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Venganza

Soy un maldito, lo sé. Lo que hice no tiene perdón…

Liz fue mi compañera de la universidad y mi amor imposible. De cabello lacio, largo y negro azabache; ojos marrones, cuerpo delgado de curvas amplias, estatura normal.

La cortejé por mucho tiempo, la ayudé con sus trabajos, escuché y ayudé con sus problemas. Dejé que tome la sartén en la cuasi-relación que creí que manteníamos para que a la primera me deje por un imbécil que se cruzó en su camino. Y cuando la confronté dijo las palabras más dolorosas que se le puede decir a un chico enamorado: “Te quiero como un hermano”.

La odié y decidí romper todo vínculo con ella. O eso creí.

Había pasado algunos años. Tenía una carrera de la cual obtenía pequeñas satisfacciones y mi madrina me había heredado una pequeña finca fuera de la ciudad. Había llegado a un punto en que el negocio andaba casi por sus propios medios y podía tomarme un pequeño descanso en la visita y remodelación de la finca.

La finca estaba a las afueras de un pequeño y acogedor pueblito, alejada de la finca más cercana por 100 metros, a los cuales debía agregarse que al estar rodeada de plantas y árboles la distancia parecía aún mayor.

Por esas ironías del destino, a Liz no le había ido tan bien. Estaba de empleada en una empresa y había llegado al pueblo por vacaciones con su novio. Sin embargo, el mundo da vueltas y su novio la había dejado ahí sola, al encontrar a otra. Llevándose también parte de su dinero. Estando desconsolada se internó en las cabinas de internet para comunicarse con alguna amiga para desfogar sus penas. En el chat Susana, una amiga en común de la universidad, le contó que en mi facebook había visto que me encontraba en el pueblo y tenía una finca cercana.

Se puso en contacto conmigo y en mi cabeza se pasó la idea de dejarla ahí como estaba, pero luego reaccioné y pensé en que no podía hacerle pasar tantas angustias. Sin embargo, los recuerdos de humillación surgieron y busqué una manera de vengarme.

Como tuve algunas horas pude conseguir algunas cosas.

Recogí a Liz en un café, comimos algo y luego le mostré el pueblo, donde se tomó fotos en diferentes lugares y recorrimos el pueblo cercano. Me contó que se quedaría dos semanas, porque su familia se iría de viaje a otro país.

Por la noche la llevé a la finca, donde le di una habitación. Debajo de la cama había dejado una grabadora con mi voz y el siguiente mensaje subliminal: “Perteneces a mí, harás todo lo que te pida, eres mi perra”. La grabación debía activarse a la media noche y estaba camuflada con ruido ambiental”. Asimismo, a su comida le puse una serie de afrodisiacos para elevar su libido, como mosca española, mariscos, yombina, puzanga y otros productos exóticos.

Al tercer día dio resultado. Apareció en mi cuarto con su camisón de dormir, estaba como en trance. Se abrió la bata y vino hacia mí, mostrando sus pechos bamboleantes con pezones erguidos y su sexo pulposo. Acerqué mi mano a su concha y sentí su humedad. La tomé en mis brazos y le empecé a comer la boca a besos, mientras la arrinconaba contra la pared empezando con un mete y saca.

Luego la tiré en la cama y le hice el coito de una manera salvaje y algo sadomasoquista. Mientras gritaba: “Soy tu perra, haz conmigo lo que quieras”.

Luego que me vine, descansamos un poco para posteriormente ponerla en “cuatro”, metí un dedo en su culo y luego la empecé a estimular con movimientos circulares, para luego meter dos dedos. Cuando ya estuvo a punto, le metí mi falo sin miramientos y le rompí el culo. “Este es tu castigo por rechazarme hace tanto” –le dije.

Ella lloraba de dolor hasta que le agarró el gusto “Sí, castígame. Soy mala. Soy una perra mala” –decía Liz. Eso me excitó y empecé con una arremetida más rápida y violenta. Para terminar Liz abrió los brazos y cayó de bruces en la cama, sus pechos se aplastaron contra la almohada y su rostro tenía una mueca extraña de placer. Tan cansada estaba que pude empezar con la otra fase de mi plan.

Había adquirido un collar para mascotas con shock eléctrico y unas bragas vibradoras. Ambos aparatos tenían controles remotos. Usando el método de comportamiento condicionado de Pavlov reforzaría sus estímulos con premios o castigos.

Se despertó con culpa, pero al sentir el collar se asustó.

-Ahora eres mía y harás lo que te diga. Y según tu comportamiento recibirás premios o castigos –le dije.

-¿De qué estás hablando? –dijo Liz.

-No te he dado autorización de que abras la boca –le dije, mientras le daba un pequeño shock eléctrico con el collar.

Calló aturdida por el dolor.

“Ahora déjame explicarte: Eres mi perra personal y harás lo que yo te diga. Si te portas bien sentirás placer” –Agregué.

Sus ojos tenían una expresión de espanto e incredulidad.

“Como te has portado bien y has escuchado con atención, aquí tienes tu premio” –Encendí el calzón vibrador, lo cual estimuló su clítoris y minutos después cayó en el climax.

“¿Te sientes bien?” le dije de manera sarcástica. “Sí” respondió ella. “Sí, ¿qué?” agregué. “¡Sí amo!” dijo. “Muy bien” y encendí el vibrador para estimular su clítoris.

Muchos días la sometí a mis crueles designios. Mi primera orden fue que ande en cuatro patas como la perra que eres. Le puse un tazón con agua y otro con comida en el suelo. La comida tenía una droga afrodisiaca triturada. Por lo que se puso cachonda. Estando en cuatro patas se levantaba y me sobaba con su cabeza las piernas, señal que quería beber de mi falo y luego que la sometiera a una sesión de sexo salvaje, donde ella gritaba como loca y terminaba con el chocho en rojo, pero con una sonrisa en los labios.

Para que no sospechara su familia y amigos las fotos que le tomé le dije que las suba día por día en su cuenta de FB.

Faltando un día para terminar la dejé libre: Ya fuiste lo suficientemente castigada. Eres libre. Pero ella no se quiso ir (Síndrome de Estocolmo, tal vez).

Soy un maldito, lo sé. Lo que hice no tiene perdón… Liz abre la puerta, se quita el traje sastre que usa en la oficina, se coloca el collar y el calzón vibrador y me pide que la castigue. 

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