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Sexo fatal 1

Tal y como su nombre con hache intermedia lo delata, Martha era una típica chica de clase media en la recién iniciada década del ’60. Como mandaban los cánones sociales y religiosos de la época, su mundo se limitaba a los sucesos y circunstancias que se fueran dando en el barrio. Cuando tuvo la edad necesaria, ingresó a la escuela primaria en el impresionante edificio del Colegio Bernasconi, orgullo de la comunidad de Parque de los Patricios y que quedaba justo frente a su casa, lo que determinó aun más el corto alcance de sus eventuales correrías.
Aunque pareciera mentira, ninguna de sus compañeras vivía en las proximidades y, a pesar de ser varios los institutos que funcionaban en el Colegio y por lo tanto, miles los estudiantes de los distintos turnos, no hizo amigas más que en las pocas horas de permanencia en las clases y así, se fue acostumbrando a ese mundo acotado.
Los juegos en solitario y la lectura temprana fueron condicionándola y se convirtió en una fértil tejedora de sueños. En realidad e influenciada por la literatura, su imaginación la llevaba a caer en ensoñaciones que se disparaban ante cualquier observación que atrajera su interés.
De pequeña, sentada en el umbral del largo y oscuro zaguán que conducía al departamento del primer piso donde habitaba con sus padres, su vista se perdía sobre la barranca de los jardines del Colegio y en su mente elucubraba juegos y rondas de los que, seguramente, disfrutaban los alumnos que, con más suerte que ella, habían desarrollado amistades entre sus condiscípulos.
Pasaron los años, terminó la primaria y ya con doce años largos, comenzó a descubrir en su cuerpo la aparición de ciertas redondeces y a experimentar extrañas sensaciones en su vientre. En las cortas charlas en los recreos donde se acortaban las distancias sociales y las diferencias de edad, había conseguido enterarse, tan secretamente como si de un misterio se tratara, de la existencia de un “convertirse en señorita” cuyas manifestaciones afectaban físicamente a las mujeres, lo que confirmaba sus sospechas sobre las complicadas operaciones que su madre se imponía para ocultarle algo que ella suponía por su actitud subrepticia, era tan íntimo como vergonzante.
Como consecuencia lógica de su desarrollo, síntomas inquietantes comenzaron a desasosegarla y, temiendo una enfermedad, hizo partícipe a su madre, la que en una mezcla de alegría y disgusto, con meticulosa crudeza pero sin entrar en detalles que no fueran los estrictamente anatómicos, le explicó aquello de las menstruaciones, cómo y por qué sucedían y los cuidados que necesitaban. Paralelamente, la alertó sobre el nacimiento de vello en la zona genital, de cómo debería mantenerlo recortado en beneficio de la higiene y del desarrollo que en adelante provocaría el ensanchamiento de las caderas, la consolidación de las nalgas y el crecimiento de sus pechos.

A los treinta años, Elsa comprendió que pronto su hija tendría una apariencia muy parecida a la suya pero, aun sin haber logrado descifrar ella misma algunas cosas misteriosas sobre el sexo, no quiso confundir más a su hija y, muy ligeramente le explicó en que forma tenían relaciones hombres y mujeres, que estas no sólo se practicaban para la procreación como exigían las tradiciones religiosas sino que era la obtención del placer que lo conducía a la cópula y sólo puso especial énfasis en los cuidados que una mujer debería tener en sus períodos fértiles para evitar embarazos.
El vivir en un populoso barrio porteño no había hecho a Martha mucho más lúcida ni informada que una campesina y con su inocencia todavía pueril, no conseguía procesar esa confusa información y mucho menos aquello de las relaciones sexuales, sus formas y sus implicancias, físicas y sociales.
Finalmente, el destino o el cambio de hábitos que había encendido una secreta e ignorada alerta en su subconsciente, acudieron en su auxilio, haciéndole descubrir de manera totalmente involuntaria y sin proponérselo, algo que por íntimo y privado no se le antojó pecaminoso sino una consecuencia natural de esa vida en pareja que sucintamente le explicara su madre.
La revelación se produjo una calurosa noche de verano en la que despertó sofocada por la temperatura y necesitada de beber algo fresco, se encaminó hacía la cocina pero, la tenue luz que surgía de la puerta entreabierta del dormitorio de sus padres y los murmullos apagados de una conversación no pudieron menos que atraer su atención.
La curiosidad pudo más que la prudencia y, aproximándose sigilosamente hacia la estrecha apertura entre las dos hojas, vislumbró a sus padres en la cama. Martha estaba orgullosa de la belleza y juventud de su madre que, tan sólo diecisiete años mayor que ella, lucía sus espléndidas formas totalmente desnudas.
A pesar de admirar a su padre, el respeto que este ejercía sobre ella era bastante más profundo que su amor y, por su corpulencia y edad, le tenía cierto temor. Casi veinte años mayor que su madre y, de acuerdo a lo que había podido entresacar a la secreta charlatanería de sus tías cuando creían que no las escuchaba, se había casado con aquella tras dejarla embarazada luego de una tan tormentosa como circunstancial relación y aunque no la amaba, hizo honra a su responsabilidad.
Aparentemente, el paso de los años y la costumbre habían consolidado a la pareja y desarrollado alguna especie de amor que, según lo estaba contemplando, se manifestaba en su sexualidad.
Estupefacta pero atraída inexorablemente por alguna curiosidad malsana, contenía el aliento ante el espectáculo de la pareja. Su madre estaba arrodillada en la cama e, inclinada sobre el cuerpo musculoso y peludo de Andrés se deleitaba pasando las manos sobre él mientras sus labios picoteaban delicadamente sobre los labios de su marido. Susurros y murmullos ininteligibles surgían de sus bocas y acaso aquello les resultara gracioso, ya que se entremezclaban con alegres risas reprimidas por el hábito de no hacerse escuchar.
