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Una relación amigable

MONICA & LUIS & ANTONIO
Hacía tiempo que Luis y Mónica, la joven vecinita japonesa, se tenían ganas pero había en él un resabio de discriminación étnica que le hacía sentir una cierta repulsa hacia aquella muchacha que ni siquiera hablaba japonés y cuyos padres eran argentinos de segunda generación.
El famoso mito de la conformación sexual de las japonesas y el tema de que él fuera vecino de una, era motivo de jocosas conversaciones entre la barra en las tardecitas del café y así, casi en un juego, surgió la apuesta. Decidido a ganarla, quería obtener el triunfo y que este fuera total y definitivo, no una simple aventurita de la que no hubiera testigos y así, con la colaboración de Antonio, buscó la ocasión para invitarla a pasear e ir al cine.
Caminando hacia el lado de San Isidro, se perdieron entre la frondosidad de los grandes árboles conversando alegremente, como si el aire libre los eximiera del trato solemne que mostraban ante terceros. Sin saber en que momento, se tomaron de la mano e imperceptiblemente, sus cuerpos se acercaron en la marcha. Ya de noche, ella se detuvo y empujándolo suavemente contra un árbol, aplastó su cuerpo contra el suyo mientras buscaba desesperadamente su boca.
La excitación hacía rato que lo había hecho dejar de lado el límite étnico que los separaba y el sentir ese cuerpo joven vibrando contra el suyo le hizo olvidar hasta de la apuesta. Abrazándola estrechamente, abrió su boca y los dos se entregaron al beso con toda la ansiedad que venían acumulando. El cuerpo elástico se estregaba como para demostrarle que las carnosidades compensaban con solidez la falta de volumen y, cuando instaló las manos en sus nalgas para acentuar el roce, ella buscó a tientas el abultamiento de la entrepierna.
Alzándole la falda, encontró la dureza de los glúteos y sobándolos con premura, escarbó en la bombacha a la búsqueda de su ano. Ella murmuraba agradecidas palabras de pasión e, incitándolo a que continuara, extrajo de la bragueta al miembro todavía tumefacto.
Demostrando que no era novata en esas pugnas, alzó voluntariosa una pierna para engancharla alrededor de su muslo, dejándole el camino expedito para que llegara con sus manos al sexo. Ella recostaba la cabeza lánguidamente contra su pecho en tanto que su mano, que ya había conseguido el endurecimiento de la verga, la masturbaba en tan lentos como delicados vaivenes.
El no daba crédito que la sensualidad de Mónica la llevara a entregarse tan fácilmente, pero respondiendo a sus propósitos, le encogió aun más la pierna para alcanzar con los dedos su entrepierna. Apartando el refuerzo de la bombacha, estregó vigorosamente al mojado sexo y, en tanto ella aceleraba el ir y venir de su mano en el pene, introdujo dos dedos en la vagina a imitación de un parsimonioso coito, hasta que ella prorrumpió en acaloradas palabras que le anunciaban su orgasmo y, momentos después, él expulsaba los chorros contenidos del esperma en sus dedos y la pollera.
Como si aquel acto la hubiera liberado, le confesó que su fingida actitud de hija proba y casta era en beneficio de las esperanzas de su madre, pero que sí, no le había mentido cuando le contara como sufría el rechazo de las personas. Precisamente eso y el deseo de demostrar que lo externo no invalidaba el interior, era lo que la había llevado a entregarse a compañeros del colegio cada vez que se lo pedían y que ahora contaban como una hazaña el haber obtenido las favores sexuales de la japonesita.
Esa primera relación junto al árbol, no sólo no había amenguado su excitación sino que parecía haberla potenciado y la muchacha no se sorprendió cuando él la llevó en dirección al departamento de Antonio.
