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Categoría: Maduras

Trabajando de jardinero

No se a quien salí. Supongo que a mi madre, porque mi padre siempre fue un santo hombre y nunca pretendió ser el chulo de nadie. Siempre nos trajo el metal que necesitábamos en todas sus formas, desde el circular y acuñado en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre; hasta el fundido y moldeado como mueble de jardín o barbacoa para que nos solazáramos en eventos sociales de fin de semana, churruscando butifarras y costillares adobados previamente. Pero todo tiene un límite e incluso alguien despiadado como mi madre pensaría que ya era demasiado para su gallina ponedora, mi padre, por eso me llamó:



-Lorenzo, cielo. Ya tienes trabajo.



-¿Y...? -le contesté con un escalofrío en el espinazo y helando el auricular con mi aliento, porque la palabra "trabajo" siempre me dio repelús.



-TRA-BA-JO, cielo. Te irá bien a ti, y sobre todo a tu padre que se desloma en la ferretería para ingresarte el alquiler.



Yo seguía con los pelos como escarpias y, bajo el estrés y la tensión del momento, la verga se minimizó en un arrugado pellejo. Me vi, hasta que la artrosis me venciera, vendiendo tornillos, radiales y brocas del 7, y con esa atrofia colgando entre mis piernas bajo una bata azul oscuro con el logo de la tienda bordado en rojo. Por eso azucé el oído para oírle decir:



-Puri T.... ¿te acuerdas?



-Cómo no, mamá, toda una señora y un encanto de mujer -le contesté.¿Y cómo no me iba a acordar? Recordaba a todas las amigas de mi madre, ahí sentadas en la sala, merendando churros con chocolate caliente. Veía sus dientes partir delicadamente la fritura, sus labios untuosos brillando con restos de aceite y el azúcar cayendo como nieve, inevitablemente, en sus escotes... pero mi madre me devolvió a la realidad:



-Ahora vive en la capital como tú, que entre todos estáis dejando el pueblo vacío... -se lamentó-. Le he dado tu teléfono porque busca un jardinero, alguien que sea de confianza, y tú, con las horas libres que tienes, seguro que te prestas...



-Te has vuelto loca, mamá, ¿yo, jardinero?



-Bueno, nadie es lo que aparenta. Tú dices que eres estudiante y aún no has pasado de primero, ¿y para que usas los libros?, yo te lo diré: para ponerlos de cuña bajo las patas de los muebles, o sea que...



-Pero mamá, yo estudio Económicas, no Botánica...



-¿Hay que estudiar Botánica para matar pulgones? Ahora me entero. No hay peros que valgan, Lorenzo. Eso o te vuelves, y aquí se acabó tu etapa de estudiante. La ferretería te espera -me contestó limpiando la frase de "cariños" y de "cielos".



El mensaje fue muy claro y mi madre era una experta en guerra psicológica. Sabía lo mermadas que quedaban mis defensas al oír la palabra "ferretería". A la semana, ya iba a casa de Puri T. a echar horas. Más que trabajo de jardinería era de mantenimiento: regar, desbrozar, quitar las malas hierbas que crecían entre los rosales, pasar la segadora y limpiar la piscina. Me reconoció con alegría, rubricándolo con un par de besos sonoros y ensalzando mi crecimiento como si yo tuviera 7 años. Yo me hubiese puesto a su altura ensalzándola también, diciéndole lo rotunda, espléndida y follable que estaba con sus 43 cumplidos, y volví a recordarla en la salita de mi madre: riéndose con chistes picantes, sus tetas bailando al ritmo de sus carcajadas y sus braguitas al fondo de sus muslos. Pero no me pareció correcto sacarle el tema y fui más educado que de costumbre. También me presentó a su hija, Laura, que era igual de espléndida, pero en fase embrionaria. Suspiré, imaginándola con 35 años y 20 kilitos de más sobre su silueta adolescente al borde de la anorexia. «Alguien debería ponerte a régimen de churros -pensé-, esa dieta que tan bien le sentó a tu madre». La imaginé con uno en la boca, chorreando crema y chocolate mientras sus muslos y sus nalgas adornadas de pliegues celulíticos saltaban sobre mi rabo, y sus tetas orondas brillaban con el azúcar que caía de su boca. Decidí que en el futuro inmediato le echaría los tejos para estar más cerca de ella y remediar los estragos que el bífidus activo y el omega-3 habían dejado en su escuálido cuerpo. Y no tardé mucho...