Su padre había hecho aproximar a Elsa hacia él y, en tanto sobaba los senos con las manos, permitía que su lengua y boca se esmeraran en el lengüeteo y succión a los pezones particularmente gruesos de su madre. Extasiada, aquella cerraba los ojos y mientras emitía quejumbrosos gemidos por la boca entreabierta dejaba que su mano libre se deslizara por el vientre de Andrés para internarse en el pelambre de la entrepierna a la búsqueda de su pene.
Martha tampoco era tonta y sabía de hacía mucho tiempo la diferencia genital entre varones y mujeres, pero nunca había podido comprobarla con la contundencia de esas imágenes. Mientras aferraba la cabeza de su marido para hacer más violentas las chupadas de la boca, la mano de Elsa había encontrado el objeto de su búsqueda y manoseaba a una verga que, con sus caricias, iba en camino a convertirse en un verdadero falo. La niñita miraba con asombro el crecimiento de esa barra de carne sin comprender cómo alcanzaba aquel tamaño desmesurado.
La mano de Elsa que se deslizaba arriba y abajo por el pene parecía contribuir al crecimiento de este y, respondiendo a los roncos reclamos de su marido, dejó su boca para escurrirse hacia la entrepierna. En tanto acariciaba tiernamente la verga, su lengua se escabulló a lo largo del tronco, hizo nido en los arrugados genitales y allí se entretuvo con la colaboración de los labios en prolongados chupeteos que estremecían a su padre mientras la mano sometía a la roja cabeza a unos tan cortos como rápidos movimientos envolventes.
A ella eso le parecía una asquerosidad, pero evidentemente sus padres disfrutaban al hacerlo y tal vez algo justificara aquella inmundicia. La verdad era que su madre ronroneaba de contento y subiendo con sus labios hasta la cabeza del miembro, lo chupeteó delicadamente por unos momentos para después abrir la boca desmesuradamente e ir introduciéndolo en ella con verdadera gula.
Lentamente, la boca fue dando cabida al tremendo falo y su madre inició un suave vaivén de la cabeza que abandonaba por momentos para respirar ruidosamente en busca de aire y luego, como si aquello hubiera incrementado su glotonería, hundía la verga casi totalmente entre sus labios. Acomodándose mejor debajo de ella, su padre se colocó invertido debajo de ella y haciéndole poner ambas piernas a los lados de su cuerpo, introdujo la cabeza en la entrepierna, haciéndose notorio el sonoro chupetear de sus labios y lengua al sexo e incrementando el angustioso deseo de su madre quien, al cabo de un rato de esa situación de recíproco placer salió de encima de su marido.
Con una expresión de lujuriosa alegría en su rostro, se ahorcajó acuclillada y, bajando lentamente el cuerpo, fue penetrándose con el falo hasta que todo él desapareció en su interior. En tanto que su padre tomaba entre los dedos aquellos senos que se bamboleaban al ritmo del galope, Elsa fue aumentando la cadencia del meneo adelante y atrás con qué se penetraba y emitiendo sordos ayes de dolorida complacencia, se extasió en aquella jineteada infernal hasta que, seguramente exhausta, fue declinando la fortaleza.
Humedeciendo sus dedos con abundante saliva y tendiendo la mano por sobre los glúteos, excitó delicadamente los oscuros frunces del ano para luego introducir dos dedos mientras bramaba por la satisfacción que estaba obteniendo y, cuando su marido le indicó de viva voz que estaba punto de acabar, ella se retiró rápidamente para caer arrodillada entre sus piernas y, masturbando anhelosamente con ambas manos la verga mojada, consiguió que de su punta brotaran los chorros impetuosos de una melosidad blancuzca que sorbió con la misma voracidad que a un elixir.
Luego de que Elsa cayera extenuada junto a su marido, mientras aun se prodigaban cariñosas caricias y expresaban su contento, Martha se dio cuenta que, contradiciendo sus sensaciones de quince minutos antes, ahora estaba cubierta de una transpiración helada y su cuerpo temblaba como si estuviera a punto de descomponerse mientras que leves ardores acompañaban a la humedad que mojaba el refuerzo de la bombacha. Volviendo apresuradamente a su cuarto, se encerró y cayó en un pesado sopor que no desapareció sino hasta la hora en que su madre la despertó.
Mientras Elsa le preparaba el desayuno, Martha la observó atentamente pero en su rostro no divisó ninguna evidencia de que aquella situación de la noche anterior la hubiera afectado para nada; por el contrario, su madre estaba más contenta que de costumbre y rió con mansa alegría cuando ella le preguntó inocentemente si se encontraba bien.
Esa mañana estuvo más dispersa de lo habitual y su mente se perdió en el recuerdo fragmentado de lecturas en las que se hacía referencia a “yacer”, “cópulas”, “apareamiento, “fornicación”, “hacer el amor” y “acostarse”, concluyendo que su madre practicaba el sexo con todo el amor y el placer que le había explicado.
Lo observado y su comparación con ciertas partes de los relatos que en su momento no llegara a comprender en su totalidad, la condujeron a entender actitudes de chicas y muchachos mayores que, retozones, se prodigaban caricias y arrumacos a los que ella ni siquiera había tenido en cuenta, considerándolos solamente travesuras de adolescentes.
La influencia romántica de las novelas, le otorgaron a lo visto en esa noche estival el mismo carácter sensiblero e idealista de aquellos personajes de ficción, imaginando a sus padres como protagonistas de un arrebatador folletín. No obstante, la belleza bestial de las relaciones dejó una oculta semilla de curiosidad malsana en su mente y, presintiendo que la complacencia de sus padres pudiera hacerle conocer cosas que aun le estaban vedadas, se las arregló para establecer una especie de vigilancia nocturna que, tras varios días de calma, la recompensó cuando, pasada la medianoche, el tenue reflejo que marcaba el rectángulo de la banderola le indicó que sus padres estaban despiertos.