Mónica lucía sus mejores galas y para él fue un placer llevarla hacia un sillón del living, preparándola con una serie de besos apasionados. Luis se había quitado el saco y la corbata antes de entrar y luego, en tanto la recostaba en el asiento, se sacó la camisa mientras comenzaba a desvestirla. Ella no lo sabía, pero para él era como un ritual por el que valorizaría la intensidad de su relación.
El ajustado vestido la enfundaba como un guante, estilizando aun más su delgada figura y cuando sus dedos descorrieron el largo cierre a la espalda, se desprendió como la cáscara de una banana. La preciosura del bordado sobre la fina seda blanca de bombacha y corpiño destacaba la suave curvatura de sus formas y la nota de sensualidad la ponían las medias de nylon oscuro con un trabajado puño en los muslos. Eso de la raza amarilla es una estupidez discriminatoria como si los colores tuvieran calificación numérica. En el caso de Mónica, la palidez de su piel competía con la albura de las prendas que las prietas carnes parecían querer desbordar.
Liberada de las ataduras del vestido, su anatomía cobraba una nueva dimensión. La delgadez no la hacía huesuda y toda ella parecía ser elásticamente maleable, dejando ver unos insólitos pechos que, en forma de pera, caían en perfecta comba.
El aferró entre los dedos la copa labrada del corpiño y, mientras las yemas recorrían los meandros del encaje, su lengua viboreó sobre la suavidad temblorosa del seno, escarbando con la punta por debajo de la prenda. De esa manera recorrió todo el semicírculo del soutien para luego hundirse en la breve separación y escalar serpenteante al otro pecho.
Mónica tenía la virtud de entrar rápidamente “en calor” y con sus manos recorría ávidamente su torso, manifestándole su consentimiento al soltar la hebilla del cinturón para comenzar a desabotonar la bragueta. Sabiendo sobradamente lo que le esperaba, desabrochó al corpiño para dejarlo caer y observar fascinado el vértice de los senos.
Las aureolas de un suave marrón, se mostraban pulidas y en su centro se erguía la punta roma de un grueso pezón, pero lo más notable de esas aureolas, era que el conjunto devenía en otro seno más pequeño al incrementarse su excitación. Respondiendo al estímulo de la lengua tremolante y mientras ella ronroneaba mimosamente, se produjo el milagro; la abrillantada aureola comenzó a proyectar su hinchazón y el pezón a perder su elasticidad a favor de un endurecimiento y su expansión expuso un cráter mamario similar al de una mujer en lactancia. Tal como si fuera un niño hambriento, él abrió los labios e introdujo entre ellos la protuberancia para succionarla con avidez. A ella le encantaba y con su mano guió la suya para que atrapara la otra mama mientras le pedía que la retorciera. Doblando el índice, lo usó como sostén donde apoyar al pezón y con la yema del pulgar inició un lento ir y venir que, junto a la acción de labios y lengua, puso un leve ondular en su cuerpo y un tenue gemido satisfecho en su boca.
El pensaba que, como todos los orientales, ella escondía en su interior un secreto masoquismo y reemplazando la lengua por el borde agudo de los dientes, inició un leve mordisqueo que se fue profundizando a la par que sus dedos ya no sólo restregaban la carne sino que la apretujaban con dureza en fuertes retorcimientos y cuando ella expresó su ronca satisfacción, clavó el filo de la uñas en las carnes inflamadas.
Mónica se retorcía de goce y sus manos empujaron su cabeza para que descendiera hacia la entrepierna mientras le rogaba que le hiciera la minetta. Demorando el momento, escurrió la lengua por el insinuado surco del abdomen, buscó el pequeño hoyuelo del ombligo y luego descendió por la suave curva del bajo vientre hacia lo que a él le resultaba insólito en ese momento y era la monda superficie de una vulva prolijamente afeitada.
En el camino al departamento, ella le había confiado que esa era una tradición higiénica de las geishas que, además, hacía más sensible toda la zona circundante a la vulva y la vagina, pero a él, ver pelado aquello que viera cubierto por una atrayente alfombra depositaria de íntimas fragancias en otras mujeres, se le hacía antinatural y hasta le repelía un poco.