Tanto parterre de albahaca y tanto seto de romero me habían aderezado como esas carnes que los cocineros ponen en adobo de vino y hierbas; y Laura, cuando volvía de clase, no podía resistirse al magnetismo de verme volteando el estiércol entre una nube de moscas, con el torso al aire y al contraluz de la tarde. Intimamos cada vez más. Mi medio de transporte era la moto con la que salíamos de paseo y, aunque teníamos la bendición de su madre, no teníamos la de su ancestro inmediato, comprensible, porque para un padre ver a su hija abrirse de piernas y subirse a una moto para agarrarse a un pringado es como verla desvirgada por el sujeto en ese preciso momento. Podía estar tranquilo el viejo por mi parte. Aplicando lo poco que había aprendido en Económicas, para mí, Laura, como ya te he dicho, no era más que una hembra en estadio de larva porque siempre me dio grima el entrechocar de huesos mientras jodo y, sexualmente, andaba más próxima al mercado de futuros que de los fondos a corto plazo.



Con ese panorama de mujeres sabrosas, unas funcionales y otras no tanto, yo estaba encantado, y más, cuando Elvira, la doméstica, salía a buscarme con su ración de leche con galletas. Oía tintinear el cristal del vaso contra el plato y como ese famoso perro del experimento que saliva ante estímulos sonoros me ponía igual de contento y baboso. La esperaba bajo la sombra del cobertizo, secándome el sudor de la frente con un pañuelo.



-Lorenzo, le traigo su merienda -me decía con su sonrisa amable.



-Gracias, Elvira -le contestaba yo, hundiendo los dedos en mi pelo mojado y echándolo para atrás con ese ritual de macho castigador que había aprendido en los anuncios de birra peleona. Elvira era soltera y estaba fija en la casa y, a no ser que se la tirara el cartero, andaría faltada de rabo. Tendría unos treinta y muchos, pero con esa piel tirante que parece no envejecer jamás. Era pequeña y robusta, y sus piernas y brazos sólidos y morenos contrastaban con el gris perla del uniforme. Ese día, el calor apretaba fuerte y el sudor se impregnaba en la tela de su pecho marcándole las ubres. Me senté sobre unos sacos de abono y quedé a su altura.



-Siéntese aquí conmigo y así descansa, Elvira.



-Oh, muchas gracias, Lorenzo, pero no puedo quedarme aquí hablando con usted, tengo mucho trabajo...



-¿Cómo no? Somos todos trabajadores de esta casa, usted fija y yo temporero...



-Jajajjaja... no me líe, señor Lorenzo. Usted es amigo de la familia y entró por la puerta grande mientras yo entré por la pequeña, y eso no lo cambia usted por mucho que se disfrace de jardinero. Y ahora, si no le importa, bébase la leche o se le va a calentar en la mano...



Ella se sonrojó al escuchar el doble sentido de sus palabras y a mi me dio por sonreír con su apuro. Tomé el vaso y mojé una galleta en la leche. Se partió y parte de ella quedo flotando, pero salvé un trozo con la punta de la lengua. Me acerqué el borde del vaso a los labios y bebí el líquido, poco a poco, sintiendo su frescor agradable. Mientras, nos sosteníamos la mirada. Mi cuello marcaba la nuez cada vez que yo tragaba y eso pareció estremecerla, porque cerró sus ojos rasgados apretándolos muy fuerte. Vi como su cuerpo se tensaba como una cuerda de violín, y sus piernas contraerse y relajarse con movimientos apenas perceptibles. Di descanso a la glotis, sorprendido y pasmado intentando entender lo que veía:



Elvira estaba ahí de pie, ante mí, corriéndose. Empezó a respirar muy rápido entre dientes, mientras yo no podía apartar la mirada de sus pantorrillas que seguían tensándose y relajándose. De puntillas sobre sus zapatos negros, a duras penas reprimía ese aullido que pugnaba por salir de su garganta. Tras un trance intenso se distendió poco a poco. Estaba empapada en sudor y las manchas de las ubres se habían extendido al resto del uniforme. Abrió los ojos y me dijo con un timbre de vergüenza:



-Si ya ha acabado de beber, me llevaré el vaso, Lorenzo.



Se lo entregué, y se fue corriendo con el temblor del cristal entre las manos. Yo estaba atónito y sin darme cuenta empecé a masturbarme. «¿Qué estoy haciendo? -pensé, deteniéndome-. Eso no acaba aquí ni por asomo».