Encontró con disgusto que las hojas de la puerta estaban cerradas, pero el murmullo, esta vez mucho más animado que el anterior, la incitó a pegar un ojo a la cerradura y cuando consiguió hacer foco, pudo observar a sus padres en una situación similar a la de noches atrás. Armándose de valor, tomó el picaporte en su mano y, lenta, muy lentamente, fue bajándolo hasta que, sin hacer el menor ruido, el pestillo quedó libre y, suavemente, casi milímetro a milímetro, fue empujando la puerta hasta conseguir el espacio suficiente para observar con comodidad.
Su padre había acostado a Elsa sobre el borde de la cama y, con los pies desnudos aun apoyados en el piso, le abrió las piernas para dejar expuesto su sexo. En esos años, el recato o el decoro todavía no habían impuesto la depilación inguinal en las mujeres y su madre lucía una oscura mata de vello púbico que, aun recortada prolijamente, se mostraba como espesa y consistente.
Andrés se había arrodillado entre las piernas abiertas de su mujer y, en tanto que una de sus manos exploraba acariciante desde los mismos tobillos hasta el torneado muslo, la boca recorría recurrentemente el otro muslo con el tremolar de su lengua y el roce succionador de los labios, consiguiendo que Elsa ronroneara mimosa, estimulándolo a seguir con tan maravilloso accionar.
Apoyada en los codos, su madre observaba embelesada como la boca se acercaba al sexo y, desafiándola, dejó que su mano derecha escarbara en el comienzo de la raja con suaves movimientos circulares que fueron induciendo la dilatación de la vulva, permitiendo observar el intenso contraste del afuera oscuro con la delicada palidez rosácea del interior.
Dos dedos de su padre abrieron los labios enrojecidos y Martha contempló con asombro como del interior de la vulva surgían las gruesas y retorcidas crestas de los labios menores, rodeando a un amplio óvalo intensamente rosado con brillos nacarados y en cuya cima se elevaba el largo tubo de un capuchón formado por arrugados pliegues.
La mano de Elsa concentró sus esfuerzos sobre esa excrecencia y mientras gemía roncamente, le pedía a su marido que no la hiciera sufrir más. Como jugando con la ansiedad de su mujer, Andrés fustigaba con violentos lengüetazos alrededor del sexo pero sin concretar nada, lo que fue produciendo en la mujer unos involuntarios remezones de la pelvis como si ella quisiera ir al encuentro de la boca.
Finalmente y vibrante como la de una serpiente, la lengua comenzó a recorrer tremolante tan sólo el borde carnoso. Ayudada por un dedo, transitó dentro del óvalo para separar los fruncidos pliegues con trepidantes movimientos y, ante las exclamaciones satisfechas de su mujer, fue asiéndolos entre los labios, mordisqueándolos suavemente mientras tiraba de ellos como para probar su consistencia y flexibilidad.
Tragando saliva con dificultad, Martha no podía creer como aquello excitaba de tal forma a su madre que, apoyada firmemente con los pies en el suelo, proyectaba su cuerpo en ondulantes movimientos contra la boca de su marido mientras lo conminaba con palabras groseras a que la penetrara con los dedos.
Ladeando un poco el cuerpo, Elsa encogió su pierna derecha, manteniéndola así para facilitar la tarea de su padre y este, pasando un brazo alrededor del muslo, comenzó a excitar fuertemente con su dedo pulgar aquel apéndice que enloquecía a su madre, descendiendo con la lengua viboreante hasta la vagina para luego introducirse profundamente en ella. Elsa sacudía la pelvis como enajenada y, en ese momento, Andrés introdujo dos dedos, encorvados para rascar sañudamente el interior del canal vaginal.
Ante esa agresión, la mujer roncaba sordamente y entonces él ascendió con la boca para apresar el ardiente tubito carnoso entre los labios, succionándolo con rudeza mientras sumaba dedos a la penetración en un enloquecedor vaivén que hizo a su madre tomar entre sus dientes un trozo de sábana y morderla para acallar los gritos que el orgasmo ponía en su garganta. Revolviéndose como posesa, clavó la cabeza en la cama y mostrando la rigidez rubicunda del cuello tensionado, con el vientre estremecido por violentos espasmos, golpeó la cama con los puños hasta que la satisfacción pareció alcanzarla; derrumbándose blandamente, convirtió al alarido sofocado en agradecidos murmullos de amoroso contento.
Poniendo un pie sobre la cama, su padre aferró las piernas de Elsa y abriéndolas tanto como podía, aproximó el cuerpo al todavía convulso de su mujer para introducir profundamente el falo en la vagina. Evidentemente, aquello formaba parte de un hábito desarrollado durante muchos años ya que, complacida por la penetración, su madre acomodó el cuerpo para acompasarse al vaivén con que Andrés la penetraba.
Este sostenía sus piernas en alto en tanto que se daba un envión formidable y, durante un rato, se movieron al unísono en un mecimiento de perfecta cadencia. Su madre había recomenzado con aquella letanía de ayes y gemidos y entonces, Andrés fue colocándola de lado sin dejar de penetrarla. Seguramente se trataba de algo que practicaban frecuentemente, ya que luego de unos minutos en que su padre socavó reiteradamente la vagina expuesta de esa forma, Elsa fue moviéndose en forma de quedar arrodillada sobre la cama y, en esa posición, con los pechos restregándose contra las sábanas, quebró la cintura para que su grupa quedara alzada y así recibir la verga en toda su plenitud.
De un intenso color violáceo e inflamado por el vigor de la cópula, el dilatado sexo dejaba en evidencia el contraste con la palidez rosácea del óvalo y las aletas carneas, abriéndose como burdos colgajos, orlaban los esfínteres vaginales que ceñían al miembro acompañándolo como un tubo elástico en su vaivén. Andrés aferraba con ambas manos las caderas para dar mayor empuje a los embates de su pelvis, que se estrellaba contra los poderosos glúteos en sonoros chasquidos provocados por los abundantes jugos que continuaban manando del sexo.
