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Hot Flashbacks 3

Exhaustas y agotadas las dos, permanecimos inanimadas durante un tiempo y sin fuerzas para movernos.
Cuando lo hicimos, fue para dirigirnos a mi dormitorio y allí reanudamos todo pero esta vez yo intenté y conseguí tener el mismo protagonismo que ella, degustando el maravilloso néctar de su sexo como nunca lo había hecho con las otras mujeres. Algo nuevo y extraño se había instalado entre las dos; no era precisamente amor pero compartíamos esa diabólica posesión que nos llevaba a emprender las más aberrantes penetraciones con la misma naturalidad que respirar.
Totalmente consubstanciadas, parecíamos presentir los deseos de la otra y nos inmolábamos en el afán de satisfacerlos, satisfaciéndonos. Los rojos velones que tanto conocían mis cavidades y que aun mantenía prolijamente limpios sobre la cómoda, me llevaron a tentar a Gloria con su uso y apropiándose de ellos, se dedicó con ahínco y dedicación a penetrarme sañudamente sabiendo que con el dolor que provocaba, me hacía alcanzar mis verdaderos niveles de excitación. Enredadas en un amasijo de brazos y piernas y en medio de los chasquidos que nuestras carnes transpiradas dejaban escapar al entrechocarse, las bocas y los cirios no se daban descanso, sorbiendo, lamiendo, chupando y penetrando nuestros sexos en un alocado tiovivo del placer más salvaje y primitivo.
Derrengadas pero satisfechas como gatas, luego de un baño reparador de agua tibia nos dejamos caer en un sillón y analizamos la situación tan fríamente como nuestros caldeados ánimos nos lo permitían. Evidentemente, las dos funcionábamos en una sincronía perfecta; teníamos las mismas necesidades, los mismos y extravagantes placeres, la misma predisposición para gozar a través del dolor e infligiéndoselo al otro y ambas estábamos dispuestas a cualquier cosa con tal de inaugurar un nuevo goce, por costoso e insufrible que fuera.
A partir de ese día, el sexo ya no fue lo mismo para ninguna de las dos. Pasábamos el día juntas buscando el placer para someter y someternos a las más desquiciadas penetraciones sin dar descanso a nuestra imaginación. Hoy debo confesar que no reconocimos límites y una especie de afán destructivo parecía guiarnos de una manera demoníaca para cometer los más atroces actos sexuales.
Las longanizas volvieron a cobrar vida y se constituyeron en el único falo que por su largo podíamos usar simultáneamente cuando nos penetrábamos abrazadas frente a frente como en una cópula heterosexual. Recurrimos a pepinos y las consabidas botellas de Coca-Cola a las que finalmente me había aficionado.
Pero fue ella quien me llevó más allá; al mundo sofisticado del sadomasoquismo; introduciendo en mi vagina esos cepillos redondos para el cabello que tienen distinto grado de dureza, me penetraba profundamente para hacerlos girar en ángulos imposibles. También conocí el placer de ser atada por las muñecas a la cama y azotada en el sexo, fuerte y continuamente con una delgada fusta de jockey que dejaba marcas rojizas allí donde pegaba hasta que el orgasmo manaba desde mi interior en impetuosos escupitajos.
No sólo obtenía algunos de mis mejores orgasmos de esta manera sino que yo también me desvivía por hacérselo a ella, obteniendo el mismo grado de placer. Angeles o demonios, sometidas y torturadoras, esclava y ama, todo junto y a la vez separado en ese amor enfermizo que habíamos encontrado una en la otra.
Durante varios meses se mantuvo la armonía de esta extraña pareja que necesitaba del dolor para gozar y amarse cada día más, hasta que mi marido se cansó de ser un convidado de piedra al festín y, tomando el toro por las astas, nos enfrentó a las dos. Lo primero que puso en claro fue su relación como amante de Gloria y de cómo, al conjuro de sus relatos sobre mi sexualidad, ella había lucubrado las situaciones para que yo cayera bajo su influjo.
Lo que no habían imaginado era ese amor maligno y loco que nacería entre nosotras y que no nos daba paz. Llorando de indignación por haber sido engañada como una niña, no podía dejar de agradecérselo porque gracias a ellos había logrado llegar a vivir cosas que de otra manera no hubiese conocido jamás. En esta especie de rencilla dichosa que se había armado entre los tres, fue mi marido el que, como siempre, puso orden a las cosas.
El estaba de acuerdo en que nosotras siguiéramos sosteniendo nuestras relaciones homosexuales y sadomasoquistas pero, rompiendo por primera vez aquel pacto secreto por el que teníamos la máxima libertad para tomarnos las licencias más increíbles sin dar cuenta al otro o de reclamarlas, pretendía cobrarse su libra de carne participando él también.
Desde la primera noche que pasamos en casa de ella, nos dimos cuenta que la ecuación era perfecta y que ese sexo de tres mantenía el equilibrio justo para la satisfacción total. Sería ocioso, extenso y aburrido detallar lo que llegamos a hacer los tres juntos en una cama pero los cuatro años que duró esta relación no podré olvidarlos jamás.
Puedo dar fe que ese dicho sobre que lo bueno siempre se acaba es cierto y lo hemos comprobado a lo largo de estos relatos. En medio de la dichosa situación en que vivíamos, Gloria recibió inopinadamente una herencia cuantiosa pero que ponía una condición ineludible; para hacerla efectiva era necesario que sentara residencia durante dos años en Italia y, específicamente, en el poblado del cual era originario su benefactor, un hermano de su padre al cual ni había oído nombrar. Esta herencia la hacía varias veces millonaria y, aunque a regañadientes, cedimos ante los hechos y con la esperanza de reanudar nuestra relación al término del plazo, nos preparamos para la partida.
La noche anterior no fue como esperábamos un festival orgiástico de placer, sino que permanecimos abrazadas y al calor de los recuerdos más conmocionantes, nos abandonábamos a una lujuria tierna que nos iba sumiendo nuevamente en un mar de llantos y recuerdos, especialmente porque estábamos solas, ya que mi marido había viajado a Rosario de donde era originario, llevando con él a los chicos.
Esa madrugada y en medio de la niebla matinal del otoño, la acompañé hasta la calle donde esperaba el coche de alquiler que la llevaría al aeropuerto. Arrebujada en mi bata, despedí con la mano al auto hasta que sus luces se perdieron en la bruma y cuando regresaba sollozante hacia la entrada a mi casa, tropecé con un chico vecino del club. Teníamos una vaga amistad con sus padres y me costó reconocer en aquel fornido joven al chiquillo que jugara entre nosotros en el Club-house. Disculpándose, me pidió si podía facilitarle una herramienta para reparar su coche que, efectivamente, estaba detenido a pocos metros.
Aliviada por esta presencia que distraería mi aflicción, reprimí el lloriqueo y le dije que me acompañara; en tanto caminábamos hacia el garaje, le fui contando de mi sorpresa por su cambio físico, cosa que él tomó jocosamente, diciéndome que era yo quien no lo había notado pero ya tenía bien cumplidos sus diecisiete y jugaba en el equipo de rugby del club. Una vez dentro del recinto de garage, lo conduje hasta el rincón en donde mi marido tenía su taller casero y, entre los dos buscamos la herramienta necesaria hasta que en cierto momento su mano se posó y no al descuido, sobre mis nalgas.
Paralizada por un instante, cuando me estaba dando vuelta para iniciar una indignada protesta, él echó sobre mí todo el peso de su cuerpo y me empujó contra el banco de carpintero que tenía a mis espaldas. En medio del forcejeo quedaron evidentes dos cosas; yo no resistiría por demasiado tiempo su agresión y tampoco evitaría el quedar desnuda, ya que mi bata se deslizaba irremediablemente del cuerpo, un poco por su sedosidad y mucho más porque él trataba de arrancarla.
Conseguido su objetivo, me arrinconé contra el mueble pero la vista de mi cuerpo desnudo lo incitó aun más y, tomándome por las muñecas, las colocó a mis espaldas, retorciendo mis brazos e impidiéndome todo movimiento. De alguna manera, se había desprendido el jean y dejándolo caer hasta los tobillos se liberó de él, dejando expuesta su virilidad sin ninguna ropa interior. Manoseando con su mano libre mis pechos y nalgas trataba de besarme en la boca mientras yo me debatía para evitarlo.
