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Categoría: Lésbicos

Impudicia

Seis años hace que Catalina se encuentra en el convento y uno desde que está en el noviciado, aunque no ha sido por propia elección sino que antes de cumplir los diez años, sus padres y su hermano mayor murieron en un accidente del que ella saliera milagrosamente ilesa. Falta de otros familiares, una prima de su madre y Superiora de la Orden, se hizo cargo de ella por mandato de la justicia, ingresándola al Instituto.
A pesar de ser una chica de ciudad y por lo tanto más afecta a las distracciones y los entretenimientos que a la religión, gracias al cariño que le dispensaran en el convento, rápidamente se aclimató a esa atmósfera recoleta y silenciosa, de pocas palabras, mucho rezo y suspicaces intrigas que recién en los últimos tiempos ha comenzado a vislumbrar.
A los quince años, en lugar de la habitual fiesta con que se agasaja a las muchachas, su tía cumplió en comunicarle que, como su ciclo primario había sido cumplido con generosidad y a causa de su falta absoluta de bienes, la justicia la enviaría a un instituto público de menores, ella le sugería que ingresara a la Orden en calidad de novicia y sí, al cumplir su mayoría de edad decidía abandonarla, estaría en su pleno derecho y en libertad para hacerlo.
En ese acuerdo, la niña vistió dócilmente el oscuro sayo y, salvo la mayor dedicación a la formación teológica, su vida transcurrió tan pacíficamente como en los últimos cinco años, hasta que un día, inopinadamente, su tía falleció de un síncope cardíaco. Transcurrieron veinte días en los cuales el convento permaneció acéfalo y a cargo de la antigua hermana tornera que ya sin funciones y por ser la de más edad, fue elegida por las demás Hermanas hasta tanto el Obispado decidiera quien sería su sucesora.
Había llegado el gran día y Catalina, como todas las demás novicias, fue presentada a la nueva Superiora. Acostumbrada a los rostros avinagrados, abotagados y bigotudos de las viejas monjas, la muchacha quedó deslumbrada ante los hermosos rasgos del rostro de Sor Lucía. Presuntamente cercana a la cuarentena, la monja demostraba que en su juventud había sido poseedora de una belleza excepcional y aun conservaba restos de esa finura incomparable. El cutis marfileño, la exquisita y respingona nariz, una generosa boca de mórbidos labios y destacándose, unos ojos de extraña y expresiva mirada color miel, le otorgaban una serena autoridad que ejerció sobre Catalina una particular fascinación.
Aun sin proponérselo explícitamente, la jovencita se las arreglaba para revolotear a su alrededor dondequiera que la mujer se encontrara y su mirada buscaba el hermoso rostro, quedándose prendido a él, como atraída por un imán. En el coro y las oraciones, sus ojos se encontraban indefectiblemente con los dos soles de la monja e incapaz de desviar la mirada, casi en forma insolente irrespetuosa, descarada e involuntariamente lúbrica, se aferraba a ellos. Su actitud no fue ignorada por la Superiora, quien en repetidas ocasiones era la que buscaba y sostenía con firme soberbia la mirada de la joven, hasta que cierta tarde fue enviada por la celadora a los aposentos de Sor Lucía.
Sentada en el alto sillón que tan bien conocía Catalina y detrás del gran escritorio, la religiosa la fulminó con la severidad de sus ojos cuando, tal como lo hacía frente a su tía, intentó sentarse en una silla y la increpó con voz dura y autoritaria. De manera descortés y fría, le dijo que debería tomar conciencia de que sus tiempos de bonanza y holganza habían terminado y que, muerta su única parienta, tenía dos alternativas; dejar el convento y enfrentarse a un mundo del que desconocía todo o confirmar su fidelidad a la Orden, con lo cual comenzaría a pagar los años que había vivido a sus expensas.
Cuando la temblorosa niña confirmó tartamudeando su intención de permanecer en el convento, la monja se paró en toda su elevada estatura, caminó lentamente a su alrededor y, repentinamente, de un zarpazo le arrancó la cofia. Una catarata de largo cabello rubio cayó sobre sus espaldas y la Superiora, tomando entre sus dedos un grueso puñado, le susurró en forma amenazante que sólo la bondad de su tía le había permitido ese pecado de vanidad pero, tan pronto como saliera de su despacho, se presentaría a la celadora para que lo cortara de acuerdo a lo que exigían las normas de la Orden.
Aparentemente más calmada y serena, la monja volvió a sentarse y extrayendo una carpeta, la ojeó durante unos momentos, congratulándose con que ella hubiese superado satisfactoriamente los tradicionales oficios de costura y cocina y de que su tía se hubiera preocupado por capacitarla en administración e idiomas pero, lamentablemente, Catalina desconocía casi todo del mundo exterior y para que sus votos fueran totalmente valederos, debía de conocer profundamente aquello a lo que renunciaba; mal se podía despreciar a algo que se desconocía.
En los últimos tiempos y gracias a la modernidad, eran escasos los ingresos de Hermanas jóvenes y con verdadera vocación religiosa. La gran mayoría ingresaban ya de grandes, solteronas o viudas, con hijos y hasta abuelas. Todas habían conocido la dicha mundana, el amor y el dolor y en general esas eran las causas de su arrepentimiento o renuncia a la sociedad. Imaginaba que Catalina desconocía todo del sexo, pero debería saber que no le estaba absolutamente vedado a monjas y sacerdotes, ya que los votos eran de castidad y celibato pero no de abstinencia y que sólo estaba en cada uno darle una interpretación justa y acertada.