No obstante, el conocer que le esperaba despejó su repulsa y bajó decididamente la cabeza para enfrentar la sedosa bombacha que ya exhibía la humedad de sus jugos empapando el refuerzo. Los aromas picantes que emanaba hicieron impacto en su olfato y en un acto reflejo, la boca se abrió como la de una boa para alojarse sobre la tela y sorber succionante los jugos.
Ansiosa por sentir la boca en su sexo, ella bajó con los pulgares la bombacha y él, haciéndose eco, le alzó las piernas para sacar la prenda por los pies. Sin bajarlas, ella las separó en V para ofrecerle con pícara lascivia su sexo palpitante. Ciertamente, este desmentía la veracidad del mito, pero también era cierto que tal vez no el de todas las japonesas pero el de ella sí, era anatómicamente distinto a los que él conociera. El Monte de Venus, un poco más alto y huesudo de la habitual, no hacía de prólogo a una vulva carnosa, sino que formaba una comba apenas prominente en cuyo centro aparecía una raja de labios delgados y oscuramente violáceos como en las mujeres negras.
Este pliegue formaba un reborde delgado que, al dilatarlo con sus dedos, exhibía el contraste de un óvalo tan rosado que parecía sanguinolento y los labios menores que lo rodeaban no formaban frunces arrepollados sino que blanquirosados, se extendían como un conjunto de hileras carnosas y, lo que era aun más sorprendente, era el tamaño y aspecto del clítoris del cual hallaría escasos símiles en su vida.
Si popularmente se lo llama el pene femenino, en ella aquello cobraba visos de realidad, ya que, la escasa piel del prepucio que debería protegerlo, daba paso a una carnosidad tan grande como el meñique de un niño que sobresalía ostensiblemente, rematada por la ineludible presencia del rosado glande protegido de una delgada membrana y que, al ser excitado, adquiría una dureza y erección tal que permitía manipularlo como a una diminuta verga.
Con los pulgares abrió los oscuros labios mayores y endureciendo la lengua como una pala, la deslizó desde el negro agujero del ano hasta arribar al mismo clítoris para allí, encerrándolo entre los labios, someterlo a un chupeteo en el que lo apretaba rudamente contra la parte interior de los dientes. Sumisa como toda oriental, ella se quejaba de forma que su voz delgada semejaba más los maullidos de un gatito que los ayes de una mujer caliente.
Esa operación la repitió por más de cinco minutos y cuando vio que estaba lo suficientemente excitada, subió para inmovilizarla con su peso e introdujo en su vagina dos dedos en tan intenso restregar que la hizo insultarlo por esa rudeza. El se había propuesto llevarla a un estado de exasperación sexual que la hiciera capaz de cualquier cosa y, acallando su boca con labios y lengua, alternó la penetración vaginal con una fiera sodomización del ano con los dedos.
Ella se sacudía, gritaba y maldecía y entonces, inmerso en el mismo enardecimiento, terminó de quitarse el pantalón y calzoncillos que estaban arrollados en sus tobillos. Tomando al falo entre los dedos, lo introdujo sin más trámite en la vagina hasta sentir los testículos golpeando el ano y la verga en su interior la hizo apaciguar los movimientos para ondular su cuerpo con mansa lascivia.
Acoplados como un mecanismo perfecto, se hamacaron por un rato con las piernas delgadas de Mónica envolviendo su cintura y los talones ejerciendo presión en las nalgas para profundizar la penetración, mientras él abrevaba con la boca en sus pechos hinchados por la calentura. Despaciosamente y como en una coreografía perfectamente ensayada, fueron poniéndose de lado para que él quedara acostado boca arriba.