Al parecer, semejante bestialidad enloquecía a Elsa, quien meneaba voluptuosamente las caderas mientras imprimía a su cuerpo un perezoso ondular como festejando el placer que le producía el paso del falo entre sus carnes. Roncamente, con la voz ahogada por la emoción y la fatiga, asentía insistentemente en tanto le suplicaba a su marido que la rompiera toda y no cesara en sus empellones, reforzando ese pedido con la acción de sus manos que asían las nalgas para separarlas y gozar aun más de esa penetración total.
Al ver su desesperación, Andrés tomó la verga entre sus dedos y comenzó con un lento proceso de penetración y extracción total del miembro, esperando que la dilatada cavidad vaginal volviera a contraerse para recién entonces reiterar la intrusión. Clavando un hombro en la cama, su madre ladeó el torso para tener el espacio necesario y, mientras una de sus manos estrujaba y martirizaba con las uñas a un seno, la otra se dirigió a la entrepierna, sometiendo a la inflamada excrecencia con vigorosos estregamientos.
Cubierto de sudor, su padre demostraba poseer una reciedumbre física notable, ya que apenas se lo notaba cansado. Tomándose un breve respiro y mientras su mujer lo insultaba groseramente por haber interrumpido el coito, apoyó la cabeza inflamada de la verga sobre el ano para, muy suave y lentamente, empujar. Martha no daba crédito a lo que veía y a ella jamás se hubiera ocurrido que el sexo pudiera practicarse de esa manera.
Súbitamente jubilosa, Elsa le pedía que la penetrara sin demorar más su goce y, entonces, vio con asombro como los apretados frunces se dilataban mansamente para dar cabida a todo el falo. A pesar de sus expresiones regocijadas, semejante grosor invadiendo el ano debía de resultarle doloroso ya que las alternaba con poderosos bramidos y cuando su padre inició un lerdo bamboleo del cuerpo, apoyándose en sus brazos extendidos se acopló al ritmo con cortos remezones. Tal como procediera con la vagina, después de unos pocos empujones, sacó el pene y esperó a que la dilatada boca de la tripa tornara a su tamaño original para recién entonces volver a penetrarla.
A Martha la desorientaban las expresiones del bellísimo rostro de su madre; por un lado se veía que el tránsito de la verga dentro del recto le proporcionaba un hondo sufrimiento, pero por el otro, el brillo alegre de sus ojos dilatados y la semi sonrisa paralizada en un grito mudo de la boca entreabierta sumados a los ayes complacidos de su garganta, evidenciaban la profundidad del placer que experimentaba.
Progresivamente, el ritmo de la cabalgata fue acelerándose hasta provocar chasqueantes sonidos de los transpirados cuerpos entrechocando. Cuando Elsa anunció de viva voz que acababa, su padre sacó la verga del ano para dejar caer en la mujer el pringue de aquellos chorros de blancuzca cremosidad.
Aun más confundida que la primera vez, Martha volvió a su cuarto y rebuscando silenciosamente entre sus cosas, halló el espejo de mano con el que solía peinarse. A la niña, inocente de cualquier especulación pecaminosa, le había confundido el aspecto casi repugnante del sexo de su madre y, como nunca antes lo hiciera, ansiaba comprobar como era el suyo, al que conocía superficialmente y sólo cuando las necesidades de la regla la obligaban a higienizarse en el bidet.
Quitándose la bombacha y comprobando que de su sexo habían brotado jugos que mojaban olorosamente la tela con brillos plateados como los de un caracol, se sentó contra el respaldar de la cama y, abriendo las piernas encogidas como viera hacerlo a su madre, colocó el velador acostado entre ellas.
Tomando el espejo, consiguió darle el ángulo necesario y ante sus ojos tuvo por primera vez la verdadera apariencia de su sexo. En realidad, externamente no se parecía en lo absoluto al de Elsa; sólo era una leve prominencia que iba cubriéndose de un fino vello, atravesada verticalmente por la delgada línea de la raja.
No había extrañas inflamaciones ni enrojecimientos. Abriendo cuidadosamente con sus dedos índice y mayor los labios, encontró un óvalo bastante parecido al de su madre, en cuyo derredor crecían unos delgados frunces levemente arrepollados. Iluminando especialmente la parte baja, encontró que aquella apertura por donde ahora rezumaban líquidos internos y una vez por mes los caldos sangrientos de su regla, estaba apenas dilatada. Justo encima, se veía el pequeño agujero por donde orinaba y, en la parte superior, destacaba la presencia de un tubo que parecía haberse desarrollado en los últimos tiempos; los tejidos de los pliegues formaban un capuchón que parecía proteger algo y que, al rozarlo tímidamente con sus dedos, le hizo lanzar un respingo inquieto provocando que un intenso cosquilleo eléctrico corriera a lo largo de la columna vertebral.
Asustada por esa reacción involuntaria de su cuerpo, guardó apresuradamente las cosas y trató infructuosamente de dormir, cosa imposible de lograr con el acoso a su mente de las imágenes de sus padres fornicando y las reacciones de su cuerpo.
Demostrando que todavía era una niña, las costumbres y hábitos parecieron prevalecer y, con la espontánea sencillez de quien cree que todo sucede naturalmente, continuó con su vida de colegiala. Acostumbrada a estudiar, no porque le fuera grato sino porque la soledad en que vivía la obligaba, dejó transcurrir el tiempo mientras veía que en su cuerpo se producían aquellos cambios que su madre le anunciara.
Cuando llegó, la explosión hormonal tuvo el efecto de un ciclón y, aquella chiquilla flacucha devino rápidamente no sólo en una deliciosa adolescente sino en una perturbadora mujer; crecida hasta alcanzar la estatura de Elsa, comprobaba como día tras día su cuerpo se modificaba.