Levantándose nuevamente, reinició su ronda alrededor de la joven, mientras en su voz baja y cálida, le confiaba que ella misma había ingresado a la Orden después de haber sido una mujer de vida airada y disipada, lo que le había provocado tantos inconvenientes que, para no terminar en un manicomio, muerta o en la cárcel, había decidido aislarse pero sin renunciar a los reclamos íntimos de su cuerpo, a lo cuáles ya le resultaba imposible ignorar.
Deteniendo su andar frente a la muchacha, extendió una mano y rozó con sus dedos los pechos de Catalina, quien involuntariamente se estremeció, lo que provocó una sarcástica carcajada en la monja quien le dijo socarronamente que aun sin saber lo que era el sexo, su cuerpo respondía instintivamente a su llamado. Mientras la niña, aun confundida y medrosa permanecía hierática e imperturbable frente a ella, apoyó sus manos en las generosas caderas de Catalina. Aferrándolas rudamente, la atrajo hacia ella y las manos descendieron para palpar entre los dedos la consistencia de sus nalgas. Jadeando fuertemente entre los labios entreabiertos, sus ojos contemplaron con espanto como la boca, grande y elástica se aproximaba a la suya y la succión del beso la conmovió tanto que, inconscientemente, respondió a la lengua que intrusaba la boca, aferrándose con una mezcla de temor y placer a la estrecha cintura de la mujer mayor.
Tras el beso, largo húmedo y extenuante, todavía estrechándola en sus brazos, la monja le susurró al oído que el cuerpo le reclamaba instintivamente aquello que su mente ignoraba, pero que ella se iba a encargar de sacarla de esa barbarie. Tras acariciar su cara, la condujo hacia un sillón e indicándole que se sentara junto a ella, se enfrascó en una detallada y minuciosa descripción sobre las diferencias anatómicas entre el hombre y la mujer, el proceso de la procreación y la apabulló, avergonzándola con la explicación gestual sobre las distintas maneras en que practicar el sexo, tanto con hombres como con mujeres. Terminada la gráfica descripción y consciente de la confusión y cansancio de la niña, la envió a su celda.
Con el sabor y la presión de los labios de Lucía en su boca y una bandada de pájaros asustados en el vientre, en parte por lo incomodo de la situación vivida y en mayor medida, por la incertidumbre de las implicancias que para ella tendría la actitud de la Superiora, le faltó tiempo para cumplir con las oraciones al término de la colación nocturna y poder encerrarse a solas en su celda.
Acostada en su camastro, Catalina trataba de asimilar, sintetizar y darle forma coherente al comportamiento de Lucía y a los confusos datos íntimos sobre el sexo con que la había atiborrado. Después de tanto tiempo en el convento, ciertas incógnitas se le develaban y cobraban sentido algunas cosas que a lo largo de ese tiempo había advertido pero no comprendido; la visita del Obispo en horarios desacostumbrados y su posterior partida con las primeras luces del alba, furtivos movimientos nocturnos y ruidos de puertas que se abrían y cerraban subrepticiamente, confusas situaciones de besos y abrazos en la última penumbra de los pasillos y miradas de cómplice picardía entre las Hermanas.
Recordando las descripciones anatómicas de Lucía, con una mezcla de miedo y curiosidad, metió una mano por el escote del sayo de lienzo que usaban como única ropa interior y palpó suavemente la consistencia de sus senos, sorprendiéndose por la inexplicable sensación de dulce bienestar que le producía rascar las arenosas aureolas que rodeaban al pezón y finalmente, a este mismo que se había hinchado y erguido. Aquello parecía confirmar las detalladas descripciones de la monja y arrodillándose en el lecho, se desprendió del sayo y volvió a acostarse.
Con prudencia al principio y luego con entusiasta fruición, acarició lenta y levemente los senos que respondieron a sus manos con un paulatino endurecimiento. Reiteradamente los dedos se apoderaron de ellos sobando y estrujándolos con mayor vehemencia al sentir una angustiosa necesidad – a la que obviamente ella no podía identificar como deseo sexual puesto que lo desconocía - que le revolvía el vientre y atenazaba su garganta. Jadeante por el descubrimiento de esas nuevas sensaciones, dejó que sus manos se escurrieran diligentes por el abdomen en medroso restriegue a los conmovidos músculos y, al tomar contacto con la espesa y enrulada mata dorada de vello púbico, retrocedieron, como asustadas por su atrevimiento pero luego, se deslizaron tímidamente sobre la enmarañada pelambre, abriéndose paso hasta dar con los inflamados labios externos de la vulva.
El leve roce la sacudió y fue introduciendo lentamente los dedos entre los carnosos labios para sentir como una oleada de cálido placer la inundaba. Finalmente, los dedos tomaron contacto con la masa de pliegues del interior y un puñal fue hincándose en sus riñones, aumentando su inquieta expectativa. Los dedos parecían haber cobrado vida propia y una sapiencia instintiva les prestaba una destreza inusual. Concentrados por alguna razón en una carnosidad que presidía la entrada, fue macerándola pacientemente y esa excitación iba endureciéndolo y elevando vertiginosamente el voltaje sensorial de la muchacha que, sorprendida por la satisfacción que obtenía, se aplicó concienzudamente a la tarea, sintiendo como crecía la tensión de su cuerpo y la pelvis se elevaba mientras comenzaba a menearse y ondular.
Con los ojos cerrados por el goce, concentrada en esa placentera tarea de sus manos, recordó las palabras de Lucía y haciendo bajar aun más a los dedos, dejó que dos de ellos se introdujeran con morosa lentitud en la rugosa y anillada caverna de la vagina. El conducto estaba estrechamente apretado y ante su empuje, sintió que algo se oponía elásticamente para desgarrarse luego en forma casi indolora cuando aumentó la presión y entonces sí, los dedos penetraron deslizándose sobre unos espesos jugos que tapizaban la caverna. Tras dejar que las cortas uñas con exploratorio afán rascaran las carnes que lentamente se iban distendiendo, comenzó con un entrar y salir de afiebrada urgencia que se incrementaba a medida que crecía su excitación. Los dedos arrastraban desde el interior las fragantes mucosas extendiéndolas por sobre todo el sexo, mientras que la otra mano se aferraba a los senos, estrujándolos alternativamente con cierta saña.