Salí del cobertizo para dirigirme hacia la puerta que comunicaba el jardín con la cocina. El sol daba en la pared y allí vi mi silueta de sátiro, con esa erección tremenda pugnando por salir del pantalón. Tomé un saco de abono con las dos manos y así apreté la verga contra mi cuerpo, no fuera a comprometerme más de la cuenta. La sentía húmeda y palpitante contra mi ombligo mientras abría la puerta de la cocina con el pie, y encontré a Elvira a cuatro patas en el suelo y de espaldas a mí. Estaba recogiendo trozos de cristal del suelo, del vaso que se le había caído. Dejé el saco-camuflaje a un lado y la verga se despegó de mi vientre, cimbreando. Elvira permanecía quieta, paralizada, minimizándose como esos animales que no se mueven para no alertar a sus depredadores. Había un silencio eléctrico.



-No vayas a cortarte, Elvira -le dije, con respiración agitada.



-Tenga cuidado, Lorenzo, no lo haré por la cuenta que me trae -me contestó con la voz quebrándose, sin moverse.



Ya no podía contenerme y me puse de rodillas tras ella. Contemplé su pelo de rizo fino partido por un raya perfecta a un lado de la cabeza y recogido con un moño prieto y delicado. Su nuca despejada y morena perdiéndose en el cuello almidonado. Un ligero temblor la estremecía, pero no mermaba la firmeza de su espalda, de sus brazos, de sus muslos, de su culazo, donde la tela empapada se hundía en la raja que lo surcaba de arriba abajo. Le arremangué el uniforme y se lo dejé en la espalda mientras contemplaba esa opulencia camuflada tras las bragas empapadas por el reciente orgasmo. Se las bajé hasta las rodillas y podría haberlas escurrido con mis manos de tan mojadas como estaban. El ano de un rosa morado era el remate superior de una vulva animal, generosa, hinchada y perlada de flujos que aun goteaban del calentón.



-No lo vuelvas a hacer -le dije, mientras le acariciaba los pliegues de esa vulva con la yema de los dedos.



-¿El qué, señor? -preguntó, estremeciéndose....



-Correrte frente a mí, dejándome de esa manera. De haberme puesto sobre aviso, hubiese ordeñado tu jugo metiendo la mano bajo el uniforme, o chupándote con mi boca -le respondí mientras sacaba la verga y le acariciaba el coño con el capullo duro y morado.



-Es cierto, señor Lorenzo... debería recibir un buen castigo por mi egoísmo desconsiderado. Creo que mi culpa se transformó en ese picor sin sosiego que siento ahora mismo en lo más profundo de mi ser...



Debía arreglar eso inmediatamente. Puse mi torso desnudo sobre su espalda mientras le desabrochaba los botones de la blusa en busca de sus ubres. Mis manos grandes y callosas por el duro trabajo las ocupaban y las saqué por el escote para que colgaran al aire y así gozarlas mejor mientras le decía:



-No se si alcanzarás a purgar la falta. Me has dejado mordiendo el aire como un hambriento suspirando frente a una barbacoa sin poder catar la carne. O como un sediento viendo a otro hartarse de agua, frente a él. Tengo que quitarme esa pena, Elvira, no fuera a despertar cada mañana del resto de mis días con tu imagen, de pie, frente a mí, gozando con ese orgasmo egoísta.



-¡Penaré, señor, penaré, sííííííí...!, pero, ¿no se le ha ocurrido pensar que usted estuvo algo falto de reflejos? ¡Haga lo que tenga que hacer de una vez y no me tenga en ese tormento, Lorenzo, quíteme ese malestar y ese picor culpable, por favor!



Sonreí. La había torturado un poco con mi perorata lastimera y decidí que ya estaba a punto, porque no hay nada más sabroso que la carne macerada en desespero. Hundí la verga en esa humedad caliente hasta que mis cojones toparon con su vulva. Suspiró temblorosa y satisfecha, relamiéndose y chorreando flujo, pero no tuve piedad de ella y la embestí, para hacerle pagar su obscenidad, no con carantoñas y mimos sino con masculina violencia. Sin dejar de penetrarla, me abracé fuerte, buscando sus tetas que bailaban al ritmo de mis envites. Las agarré para acariciar sus pezones duros. Ella gemía y empujaba su culo contra mis pelvis para que le alcanzara bien adentro mientras me decía:



-¡Ahí... síííí... ahí es dónde tengo ese picor! Es usted un chico pero se comporta como un perro viejo. No sabe lo que me gusta llevarle la lechita al cobertizo y verle ahí medio desnudo, robusto y tan hombre, con su cabello empapado y tragando por su garganta fibrosa... esa bola en su garganta subiendo y bajando me daba a pensar que un día me devolvería la lechita que yo le llevaba ... y qué gusto que ahora lo esté haciendo con creces... mmm... ooooohhh... sííííííí... lléneme entera!