Las largas piernas cobraron una sólida esbeltez que parecía justificarse al ver las proporciones que alcanzaban las caderas para soportar la prominencia perturbadora de los glúteos. La pancita infantil que antes abultara el delgado cuerpo, había sido suplantada por la tersa curvatura de un vientre delicadamente musculoso y el torso exhibía la formidable transformación de los pechos. Como si estos fueran una réplica de los de Elsa, habían crecido desmesuradamente; esas dos peras gigantes tenían la firmeza de la juventud, pero su solidez quedaba demostrada por la comba que marcaba una profunda arruga en su base.
Embelesada, la jovencita observaba como las aureolas crecían casi incontrolablemente; el tamaño original de una moneda era suplantado por una oscura superficie amarronada que a su vez se proyectaba hacia fuera como el cono achatado de otro pequeño seno pero cubierto de diminutos gránulos y en su centro merecían capítulo aparte los que fueran minúsculos pezones, convertidos en dos gruesas excrecencias de casi un centímetro de grueso en cuya cima se abría el insinuado agujero mamario.
Lo que había cambiado aun más espectacularmente en Martha era el rostro; conservando el leve óvalo, sus rasgos habían madurado. La nariz llamaba la atención por la perfección de su línea y las narinas que la custodiaban tenían una cualidad elástica para dilatarse en la expresión de sus emociones. Los ojos color miel veían realzada la profundidad de su mirada por la profusión de las negras y largas pestañas sobre las que se arqueaba la espesura de las cejas. Como colofón indispensable al conjunto, la boca se abría en dos mórbidos labios que invitaban al beso y todo aquello, estaba rematado por la mata ondulada de un suave cabello castaño.
Asombrada por la semejanza con ella y sabedora de lo que semejante exhibición podía provocar, Elsa la obligaba a vestir con holgados vestidos, usar zapatos de taco bajo y, naturalmente, no utilizar nada de maquillaje. Acostumbrada a esa especie de esclavitud desde siempre, Martha no sólo no se rebelaba sino que hasta parecía contenta de estar libre del acoso de los estudiantes varones. Naturalmente predispuesta a la soledad, al salir del Colegio y con sólo cruzar la calle, se perdía en los vericuetos de la literatura o distraía sus tardes viendo telenovelas junto a su madre, comprendiendo mejor lo que implicaba el mensaje sexual subyacente en los diálogos de las parejas.
Convirtiendo en un método las observaciones subrepticias a su madre, aquello había terminado por dar sus frutos; cierta tarde en que faltara la profesora de gimnasia, ella se apresuró a cruzar para evitar las rachas de una lluvia persistente y, tras abrir la puerta del zaguán, se adentró en la oscuridad de la escalera que conducía a su casa.
Su primera sorpresa la tuvo al hallar la puerta cerrada con llave y más aun, cuando encontró el vestíbulo al cual daban todas las habitaciones sumido en la más completa oscuridad, deduciendo dos cosas; su madre había salido o aprovechando la tarde lluviosa y fría, se había acostado a dormir una siesta. Con su acostumbrada prudencia, creyó cierta la segunda posibilidad y, evitando hacer ruido para no despertar a la supuesta durmiente, se metió en su pieza.
Sin quitarse el jumper y recostada en la cama con los ojos perdidos en la nada de la penumbra, sucumbió a una nueva costumbre, cual era el tratar de reproducir en su mente las imágenes más fogosamente ardientes de los acoples de sus padres cuya observación convirtiera en hábito. Realmente, tanto Elsa como Andrés, por el ardor con que enfrentaban cada cópula, le demostraban que el sexo era una cosa deliciosamente envidiable y que consolidaba la unión de una pareja que, aun sin los ardores del amor, era tan bien avenida.
Esa observación se estaba convirtiendo en una escuela en la que la muchacha anhelaba abrevar cada día con mayor entusiasmo y, a pesar de que tras cada una de esas sesiones ella quedaba en un estado calamitoso de temblorosa excitación, no hacía sino desear que sus padres multiplicaran la frecuencia y fervor de las relaciones.
La oscuridad que propiciaba esas especulaciones, se vio de pronto invadida por un súbito rayo de luz. Apoyándose en un codo, pudo ver por la puerta entreabierta como su madre salía del baño y envuelta a medias en una bata de toalla, se metía en su pieza. Algo de furtivo en su actitud o una premonición, la obligaron a guardar silencio a la espera de algo, sin saber qué.
Pasado un momento, ese mismo algo la compulsó a levantarse sigilosamente y acercarse a la puerta del dormitorio de Elsa; en la seguridad de saberse sola, su madre se encontraba parada frente al gran espejo del ropero y luego de secarse meticulosamente el cuerpo, dejó caer la bata para contemplarse especulativamente. Dando pequeñas vueltas sobre sí misma, inspeccionaba la consistencia de sus carnes, examinando con cierto disgusto algunas adiposidades en el vientre, la flojera en las nalgas y el bamboleo gelatinoso de los senos, un tanto exagerado para su gusto.
Sin embargo, sabía que a su edad la belleza del conjunto la hacía parecer deseable y, en esa certeza, dejó que una magnífica sonrisa aflorara en su cara mientras ensayaba unos cortos pasos de baile, hundiendo las manos alzadas bajo su cabello para comprobar la fluctuación temblorosa de los pechos. Aquello pareció satisfacerla y con sus manos comenzó a recorrer lujuriosamente el cuerpo, transformando la alegre y picaresca sonrisa en otra tan espléndida como lujuriosamente incontinente.
Dando una ágil voltereta, cayó desplomada sobre la cama aun cubierta por la colcha y revolcándose con alegre concupiscencia, fue dirigiendo el accionar de las manos hacia zonas específicas; como ágiles mariposas, los cuidados dedos recorrieron en suaves toques casi imperceptibles la rotunda consistencia de los senos, juguetearon en el surco que dividía el abdomen, exploraron el cráter del ombligo y finalmente recalaron sobre la hirsuta alfombra del vello púbico.