Catalina boqueaba y una sensación de muerte y desmayo se instaló en su pecho, sintiendo como las entrañas se desgarraban y confluían hacia la vagina y unas intensas ganas de orinar que no se concretaban, la urgían con cálida intensidad desde los riñones. De su boca entreabierta surgía un ronco estertor y con el bajo vientre a punto de estallar, sintió una explosión liberadora e incontinente, como si toda ella escapara por su sexo y una oleada de líquido aromático comenzó a fluir, encharcando sus dedos.Luego, la paz y una gratificante sensación de plenitud invadieron hasta el último y recóndito rincón sensorial, sumiéndola gradualmente en una bruma luminosa que terminó en la inconsciencia.
Sintiéndose sucia y avergonzada por el placer que esas caricias le habían proporcionado, a la mañana siguiente se refugió en las tareas más solitarias, como si la masturbación de la noche anterior se hubiese hecho pública y el convento todo estuviese en conocimiento de esa pecaminosa satisfacción. El día se presentaba pesado y lluvioso y, después del mediodía, la celadora le dijo que, tras asearse, se presentara ante la Madre Superiora.
Esta vez permaneció firme y atenta bajo su mirada severa pero con la cabeza baja, medrosa de que la frenética exploración de sus manos y el goce obtenido se reflejara en su cara. Parándose frente a ella, la despojó de la cofia para comprobar si su orden había sido obedecida. Al parecer satisfecha con el aspecto que ahora ofrecía su cabellera, menguada a la mínima expresión, casi juguetonamente le manoseó los senos y con urgencia en la voz oscura y baja, le susurró al oído la orden de desnudarse.
A Catalina aquello le resultaba inconcebible y, con una tenacidad que desconocía poseer, se negó reiteradamente, hasta que la monja, enfurecida con aquella chiquilla que osaba desafiarla, la abrazó estrechamente desde atrás contra su cuerpo fuerte y, alzándole el hábito, hundió sus manos entre las nalgas para palpar reciamente el sexo. Semejante expresión de impudicia espantó a la joven que, luchando como una fiera consiguió desasirse y huyó hacia la puerta, pero ágil como una pantera, Lucía se le anticipó y sujetándola de la mano, abrió la puerta llamando a gritos a la celadora.
Cuando aquella acudiera corriendo, alarmada, la informó con toda la autoridad que su cargo le otorgaba, que esa pecadora había osado ofenderla blasfemando contra el Señor, por lo que el castigo que se imponía era proveerla de un cubo con agua, jabón, bayeta y cepillo para vigilar atentamente que limpiara prolijamente cada mosaico del patio y este castigo concluiría sólo por su orden.
El enorme patio de treinta metros de lado, rodeado por las columnatas y arcadas del atrio, semejó un campo a los ojos de la jovencita, poco acostumbrada a esos menesteres, pero la emprendió con el cepillo, si no con entusiasmo, por lo menos con el alivio de haber zafado de tan enojosa situación. Su humor fue cambiando con el paso del tiempo, ya que al poco rato una tenue garúa, poco más que niebla, se fue asentando sobre el convento, humedeciendo los tejados de los que comenzó a gotear en forma de agua en cantidades cada vez mayores.
Viendo la inutilidad de su tarea y sintiendo pesadas a las ropas mojadas que se adherían a su cuerpo, miró inquisitivamente a la celadora que la vigilaba desde la galería pero, meneando tristemente la cabeza, la anciana le indicó que continuara. Lentamente, la lluvia fue incrementando su intensidad hasta convertirse en un verdadero diluvio que no dejaba ver más allá de diez metros de distancia, descendiendo abruptamente la temperatura estival. El hábito y la cofia totalmente empapados, lejos de protegerla, acentuaban el frío que le hacía castañetear los dientes.
Apenada, la vieja celadora acudió a la Superiora pidiéndole que se apiadara de la pobre niña pero esta la sacó con cajas destempladas, recordándole que sólo ella estaba en condiciones de decidir cuando el castigo debería concluir. Y así, la joven siguió fregando infructuosamente en medio de charcos de lluvia, mecánicamente y casi sin conciencia de lo que hacía, sintiendo sólo como las gotas de lluvia golpeteaban sobre su cabeza como a un tambor. Llegó un momento en que ya no sentía el movimiento de su mano, aterida como toda ella y sus ojos nublados por la lluvia, las lágrimas y la inconsciencia, perdieron toda noción de tiempo y distancia.
Cuando la Superiora fue anoticiada de que la niña se había desmayado, ordenó perentoriamente que la llevasen de urgencia a su cuarto. Al arribar varias hermanas con el cuerpo exánime de Catalina, indicó que lo depositaran sobre su cama y también que llevaran un cubo de agua caliente y lienzos para secarla, tras lo cual, ordenó secamente que las dejaran solas, cerrando con llave la puerta del cuarto.
Deshaciéndose del pesado e incómodo hábito, despojó a Catalina de las ropas mojadas para dejarla totalmente desnuda. Con un suave lienzo, procedió a secarla minuciosamente y luego, empapando las telas en el agua casi hirviente, la fue cubriendo con ellas, reemplazándolas tan pronto como se entibiaban. Lentamente, la piel de Catalina fue pasando del blanco cerúleo a un rosado intenso y la joven, con profundos suspiros, dio señales de estar recuperándose. La monja la secó con esmero y retirando los cobertores humedecidos, la acostó sobre las frescas sábanas de hilo.