Estuve así un buen rato, metiéndole el vergajo bien a fondo hasta que me dio por sacarlo de nuevo y hacerla rabiar, rozándole solo con la puntita para que ella me rogara. Entonces vi su ano abrirse poco a poco, algo oscuro salir, y pensé que de tanto gusto, Elvira había perdido el control del esfinter. Colgó una bola brillante y luego otra, sonreí, menos mal: Eran bolas chinas.



-¿De dónde has sacado eso, viciosa? -le pregunté... mientras le azotaba las nalgas con la palma de la mano.



-¡Aaaay no me haga eso señor Lorenzo que aún me excita más...! ¡Qué tortura...! Las tenía la señora y yo me las pedí prestadas sin que ella lo supiera, claro. No pensaba que me ocurriera eso en el cobertizo, pero es que me daba mucho gusto llevarlas metidas...



-… y mientras me veías sorbiendo la lechita, te dio un calentón, zorrita -continué por ella e imaginándome a la dueña de las bolas, la señora Puri, jugueteando con ellas. Toda una promesa de lujuria.



Quise premiarla por su adoración y, tras meterle las bolas chinas por el coño, la follé por el ano con la máxima rudeza para calmarle el picor que parecía atenazar todos sus orificios. Ella perdió el control bajo esas vergadas salvajes, ronroneando con su sonido ronco de hembra bien jodida. De pronto, empujó con fuerza su culo contra mi verga y se arqueó hacia atrás, atrapándome contra el suelo. Sentada, cabalgaba sobre mí a horcajadas y de espaldas, y yo extendí las manos buscando sus pezones que estrujé con furor.



-¡Sííííí... síííííí... sííííííííííiíííííííi...! -gritó mientras se corría y exprimía mis huevos.



Fue un orgasmo delicioso y ella quedó bien servida, frotándose, y con la satisfacción de estar llena con la leche que me había llevado en esos vasos, tarde tras tarde. Ya más serena, refrescado su picor con mis lechadas, volvió a sus tareas y yo a las mías, con esa sensación cómplice de haber sido traviesos. Al día siguiente, ya esperaba, excitado, la hora de la merienda y el tintineo del vaso al acercarse Elvira. Mi verga hervía en su propio jugo esperando la promesa. La tomaría ahí mismo, la doblaría sobre un saco, le arrancaría las bragas y le meter...



-Señor Lorenzo, la señora Puri le espera -oí a mi espalda.



Me di la vuelta sobresaltado y me encontré a Elvira con su sonrisa de siempre pero sin "lechita" en la mano.



-¿Te ha dicho qué desea? -le pregunté mientras el rabo aflojaba por momentos, adaptándose a las nuevas circunstancias.



-Le espera en la terraza de su habitación, ahí tiene unos geranios infestados de pulgones y quiere que les eche un vistazo.



Le di las gracias por el recado con frustración aparente y salimos los dos del cobertizo. Mientras recogía algunas herramientas para el tratamiento de los geranios miré hacía la terraza: vacía. De todas maneras subí hasta la primera planta, llamé a la puerta de su cuarto y oí un «pasa Lorenzo» lejano. Entré y no vi a nadie, pero si oí el ruido de agua correr en el baño. Entonces salió su voz por la puerta entreabierta:



-Lorenzo, cielo, estoy dándome una ducha. No aguanto ese calor. Ponte cómodo que quiero hablarte de algo...



-¡Usted dirá, señora Puri! -le contesté gritando para que me oyera entre el ruido del agua.



El chorro salpicón se detuvo y al rato se oyó un chapoteo. Imaginé su cuerpo desnudo saliendo de la bañera y alcanzando la toalla, frotársela por la piel, secarse con ella el pelo y... ya no tuve que imaginar más porque ahí estaba igual que en mis previsiones: con la pieza roscada bajo las axilas y justo hasta medio muslo... le sonreí, me sonrió, se sentó frente el tocador y mientras recogía su cabello mojado hacia atrás me dijo con confianza :



-¿Qué haces con mi hija, Lorenzo? Estoy inquieta. Está engordando por momentos. En junio tiene la puesta de largo y ya tiene el vestido entallado. A ese paso habrá que hacerle un patrón nuevo. Le he mandado hacer la prueba del embarazo y menos mal que dio negativo...



