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Aquella voz…

Todo empezó con un corte en la ADSL.

–Le paso con un operador, por favor no se retire…

Teresa se impacientaba. Estaba harta de tener que informar a una cinta pregrabada de la incidencia y su humor ya no estaba para matices. Necesitaba mostrar de manera taxativa su malestar a alguna persona de carne y hueso.

Por fin, tras haber pulsado más de una decena de números, la grabación daba paso a un operador en vivo. Teresa estaba tan encendida que ni siquiera prestó atención a su nombre, y desparramó toda la ira contra él, luego de oír el clásico “¿En qué puedo servirle?”. A la queja real o el cómo esa anomalía de la Red la perjudicaba en su trabajo, siguió la más que razonable pataleta de todo usuario: la incompetencia de la compañía suministradora, las tarifas abusivas, la ineficiencia del servicio de atención al cliente… Hasta que su interlocutor encontró la oportunidad para romper el silencio, al otro lado del teléfono.

–Por favor, Srta. Teresa, cálmese, ya verá como usted y yo podemos poner fin a esta desagradable situación.

Y algo sorprendente ocurrió; Teresa se calmó. Atendió en silencio todas las indicaciones de su interlocutor mientras sentía, asombrada, como la excitación se iba apoderando de ella a medida que aquella voz le hablaba, le acariciaba los oídos y se filtraba en lo más profundo de sus entrañas. Teresa apenas podía balbucear alguna respuesta a las preguntas que la voz le formulaba. Mientras, sus dedos, de manera casi autónoma, empezaron a juguetear por entre los recovecos de su vulva, proporcionándole un placer hasta entonces desconocido. Apenas pudo  musitar una despedida tras solucionar el problema. Cuando la comunicación se cortó, y tras sentirse avergonzada con ella misma por su irreprimible arrebato libidinal, algo le acongojó; no había retenido el nombre de la persona que había tras aquella voz.

Los días siguientes, y pese a que efectivamente el problema en su línea ADSL había quedado resuelto, volvió a llamar de manera casi compulsiva al servicio de atención al cliente, empleando las más diversas argucias para intentar por todos los medios que, aún sin saber su nombre, pudieran volverle a pasar con la persona que la había atendido. Suplicó, se enfadó, se hizo pasar por la pariente de un alto responsable de la compañía telefónica… pero nada surgió efecto. A cada nuevo intento le seguía un deseo irreprimible por masturbarse; fantaseaba con aquella voz que se le había grabado en lo más profundo, aunque el resultado nunca volvería a ser el mismo. Una semana después, desistió de su intento por volver a contactar con aquella voz.

Desde entonces, nada había sido igual. Los amantes agendados perdieron todo el sabor para ella. Así que, fueron cayendo uno tras otro. Se suplían; compañeros de trabajo, amigos de amigos, encuentros casuales… hasta que Teresa se dio cuenta de una cosa. Lo que hasta entonces hubiera guiado la elección de sus amantes y hubiera encendido su deseo, ahora había sido sustituido, casi exclusivamente, por la voz, por una proximidad lo más cercana posible a aquella voz original que se había convertido en la única dueña de sus deseos sexuales. Y fue cuando Teresa descubrió que no existen dos voces humanas iguales, o lo que es lo mismo, se dio cuenta de que nunca encontraría la fuente originaria de su placer, en ningún otro humano que no fuera aquel interlocutor.

Sedujo a uno de los más prestigiosos psicoanalistas del país para intentar reconducir su deseo hacia los parámetros anteriores a oír la voz… pero sin éxito. Ni en el diván ni en la cama. El discurso le sonaba interesante, pero las palabras que lo articulaban la aburrían, y en la cama… bueno, en la cama, todo él le aburría. Y así fueron pasando, unos tras otros, distintos amantes, por el cuerpo de Teresa. De cantantes a locutores radiofónicos, de actores a un logopeda que aseguraba poder transformar la voz de cualquier ser humano en la que él quisiera y, en medio, cualquiera cuyo timbre pudiera recordarle, aunque fuera vagamente, a aquel operador telefónico.

En mayor o menor medida, todas esas experiencias fueron desastrosas, hasta ayer. Porque ayer, algo completamente inesperado le sucedió a Teresa.

Mientras intentaba enviar un informe desde el correo personal de su casa, la conexión a Internet  volvió a fallar. Y, de nuevo, tras la comunicación con la cinta pregrabada le pasaron con un operador. Y, cuando la voz medio gangosa y con acento extranjero de su interlocutor, que en nada se parecía a la voz anhelada, le preguntó; “¿En qué puedo ayudarle?”, Teresa sintió que todo el deseo volvía a apoderarse de ella, que todos los poros y orificios de su cuerpo se entreabrían y que sus dedos temblorosos empezaban a recorrer su cuerpo, como una frenética araña hambrienta de su gozo.

Y aullando entre los espasmos rítmicos de su vagina, Teresa creyó comprender algo de su deseo.

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