Despaciosamente y con los ojos fijos en la relajada y tentadora figura de la muchacha, la monja fue despojándose de su enagua humedecida. Catalina recobró el conocimiento en ese momento pero, falta de fuerzas, estaba como paralizada, incapaz de hacer movimiento alguno o de emitir palabra. A través de la espesa cortina de sus pestañas todavía húmedas, sus ojos vieron como la Superiora se desvestía y, aunque ella nunca había visto a una mujer desnuda, no pudo dejar de apreciar la belleza y armonía de ese cuerpo de carnes firmes y proporcionadas.
La hermosa cara de la monja, arrebatada por el esfuerzo, estaba rodeada por una negra, brillante y ensortijada cabellera, muy corta. Sus pechos generosos, que se bamboleaban al menor movimiento, eran redondos, duros y erguidos, rematados por dos grandes aureolas oscuras rodeando a los largos y gruesos pezones. Luego se transformaba en un vientre musculoso y algo protuberante que desembocaba en contundentes caderas y el nacimiento de sus pulidos muslos. En medio de eso y luego que la mujer se despojara de la prenda que cubría su entrepierna, destacaba a los ojos curiosos de Catalina el negro y sedoso triángulo del sexo que, aun recortado, resaltaba el volumen de la vulva.
Todavía inmovilizada, la joven vio con horrorizada repulsión que la religiosa subía a la cama desde los pies y reptando como una serpiente, rozaba su piel con la vibrátil inquietud de la lengua y ascendía lo largo de las piernas, aplicándole con fruición, pequeños besos o succiones en ciertas oquedades. Los grandes senos colgantes seguían a la boca, restregándose contra sus carnes y transmitiéndoles su intenso calor.
A pesar de la medrosa angustia que eso le producía, no podía evitar que su cuerpo respondiera instintiva y naturalmente a las caricias y que su vientre se sacudiera, agitado y convulso al contacto de la boca y los senos de la monja. Cuando las puntas de los oscilantes pezones rozaron a los suyos, se estremeció intensamente y no pudo reprimir al leve jadeo que escapó entre sus dientes. Con los ojos tremendamente desorbitados, vio aterrorizada como la monja acercaba su rostro al de ella y los labios elásticos, como pájaros sensualmente ávidos, revoloteaban sobre los suyos sin llegar al beso, sólo rozándolos tenuemente, pero a ese contacto su cuerpo reaccionó en forma insólita; sintiendo como si un rayo de dulcísima energía la recorriese desde los riñones hasta lo más profundo de la nuca, instalándose resplandeciente en su cerebro.
Emitiendo un ronco y quejumbroso gemido, su boca se abrió ansiosamente y entonces sí, los labios de Lucía envolvieron a los suyos y la lengua, penetró voraz y golosa. Catalina sentía que un aluvión de nuevas y extrañas sensaciones iba invadiendo cada partícula de su ser y, aunque conscientemente no sabía como responder a los reclamos de la religiosa, su lengua salió al encuentro de la intrusa, trabándose en dura batalla y, en tanto que lo hacía, sentía que recuperaba el control del cuerpo.
Cuando Lucía tomo entre sus manos el rostro de la muchacha y acrecentó la succión del beso, ella alzó sus brazos y abrazando fuertemente a la monja, succionó, mordió y empeñó su lengua en un sensual combate que se prolongó por varios minutos. La joven experimentaba emociones contradictorias; la primera era de un asco y repulsa natural contra todo aquello que durante años le habían inculcado como prohibido y pecaminoso. La segunda y dominante, era salvajemente primitiva y atávica; su cuerpo respondía agradecido al placer que Lucía estaba proporcionándole y se abría a lo vedado como un capullo en flor, lenta pero inexorablemente.
La boca de la Superiora se desprendió de sus labios y comenzó a descender a lo largo del cuello, mordisqueando y lamiéndolo mientras sus manos recorrían suavemente todo el cuerpo, excitándola. Transitando sobre la temblorosa carne del seno, la lengua llegó hasta las granuladas aureolas y allí se concentró succionándolas con ansias hasta que tremolando, vibrátil y ágil, se abalanzó sobre el endurecido pezón para fustigarlo con rudeza.
Trémula de deseo, sumida en profundos y repetidos gemidos, Catalina hacia que sus dedos buscaban inquietos los pechos y los acariciaba con frenético ardor. Como energizada por esta actitud, Lucía abrió su boca y se enfrascó en un duro sometimiento al seno, tanto que cárdenos círculos comenzaron a aparecer sobre la rosada piel, provocando que la muchacha se agitara convulsionada, abriendo desmesuradamente las largas piernas que, encogidas, se agitaban espasmódicamente como las alas de una mariposa.
La boca golosa de Lucía se escurrió por el conmovido vientre, lamiendo y sorbiendo los sudores que se acumulaban en cada oquedad y, cuando la virtuosamente inquieta lengua tomó contacto con el crecido vello del pubis, prietamente enrulado, la monja se colocó entre sus piernas. La punta de la lengua se afiló y curvándose, accedió a la raja cerrada de la vulva a través del sendero que le marcaban sus dedos índice y mayor apartando el vello, y, azotándola con dulce fortaleza, consiguió que los labios se fueran distendiendo y cedieran a su presión. Flameante, se introdujo entre los pliegues y no se detuvo hasta llegar al óvalo que alberga a la vagina, el diminuto orificio de la uretra y en su parte superior, el capuchón de pliegues protectores del clítoris. Los dedos sostuvieron abiertas a las dos aletas fuertemente rosadas de sus pliegues internos y la lengua escarbó con tremolante suavidad la uretra y ese mínimo contacto puso una dimensión distinta del placer en Catalina. Luego bajó hasta las crestas carnosas que coronaban a la vagina y allí se entretuvo excitándolas y sorbiendo los jugos internos que rezumaban naturalmente del interior.