No era que Elsa fuera libidinosamente lasciva ni padeciera de algún furor o fiebre venérea sino que, simplemente, era joven. Nunca había conocido a otro hombre que no fuera Andrés pero las violentas características de su marido la habían influido desde que tuviera poco más de dieciséis años y la práctica continua de ese sexo en el que no reconocían límites, le hacían desear cada día una nueva experiencia que, curiosamente, no se veía concretada por la diferencia de edad, ya que Andrés decaía notoriamente con el paso del tiempo.

Diecisiete años de matrimonio le habían hecho conocer al dedillo la hondura de la sensibilidad en cada trozo de su cuerpo y las manos retornaron hacia los pechos pero ya no se limitaron a aquellos toques superficiales sino que los dedos comenzaron por sobar la masa carnosa que ya mostraba cierto endurecimiento. El manoseo fue cobrando intensidad y pronto, el duro estrujamiento fue levantando quejumbrosos ronquidos satisfechos en la mujer, quien clavaba sus pequeños incisivos sobre la carnosidad de los labios. Entonces, los índices y pulgares de ambas manos se apoderaron de los pezones, iniciando sobre ellos un lento retorcimiento que fue incrementándose tanto en velocidad como en presión.
El cuerpo todo de Elsa respondía a esos estímulos y las piernas dejaron de moverse aleatoriamente en nerviosas contracciones para hacer que los pies se apoyaran firmemente sobre la cama, posibilitando al cuerpo un movimiento ondulatorio que evidenciaba en su arqueamiento la intensidad del goce. Los dedos apretaban rudamente las mamas y, sin dejar de retorcerlas, tiraban del seno hasta que esa acción despertaba un grado de sufrimiento distinto.
El cuerpo envarado se alzó hasta que sólo los pies y los hombros dieron sustento a todo su peso y, en tanto que la pelvis se meneaba en simulado coito, las uñas cortas y afiladas de su madre se clavaron impiadosamente en la carne del pezón, apretando hasta que el martirio levantó ayes desesperados en su boca.
Bramando roncamente, Elsa envió una mano hacia la entrepierna y, comprobando que su sexo se encontraba humedecido por los jugos hormonales, sin dejar de lacerar al seno, escurrió perezosamente los dedos por la vulva que ya mostraba su grosera dilatación. Los dedos cumplían una doble función; cuando bajaban desde el clítoris hasta los oscuros frunces del ano, lo hacían deslizando las yemas acariciantes sobre los fragantes humores pero, al retroceder, se curvaban en una garra y las cuidadas uñas se convertían en afilados rastrillos que surcaban dolorosamente los delicados tejidos.
Ese sufrimiento controlado era el que soliviantaba su deseo y las carnes sometidas a esa flagelación provocaban en sus entrañas sensaciones que contribuían a exaltar una excitación muy parecida al masoquismo. Introduciéndose dentro del óvalo, los dedos separaron los labios que ya mostraban todo el esplendor de su hinchazón, deleitándose durante unos momentos en la friega a esa cuna nacarada para aplicarse luego al estregamiento del largo tubo carneo que alojaba el pene femenino.
Aquel parecía responder al hostigamiento con su hinchazón y mientras los dedos se dedicaban a apretarlo, retorcerlo y rascarlo entre ellos, la otra mano abandonó los senos para explorar ávidamente las proximidades de la vagina. El movimiento basculante de la pelvis contribuía a esa unión y los dedos comenzaron a aventurarse hacia la apertura que, dilatada, esperaba su invasión. Delicadamente, los dedos levemente curvados fueron penetrándola hasta que estuvieron dentro, iniciando un remolón ir y venir que contribuyó aun más a la dilatación.
Mojada abundantemente por su saliva, la mano que sojuzgaba al clítoris emprendió un vehemente restregar circular complementario a la penetración hasta que la furiosa excitación le hizo abandonar esa tarea y trasladándose hacia las nalgas, se hundió en la hendedura a la búsqueda del cerrado ano. Húmedo ya por las mucosas que escurrían de la vagina, el apretado haz de esfínteres no opuso resistencia a la presión del dedo mayor y este se perdió dentro del recto.
El doble sometimiento enardecía las ansias de la mujer quien, entremezclando ronroneos complacidos con ayes de dolor, se revolcó en la cama para quedar arrodillada y con la cara y los hombros soportando su peso, encontró más comodidad para las penetraciones. La aspereza de la tela del cobertor restregando sus senos pareció estimularla y, acelerando la acción de los dedos dentro de la vagina, acompañó al solitario dedo mayor en el ano con el índice, haciendo que ese movimiento en sus dos oquedades del placer se convirtiera en algo deliciosamente placentero.
Creyéndose sola, dio rienda suelta a su satisfacción y en tanto que el cuerpo cimbraba y se meneaba al compás de la masturbación, de su boca no sólo surgían los gemidos y clamores del goce sino que las maldiciones se veían matizadas por un lúbrico asentimiento en el que autocalificaba la bajeza de sus instintos. La fervorosa vehemencia creció hasta el límite de la exasperación y cuando ella sintió jubilosa la explosión del orgasmo, se derrumbó sobre el acolchado, disminuyendo paulatinamente el ritmo del sometimiento hasta que los convulsos sacudones del vientre fueron sumiéndola en un manso letargo.
Aquello venía a completar el amplio catalogo de actos sexuales a los cuales había accedido en la observación a sus padres pero su mismo carácter íntimo le abría un camino ignorado hacia la autosatisfacción de lo que ya hacía tiempo rondaba su vientre y no conseguía aliviar. Tan silenciosamente como había llegado, retrocedió a la habitación y volviendo tomar sus cosas, salió subrepticiamente de la casa. Caminó al azar más de media hora, tras lo cual retornó para encontrar que su madre ya estaba totalmente vestida y la esperaba con la merienda.
Esa noche y con las imágenes aun frescas en su mente, reprodujo la masturbación pero, aun temerosa por lo que en esos años se consideraba sagrado, no consumó la penetración vaginal, Sin embargo, sus manos parecían poseer una extraña virtud para manejarse con aquello de los pliegues que, ahora sí, mostraban la plenitud de una mujer adulta.