En medio del espeluznante silencio en que esto se desarrollaba, él alcanzó una delgada cuerda que colgaba en el tablero para atar definitivamente mis manos por detrás. Ya libre para hacer de mí lo que quisiera, me alzó y acostándome sobre el banco, comenzó a sobar y estrujarme los senos con violencia. Mal interpretando mis gemidos, se abocó a la tarea de chupar los pechos y viendo el comportamiento natural de las aureolas y pezones, los encerró entre sus labios mientras los dientes comenzaban a raer la carne hasta hacerme estallar en exclamaciones de dolor.
Su mano había entrado en contacto con mi sexo y, a pesar del ahínco con que yo cerraba las piernas tratando de ponerlas de costado, los dedos vigorosos penetraron primero a la vulva recorriéndola en lacerantes roces y luego se introdujeron en la vagina para iniciar una masturbación que lo desagradable de la situación no evitaba me fuera placentera.
Tratando de no evidenciar la excitación que me producía, proseguí en la vana resistencia pero ya sin convicción alguna, dejando que las cosas que inevitablemente debían de suceder, ocurrieran. Cambiando de posición, me colocó sentada en el borde del banco de carpintero y separando las piernas que caían laxas, las alzó y su boca tomó posesión de mi sexo. Su juventud no lo eximía de experiencia y muy hábilmente hizo que lengua y labios me hicieran remontar la cuesta de la excitación.
Con los demonios recorriendo mi cuerpo y sin poderme contener, dejé que mis labios dejaran escapar no sólo palabras de aliento sino instándolo groseramente a que me hiciera suya de una vez. Tan diestramente como mi marido o Gloria, no dejó rincón del sexo sin recorrer, succionar o mordisquear, haciendo que yo me estremeciera en espasmódicas contracciones de placer.
Finalmente, empujando mis piernas hacia arriba, las encogió hasta casi rozar los senos y, en esta dolorosa posición por mis brazos atados en la espalda, me penetró. En esos años de dura brega, yo había continuado ejercitándome en el control de mis músculos vaginales y tenía el don de poder manejarlos a voluntad, como si de una mano se tratase. Su verga, realmente importante, puso en marcha aquel mecanismo instintivo y pronto la sentí ocupando todo el recinto de mis entrañas, provocándome un roce tan intenso como placentero. Jadeando abiertamente, hice que las piernas envolvieran su zona lumbar y ondulando mi cuerpo, fui acompañando el lento hamacar. Tras un rato de ese vaivén infernal, mientras él se afanaba succionando mis senos, alcancé el orgasmo en medio de desvergonzadas exclamaciones de satisfacción.
Saliendo de mí en forma intempestiva, me aferró por los pelos para arrastrarme tras él hacia el interior de la casa. Aunque yo no me resistía, insistía en tironear del largo cabello y, llegados al living, me empujó sobre uno de los sillones y se dirigió hacia la puerta de entrada. Abriéndola, dejó paso a cuatro muchachos de porte parecido al suyo qué, en medio de risotadas, se palmeaban y felicitaban mutuamente.
Aterrorizada, descubrí que comenzaban a desnudarse y presintiendo que el objetivo era yo, ensayando un agudo grito de auxilio traté de pararme para salir por la puerta que aun no habían cerrado. Y esa fue mi perdición. Tomándome entre los cinco, me arrojaron sobre el sillón y todos se precipitaron sobre mí. Como animales voraces, dejaron que sus manos recorrieran cada recoveco de mi cuerpo, explorándolo concienzudamente e introduciéndose allí donde la profundidad del hueco lo permitía, dejando lugar para que algunos repitieran esta operación con sus bocas, hasta que más calmados, se ordenaron y comenzó la violación sistemática.
Asustada por su violenta reacción ante mi intento de huida y la conciencia de que la única casa vecina en más de doscientos metros era la de Gloria, permanecí estática y en tensión, soportando sus pellizcos, chupones y mordiscos estoicamente, sin pronunciar palabra, pero cuando el primero intentó con éxito organizar qué y cómo lo haría cada uno, cedí al terror perdiendo el control y estallé en un llanto ruidosamente convulsivo suplicándoles que no me hicieran daño, alternándolo con severas amenazas que mi marido haría realidad tan pronto supiera de sus intenciones.
Yo ignoraba que ellos, enterados en el bar del Club por mi propio marido de su viaje a Rosario y de la partida de Gloria, llevaban días planificando eso. Habían llevado lejos de allí el coche que el primero había detenido a mi puerta y luego, mientras él me violaba en el garaje, ordenaron todo en el parque cerrando con candado el portón de entrada para que diera la sensación de que la casa estaba deshabitada.
Con las manos aun atadas a la espalda, vi con espanto que dos de ellos me habrían las piernas hasta lo imposible y sosteniéndolas así, permitían que otro comenzara a besarme y lamerme el sexo mientras que otros dos se apropiaban de mí; uno de la boca, obligándome a abrirla y besarlo apretándome las quijadas y el otro sometiendo mis pechos al ataque de su boca, que succionaba, lamía y mordía dolorosamente las carnes.
A pesar de lo tremendo de la situación y de lo denigrada que me sentía al ser violada como una callejera por un grupo de muchachos, mi cuerpo acostumbrado al estímulo del sexo más perverso y aberrante respondía de manera primitivamente animal y en mi interior comenzaban a arder los fogones que ponían en marcha el fulgurante mundo del placer.
Aquellos diminutos demonios que rasgaban con sus dientes afilados mis músculos y las profundas cosquillas y escozores que se iban instalando en mis riñones, nuca y vientre, terminaron por aflojar el poco de resistencia que me quedaba; mientras disfrutaba de la boca y dedos que jugueteaban en mi sexo, recibía complacida las agresiones de los dientes a mis pezones y, abriendo la boca, alojé con gula en su interior la lengua del muchacho.
Viendo como yo accedía complaciente a sus manejos, la boca abandonó mi vulva para ser reemplazada por una verga de considerable tamaño que me penetró profundamente y, en tanto que su dueño se hamacaba en un vaivén lento y enloquecedor, otro se instaló sobre mi pecho y poniendo su miembro entre los labios, me incitó a chuparlo
Accediendo a mis promesas de los dejaría hacer cuanto quisieran conmigo sin intentar huir, cortaron la cuerda de las muñecas y entonces sí, acomodándome mejor, aferré el falo entre mis dedos y comencé a succionarlo en forma tal que el muchacho pareció enloquecer. Llevaba tanto tiempo sin chupar otra verga que no fuera la de mi marido que el sólo tenerla dentro de la boca me sacó de quicio y, lamiéndola con furia, chupé golosamente cada trozo de la piel, corriendo bruscamente el prepucio hacia atrás e instalé la sierpe errática dentro del surco que rodeaba al glande, haciéndolo estremecer de placer.
El que me penetraba por la vagina, apoyó un pie sobre el sillón para darse aun mayor impulso y sintiendo como la cabeza del príapo se estrellaba en mis entrañas, introduje la cabeza de la verga en mi boca hasta sentirla sobre la lengua y cerrando con fuerza las mandíbulas, inicié un lento vaivén, succionándola con poderosas chupadas.
Yo sentía que algo en mi interior iba a estallar y mi cuerpo ondulante, recibía complacido los embates de la pelvis del hombre mientras mi boca se esmeraba en la succión y los dedos en la masturbación del falo. Alguno de ellos esparció los jugos que manaban de la vagina por la raja entre las nalgas y un dedo prudente tentó la fruncida apertura del ano que ya dilatado por el goce, permitió la entrada del dedo en su interior.
Mis gemidos angustiosos llenaron el cuarto y mientras sentía derramar hacia mi sexo las riadas calientes de los fluidos, boca y útero recibieron el baño espermático de los muchachos. Trémula y saciada de sexo, creí tener la oportunidad de descansar por un rato pero mi esperanza fue vana.