Catalina soportaba la tierna seducción de la religiosa con la inmensidad de un placer inefable que la enajenaba haciéndole perder toda noción entre el bien y el mal, atenta sólo a disfrutar de ese goce inigualable. Con las manos aferradas a las blancas sábanas, hacía ondular su cuerpo de forma totalmente involuntaria, facilitando el flagelo de la boca de Lucía al sexo. La lengua ahora se había instalado sobre el tubito de carne, vapuleándolo con ese gancho carneo y provocando que paulatinamente aumentara de volumen para que la blanquecina cabeza del glande que albergaba se dejara apenas adivinar. Entonces fueron los labios los que lo apresaron entre ellos, sometiéndolo a una succión tremenda a la que se fueron agregando el raer de los dientes y la refrescante caricia de la lengua.
La niña desesperaba ante la magnitud de la caricia y gemía con sollozante apremio, cuando la mujer se desplazó sin dejar que la boca abandonara al sexo, colocándose invertida sobre ella. Posesionándose con sus manos de las nalgas a las que sobaba con voluptuosidad, incrementó el contacto de la boca con el sexo y Catalina, que estaba tensa como un arco a la espera de experimentar nuevas y desconocidas sensaciones, acarició los fuertes muslos de Lucía que estaban a cada lado de sus hombros y los hermosos glúteos de la monja ejercieron tal atracción sobre ella que involucró su boca en lamerlos y besarlo con tierna dedicación.
Sus entrañas parecían disolverse en esplendorosos estallidos de un placer casi agónico y no pudiendo resistirse al maléfico influjo, casi con demoníaca satisfacción, hundió su boca en el sexo oloroso de la monja que, oferente, palpitante y barnizado por fragantes jugos, se abría ante sus ojos. Lucía había vuelto a concentrarse en ese manojo de pliegues que la noche anterior la habían llevado a la satisfacción y la lengua se movía en círculos de infinita dulzura hasta que los labios volvieron a someter al capuchón de tejidos a su arbitrio, tirando de ellos hacia fuera como si quisieran arrancarlos. Catalina hizo lo propio y pronto ambas se revolcaban sobre la cama estrechamente abrazadas, envueltas en un torbellino de placer, hasta que la religiosa, sin dejar de azotar a las abiertas aletas de sus pliegues interiores, hundió, lenta y profundamente dos de sus dedos en la ya excesivamente lubricada vagina.
Resbalando sobre las espesas mucosas que alfombraban el estrecho canal vaginal, los dedos expertos rascaban y hurgaban en todas direcciones a la búsqueda de esa callosidad que haría experimentar a la muchacha el verdadero goce del sexo. Pareció hallarlo justo encima de la entrada y lo fustigó duramente en un vaivén frenético hasta que la joven no pudo reprimir más los gritos que se agolpaban en su garganta y estrelló su boca en el sexo de Lucía como deliciosa mordaza a la salvaje expresión del goce. Con esa penetración demencial, la invadieron nuevamente aquellas ganas insatisfechas de orinar, cálidas e incontinentes y, como si una espada candente la hubiera atravesado de lado a lado, soltó las caderas de Lucía para desplomarse exánime.
Lucía también había alcanzado su orgasmo y luego de unos momentos de sopor en los que su boca siguió lamiendo con amoroso abandono el sexo de Catalina, se levantó y aseó. Después se sentó junto al cuerpo desmadejado de la niña y recostada en los almohadones, la tomó en sus brazos acostándola de través sobre sus piernas, casi acunándola. Delicadamente y como si se tratara de un bebé, limpió con un trapo húmedo el sexo y ano de la muchacha, secando el pastiche de saliva y flujo, tras lo cual le lavó el rostro y particularmente la boca que aun mostraba rastros ácidos de sus fluidos vaginales. Cuando estaba terminando de hacerlo, Catalina abrió los ojos con un hondo y mimoso gemido.
La religiosa le acarició cariñosamente la frente transpirada y acercó su boca a la de ella, pero sin que los labios hinchados por el deseo llegaran a tocarse. El cálido aliento de ambas mujeres se fundía en un solo vaho de ardientes urgencias y la lengua de Lucía se introdujo en la de Catalina a la búsqueda de la inhábil rival. Sin embargo, como un heroico y temerario combatiente, la lengua salió a su encuentro y se trabaron en dura batalla de chorreantes salivas hasta que, finalmente, las bocas se unieron en un espasmódico movimiento de repetidas succiones. Los gemidos de placer se fueron transformando en roncos bramidos que llenaban cada rincón de la caldeada habitación y las manos no daban abasto prodigándose caricias, pellizcos y hasta sanguinolentos arañazos.
Dejándose deslizar de sus brazos, Catalina se apoderó con ambas manos de los senos de Lucía, clavando en ellos sus dedos, sobándolos y estrujándolos apretadamente hasta que, inclinando la cabeza, dejó que su boca golosa se precipitara sobre las oscuras aureolas, extasiándose en el goce de su lengua sobre la áspera y arenosa superficie azotando tiernamente a los gruesos pezones. La boca se dilató como la de una boa constrictor posesionándose del seno todo, succionando y mordisqueando tiernamente, mientras su mano retorcía entre los dedos la otra mama de la monja.
