soy Fabiola. Tengo 40 añotes y pues, siempre me he sentido más o menos chida con mi cuerpo, aunque a veces la raza nomás me ve por cómo estoy, mis chichotas y mis piernotas gorditas son parte de mí, y antes me hacían sentir chida, aunque a veces me vieran feo.
Era una tarde bien caliente, de esas que te hacen sudar nomás por estar viva. Venía de un día pesado y no me había bañado, entonces traía el cuerpo todo sudado y cansado. Estaba en mi cuarto, tirada en la cama, con una playerita delgadita y unos shorts, nomás echando la hueva un rato. La puerta estaba medio abierta, pero ni pedo, me sentía segura. De repente, mi sobrino, un morro como de 20 años, entró. Sus ojos traían una onda rara, como si no fuera él, como si fuera un perro, y me dio un cague que no te puedo contar.
No me dio chance ni de pensar. Se me aventó encima, aplastándome contra la cama. Quise gritar, empujarlo, pero sus manos eran bien chidas, no me dejaban ni moverme. Con un jalón, me volteó boca abajo, y con una maldita que me dio escalofríos, me arrancó los shorts y los calzones, dejándome en pelotas. Agarró mis calzones y los olió, y eso me dio una vergüenzota que ni te cuento. Pero lo que vino después estuvo peor: me abrió las nalgas con fuerza, metió su nariz ahí, oliendo como si fuera un perro, y me dijo con una voz culera: “Me gusta un chingo cómo te huele la cola, sucia y sudada”. Esas palabras me pegaron gacho, me hicieron sentir bien chiquita, como si mi cuerpo no valiera ni madre. Sabía que no olía chido porque no me había bañado, y que a él le gustara eso me dio un asco feo, como si mi cuerpo me estuviera traicionando.
En un acto culero, me volvió a abrir las nalgas, metió su nariz otra vez y me dijo: “Suelta un pedo”. Me puse bien roja, la cara me ardía de la pena, quería morirme ahí mismo. Pero no podía hacer nada, estaba bien atrapada. Con el estómago todo hecho bolas, lo hice, y sentí cómo él lo olió todo, como si fuera lo mejor del mundo, haciendo ruidos asquerosos. De ahí, se puso a chuparme el culo y las nalgas de una manera gacha, como si no fuera persona. Su lengua me hacía temblar de puro asco, quería desaparecer, pero no podía moverme.
Me volteó con un jalón, me levantó las piernas y me abrió toda, dejando mi cosita al aire. Sin ninguna madre, empezó a chupármela, su boca yendo como loco, como si yo fuera nomás un pedazo de carne. Sus ojos no se despegaban de mí, como si le diera gusto verme sufrir. Luego, se trepó encima de mí, aplastándome más, y empezó a metérmela de una manera salvaje, cada empujón me dolía hasta el alma. Sentía cómo su cosa me punzaba con una fuerza que no paraba, cada vez más adentro, hasta que se vino dentro de mí, y eso me dio una sensación de suciedad que no te puedo explicar. Pero no paró ahí. Sacó su cosa y, como si no tuviera suficiente, se puso a chuparme las pinches chichotas otra vez, jalándolas y mordiéndome los pezones con su boca, mientras me miraba fijo a los ojos con una onda que me hizo sentir más atrapada. No quería sentir nada, no quería que mi cuerpo reaccionara, pero era imposible no gemir, aunque cada ruidito que salía de mí me hacía odiarme más, como si estuviera traicionando lo que quería. Luego, me metió su cosa en la boca y se vino otra vez, el sabor asqueroso y todo eso me hizo sentir que no valía ni madre. Mientras hacía todo eso, me agarró del cuello, ahorcándome hasta que pensé que me iba a desmayar, mi vista se ponía borrosa. Entre mis gemidos, me daba cachetadas, cada una me quemaba la cara, y luego me besó, metiéndome su lengua en la boca, un beso que me dio más asco que nada, su saliva mezclándose con mi miedo.