Otros dos reemplazaron a lo que habían acabado; manejándome como a una muñeca e incitándome a flexionar las piernas, me hicieron colocar ahorcajada al que estaba acostado para penetrarme desde abajo. El miembro tenía tal grado de rigidez que rápidamente volví a excitarme y comencé a galopar jineteando la verga mientras él ayudaba a mi goce, impulsándose violentamente y yendo al encuentro de mi sexo con su pelvis.
Azorada por la fortaleza de estos muchachos y por la naturalidad gozosa con que había aceptado la situación rindiéndome mansamente a sus deseos, estimulé al que montaba para que con sus manos, estrujara y sobara mis pechos. Engarfiando sus dedos en mis carnes, tiró bruscamente de los senos haciéndome caer sobre las manos. Clavando sus dedos, parecía querer separar bestialmente mis músculos y así aferrados, los acercó a su boca, hundiendo sus dientes en los pezones en un mordisco de feroz sadismo.
El dolor inesperado me sorprendió y abría la boca para exhalar un grito, cuando otro se arrodilló frente a mí y, tirándome de los cabellos, alzó mi cabeza para meter su falo en la boca abierta. A punto estuve de cerrarla y morder su carne, pero el placer que el otro me proporcionaba chupando con verdadera maestría mis senos que, habían aumentado su sensibilidad, abrí mi boca casi hasta el punto de disloque para alojar en ella la verga erecta, succionándola con verdadera fruición.
Esta gozosa posesión se prolongó por varios minutos y ya comenzaba a experimentar fatiga y cansancio, cuando un tercero introdujo su miembro en mi ano tan violentamente que no pude sofrenar el grito que el dolor me provocó.
Con la verga dentro de mi recto, inició una penetración tan lenta como profunda, sintiendo como estrellaba su pelvis contra mis nalgas conmovidas. La sensación de ser penetrada por dos falos simultáneamente era tan maravillosamente gratificante que, agradecida, beneficié al que estaba frente a mí esmerándome con denuedo en chuparlo y complacerlo.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, en cierto momento comenzamos a gemir, bramar y roncar al unísono de tal manera que parecíamos bestias salvajes hasta que en una desaforada manifestación de nuestra satisfacción, insultándonos soezmente, alcanzamos nuestros orgasmos Tras un rato de descansó, obtuve el permiso de ir al baño acompañada por uno de ellos y luego de hacer mis necesidades, me di una ducha fría que vigorizó mi dolorida musculatura.
De vuelta en el living y ya aceptada por mí con la condición de que lo hiciéramos organizadamente y sin violencia, se reanudó la sesión sexual que resultaría interminable. Turnándose, dosificaron sus fuerzas y me penetraron durante todo el día hasta que por la noche y luego de comer cosas que había en la heladera, me permitieron dormir cuatro horas atada a la cabecera de la cama.
A pesar de toda mi experiencia y de haber vivido las circunstancias sexuales más terribles, nunca había tenido tanto sexo sin pausa y poseída hasta por tres hombres a la vez. Tal vez fuera por la certeza de la inevitabilidad de los hechos dada mi absoluta soledad o a causa de aquella locura que solía dispersar mi mente, desdoblándola y haciéndome acometer las mayores ruindades con tan enorme satisfacción, volvió a manifestarse y me sumí en un mar caliginoso de brumoso espanto. Exhausta pero histéricamente ansiosa, los incitaba a penetrarme de las maneras más absurdas y, cuando cedían por el cansancio, los orientaba en el uso de los distintos elementos fálicos para hacerme alcanzar el éxtasis de la voluptuosidad más enajenante.
Fuera de control, mi incontinencia me llevaba a cometer los actos más atroces con tal de satisfacer el apetito voraz que me carcomía las entrañas y las fantasías que generaba mi mente totalmente desquiciada. En las treinta y seis horas que duró la orgía, disfruté de cada uno de sus momentos aunque mi cuerpo se resintiera luego por la violencia con que agredían mis carnes, especialmente la vagina y el recto pero me resultaba imposible detenerme en ese alocado maratón sexual, del cual y aunque ellos pensaran lo contrario, me consideraba la más beneficiada.
A mis casi treinta y ocho años, cuando ya creía haberlo probado todo, este festival sexual en el cual había deglutido cantidades de semen y bañado mis entrañas con la gloriosa cremosidad melosa del esperma, eran incontables los orgasmos por los que había derramado mi satisfacción y calculé después que había sido penetrada en no menos de treinta y cinco oportunidades.
Todo mi cuerpo latía pulsante con una intensidad casi palpable y eso junto a las laceraciones internas y el cansancio, me hacían transitar las últimas horas en una especie de aletargado sueño. Agobiada y trémula, con mi licenciosa voluptuosidad saciada, escuché como se iban retirando de a uno y cuando quedé en la tranquilidad de la soledad, conmocionada por una emocionante sensación de pisar sobre nubes, herida y maltrecha pero ahíta y pletórica de sexo, me instalé en la bañera para disfrutar durante horas de la bienhechora caricia del agua caliente.
Salvo algunas excoriaciones, pequeñas llagas y algunos colgajos de piel, asombrosamente no tenía daños internos serios y sólo los oscuros hematomas que coronaban mis senos y sexo junto a las rojizas medias lunas de los dientes evidenciaban la violencia del fin de semana. Cuando quince días después mi marido regresó con los chicos, no quedaba nada en mi cuerpo que me recordara esos dos terriblemente gloriosos días.
La ausencia de Gloria o la intensidad de esos días, parecían haber saciado a la bestia y volvimos a entrar en una de esas mesetas de tranquilidad en las que el sexo era importante pero no prioritario. Con mis hijos creciendo aceleradamente, ya adolescentes, comencé a comportarme como una señora gorda más, participando de comisiones, agrupaciones y reuniones del club con cierta vehemencia hasta que cobré conciencia de que todavía no tenía cuarenta años, que era admirada por mi belleza y que necesitaba salir de ese claustro social que había adoptado voluntariamente.
Si bien en el club existía una pequeña tienda deportiva, esta era manejada por el profesional de golf y se circunscribía a ese deporte. Analizando que había equipos de voley femenino, atletismo y tenis, solicité y conseguí de la Comisión Directiva la autorización para abrir un local de ropa femenina y accesorios para esas disciplinas.
El negocio fue un éxito desde el principio, ya que no sólo tenía prendas deportivas. Blusas, faldas y seleccionados vestidos que una boutique me había concesionado, más una excelente colección de lencería convocaron inmediatamente a las mujeres del Country que, un poco achanchadas lejos de los centros comerciales, enriquecieron su aburrida ropa interior con espectaculares conjuntos que yo había seleccionado especialmente para satisfacerlas. Mujeres adultas y jovencitas comenzaron a rondar por el local, mirando primero y, tímidamente, fueron entrando en confianza para convertirse en clientas casi compulsivas.
Haciéndome confidente de sus esperanzas de conquista las más jóvenes y de la utilización de la lencería como un elemento de atracción íntima para sus parejas las más grandes, solicitándome consejo sobre tal o cual prenda era las más indicada para sus intenciones inconfesables en determinadas ocasiones, fui convirtiéndome en la discreta amiga a la que se podían confiar esas intimidades y el negocio floreció.
Ya no bastaba con mi presencia para atender debidamente a la clientela y debí recurrir a la ayuda de una asistente. Recomendada por una de las consocias, acepté tomar a prueba a una jovencita peruana que trabajaba circunstancialmente de mucama en su casa. En la primera entrevista me sorprendió su prestancia. Aunque sólo tenía catorce años, su cuerpo ya estaba desarrollado y me impresionó la belleza clásica de su rostro apenas moreno.
De facciones bien equilibradas, sus ojos color miel destacaban bajo las espesas pestañas negras y la boca tenía un trazo de delicada pureza. Nacida y criada en Lima pero hija de un italiano y una limeña, vivía con una tía que regresó a su país después que ella encontrara trabajo con mi vecina. Esta circunstancia me llevó a dudar antes de decidirme por tomarla, ya que como empleadora, debería darle casa y comida además de la responsabilidad de cuidar de una menor. Pero había algo particular en ella, indefinible y seductor, que me hizo tomar una decisión aprobatoria.