Embelesada y sacudiendo la cabeza contra el respaldo, Lucía deslizó su mano sobre los muslos interiores de la joven y finalmente recaló en su sexo. Las yemas de los dedos rozaron con levedad de pájaro el oro del pubis y lentamente se animaron a introducirse entre los ya mojados y dilatados pliegues. Escudriñaron a todo lo largo de ellos y luego, como intrusos timoratos, penetraron profundamente el tenebroso y anillado antro inundado de mucosas, empeñándose en un perverso vaivén, lento, profundo y alucinante.
Totalmente obnubilada por esa masturbación, Catalina se deshizo del abrazo, escurriéndose a lo largo del vientre y paseando su boca enloquecida en búsqueda de la vulva. Abriendo las poderosas piernas de la monja, su lengua frenética se extasió en el sexo, cálido y pulsante. Aferraba entre los labios los casi groseramente carnosos pliegues y el endurecido clítoris, sometiéndolos a un mordisqueo juguetón mientras sorbía y trasegaba a su garganta los espesos líquidos que manaban de la vagina. Su lengua, erecta y dura, penetró la orla carnosa de la apertura, mientras el dedo pulgar se aplicaba en restregar al clítoris.
Lucía se debatía lascivamente y con sus manos acomodó mejor la cabeza de la niña contra su sexo, al tiempo que incrementaba el ondular del cuerpo. Catalina apoyó sus manos en los muslos de la religiosa encogiéndoselos, con lo que el oscuro agujero del ano quedó expuesto y su boca bajó a abrevar en la lóbrega oscuridad. Lengüetazos y chupones la embriagaron de tal forma que la lengua pertinaz, penetró la oscura cavidad, inundándose de sus amargos sabores. La monja se restregaba denodadamente el sexo en medio de rugidos, estertores y gemidos angustiosos. Con lágrimas de agradecimiento fluyendo por sus mejillas, sacó de debajo de las almohadas una pieza de cera que semejaba un enorme cirio sin pabilo con las puntas redondeadas y le suplicó a la joven que la poseyera con él.
Catalina tomó entre sus manos la monstruosa verga artificial y lentamente, con infinito cuidado, fue penetrando con miedo la vagina que a ese contacto se dilató mansamente y pareció ceñir entre sus músculos agradecidos al consolador. La monja guió las manos de la niña hasta que gran parte de él desapareció dentro suyo y entonces le dio tan rítmico vaivén que excitó a la jovencita, quien volvió a hundir su boca en la parte superior del sexo macerando los sensibles pliegues; con sus dedos abría los labios de la vulva y su boca se aplastaba contra la carne, succionando y mordisqueando mientras que la mano aceleraba el ríspido movimiento del miembro en cadencioso coito. Lucía con la boca abierta en un mudo alarido, tenía la cabeza clavada en las almohadas, sacudiendo la pelvis al compás de la penetración y sus manos arañaban las sábanas con desesperación.
Algo deslumbradoramente alucinante las envolvió y, resplandecientes de dicha se debatieron como dos luchadores, besando, rasguñando, penetrando, chupando y gimiendo en un embriagador ensueño de orgiástico placer hasta que ambas, agotadas de tanto orgasmo, se desplomaron envueltas en un sopor gozoso, entrelazados los cuerpos sudorosos y, exhaustas, sus bocas se unieron en un beso loco.
Largo rato después Catalina despertó, asombrada por lo sucedido y de su propia conducta. Alzando la cabeza, vio el hermoso rostro de Lucía que parecía brillar con una luz interna, opalescente y difusa, pletórico de satisfacción. Suavemente se acostó a su lado y admiró ponderativamente el cuerpo de Lucía, comprobando que su sola vista la comprometía en los más lujuriosos, lascivos y aberrantes pensamientos. Con la punta de los dedos acarició levemente el torso de la monja dormida y al mero contacto con la piel morena, su cuerpo vibró con histérica urgencia. Besó delicadamente los senos y luego con su mano acarició tenuemente los finos rasgos del rostro y su lengua aleteó sobre los labios gordezuelos y plenos.
Sin abrir los ojos, Lucía alojó en su boca a la lengua inquisidora y abrazando estrechamente a la niña, volvieron a sumirse en un inacabable torbellino de besos, rasguños y ronroneos amorosos hasta que Catalina, totalmente fuera de sí, le rogó a la religiosa que la poseyera. Lucía dejo caer su espesa saliva sobre el falo y, tras pasarlo de arriba abajo por el sexo, dilatándolo, muy, pero muy lentamente la fue penetrando. El largo y grosor le parecían desmesurados y casi incapaz de soportarlo, sintió como iba desgarrando y lacerando sus tejidos vírgenes. En el fondo de su garganta el grito contenido de dolor gorgoteó en la saliva y la forma más espléndida del placer se hizo realidad desplazando la intensidad del sufrimiento.
Lucía bajó la cabeza y la lengua volvió a besar y juguetear en la vulva hinchada y oscura por la acumulación de sangre. Su interior, antes suavemente rosado, había devenido en un rojo intenso y todo el órgano palpitante se abría como una flor. El capuchón del clítoris ofrecía su vértice inflamado y erecto. Lucía lo tomó entre sus labios y la lengua lo estimuló fuertemente mientras que la mano profundizó la penetración al tiempo que le imprimía una lenta rotación, Los gritos y los gemidos se agolpaban en la garganta de la novicia que recibía alborozada esa penetración de la que había hecho un mito y no podía dar crédito al inmenso placer que semejante agresión le proporcionaba.