La idea de esa apuesta inmoral, había colocado en su mente la perversa intención de someterla tan bestialmente para que nunca se olvidara de él, humillándola como mujer y destruyéndola físicamente. Con ese pensamiento obsesivo, la incitó a que fuera ella quien tomara el papel protagónico. Como si estuviera esperando esa sugerencia, ella se ahorcajó encima de él, acomodó las rodillas a cada lado de su torso y, aferrada a sus hombros, comenzó a darse impulso hacia adelante y atrás, socavándose a sí misma como él no se hubiera atrevido a hacerlo.
Cegada por la pasión, ella alternó esa posición con fuertes impulsos hacia arriba y abajo, en los que le pedía que estrujara los senos erguidos mientras ella masturbaba apretadamente su propio clítoris con las manos. Sinuosamente carnoso, el cuerpo ondulaba como el de una libidinosa e incontinente serpiente blanca y Mónica, fuera ya de sí misma, añadió a todo eso un movimiento circular de las caderas a imitación de una lúbrica bailarina árabe.
Era fantástico verla agitarse como una ninfa demencialmente erótica y entonces, él imprimió a la pelvis un desplazamiento hacia arriba para ahondar aun más lo aleatorio de los roces de la verga en su interior. Fascinada por la cópula, Mónica volvió a inclinar el cuerpo contra su pecho y entonces, estrechándola de manera que no pudiera desasirse, incrementó el vigor de los remezones mientras veía como Antonio se acercaba a ella de manera que no pudiera verlo.
Su amigo había esperado en el cuarto vecino a que Mónica perdiera todo sentido moral para satisfacer su perversa concupiscencia. Colocándose frente a la grupa alzada, posó sus fuertes manos en las caderas y, tras inmovilizarla junto con Luis de su instintivo gesto evasivo, apoyó al falo - que él se había encargado en poner rígido con la masturbación – contra los negros frunces anales y empujó.
Ciertamente, su verga tenía un tamaño que hubiera causado una profunda envidia en cualquier hombre y, con sólo introducir la ovalada cabeza entre los esfínteres, provocó que Mónica convirtiera sus habituales maullidos en un grito de desesperada angustia que, cuando Antonio introdujo lentamente hasta el final el monstruoso falo, se convirtió en un estridente alarido de dolor.
Ella se agitaba entre los brazos de Luis tratando de desprenderse y, mientras los insultaba groseramente por la viciosa degradación a que la estaban sometiendo, no caía en la cuenta que con esos movimientos lo único que conseguía era incrementar su pasión y así, inmersos en una lucha de desigual resultado, se debatieron por un rato, sometiéndola él desde abajo por el sexo y Antonio desde atrás por el ano.
Paulatinamente, ella pareció asumir la inutilidad de esa resistencia y, rendida por su propio goce, fue entregándose mansamente a la doble penetración hasta que Luis, que había iniciado la relación mucho antes que su amigo, experimentó una fuerte eyaculación que descargó por entero en la vagina.
Retirándose de abajo de Mónica y en tanto descansaba del violento ejercicio, contempló como Antonio la daba vuelta para introducir la verga en su sexo y, extendiéndole las piernas, hamacaba su cuerpo vigoroso en un coito tan arduo que a él mismo le daba lástima ver como sus carnes ebúrneas se estremecían por la violencia de las penetraciones. Sin embargo, Mónica había dejado de lamentarse y, asida a los muslos estirados, se daba impulso para que su cuerpo se proyectara hacia delante al encuentro de esa verga monstruosa.
Verdaderamente estaba disfrutándolo y en el rostro transpirado al que se pegaban los lacios mechones de su cabello renegrido, se dibujaba una malévola sonrisa viciosa que se convirtió en balbuciente boca cuando él le anunció su próxima eyaculación. Escapando de sus manos, se arrodilló frente al hombre y tomando entre los dedos al pene palpitante, abrió la boca como si la tuviera dislocada para introducir la verga hasta que el volumen le provocó una sonora náusea.