¿Qué hacía con ella? Nunca se lo había dicho porque Laura ya era grandecita y responsable de sus actos aunque no de los míos que eran perniciosos por naturaleza. Cada vez que la subía en la moto la llevaba a la churrería, y allí le ponía medio kilo de churros y un tazón de chocolate delante. Me encantaba verla comer sin remilgos, y a ella, enamorada de las kilocalorías y de mí, le gustaba cumplir. Se estaba poniendo maciza, redondeada, sabrosona. Su piel lucía como nunca e incluso un par de granitos despuntaban en su barbilla, dándole un saludable aspecto juvenil. Pero no podía decirle eso a su madre, en esos momentos hubiese preferido que la metiese en la droga con tal de que le ajustara el vestido. Mi proyecto de convertirla en una futura madurita sabrosa se estaba viniendo abajo por momentos. Puri miraba mi reflejo en el espejo y por fin pareció darse cuenta de la morbosa situación...



-Realmente estás cambiado, Lorenzo. Ya no veo a ese niño inocente que buscaba carantoñas en la salita de tu madre... -me dijo mientras se cepillaba el pelo más rápido, aparentando incomodidad.



-A buena hora se da cuenta, señora Puri. Aunque le advierto de que nunca busqué carantoñas sino caricias de hembra -le contesté, acercándome a su espalda-. Desde niño me gustó oler los pechos que bailaban ante mí y sus fragancias más íntimas.



-Detente... -contestó ella, poniéndose rígida al sentir mis manos en sus hombros, pero yo no le hice caso. Hundí la nariz en su pelo mojado para olerla... aspiré hondo su aroma y su alma de mujer sola acercándose al climaterio...



-¿Es por su marido? -le pregunté.



-No es de tu incumbencia, descarado. Ni de la suya, claro, ocupado como anda en Dusseldorf inflacionando el euro...



En ese momento fui consciente de que echaba por la borda mi futuro y movía ficha sin sentido. Debía haberme centrado en la hija, buen partido; y en el futuro suegro, prestigioso economista, y no en las deliciosas maduras de la casa, pero ya no podía detenerme porque mi rabo mandaba más que mi cabeza, por eso continué:



-Entonces, déjese llevar... abandónese... lo desea... -le susurré al oído apartándole el cabello. Miré su cara reflejada en el espejo, vi sus ojos cerrarse y el rubor enrojecer sus mejillas. Puse las manos en sus pechos que asomaban generosos, partidos por el pliegue. Las deslicé bajo la toalla buscando sus pezones y su cuerpo tembló cuando se los exprimí con las yemas de mis dedos. La toalla cayó en su regazo y sus últimas resistencias con ella.



-Tienes razón, Lorenzo. Debo asumir las consecuencias. He estado jugando con un hombre, sin darme cuenta de que dejó de ser un niño hace tiempo. Debo pagar por mi error -me dijo, consintiendo. Y tras cerrar la puerta con llave, me acerqué de nuevo para seguir acariciando su cuerpo y esa idea deliciosa: la de tener tantas mujeres en esa casa dispuestas a reconciliarse conmigo.



La levanté, la senté sobre el tocador, y sus nalgas rotundas lo invadieron derramando los perfumes y aderezos. Se levantó un olor muy intenso, femenino, el suyo propio mezclado con el del maquillaje. Me vuelven loco las mujeres con las piernas bien en alto y se las tomé por los tobillos para alzárselas a la altura de su cara. Se las dejé bien abiertas para contemplar su ofrecimiento mientras gruñía y sollozaba algo incómoda con la postura, pero no vi inconveniente en eso porque sus ojos chispeaban de lujuria y vi que podría superarlo, de momento. Su coño rosado y hambriento reclamaba verga, pero yo iba a dosificársela por prescripción médica: No es bueno el atracón tras pasar tanta hambre. Jugué un rato con su vulva, acariciándola con mi capullo morado y duro como la piedra, y con él le apretaba el clítoris, enloqueciéndola. Le di por toda la zona e igual hice con su culo, arrastrándole allí el flujo que tenía en la vagina.



-Qué bien hueles, Puri... como cuando visitabas a mi madre. ¿Esos son los aliños que os ponéis las mujeres? ¿y todo para que alguien os ponga patas arriba como ahora... mmm... valió la pena a que sí tanto ungüento? -le dije mientras seguía con las maniobras.