En forma involuntaria elevaba y meneaba las caderas, rogándole a la religiosa que la penetrara aun más, con mayor hondura y velocidad, ante lo cual, Lucía la hizo poner de lado y encogiéndole la pierna izquierda hasta su pecho, la siguió explorando internamente y la verga, recorrió en ángulos insólitos toda la superficie lubricada de sus entrañas. Las lágrimas del dolor-goce se unieron a la espesa saliva que escurría desde su boca entreabierta por el jadeo, sumándose a los arroyuelos de sudor que brotaban de su cara transfigurada por el placer y entonces Lucía, haciéndola arrodillar, intensificó la velocidad y la hondura del cirio que se estrellaba dolorosamente contra sus carnes laceradas.
Catalina ya había alcanzado el orgasmo en un par de oportunidades y ahora se abrazaba a la almohada tratando de sofocar los gritos que escapaban de su pecho conmovido mientras Lucía pujaba hábilmente con el cirio y su lengua jugueteaba desde el sexo hasta el negro y fruncido agujero del ano. Allí se entretuvo acariciándolo con la lengua y humedeciéndolo, fue hundiendo su dedo mayor en él.
Ya nada la sorprendía y la jovencita sintió como sus esfínteres se negaban a ser sometidos pero extrañamente, cuando la forzada intrusión se hubo concretado, se dilataron mansamente y un nuevo tipo de goce la fue invadiendo, sumándose a los que ya les estaba proporcionando la verga. Los suspiros satisfechos y la pronta dilatación del ano, hicieron que Lucía sacara el cirio del sexo y, centímetro a centímetro, lo hundiera totalmente en él. Catalina mordía las almohadas y rugía a través de esa mordaza mientras se sacudía enloquecedoramente. La penetración del ano había superado todos los límites de sufrimiento que desde hacía tan poco tiempo y en tal cantidad le había dado la monja, pero a la vez, era tan inmenso el goce de ese falo dentro suyo, entrando y saliendo, que compensaba todo el dolor transformándolo en exquisito placer y empezó a hamacar su cuerpo para favorecer ese inefable roce, hasta que nuevamente comenzó a invadirla esa sensación de éxtasis obnubilante. Se debatió con desesperación contra las sábanas, restregando en ella sus senos ardientes, sintiendo como una poderosa marejada de fluidos escurría por su sexo y hundiéndose en una nube de hospitalaria oscuridad, se desmayó.
Cuando despertó mucho tiempo después, Lucía estaba terminando de colocarse la cofia y atenta a la mirada embelesada de la niña, se acercó a ella y tras besarla en los labios, la instó a levantarse para volver a su celda. Al tomar Catalina sus ropas para vestirse, la Superiora le aclaró que a partir de ese momento su única vestimenta sería el hábito, sin sayos ni otros interiores que dificultarían sus relaciones.
Apenas Lucía entreabrió la puerta, se deslizó por ella y corrió por el oscuro y desierto pasillo hacia su celda. Una vez adentro, se deshizo del hábito todavía húmedo y así, totalmente desnuda, se desplomó en su camastro, cansada, lastimada y derrengada pero con una sensación de eufórica plenitud y satisfacción de tal magnitud que rápidamente cayó en un pesado y reconfortante sueño.
Al otro día y por orden expresa de la Superiora, la dejaron descansar a solas, excepto cuando la anciana celadora le llevara el almuerzo y con una tan severa como escandalizada reprimenda ante su impúdica desnudez, la justificara con una mirada cómplice de comprensión. Después de la cena, bien comida y repuesta, Catalina se concentró en repasar los hechos del día anterior, sin poder sustraerse a la sorpresa de descubrirse tan reprimida con respecto a algo que necesariamente debía de ignorar y su consecuente respuesta desbocada y sin límites físicos a las demandas perversamente satisfactorias de la Superiora, a quien aun no se animaba a reconocer como su violadora y mucho menos su amante.
En la caldeada oscuridad del cuarto que se convertía en cómplice propicia de su curiosidad, se descubrió excitada y volvió a despertar las zonas sensibles de su cuerpo. Sus manos acariciaron lujuriosamente cada centímetro, perdiéndose en cada oquedad o rendija de su cuerpo y cada una de ellas fue respondiendo con distintas gradaciones de placer o satisfacción. Sus senos, antes amorfos bultos insensibles para ella, volvieron a hincharse en respuesta a sus dedos, irguiendo sus pezones y cubriéndose de un rubor que nunca antes había experimentado. Los humedecidos labios y pliegues de la vulva se abrieron dóciles al contacto de sus manos y el antes prietamente esquivo agujero del ano, se dilató sumiso a la exigencia del dedo aventurero. Toda ella vibraba emocionada y una bandada de aleteantes mariposas se debatía en su vientre; inconscientemente estaba preparándose, física y psicológicamente para un nuevo encuentro con la monja. Tan arrobada y abstraída estaba con la exploración gozosa de sus manos que no escuchó como la puerta de la celda se abría y la Superiora, tras sacudirla suave pero perentoriamente, le ordenaba seguirla a su habitación.
Una vez allí y a la tenue luz de los cirios que otorgaban a la atmósfera del cuarto un carácter de voluptuosidad latente por su rojiza coloración, con una lentitud casi cruel, se desnudaron una a la otra en medio de caricias, besos y suspiros. Acostadas en el lecho, se sumieron en un vórtice alienante de placer, una vorágine endemoniada de sensaciones, besando, lamiendo, succionando y penetrando todo lo que fuera penetrable. Con vesánica libidinosidad, Lucía la introdujo a un nuevo territorio del goce, a una infernal exacerbación de los sentidos, a una dimensión de indescriptible placer y ambas se prodigaron en pellizcos, chupones, rasguños, mordeduras y, en un momento de exaltado paroxismo, la religiosa llegó a derramar sobre sus pechos y vientre la cera derretida e hirviente de un cirio. Catalina se negaba a aceptar que el dolor intensísimo de la quemadura, la perversa tortura a que Lucía la sometía, la hiciese gozar de tal manera que no podía discernir cuantos orgasmos había alcanzado. Gozosamente satisfecha y ya en la madrugada, agradeció que sus hábitos ocultarían a la vista su piel cubierta de verdugones, quemaduras, mordeduras y arañazos.