Controlándose, evitó el vómito para ceñir a la verga con el dogal de los labios al tiempo que imprimía a su cabeza un lento vaivén y los dedos, continuando la trayectoria de la boca, masturbaban apretadamente el grueso tronco. Saboreando sus propios jugos anales y vaginales que empapaban al miembro y, siguiendo las instrucciones de Antonio, se afanó en la tarea hasta que él le anunció la eyaculación y, sacando la lengua, apoyó en ella el falo para recibir los espasmódicos chorros de semen que, excediendo los labios, escurrieron melosos por el mentón.
Deglutiendo golosamente el esperma y mientras resollaba por la nariz, utilizó el líquido lechoso como lubricante para seguir masturbándolo mientras terminaba de enjugar al tronco con ávidas lamidas y chupeteos. Fatigado por el intenso trajín, Antonio de dejó caer en el sillón y ella, como si hubiera cumplido con una gestión burocrática, se levantó para ir al baño.

Mientras la oían trajinar en la ducha, con su amigo se dedicaron a fumar en tanto alababan la voluntariosa actitud y las virtudes prostibularias de la “japonesita”. Cuando ella salió rato después, olía fuertemente a jabón de tocador y había recogido el cabello en un sólido rodete a la usanza de las geishas. Tal como aquellas, traía en sus manos dos toallas humedecidas en agua caliente y, arrodillándose entre los dos, tomó para sí la tarea de higienizar sus partes con prolijidad de orfebre. Sus manos, de pequeños y delgados dedos, recorrían cada recoveco de los testículos, la pelvis y al fin, minuciosa y delicadamente, las vergas fueron despojadas totalmente del menor rastro de jugos vaginales, anales y semen.
Al terminar con ese prolijo aseo, se sentó entre ellos para comenzar con una serie de suaves caricias a los miembros que con ese tratamiento no habían perdido su hinchazón. Acercándose en el asiento, los hombres empezaron a besarla y a toquetear sus senos que despedían delicados efluvios a lavanda. Recostada en el sillón, apoyaba la cabeza en el respaldo en tanto que sus manos parecían haber adquirido la cualidad de una independencia total, acariciando por separado cada miembro.
Dejando que Antonio se hiciera cargo de los pechos, Luis asió entre sus manos la delicada carita para abrevar en los labios entreabiertos que se plegaron dúctilmente a la presión y su lengua se trabó en denodada lucha con la de él.
De reojo, veía la tarea que la boca y manos de su amigo ejecutaban en los senos y comprobaba su eficacia por los gemidos apasionados que ella dejaba escapar de su garganta, entremezclándolos con las ardorosas palabras con que le expresaba su satisfacción. Engolosinado por la tersura de esa piel cremosa, Antonio intentó bajar a lo largo del vientre, pero Mónica se deshizo del abrazo de Luis y diciendo que ella debería tener el privilegio de elegir si es que debía soportar su violación, se acuclilló sobre la alfombra y tras acercarlos hacia ella al tirar imperativamente de sus penes, alternó el masajeo masturbatorio con vehementes lamidas y angurrientos chupeteos de los labios.
Progresivamente, las vergas iba adquiriendo nuevamente cualidades fálicas y ella se dedicó a introducir los glandes en su boca, alternando las hondas chupadas al uno con prietas masturbaciones de los dedos al otro y así por un rato en el que ambos recuperaron sus energías y entonces, mientras Luis se acomodaba mejor para que ella siguiera complaciéndolo oralmente, Antonio la hizo pararse de manera que sus piernas abiertas formaran un amplio triángulo. Consumando el deseo que no pudiera cumplir anteriormente, se arrodilló debajo de ella y hundió su cabeza en la entrepierna para que la boca se cebara sobre el clítoris mientras dos dedos penetraban hondamente la vagina.
El placer que eso le proporcionaba la sacó de quicio y, a la vez que se esmeraba en multiplicar las caricias de dedos y boca al falo, le rogaba a su amigo que no sólo no cesara de satisfacerla como lo hacía sino que la llevara al paroxismo de la exaltación para obtener el orgasmo que ya se gestaba en sus entrañas.