Adecuando uno de los cuartos de huéspedes de la casa lo más lejos posible de los de mis hijos, la acomodé en él y todas las mañanas, después del desayuno, salíamos juntas para el local. Aunque no tenía más estudios que los primarios, se manejaba con esa callada prudencia de algún ancestro aborigen, sin poner en evidencia su falta de cultura. Rápidamente se adaptó a las necesidades del negocio y de desembalar y acomodar las prendas, pasó a asistirme en los inventarios hasta que, cuando se hizo imprescindible, comenzó a atender a las clientas con tanta eficiencia y simpatía que las impresionó por su buen gusto y percepción de las circunstancias para las que serían utilizadas las prendas.
Esa sensación indefinible e incalificable del primer día seguía rondando mi cabeza. Observándola con detenimiento, me di cuenta que la perfección de su cuerpo en agraz sólo estaba limitada por la falta de su desarrollo completo.
De poco más de un metro sesenta, era menuda y sus pechos nacientes presionando la tela de su ropa, me remitieron casi automáticamente a aquellas pequeñas naranjas de mi pubertad. Mirando la perfección de su rostro de madonna con tintes cobrizos y atraída por el preciso delineado de sus labios plenos, encontré en ellos la respuesta a la seducción de su sonrisa iluminada por el resplandor albo de sus dientes menudos. Con el comienzo del escozor que ya había dejado de serme extraño hacía muchos años, espanté la turbulencia de esos pensamientos y sacudiendo la cabeza, me sumergí en la atención a una clienta.
Día tras día, notaba que mi cuerpo respondía en forma autónoma a sus propios reclamos y, por más que pusiera toda la voluntad posible en ignorarlo, cada vez que tenía a la chiquilina cerca de mí, una revolución de pájaros enloquecidos recorría mi vientre y un sudor frío me daba un temblor nervioso. Con un pretexto u otro, me las arreglaba para no coincidir en ciertos horarios y procuraba alejarme físicamente de ella lo más posible aunque los demonios volvían a rondar recurrentemente mi mente, alucinándome con sus fantasías más terribles.
En medio de este desasosiego, se produjo el acontecimiento anual del club, que era su torneo abierto de golf. Como socia y propietaria del local, debería adecuarme a las circunstancias internacionales del evento preparándome para una potencial clientela no doméstica. Naturalmente, yo tenía el vestuario necesario para la ocasión, pero la muchacha sólo poseía algunos pantalones y remeras que le había comprado para que estuviera decentemente vestida. Rebuscando entre baúles y cajas, encontré algunas prendas mías que, adaptándolas, se prestarían para solucionar el eventual problema.
A la mañana siguiente, antes de salir hacia el negocio y después que se fueran mi marido y los muchachos, le pedí que subiera a mi dormitorio así probábamos cuales serían susceptibles de arreglo y las marcaríamos para la modista. Contenta por aumentar su paupérrimo vestuario, la chiquita se desvistió obedientemente a mi pedido, quedando sólo con su humilde ropa interior.
A medida que se ponía y sacaba distintas prendas y yo iba marcando los arreglos, su casi íntima cercanía comenzaba a ponerme nerviosa. Además del suave calor que irradiaba, su cuerpo despedía una fragancia singular, mezcla de delicada sudoración, naturales aromas levemente acres de su sexo y un perfume a salvajina de la piel. Estos efluvios a los que yo trataba de ignorar, atacaban mi olfato cuando acuclillada tomaba con alfileres su talle o el nuevo ruedo de una falda. El escozor habitaba ya definitivamente en mis riñones, trasladándose al vientre y de allí al sexo. Involuntariamente y entre dientes, como falta de aire, comencé a acezar quedamente comprobando con sorpresa que la entrepierna de la trusa se había humedecido con mi flujo.
Con dedos súbitamente indecisos y temblorosos, estaba a sus espaldas ayudándole a quitarse un vestido cuando mis manos tropezaron con sus senos y sentí como la pequeña se estremecía. Casi como una consecuencia de causa efecto, la abracé contra mi pecho tomando posesión de sus senos que aun bajo el corpiño sentía palpitar bajo los dedos.
Como si ambas estuviéramos pendientes y a la espera de este desenlace, dejamos escapar un hondo suspiro de alivio y nos dejamos llevar. Besando su nuca pequeña y delicada, mis labios la recorrieron hasta la curva del hombro y desde allí, volvieron a trepar hacia la oquedad detrás de las orejas, convocando a la lengua en la excitación de la niña.
La chiquita había permanecido quietecita y asiendo mis manos con las suyas las apretaba en una clara invitación a que hiciera lo mismo con sus pechitos. Deslizando los breteles de sus hombros, la desprendí del corpiño para dejar al descubierto los senos que, al tacto de mis manos, demostraron ser duros y sólidos, bastante más pulposos de lo que aparentaban. Mis dedos se aplicaron a la tarea de sobarlos tiernamente y en la medida que la jovencita se estrechaba mimosa contra mí con satisfechos gruñidos, aumenté la presión convirtiéndola en un fuerte estrujamiento y con las yemas fui pellizcando lentamente sus casi inexistentes pezones.
Creo que instintivamente, la chiquita alzó sus brazos y tomando mi cabeza entre sus manos la impulsó hacia abajo al tiempo que retorciendo su cuello alzaba su boca hacia atrás, jadeando suavemente. La mía aceptó el convite y mis labios viciosos de todo vicio se posaron en aquellos vírgenes. Apenas rozándolos, inicié un leve besuqueo de caldeadas humedades que fueron incrementando el deseo y cuando al cabo de unos momentos los labios se confundieron en un ensamble perfecto y mí lengua penetró en la boca a la búsqueda de la suya, ella se dio vuelta, abrazándose fuertemente a mi nuca.
Totalmente fuera de mí, aferrándola por los glúteos, la alcé y la llevé hasta la cama. Con las bocas pegadas en una succión casi animal, la acosté y mientras ella ayudaba a tientas con nerviosos manoteos, me desnudé y aplasté mi cuerpo carnoso contra el suyo. Fue como si algo magnético nos atrajera y nuestros cuerpos comenzaron a ondular en sincronía, empeñadas en querer penetrar y fundir las pieles en una sola. Mientras yo la besaba salvajemente, la chiquita recorría mis espaldas y nalgas con sus manos y trabando instintivamente los talones en mis muslos, impulsaba su cuerpo contra el mío en un atávico ensayo de coito.
Las dos seguíamos sin pronunciar palabra y, a pesar de su respuesta encendida y tumultuosa, yo no dejaba de pensar que era una niña aun menor que mis hijos pero al mismo tiempo me excitaba precisamente la certeza de su virginidad y rememoraba mis catorce años y lo que hubiera dado por haber hecho lo mismo en ese entonces.
La ansiedad loca pudo más que la razón. Abrazándola aun más fuerte, mi boca se dedicó a succionar el cuello tierno aspirando con deleite su olor a criatura y eso me conmocionó, haciendo que los labios golosos descendieran en busca de los senos. Cubriendo de pequeños besos la palpitante carne que se estremecía temblorosa ante la caricia, fui dilatando el momento mientras ella se calmaba y yo recuperaba algo de sentido.
Cuando estuvimos un poco más relajadas, mi lengua se dedicó a lamer con delicados embates de su punta la pequeña pero protuberante aureola cubierta de gruesos gránulos carnosos. Al comenzar ella a gemir quedamente y sus manos, hundiéndose entre mis cabellos acariciaron mi cabeza, dejé que los labios rodearan al pequeño pero erecto pezón succionándolo suavemente en procura que disfrutara con mi boca.
Suspirando hondamente, daba claras muestras de su satisfacción y eso me compelió a aumentar la presión de la succión mientras mis dedos rascaban con el filo de sus uñas al otro pezón y ella incrementaba el golpeteo de su vulva contra mi pelvis. Las uñas dejaron paso a mis dedos índice y pulgar, que atrapando a los rasguñados pezones los envolvieron entre ellos para iniciar una lenta torsión que llevó a la niña a incrementar sus gemidos entrecortados. La presión se fue acentuando y la fuerza de mis dedos contra las carnes se hizo tan intensa como rápida. Ya las manos de la chiquita habían dejado mi cabeza para tomar la suya y, meneándola frenéticamente, farfullaba palabras de asentimiento y deseo.