La caricia a los labios menores y la excitación cuidadosa del clítoris al que por sus roces no desconocía como fuente de placer, acompañaron la evolución de su calentura y, ya inmersa en el paroxismo del deseo insatisfecho, segura de que aquello no afectaría su virginidad, estimuló suavemente al ano y, cuidadosamente introdujo parte de un dedo.
Siempre había vinculado esa parte del cuerpo con lo escatológico, ya que un perseverante estreñimiento le proporcionaba algunos sufrimientos pero también había aprendido cuanto disfrutaba su madre con las sodomizaciones de Andrés. Traspasado el obstáculo natural que le ofrecieron los apretados esfínteres, el picor que se le había hecho doloroso en el primer intento fue transformándose en un placer que no podía describir y, hundiendo todo el dedo hasta que los nudillos chocaron son las nalgas, inició un lerdo vaivén que introdujo un eléctrico cosquilleo en los riñones ascendiendo por la columna vertebral hasta estallar en su nuca.
Ahora comprendía el lujurioso disfrute de su madre e imitándola, se colocó de rodillas para que una mano pudiera excitar con violentos roces al clítoris mientras la otra se adentraba en la tripa con toda la contundencia de dos dedos unidos. Ella sentía como en su vientre parecían estallar las sordas explosiones de una revolución, experimentando por primera vez la angustia de un insinuado orgasmo. Algo inédito e insólito la desquiciaba. Mordiendo la almohada para acallar los gemidos que ella presentía incontenibles, aceleró el accionar de los dedos y, experimentando un ahogo desconocido, creyó ser arrastrada hacia el abismo de un desvanecimiento.
Respirando ahogadamente por la nariz, clavó los dientes en la tela mientras sentía como si un dique hubiera cedido en su interior para dar paso a placenteros arroyos que afluían hacia el sexo y luego cayó en el cálido sopor del alivio.
Con ese descubrimiento, Martha comenzó a transitar un camino donde no necesitó tener amigas a quienes nunca había buscado ni prestó atención a los pocos muchachos que se interesaron en ella, habida cuenta de la metamorfosis que la naturaleza había efectuado en su humanidad. En solitario, como había transcurrido casi toda su vida, atravesó los dos años que aun le restaban en el colegio con el consuelo y disfrute infinito de sus observaciones nocturnas y las consiguientes masturbaciones que llevaban paz a su cuerpo y mente.
Elsa observaba como la muchacha iba convirtiéndose en una replica suya; misma estatura, semejante consistencia en las carnes, igual tersura en la piel y, fundamentalmente, casi exactamente idénticas facciones y cabello. Sólo esa solidez que se instala en el cuerpo de las mujeres casadas marcaba la diferencia entre ellas; los pujantes dieciocho años de Martha parecían anular los diecisiete que las separaban y la gente no dejaba de asombrarse que no fueran hermanas.
Prestándole un poco más de atención a su hija, comenzó a llevarla con ella cuando iba de compras al centro y se dedico especialmente a iniciar a Martha en todo aquello que tuviera que ver con la elegancia en el vestir, el maquillaje y los modales sociales. Daba gusto verlas caminando del brazo por las calles del barrio o la Avenida Caseros, alegres compinches ajenas a la admiración de los transeúntes.
Esa nueva amistad entre madre e hija, las llevó a reservadas confidencias en las que la una no preguntaba más allá de lo conveniente y la otra no confiaba sino aquello que no afectara su honra. En parte como su responsabilidad y también porque deseaba que su hija fuera todo lo feliz que se merecía e, ignorante de que aquella era testigo privilegiado de sus desmadradas relaciones sexuales desde hacía varios años, con sumo tacto, fue aleccionándola en como realizar algunas practicas sexuales y cómo evitar quedar embarazada sin el uso de preservativos que, generalmente, los hombres se negaban a utilizar.
Puso especial acento en enseñarle como manejar las situaciones en las primeras etapas de una relación; la primera salida, los manoseos, los primeros besos y luego todas aquellas intimidades que los hombres pretendían alcanzar en los sitios menos propicios. Con la crudeza que la caracterizaba, le indicó puntual y específicamente hasta donde ceder, los límites para permitir el acceso a su cuerpo y como proceder en la devolución de gentilezas y caricias al hombre, siempre teniendo en cuenta que una negativa perenne podría espantarlo y una rápida aquiescencia catalogarla como fácil.
Casi como una consecuencia lógica, llegaron a un grado de confianza en el que Elsa le indicó la conveniencia de que una mujer supiera masturbarse; la primera razón era para satisfacer esas inquietudes y nervios que el llamado de la naturaleza colocaba en sus cuerpos y la otra, conocer cabalmente cada región erógena y sus respuestas para luego saber como procurar y entregar placer.
En una mezcla de pesadumbre y alegría, le confesó que ella misma recurría a esa bendita costumbre para paliar los cada vez más espaciados contactos sexuales con su padre y, con un mucho de vergüenza, le confió que últimamente estaba cediendo al acoso de una persona más joven pero que, debido a la diferencia de edad, desconfiaba del progreso discreto de esas todavía hipotéticas relaciones.
Después de los años en los que viera a sus padres someterse recíprocamente a los más desquiciados acoples y haber capitalizado en sí misma aquel conocimiento, la muchacha virgen no sólo no culpaba a su madre de su histérico anhelo causado por la falta de sexo sino que justificaba su reprimida tentación de ser seducida a manos de alguien más joven que la satisficiera.
Sintiéndose cada día más amiga de Elsa, compartía con ella hasta la mínima expresión de confianza y, en ese entendimiento, le confesó que sus verdaderos deseos para el futuro no estaban cifrados en una carrera universitaria como ellos querían, ya que era consciente de sus limitaciones intelectuales y, careciendo de vocación, le parecía una inutilidad ni siquiera ingresar a ninguna facultad.