Antonio agregó otro dedo más e hizo girar su muñeca de forma tal que el ariete de los dedos engarfiados escarbara cada rincón de la vagina y entonces, el ondular del cuerpo de Mónica se hizo tan intenso que a él le costaba mantener unida la boca contra el mondo sexo femenino. La actividad de los dedos en su interior se hizo tan intensa que le hizo temer a Luis por la voracidad con que ella aferraba y chupeteaba su pene y, cuando finalmente expulsó el líquido alivio, se derrumbó mansamente sobre su regazo, besando amorosa la verga todavía erecta.
Sentándose en medio del sillón y con su colaboración, Antonio la hizo acuclillarse sobre él con los pies sobre los almohadones para que, asida al borde del respaldo, descendiera su cuerpo hasta que todo el falo fuera deslizándose en su interior. El príapo era realmente enorme y ella roncaba sordamente al sentirlo destrozando la vapuleada piel del canal vaginal y, sin embargo, no cejó en su empeño hasta que sus nalgas chocaron contra los testículos, curvando en una diabólica sonrisa los labios que destrozaba con sus dientes.
El sufrimiento debió serle insoportable pero el goce terminaría por superarlo y, casi imperceptiblemente, inició un suave meneo de las caderas. En tanto se inflamaba su pasión y con el impulso que se daba aferrada al respaldo, inició unos movimientos en una jineteada tan brutal como placentera al falo. La delicada piel de su cuerpo sinuoso se iba cubriendo de zonas enrojecidas por sus propias reacciones glandulares y por los agarrones a que la sometían las grandes manos de Antonio.
Ella proclamaba en sus ronroneos exaltados cuanto la estaba haciendo gozar y él decidió completar aquel coito infernal. Sosteniéndola por la espalda, fue inclinándose despaciosamente hasta hacer que los hombros y cabeza de Mónica se apoyaran en la alfombra y así, aplastada contra el piso, le hizo estirar las piernas hasta que los dedos de los pies rozaran el suelo. Con la barbilla contra su pecho, ella había comprendido la intención de Antonio y como aquella era la posición yoga del arado, Mónica apoyó los codos en la alfombra para utilizar los brazos sosteniendo el cuerpo erguido por la cintura.
De esa forma, el sexo y el ano se mostraban en forma horizontal, tan expuestos como nunca los viera. Colocándose con una pierna doblada sobre el sillón y la otra estirada sobre el piso, Antonio embocó la punta del falo en la vagina para iniciar una serie de profundas penetraciones que estremecían a la muchacha por su violencia pero ella misma lo alentaba para que cada una fuera más ruda que la anterior y, cuando él sacó la verga del sexo para introducirla en el ano, un bramido animal salió del pecho de Mónica que, no obstante, continuaba incitándolo a que la sometiera aun con mayor vigor.
Aquel abuso excitaba a Luis que manoseaba su sexo involuntariamente en cada vez más ardua masturbación y, cuando Antonio volcó en el útero de la muchacha su descarga espermática, ocupó su lugar para penetrarla hondamente y con el resultado de su violenta eyaculación, derramó en la vagina la furia almendrada de sus testículos

Una hora después, los tres terminaban de comer unos sándwiches que había preparado su amigo, en tanto que, de forma totalmente vulgar, la “inocente” nissei les preguntaba por qué no habían hecho aquello desde el primer día que la conocieran. Con total seriedad y fuera de toda broma, se solazó describiéndoles cómo y dónde mejor había sentido cada cosa y de que manera le gustaría que continuaran haciéndolo.
En cierto modo, a Luis se le hacía chocante semejante actitud, ya que escuchar esa sarta de perversas referencias sexuales en boca de tan deliciosa criatura relatándolas con esa voz pequeña y dulce que la caracterizaba, era tan contradictorio como el pago que él estaba haciendo a su entrega total pero justamente eso lo relevó de todo sentimiento de culpa.