Sometiendo a los senos con las dos manos, dejé que mi boca escurriera por el profundo surco que dividía la meseta de su vientre, lamiendo y succionado la leve vellosidad de su interior y se entretuvo un momento en besar y sorber el sudor acumulado en el cuenco de su ombligo. Temblando de ansiedad tanto como ella, me disponía a escudriñar en su sexo como nadie había podido hacerlo hasta el momento. Mientras le sacaba la bombacha, la certidumbre del delito que iba cometer colocó un ansioso rugido perverso en mi garganta y la lengua se deslizó al encuentro de la suave pelusa ensortijada que ya en el nacimiento del Monte de Venus se adhería a la piel.
Ascendí la hinchada colina y exploré con besos menudos y tenues lambeteos tremolantes los labios mayores de la vulva, demasiado desarrollados para una virgen. Desde el interior fluían vahos fragantes de reminiscencias marinas, entremezclándose con su natural perfume almizclado, aumentando mi excitación. Empujé hacia arriba sus muslos y obedientemente encogió las piernas que yo abrí con mis manos hacia los costados. Ante esta apertura, el sexo se dilató mansamente, pulsando rojizo y oferente.
Con índice y mayor separé los labios inflamados y la sola vista de su interior me estremeció de ansiedad. Formando los labios menores, una festoneada hilera de pliegues en apretada filigrana se alzaba ante mis ojos, fuertemente rosada en su base se diluía en un pálido blanquigris.
En su extremo superior, era casi inapreciable la presencia del clítoris. Subyugada y atraída por el fascinante espectáculo, la lengua se proyectó ávidamente y con inquisitiva insistencia se agitó dentro del amasijo de pliegues buscando al esquivo botoncito del placer.
Cuando lo hallé, lo fustigué sin piedad hasta que empezó a cobrar tamaño y entonces fueron los labios que, atrapándolo entre ellos, lo succionaron con voracidad en tanto que agitaba mi cabeza de lado a lado. La pequeña abría y cerraba las piernas espasmódicamente como las alas de una mariposa y sus manos presionaban mi cabeza contra el sexo. Olvidada de lo pequeña que era, mis labios atrapaban al clítoris y tiraban fuertemente hacia arriba y esa placentera tortura ponía gemidos guturales en aquella boca que poco antes susurrara su contento.
Al ver que la niña temblaba toda ella, estremecida por la ansiedad y el llanto comenzaba a entremezclarse con los hondos quejidos anhelosos que ahogaban su garganta, mi boca bajo a la apertura sin hollar y se solazó con las crestas carnosas que protegían la entrada a la vagina. Entretanto, el dedo pulgar había tomado el lugar de la lengua y maceraba con tenacidad al ahora empinado clítoris. Entonces, mis labios tomaron contacto con la apretada apertura vaginal succionándola tiernamente, haciéndola dilatarse y la lengua se introdujo en ese interior pletórico de suaves mucosas agitándose alocadamente.
Había olvidado la angustiosa desesperación que precede a un primer orgasmo, cuando parece que todo se desvanece, que una cae en el vacío y en el interior del cuerpo estallan luces de colores mientras que los músculos semejan elásticos que fueran a romperse, separándose de la osamenta en esa “pequeña muerte”, como le dicen los franceses.
En medio de sonoros sollozos, la pequeña se agitaba frenéticamente y me pedía con aflicción que la ayudara a salir de ese marasmo. Redoblando la actividad de mis labios, aumenté la fuerza de la succión y comencé a degustar con deleite los jugos olorosos de sus fluidos que llegaban en pequeñas oleadas, provocadas por las contracciones convulsivas de la vagina y en medio de las entrecortadas risitas agradecidas de la jovencita, paladeé gustosa su primera eyaculación.
Acunándola entre mis brazos, fui calmando sus espasmos y el profundo hipar de su pecho fue diluyéndose en un tierno ronroneo satisfecho. Mientras la mecía contra la masa pulposa de mis senos, ella comenzó a juguetear con sus dedos sobre las abultadas aureolas y pellizcó los largos pezones que aun se mantenían enhiestos. Besando sus cabellos, le pregunté si deseaba continuar con aquello y dio su asentimiento con un tímido maullido.
Acomodándose en mi regazo, acarició y sobó la sólida musculatura de mis pechos y su lengua imitó a la mía, lamiendo toda la arenosa extensión de las oscuras aureolas. En estos años otras bocas habían recorrido esa región pero el roce infantil de su lengua pequeña y ágil me provocaba nuevas sensaciones difíciles de definir, absolutamente distintas a todas.
Anhelante, su boca succionó en suave mamar los pezones y su tamaño debe de haberla excitado, ya que muy pronto sus dedos estrujaban con fervorosa pasión la carne de los senos y la boca parecía no dar abasto, chupando y lamiéndolos. Susurrando incoherencias, se escurrió de mis brazos dejando que su boca bajara presurosa por mi vientre y sin demasiados circunloquios se acomodó en el sexo, lamiendo y chupando como yo lo hiciera con ella. A pesar de su inexperiencia, ponía tal denodado afán en hacerlo y era tan infantil, que yo sentí crecer en mi pecho una clase de ternura que ninguna mujer había inspirado.
Acomodamos nuestros cuerpos hasta quedar invertidas, de tal manera que mi sexo permaneciera unido a su boca y su sexo barnizado por los jugos que aun rezumaban de él, fue invadido por mis labios y lengua pero esta vez, sabiendo que la chiquilla consentía, estaba decidida a consumar la cópula. Muy rápidamente, las dos ascendimos la cuesta del deseo y con los dedos engarfiados en las nalgas nos debatimos y revolcamos durante un largo rato en una interminable sesión de chupones, lambidas y leves mordiscos.
Con suma prudencia, un dedo inquisitivo excitó las crestas de la vagina y lentamente trató de penetrar pero las carnes de la niña estaban estrechamente apretadas por sus músculos. Dejé que la lengua las mimara durante un momento y, cuando las sentí relajadas, el dedo acompaño a la lengua y luego la reemplazó muy suavemente. Esta vez fue penetrando con suavidad y sus jugos hacían de alfombra lubricante hasta que sí, ahí estaba.
El famoso himen se reveló como una especie de nylon elástico y ese contacto hizo respingar a la jovencita que estaba enfrascada en mi sexo. Diciéndole que se tranquilizara y no tuviera miedo, fui perforando la membrana que se desgarró ante mi cuidadosa presión.
Rugiendo con los dientes apretados, la niña soportó estoicamente ser desvirgada para descargar luego su dolor sobre mi sexo, casi con saña, clavando sus uñas y rasguñando mis nalgas y muslos. Cuando el dedo penetró en toda su extensión, lo retiré pletórico de sus espesas mucosas levemente sanguinolentas pero cuando volvió a entrar lo hizo en compañía del mayor, iniciando una búsqueda conjunta en todo el interior de la vagina, rascando, escudriñando, en todas direcciones y haciendo que la muchacha se estremeciera entera en medio de exaltadas exclamaciones de placer.
A medida que el vaivén iba haciéndose más fluido, su sexo se dilató y los dedos la socavaron toda en tanto que el pulgar permaneció hostigando al clítoris junto a la lengua. Los dedos que rascaban suavemente la vagina buscaron pacientemente la callosidad del punto G, hallándola con sorpresiva facilidad a sólo dos centímetros en la cara anterior del anillado canal y cuando se concentraron en ella, la niña prorrumpió en una serie de incoherentes exclamaciones gozosas en tanto que golpeaba con sus puñitos fuertemente mis nalgas, encogiendo las piernas y entrecruzándolas sobre mi nuca.
En un exceso de crueldad, fui haciendo todos mis movimientos en ralentti, suspendiendo de a ratos la intromisión a su vagina y concentrándome con labios y lengua en el clítoris, provocando su desesperación por el orgasmo en ciernes que no se concretaba gracias a que yo demoraba el momento. Con un primitivismo bestial, dejaba escapar de su pecho broncos bramidos y, como si me supiera culpable de su postergada eyaculación, atacaba de a ratos mi sexo, chupándolo con angurrienta violencia y llegando a clavar sus agudos dientecillos en mis muslos.
