me traías?... y no es por menospreciar la deliciosa tarde con Nathaniel, los cuatro orgasmos que me arrancó, pero ayer te tenía ganas a ti). Pero antes de Marcos, de saber que era Marcos, me empezaron a llegar correos anónimos de amor platónico absoluto, sediento, hermoso. Yo miraba y trataba de adivinar quién sería el remitente… y deseaba que fuera Marcos, con su larga cabellera negra, sus gruesos labios, su profunda mirada que me seguía a todos lados, a cada paso, ¿por qué desapareciste, Marcos? Supe luego sin duda, que era él. Pero yo era casada, él mi alumno, mi hijo chico… y decidí, en lugar de cogérmelo, como haría hoy (esperando, sí, que terminara el semestre), buscar a aquel otro hombre al que había amado.

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