Haciéndose eco a sus manifestadas preferencias, la volvió a recostar a lo largo del sillón para deslizarse entre sus piernas a degustar el dulce elixir que rezumaba del sexo y ella, como respondiendo a un reflejo condicionado, retorció el cuerpo para inclinarse sobre el regazo de Antonio y llevar al fláccido miembro a su boca, comenzando a macerarlo para obtener la respuesta de su erecto falo.
Aquel sexo primitivo y animal se hacía de una alucinante incontinencia y ninguno de los tres podía refrenar los impulsos naturales que lo embargaban. Durante un rato se dedicaron morosamente a complacerse mutuamente pero llegó un momento que el desenfreno los superó y, respondiendo a los hondos suspiros y gemidos que ella dejaba escapar en momentos en que su boca descansaba de la apertura bestial a que la obligaba el poderoso tronco, Antonio la separó un momento para reacomodarse una vez más en el centro del asiento y entre los dos la guiaron para que, de pie y de espaldas a él, se inclinara parada sobre su pelvis.
Haciéndole flexionar las piernas y sostenida de las caderas por su amigo, la fueron conduciendo en un lento descenso que tuvo un instante de tensión cuando su entrepierna se apoyó sobre el príapo enhiesto de Antonio. Luis se acuclilló entre las piernas abiertas e inició una nueva excitación de su boca sobre el clítoris, en tanto que con dos dedos buscaba la ya muy dilatada entrada vaginal y su compinche, embocando la ovalada punta de la verga en el ano, la tomaba por los hombros para hacerla descender morosamente, penetrándose a sí misma.
Asintiendo ronca y repetidamente, les expresaba su satisfacción e impulsándose decididamente con el flexionar de las rodillas, hizo que sus nalgas chasquearan ruidosamente contra las carnes de él, iniciando un lento subir y bajar que fue convirtiéndose en cadencioso galope cuyo epílogo parcial se produjo cuando Antonio detuvo el vaivén y, haciéndola apoyarse en sus brazos estirados hacia atrás, empezó nuevamente la penetración pero desde un ángulo que la hacía dolorosamente gustosa para la muchacha.
Sacudiendo vigorosamente la cabeza a cada lado, pedía por más y en tanto que él maceraba y estrujaba duramente sus pechos, Luis se ahorcajó sobre ella y comenzó a penetrarla por la vagina. Adaptándose a su ritmo, introducía la verga hasta sentirla estrellarse allá, en el fondo, para luego retirarla totalmente, extasiándose en la contemplación del rosa y negro de esa boca alienígena que, palpitando como si estuviera hambrienta, iba estrechándose hasta cerrarse por completo y, entonces sí, volvía a penetrarla con toda la fuerza que la posición le permitía.
La cópula se hacía demencial y ella les pedía que por favor la hicieran gozar aun más. Desbocados hasta la alienación, incrementaron el ritmo del coito múltiple hasta que en un momento dado, Antonio extrajo el falo del ano para introducirlo en la vagina junto al de su amigo. A pesar de su elasticidad, los tejidos se negaban a semejante distensión y, aunque Mónica expresaba su desenfrenado entusiasmo por ese novedoso coito, a la verga se le hacía casi imposible la penetración.
Retirando un poco la de Luis, hicieron coincidir los glandes y, así, como una cuña colosal, las dos vergas fueron penetrándola hasta que ella se envaró en la paralización del dolor para, entre lágrimas y sollozos, expresarles a que exquisita dimensión del placer la estaban conduciendo. Convencidos del grado de masoquismo que la habitaba, iniciaron un bestial ir y venir que potenciaban con los zarandeos al cuerpo aferrándola por las caderas y los violentos apretujones de Antonio a sus pechos, hasta que los tres, exhaustos de tanto trajín animal, se derrumbaron aun unidos por sus genitales.
Datos del Relato
  • Categoría: Juegos
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