Con la urgencia de mi propio orgasmo rascando en la vejiga, la volví a penetrar con mi boca atenazando al endurecido apéndice de su sexo y aceleré el vaivén de los dedos. En medio de tumultuosas exclamaciones de satisfacción, recibí en la mano la oleada impetuosa de sus jugos que permanecí sorbiendo durante un largo rato en el que su cuerpo se fue relajando, dejando de sacudirse espasmódicamente. Cuando aun hipaba y se ahogaba por las flemas que inundaban su garganta, la alcé en mis brazos y la llevé a su dormitorio, donde la dejé descansar.
Esa misma noche, cuando todos se durmieron, la visité y con sumo cuidado y claridad le hice entender al nivel de inmoralidad a que habíamos llegado y por qué. En su ingenuidad, ella no creía estar cometiendo algo pecaminoso y tuve que explicarle cuidadosamente como estigmatiza la gente a personas que, como nosotras, no éramos homosexuales pero gustábamos de disfrutar del cuerpo de otra mujer. Buscando su entrega total, la envolví en la ensoñación de un mundo futuro de placer infinito y del disfrute ininterrumpido como el que sólo las mujeres pueden darle a otras mujeres.
También jugué con su codicia, prometiéndole subrepticias sumas de dinero ajenas a su sueldo que yo podría darle para que ella enviara a su familia en Perú, lo que aumentó visiblemente su interés. La única condición que le imponía frente a todo lo que le brindaría era su discreción, total y absoluta, así como su sometimiento sexual sin restricciones. Fue tan gozosa su alegría por saber que se convertiría en mi amante secreta, que a duras penas pude volver a mi cuarto sin tener el sexo que ella ahora me exigía.
A la mañana siguiente, demostró esa natural y atávica adaptación que legara de sus ancestros aborígenes. Fresca y resplandeciente como todos los días, se sentó con su parquedad acostumbrada a la mesa del desayuno y se interesó acerca de la ceremonia final del torneo.
Alimentando su curiosidad y las nuevas necesidades que yo sabía le demandarían sus nuevos habitantes, la dejé cocinarse a fuego lento hasta que el tumulto del evento deportivo hubo pasado, haciendo caso omiso a sus lastimeras miradas soslayadas ante mí fingida indiferencia.
Terminado el torneo y pretextando la necesidad del cierre temporal del negocio ante mi propia extenuación, para reorganizar todo nuevamente y tomarnos un merecido descanso, clausuré el local durante una semana.
Era consciente que se me brindaba una oportunidad única en la vida; disfrutar del cuerpo y la mente virgen de una niña de sólo catorce años educándola en los más profundos vericuetos del sexo sin ningún tipo de preconceptos, desconociendo los límites entre lo bueno y lo malo, sin poder discernir qué cosa era pecaminosa, ultrajante o aberrantemente perversa. Hacerle aprehender como lógico y habitual todo aquello que no sólo estaba prohibido por la sociedad sino también por la propia conciencia, convirtiéndola en una esclava de mis más bajas pasiones y en una eficiente máquina sexual.
Respondiendo a las angustiosas miradas que en el desayuno de ese primer día de “vacaciones” clamaban su angustia reprimida durante casi diez días, apenas quedamos solas la llevé a mi dormitorio. Recostándome en los grandes almohadones de la cabecera y, sentándola sobre mi regazo, la acuné en mis brazos mientras le susurraba dulces palabras al oído por haber sido tan paciente. Sintiendo como vibraba toda, ansiosa por esos días de tensa espera, fui desprendiendo los botones que cerraban el vestido de algodón y como supuse, comprobé que no tenía sino la bombacha debajo de él.
Yo había hecho de la paciencia una especie de dogma; ella misma elaboraría los fermentos exactos para que la naturaleza instintiva del cuerpo eclosionara cuando debiera hacerlo y no antes. Cada cosa que hiciera sobre la pequeña, debía de responder a una necesidad imperiosa y cuando ella me lo exigiera tanto que, ese acto vil, violento o repulsivo, fuera aceptado y recibido como el más sublime alivio.
En tanto que le quitaba la ropa, fui abrevando entre sus labios temblorosos con la aguda serpiente de mi lengua, como queriendo y no. Besando y no besando. Lamiéndola y no. Ella esperaba la concreción del beso con avidez pero yo no dejaba que eso sucediera. Sus ojos buscaban los míos con una mirada suplicante de cachorro asustado, diciéndome sin decirlo cuanto me deseaba y de su boca escapaban sordos gemidos entrecortados por la emoción.
Una vez que estuvo desnuda, la acomodé mejor y comencé con una serie de pequeños besos a los que ella respondía con frases entrecortadas de alegría y agradecimiento. Cuando se aferró a mi nuca y su boca se abría exigiendo mucho más que besos húmedos, encerré sus labios entre los míos, iniciando un lento besar, tanto como la profundidad que ponía en la succión.
Dejándola por momentos sin aliento, mis labios apresaban su lengua chupándola tan intensamente que la sentía vibrar como un pequeño pez dentro de mi boca. Ella también estaba en la cima del goce y sus manos apresaban mi cabeza pareciendo que ambas quisiéramos devorarnos mutuamente.
A pesar de que mi excitación reclamaba algún tipo de concreción, permanecí firme y durante un largo rato, nos desmayamos en besos de extremada violencia, dejando escapar angustiosos gemidos que nos iban excitando aun más. Finalmente, ella tomó la decisión que yo esperaba y sus manos se dedicaron a acariciar los senos a través de la tela de la bata. Desprendiéndome fácilmente de aquella, dejé que se hiciera dueña de mis pechos.
Mientras me besaba, ahora con mayor calma y dedicación, sus dedos recorrían ávidos la piel de los senos, acariciándolos o rascándolos tenuemente con sus pequeñas y afiladas uñas. Yo la dejaba hacer para ver cuanto de instintivo había en su iniciativa y hasta donde podría llegar sin mi ayuda.
Fascinada con lo que desde hacía tantos años fascinaba a todos, incluso a mí, las yemas de sus dedos exploraron las grandes, oscuras y abultadas aureolas cuya áspera rugosidad había aumentado por la afluencia de sangre. Atraídos por los gruesos y largos pezones, juguetearon con ellos durante unos instantes en dulces pellizcos a sus puntas. Luego, sin dejar de besarme golosamente, sus uñas se dedicaron a rascar la cima del seno y, tímidamente, tomó entre sus dedos índice y pulgar uno de los pezones para imprimirle, como yo había hecho con ella, una lenta rotación, adelante y atrás, macerando la carne con indudable deleite.
Ya se me hacía imposible simular indiferencia y conduciendo su boca hasta mis senos, la invité a chuparlos. Dueña de una sabiduría tan antigua como el mundo, la hembra primigenia pareció explotar dentro de ella y su lengua vibrátil se deslizó acuciante sobre mis pechos endurecidos por el deseo, azotando con agilidad los bultos marrones de las crecidas aureolas, atrapando a los pezones entre sus labios, ciñéndolos fuertemente a su alrededor e iniciando una serie interminable de fortísimas succiones.
Ahora era yo la que se desgarraba en hondos gemidos de angustia, sintiendo como aquella comenzaba a oprimir mi pecho y el escozor, viejo amigo de la satisfacción, se instalaba en mi vientre. Con la pequeña aferrada a mis senos, extendí la mano y alcancé su entrepierna, rascando suavemente la alfombrita de suave vello oscuro que comenzaba a ocultar el sexo. Mis dedos se deslizaron a lo largo de la estrecha vulva, acariciando sus delicados labios. Hundiéndolos un poco más en su interior, fui esparciendo los jugos que lo inundaban, sintiendo como sus músculos se dilataban agradecidos elevando la excitación de la niña que estrujaba con verdadera saña mis carnes y clavaba sus dientes en los pezones.
Mis dedos se aplicaron a la tierna maceración del diminuto clítoris restregándolo en forma circular para arrancar los primeros gemidos de sus labios. Deshaciéndome del abrazo, me coloqué de forma tal que ella quedara debajo de mí en forma invertida. Como en la ocasión anterior, me hice dueña de su sexo y mi boca de dedicó a someterlo a la más fascinante sesión de lengüeteos y chupones. Ya más experimentada, ella acariciaba con ternura mis nalgas y su delgada lengua exploró curiosa los abundantes pliegues que asomaban entre los labios de la vulva.