-Haz lo que tengas que hacer, por favor... sííííí... Si no valió para el cabrón de mi marido, valdrá para quien lo quiera degustar... y no me llames más señora, que si lo fuera no estaría haciendo eso... llámame "zorra", "perra" lo más vejatorio que quieras...-gimió ella entre dientes.



Dejé que resbalara en el interior de su vagina hasta media verga y la encontré apretadita y gustosa. Ella miraba intenso pero sin verme, hasta que fluyó algo de saliva por sus labios y le goteó en las tetas. Estaba tan descompuesta que los cosméticos y perfumes que antes había derramado ahora caían al suelo, y su locura me embraveció tanto que se la metí entera hasta el fondo. Aulló y echó la cabeza hacia atrás con desespero, rozando el pelo mojado contra el espejo y empañándolo de vapor. Tenía los ojos en blanco y ese estado de trance siguió mientras yo metía y sacaba. Le hacía brotar los flujos que goteaban sobre la encimera de mármol mientras sus manos crispadas se agarraban en el canto para empujar su coño contra mí. Gemía como hembra en celo y yo quería tener ahí dentro ese carajo para siempre y a ser posible los huevos... mientras le decía:



-Qué gustoooo... qué gustoooo que me das Purita, mi polla necesita un coño como el tuyo, no virgen, sino bregado de jodienda...¿ me oyes? Tú tienes la talla que requiero...



-Oh... sííííí... qué placer... servirte como te sirvo... -decía abandonada a su trance y con los ojos entornados, como cuando se habla entre sueños.



No sé el tiempo que estuvimos así, hasta que empezó a arquear y a estremecerse, pero yo seguí aferrándola con las piernas bien en alto. Mis brazos temblaban por el esfuerzo y mis dedos se clavaban en su carne, ciñéndola como un grillete. La presión formaba un círculo blanco en sus tobillos y sus pies parecían inertes hasta que se retorcieron como la cabeza de una serpiente. Como un saco iba a vaciar su contenido, su ardor acumulado; y así se corrió, expulsando el néctar, alzando el culo y descargándolo contra mi verga. Yo seguía firme sosteniendo esa cruz de carne hasta que mi vista se nubló y sentí subir mi leche caliente, una vez, otra, otra, otra hasta que imaginé que rebosaba. La solté y sus piernas se desplomaron a los lados, aun entre espasmos de placer que le mantenían los pies tensos. Resbalamos hasta el suelo mientras la idea de sacarle la verga del coño y llevársela hasta la boca se aferró a mi mente. La retiré con esfuerzo porque va contra el instinto del hombre extraerla cuando se está corriendo, pero valió la pena. Aún escupía lechada y la salpiqué entera, con chorros que blanquearon sus pezones. Con ella le llené la boca que ella me ofreció bien abierta, mientras yo le extendía el jugo que le había rociado por el cuerpo. Ya con las manos libres le retorcí los pezones mientras ella pateaba en el suelo apurando su orgasmo. Poco a poco nos sosegamos, ella recostada y yo sobre ella. No sé el tiempo que pasamos meciéndonos en esa postura pero en un momento dado oímos esas voces:



-Aaaaayy... aaaaayy... aaaaayy... lechita... lechita... lechiiiiitaaaaaaaaa...



-¿Qué ha sido eso? -se preguntó, Puri, saliendo de su letargo y apartando mi cuerpo. Se puso la bata y corrió hacia la terraza para gritar cuando se asomó a la barandilla-: ¿Le ocurre algo, Elvira?



-No se preocupe señora -contestó-. Sólo me he quemado calentando leche, preparando la merienda al señor Lorenzo.



-¿Calentando leche, Elvira, con el calor que hace?. Mejor se la de fría y bien batida con azúcar y canela, o mejor, dele horchata. Pero no se preocupe, que hoy el señor Lorenzo ya merendó y bien a gusto. Vaya al botiquín y póngase pomada, ande.



Sonreí para mis adentros. Imaginé a Elvira, la sirvienta, dándose su ración de gusto con las bolas chinas de su señora, escuchando el mueble delator en el piso de arriba crujiendo bajo los envites de nuestra pasión Quizá fue un acto de rebeldía social, una pequeña venganza por haberle robado a su macho lechero a quien esa tarde no podía servirle la merienda. Si no fue así, sería parecido.


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