El estado deplorable de su cuerpo, le recordaba a cada minuto cuáles eran las causas de ello y, en vez de provocarle lo que hubiese sido un condigno arrepentimiento por su lujuria incontrolable, hacía que su día transcurriera en medio de una embelesada nebulosa a la espera de la llegada de las sombras nocturnas que le permitirían ingresar al tiovivo perverso de las aberraciones sexuales.
El comportamiento de Lucía era contradictorio; por un lado, una semana más tarde, ordenó que Catalina ocupara el cuarto vecino al suyo, comunicado por una puerta y, tal vez para disimular lo que a todas luces ya era evidente para todo el convento, la hizo desempeñar las tareas más duras y desagradables, desde alimentar a los puercos y otros animales de la granja, a ayudar en la huerta y la cocina. En medio de este fárrago de obligaciones, a lo largo del día y con distintas excusas, Lucía demandaba la presencia en su despacho de la extenuada muchacha y mediante el simple trámite de alzarle las faldas, satisfacía la urgencia de sus deseos poseyéndola de las más diversas formas.
Catalina agradecía a la fortaleza de su juventud que le permitía soportar la intensidad de esa circunstancia de esclavitud y trabajos forzados y, después de la cena, disfrutaba de las pocas horas de verdadera paz en su celda hasta el momento en que, pasada la medianoche, la religiosa requiriera su presencia. Sin embargo, tanto durante el día como de noche, las urgencias de la Superiora no le eran impuestas como un castigo sino que ella misma estaba excitada a toda hora y llegado el momento se entregaba a esa orgía sexual en la que se hundían con todas sus fuerzas, como si un ansia destructiva las habitara.
Con los días, las semanas y los meses, esa comezón que las consumía, lejos de decrecer, incrementaba su intensidad. La imaginación y fantasía de ambas mujeres no conocía límites y tanto la variedad como el largo y grosor de las vergas artificiales aumentaba considerablemente, se penetraban mutua y simultáneamente por el sexo y el ano. Sus bocas conocían y reconocían cada centímetro de sus pieles y en cada oquedad lo que aquellas propiciaban para incrementar el placer.
Las noches agotadoras, los furtivos encuentros diurnos y el trabajo, no sólo habían ido minando la salud física de la muchacha sino que la habían sumergido en la obnubilación de los sentidos. Aunque gozaba inmensamente de todo cuanto quisiera hacerle Lucía y deseaba con todo su corazón y de manera irracional a la religiosa, lentamente y tal vez a causa de las aterradoras fantasías religiosas que la atacaban en sus pesadillas nocturnas, fue cargando su mente de culpa por lo pecaminoso de sus conductas. Se sentía sucia y abusada, se daba cuenta vergonzosamente que nadie ignoraba sus relaciones por las sonrisas socarronas que se entrecruzaban las Hermanas y las veladas alusiones a su sexualidad que no sólo con ironía dejaban deslizar, sino que ya en dos ocasiones había sido lascivamente manoseada como si el hecho de que se acostara con la Superiora la hiciera asequible a cualquiera.
Eso no impedía que los reclamos insaciables de su cuerpo la incitaran a exigirle cada día un poco más a Lucía y cuando aquella se demoraba más de lo acostumbrado en abrir la puerta que las separaba, como compensación, se entregaba furiosamente a los excesos que le proponía, por terribles que fueran. Parecían poseídas por el demonio y sus cuerpos inflamados por la pasión se entregaban a un placer cada día más enloquecedoramente aberrante, prodigándose con sañuda crueldad golpes, castigos, mordeduras e infames penetraciones múltiples. Noche tras noche y de manera absolutamente voluntaria y placentera, se internaban en un cada vez más oscuro territorio de la voluptuosidad y la lascivia.
Algo comenzó a nublar la razón de Catalina y cada día más, escapaba a sus funciones y tratando de expiar la naturaleza perversa de sus acciones y pensamientos, se entregaba fervorosamente a la oración en la capilla.
Durante las escasas horas de sueño, caía rápidamente a un tétrico y caliginoso cráter en el cual la asediaban por igual vírgenes impúdicamente desnudas, santos y demonios, los unos recriminándole su aberrante conducta, amenazándola con las más terribles flagelaciones y su posterior caída en el Averno. En cambio, las santas lúbricas se solazaban exhibiendo sus sexos latentes abiertos como flores carnívoras y penetrándola con falos en forma de crucifijo, mientras los demonios se extasiaban acariciando su cuerpo con sus correosas manos y volcando en su boca, sexo y ano la lechosa cremosidad de su flamígera simiente, y en su medrosa pero insaciable voracidad sexual, disfrutaba con alborozada y ahíta satisfacción los aberrantes actos a que la sometían.
Despertaba temblorosa y excitada, su sexo rezumando los pringosos jugos que expulsaba su vagina, bañada en transpiración y con las imágenes coléricas todavía latentes en su mente afiebrada. Cada día en la capilla, prometía enmendarse y negarse a las demandas de la religiosa y cada noche, como poseída por el demonio, no veía el momento de acceder al cuarto de Lucía y realizar con ella las cosas más viles e inmundas con la recompensa de ese amor único, dulce y profundo.
Hasta que cierta noche del crudo invierno, más larga y propicia para el disfrute del sexo, al notar que la joven no había penetrado en el cuarto a pesar haber quitado el cerrojo, Lucía entró a buscarla y la encontró colgando de una viga, estrangulada.
Datos del Relato
  • Categoría: Lésbicos
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