Ya había decidido que la chiquilina conociera todo el rigor del sexo y tomando un consolador que ocultara debajo de la almohada, lo mojé con mi saliva y lo estregué a lo largo de todo el sexo, haciendo que este se dilatara mansamente complacido ante la caricia.
La expectativa despertada por su contacto pareció enardecer a la niña y su boca se prodigó en mi sexo con el más maravilloso repertorio de lamidas y succiones en todo el interior del ardiente óvalo, especialmente en las gruesas carnosidades que orlaban la entrada a mi vagina excitándome hasta hacerme perder la cordura. Después de macerar con la ovalada cabeza del miembro su clítoris, haciéndola prorrumpir en extasiadas exclamaciones gozosas, la emboqué en la entrada a la vagina y, muy lentamente, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, fui penetrándola hasta que toda la prolongada extensión del falo estuvo dentro de ella.
Ese proceso que duró varios minutos, alucinó a la chiquilina que descargaba en mi sexo toda la apremiante tortura de sus entrañas y entre ávida y colérica, con voluptuosa delectación, lo agredía con saña malévola. Con pérfida crueldad, comencé a moverlo dentro de ella, dándole, además de un ligero movimiento de vaivén, leves giros rotatorios que conforme las conmocionadas carnes se dilataban complacidas y eran lubricadas por los jugos internos que acudían a su influjo, se fue haciendo más intenso hasta alcanzar el ritmo de una violenta cópula.
La muchacha ya no se aferraba a mis nalgas sino que hundía su cabeza contra el colchón y en medio de exclamaciones inflamadas de deseo, me insultaba y agradecía simultáneamente y, con sus manos engarfiadas en las sábanas se daba impulso para hacer ondular su cuerpo, adaptándose al compás de la penetración.
Enardecida por los efluvios que brotaban del sexo y con el chas-chas de sus fluidos azotados por la verga, hundí la boca en su sexo y mis dientes se apoderaron del endurecido clítoris, mordisqueándolo tiernamente al principio para finalmente torturarlo con vesania, estirándolo hasta lo imposible.
Con el émbolo del falo entrando y saliendo en aberrante vaivén y mis dientes aferrados a sus carnes, azorada y expectante, la niña explotó en la descarga de sus líquidos más íntimos gritando como una poseída, alcanzando su primer orgasmo provocado por un miembro y ahíta hasta la inconsciencia, prorrumpió en sollozos entrecortados por las convulsivas contracciones de su vientre mientras mi lengua se complacía degustando los jugos que manaban desde el sexo.
A partir de ese momento, inicié la paciente tarea de reeducarla. Inscribiéndola en una academia cercana, hice que comenzara sus estudios secundarios y le puse una profesora de inglés. Personalmente me encargué de su instrucción en buenas costumbres, comportamiento social, cosmética y moda, además naturalmente, de hacerle conocer todos los secretos vericuetos del sexo en las sesiones matinales que nos permitíamos cotidianamente. Dispuesta a su corrupción total y, como complemento indispensable, compré una colección de videos condicionados para que, en la privacidad de su cuarto, los estudiara con detenimiento y ensayara aquellas cosas que más la satisfacían para luego hacerlas conmigo.
Si debo destacar una virtud en ella, aparte de sus condiciones naturales para el lesbianismo, era su discreción. Aunque en la intimidad nos faltábamos el respeto recíprocamente y las cachetadas, golpes y rasguños eran cosa de todos los días, cuando estábamos en el negocio o en la casa junto a toda la familia, ponía tanta distancia entre las dos asumiendo el papel de criada protegida con tanta convicción y poniéndome a mí en el de ama, que por momentos temía haberla perdido.
En la cama se había revelado como un diamante en bruto, un animal sexual al que sólo faltaba conducirlo. Con desprecio de su propio cuerpo y gozándolas con alborozada alegría, me inducía a realizar sobre ella las cosas más diabólicas, perversas y aberrantes para luego prodigarse generosamente en satisfacerme a mí. Como una planta en pleno desarrollo, todos los días su cuerpo se modificaba ostensiblemente, en parte porque la naturaleza estaba haciendo su juego sobre ella y en parte gracias a las intensas sesiones sexuales a las que nos sometíamos, mejores que cualquier tipo de gimnasia localizada.
Lentamente y con el tiempo, como una mariposa emergiendo de su crisálida, resplandecía y asombraba a todos por las dimensiones que sus pechos y nalgas alcanzaban, de los cuales, en mi fuero interno, me enorgullecía de ser su artesana.
En esa concordia armoniosa transcurrieron los meses y los años, en los que ella se convirtió en una mujer espléndida. A pesar de que aquello marcaba aun más la diferencia que había entre las dos, ya que mis cuarenta y tres años contrastaban notoriamente con sus diecinueve, en la cama olvidábamos las diferencias y cada acto sexual era un acontecimiento para las dos en el que no dejábamos de descubrir en la otra nuevas regiones inexploradas y distintas formas de satisfacernos, asombrándome muchas veces la profundidad conque su perversión se manifestaba de manera casi demencial.

Hasta que el diablo metió la cola y todo se desmoronó. Como en una moderna versión del Dr. Frankenstein, en mi dedicación por educarla haciéndole alcanzar un profesorado de inglés y mi incontinencia para convertirla en una lesbiana irredenta que odiaba todo lo que tuviera que ver con la masculinidad, mi hermoso monstruo se rebeló.
Una nueva edición del Abierto nos convocó y atrajo a la comunidad internacional del golf. De manera tan simple y violenta como un buen swing, la presencia de la campeona juvenil de los Estados Unidos conmocionó a mi joven amante que, enamorada como una colegiala, se entregó mansamente a los brazos de la norteamericana. Imposibilitada de hacer algo para evitarlo, tuve que presenciar sin alterarme sus públicos coqueteos y la noche en que ella no volvió a dormir, creí morir de celos y rabia dificultosamente contenidos, sabiendo que todo había terminado.
Cuando a la mañana siguiente, después de regresar y componer su maltratada imagen luego de una agitada noche sin dormir, antes de salir de su habitación preparó una sumaria maleta. No hubo reyerta ni discusiones; sólo yo era la culpable de haberla seducido y pervertido para mi beneficio personal y no tenía derecho a reclamarle por su decisión, ya que ella no me había pedido convertirse en lesbiana. Con esa calma que la caracterizaba, me agradeció por haberla sacado de la nada convirtiéndola en una mujer educada en todos los aspectos y me pidió perdón por irse con la chica del norte, pero era yo quien le había enseñado que cuando se presentara el amor, no debía desaprovecharlo y disfrutarlo a pleno, con toda el alma.
Besándola por última vez, sentí que un pedazo importante de mi vida se iba con ella y pensando en mi edad, me dispuse a entrar en la tranquilidad de la madurez.
Con la permanencia definitiva de Gloria en Italia, extrañándola aun después de tanto tiempo y el reciente abandono de la muchacha, vivir en el Country ya no tenía sentido. Mis hijos, ya adultos, se quedaban la mayoría de las noches en Buenos Aires para ir al otro día a la Facultad, mi marido sólo era un visitante nocturno con el que ocasionalmente compartía alguna cena y el negocio, sin la presencia de la muchacha ya no me atraía y sólo servía para demostrarme lo sola que estaba.
Sin grandes dificultades, se vendió la casa, compramos un departamento en Palermo y, milagrosamente, la familia estuvo reunida por primera vez. Sin la cotidiana necesidad de viajar tantos kilómetros, con esa nueva elasticidad de los horarios, sosteníamos largos y amenos desayunos y por las noches, la cena formal se prolongaba en alegres reuniones en las que todos compartíamos las expectativas, éxitos o fracasos de los demás. Éramos casi una familia.
Aunque mi marido se había hecho más compañero compartiendo confidencias de sus negocios conmigo, cosa que nunca había hecho en tantos años de matrimonio, todo se reducía a eso; sólo un compañerismo calmo, sosegado y cálido. A pesar de que yo estaba segura que él conocía de mis relaciones con la muchacha, nunca había hecho siquiera mención al asunto y, como yo en la cama era tan complaciente y activa como hacía casi treinta años, a su edad le resultaba cómodo y conveniente hacer la vista gorda pero ahora parecía cobrarse mis infidelidades ignorándome sexualmente, hasta el punto de comprar camas separadas en el nuevo amueblamiento del departamento.
A mis cuarenta y cinco años y los cincuenta y tres largos de él, no era cuestión de pelearnos como adolescentes por algo que, si bien nos satisfacía hacer, era tanto lo que sabíamos el uno del otro, de sus vicios y miserias, que cada acto se estaba convirtiendo en una vindicta íntima, como queriendo borrar aquello que nos avergonzaría si tomara estado público.

Decidida a reconstruir mi vida social, busqué y encontré a varias amigas de la secundaria. Pronto me estaba moviendo en un círculo de “señoras gordas” en el que menudeaban los paseos por la ciudad, tomar el té en ciertos lugares seleccionados, concurrir a desfiles de moda y exposiciones o simplemente reunirnos en nuestras casas para chusmear y compartir momentos gratos de la vida familiar. Lo de “señoras gordas” era una chanza que gustábamos de gastar entre nosotras, aunque ninguna de nosotras representábamos la edad que teníamos y nuestros cuerpos se mantenían en buen estado por la gimnasia y los deportes que practicábamos; básicamente, natación y tenis.
A pesar de esa intensa actividad, tenía necesidad de encontrar una verdadera amiga íntima con la cual compartir cosas de mi vida privada, y finalmente la encontré en Cristina, tal vez la más apocada del grupo, sólo metida en el mundo de la música y su piano.
Apocada no quiere decir que fuera tonta ni mucho menos, sólo que, sumergida en esa nube de cierta irrealidad a la que transporta la música, parecía mirar todo desde una cierta distancia que la hacía lejana. Como toda cosa cubierta por una capa superficial de barniz, rascándola se descubre la veta verdadera. Al poco tiempo pude confiarle las miserias más profundas de mi intimidad y comprobar con sorpresa que ella no era precisamente una devota de la continencia a la hora de practicar el sexo.
Con cierta orgullosa vergüenza, me hizo partícipe de cosas que yo ni había imaginado que conociera y menos que las practicara con cierta asiduidad. A pesar de los detalles escabrosos de nuestra intimidad, compartidos hasta el más mínimo detalle con una meticulosidad de orfebre en la que nos regodeábamos y excitábamos mutuamente, ninguna se sintió jamás atraída por la otra, aun conociendo las facetas oscuras de sus vicios más perversos y sus necesidades.
Realmente y por primera vez en la vida, tenía una amiga a la que no me unía ningún vínculo físico. Yo conocí al detalle cuáles eran las virtudes sexuales de su marido y ella fue conociendo con un asombro tolerante, todas y cada una de la relaciones que yo había sostenido desde mis catorce años. Parecía que esta relación de tierna confianza actuara como un bálsamo para mis urgencias y salvo las esporádicas relaciones que sostenía con mi marido, el sexo había pasado a ocupar una prioridad distinta en la escala de mis necesidades.
A los casi cuarenta y seis años y con un poco de desilusionada resignación, creí llegado el momento de mi edad crítica y esperaba la manifestación de los famosos calores de la menopausia. Como pasaba el tiempo y eso no sucedía, me fui acostumbrando a esa falta de voraz apetito sexual, por lo menos, no con esa intensidad desenfrenada que me invadiera en ocasiones por largo tiempo.
Tras casi un año de ese interludio en mi vida cotidiana, la fatalidad golpeó a la puerta. Atacada de una virulenta leucemia, mi amiga se apagó con la celeridad y la calma de un fósforo. En menos de diez días, aquella que fuera una mujer atractiva y deseable, se desmigajó entre los brazos de su marido y los míos que, anonadada por la fragilidad de la existencia, no concebía separarme de su lado hasta que tuve la certeza de que ya era imposible esperar nada de la providencia ni de la medicina y me aislé en la soledad de mi cuarto hasta que escuché la noticia de su fallecimiento.
Mi tristeza y soledad se hacían más notables por la ausencia de los muchachos que habían decidido vivir solos y por las actividades que mi marido realizaba ahora para la empresa en el nivel internacional, que lo llevaban a estar fuera del país la mayor parte del tiempo.
Durante días permanecí encerrada en mi cuarto, examinando mi vida y especialmente, ese último año de cierta abstinencia sexual pero de enriquecimiento íntimo, especulando que hubiera sucedido de mediar mi amistad con Cristina antes de cometer las atrocidades que era consciente de haber realizado y de las cuales no renegaba.
Al décimo día, recibí un llamado del marido de Cristina a quien percibí, por el tono angustiado de su voz, sufriendo la misma situación que yo. Buscando paliar nuestro padecer, lo invité a pasar por casa a conversar un rato. Incómodos al principio, ya que a pesar de mi estrecha relación con Cristina él era prácticamente un desconocido para mí y en medio de la congoja que nos embargaba, a medida que la conversación se desarrollaba y fluía fuimos compartiendo momentos de la vida de mi amiga, algunos totalmente desconocidos para mí. Cuando nos despedimos, tras dos horas de conversación, coincidimos en que esos recuerdos habían servido para aliviar la amarga angustia que su muerte nos dejara y la tensión parecía haber cedido paso a la resignación.
Uniendo nuestras soledades, todas las noches nos hablábamos por teléfono y el compartir recuerdos gratos de la querida Cristina actuaba como una especie de paliativo para nuestras penas. Cuando llevábamos quince días de esta cotidiana costumbre que ya se estaba convirtiendo en un hábito adictivo, él me invitó a pasar por su casa ya que quería hacerme entrega de algunos objetos, joyas incluidas, que habían pertenecido a mi amiga y deseaba que yo utilizara. Esperaba un llamado de mi marido para confirmar la fecha de su regreso, pero de todas maneras acudí con el propósito de no demorarme mucho tiempo
Después de un ligero refrigerio nocturno a causa del calor que pesaba sobre la ciudad, recorrí caminando lentamente las escasas siete cuadras que separaban su casa de la mía. El me esperaba con unos tragos largos frutados y mientras me refrescaba en la quietud del enorme living, trajo algunos álbumes fotográficos y durante un rato me extasié contemplando a la estupenda muchacha que había sido Cristina durante los más de veinte años en los cuales no nos habíamos visto y caí en la cuenta que aquella actitud apocada y lejana, ya formaba parte de la enfermedad que la invadía.
Si las imágenes de mi amiga me habían afectado emocionalmente, a él parecían habérsele hecho intolerables y silenciosamente, como lo hacen la mayoría de los hombres, por sus mejillas comenzaron a deslizarse lágrimas progresivamente más abundantes hasta que en un momento dado, cubriendo su rostro entre las manos, hondos sollozos estallaron en su pecho.
Nunca había estado en presencia de un hombre que manifestara de esa manera su dolor. Sin saber que hacer para consolarlo, lo estreché entre mis brazos contagiada por la emoción y nos confundimos en un abrazo estremecido por la convulsión del llanto.
Reponiéndome al cabo de un rato, traté de consolarlo acariciándole la cabeza y la cara, restañando las lágrimas que aun fluían de sus ojos y en tanto que él sonreía tontamente como restándole importancia al arrebato, fui cubriéndole la cara de besos cariñosos, tratando de tranquilizarlo pero, cuando él tomó mi cara entre sus manos y respondió besándome en la frente y los ojos, descubrí que el añoso cosquilleo ondulaba tenuemente a lo largo de la columna y un ardor casi olvidado se reinstalaba en mi sexo.
Incrédula de esta reacción instintiva y también orgullosa porque a mi edad aun sentía y despertaba esas íntimas sensaciones incomparables, me dejé estar. Viendo mi pasividad aquiescente, oriento su boca hacia la mía y cuando nuestros labios se rozaron, una descarga eléctrica me fulminó. No era que él fuera particularmente atractivo sino la respuesta primitiva de mis ansias reprimidas desde hacía tanto tiempo que la circunstancia y el clima habían potenciado al máximo. El beso, largo, profundo y cálido se prolongó por un momento particularmente extenso y cuando faltos de aire, respirando afanosamente por las narices y sofocados por el calor nos separamos por un instante, comprendimos q
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