Esa noche, su madre planteó el tema durante la cena y, aunque Andrés se mostró disgustado porque su única hija no tuviera la ambición que pretendía, le preguntó condescendiente a qué se dedicaría. Martha venía elaborando sus planes desde hacía unos meses y se lanzó a exponerlos con una tranquilidad que desconcertó a sus padres; Olga era una vecina a la cual conocían desde la infancia y que, divorciada recientemente de su marido, trabajaba como secretaria en una empresa estadounidense a la cual ingresara con inquietudes parecidas a las suyas.
A los veintisiete años y separada, Olga sólo tenía el capital de su belleza. Decidida a explotar tanto la segunda como el estigma de mujer accesible que le otorgaba el divorcio, rápidamente se había convertido en la amante del gerente general con quien proyectaban casarse tan pronto ella terminara los trámites de la separación vincular, ya que no existía la posibilidad del divorcio.
Desde su regreso al barrio y tal vez porque vivía a sólo dos casas, se había encariñado con aquella chiquilina que ahora se estaba convirtiendo en una espléndida mujer. Cuando Martha no estaba en el colegio, compartían las tardecitas hasta la hora de la cena y, enterada de las inquietudes de la jovencita, le prometió conseguirle trabajo como recepcionista en la empresa, asegurándole que, con su frescura y belleza no tardaría en conseguir una buena presa entre tanto ejecutivo joven.
En principio, Andrés se mostró reacio a permitir que la luz de sus ojos decidiera venderse al mejor postor, pero la lógica de su hija lo desarmó; ella no se convertiría en la amante de ninguno de aquellos hombres sino que aceleraría los tiempos para conseguir un buen marido, con mayores posibilidades de hacerlo que si se reducía a esperar que alguno de los vagos del barrio la pretendiera o dejarse seducir en algún baile - a los que no era afecta - por un tipo del que desconocerían todo.
Con el apoyo entusiasta de Elsa convencieron a su padre y meses después, ya egresada del colegio, comenzó a trabajar. Apenas Olga la llevó de la mano a recorrer la empresa para presentarla al personal, sintió dos cosas; por un lado la circunspecta admiración de los hombres y por el otro, la hipócrita amabilidad de las mujeres que veían en ella una fiera rival.
Alucinada por ese nuevo mundo del que ignoraba todo, desde el lujo de las instalaciones, la distinción y prestancia de los hombres - en su gran mayoría jóvenes -, hasta la misma actividad de la empresa, no pudiendo dejar de lado la sofisticación y belleza de ciertas mujeres que, aun como antagonistas en ciernes la deslumbraban, se sumergió en esa tarea que en principio le pareció tan sencilla como inútil.
Instalada en un refinado mostrador junto a la telefonista que antes cubriera ambas funciones, pronto y por secreta sugerencia de Olga a su amante, ella dejó de vestir el guardapolvo verde agua de todas las empleadas y fue provista de un elegante vestuario acorde con sus funciones. Por las miradas súbitamente aviesas de las otras mujeres, especialmente las secretarias privadas, únicas en no vestir el informe guardapolvo, supo que se había ganado el odio de todas. Eligiendo personalmente las prendas, su amiga había seleccionado diversos conjuntos que, sin ser pomposos, estaban a la última moda informal y destacaban su figura hasta mucho más allá de lo prudente.
El sólo hecho de que ella sobresaliera por sobre las demás al no usar el obligado guardapolvo, la ponía incómoda y las elaboradas blusas de Marilú Bragance no contribuían a tranquilizarla. De minuciosa factura, las blusas se destacaban por la sabia utilización de puntillas, frunces y pasamanería, subrayando las líneas del cuerpo y especialmente el busto con delicadas transparencias en los sitios adecuados. Eso se complementaba con diversas faldas que, al mejor estilo Chanel, se adherían al cuerpo para acentuar los dones con que la naturaleza había dotado a su grupa y las piernas destacaban su finura por la obligada utilización de tacos mayores a los ocho centímetros.
Como parte de su trabajo era conducir a los visitantes hasta la oficina que correspondía, su paso por el largo pasillo que dividía los vidriados boxes de jefes y ejecutivos era motivo para que una multitud de miradas golosamente atrevidas siguieran su andar, haciéndola sentir como una mercadería en exhibición.
Y eso todavía se acentuaría cuando Olga le confirmara el aserto de esa sensación. Entre los hombres se había instalado una especie de regodeo por la soberbia exposición de su figura pero, en vez de hacer lugar a sus reclamos de morigerar la vestimenta, su amiga y jefa no sólo incrementó la variedad en las prendas sino que la obligó a no usar bombacha, ya que lo ajustado de las faldas hacía que sus burdos elásticos se destacaran desagradablemente a través de las finas telas veraniegas.
A pesar del bochorno que eso le causaba, no dejaba de sentirse halagada por la más que solícita gentileza de los hombres y presumía al complacer su avariciosa libidinosidad, recorriendo las distintas oficinas para repartir memos y comunicaciones que los sujetos parecían elaborar con el único objeto de verla deambular. Pasado el primer mes, tanto su incomodidad como la lujuria visual de los hombres fueron tranquilizándose y ya hasta festejaba o minimizaba con discreta moderación las frases intencionadas con que algunos pretendían seducirla.
También y bajo la guía confidente de Olga, fue conociendo las relaciones mancebas que existían entre los distintos ejecutivos y las secretarias privadas, que no siempre lo eran de su propio jefe. Era política de la empresa, como la de muchas del mismo origen, que entre el personal no pudieran existir noviazgos ni matrimonios pero sí se hacía la vista gorda cuando de amantes se trataba.
Aquello que para muchas podía presuponer un inconveniente, abonaba aun más los propósitos de Martha, ya que ella no quería convertirse en una amante más sino que buscaba encontrar un marido para vivir como una señora el resto de su vida.
Su inexperiencia con los hombres no la hacían incapaz de efectuar una ajustada valoración de aquellos y ya había echado el ojo a dos jóvenes “junior” que demostraban estar interesados en ella más allá del mero comérsela con los ojos. Recurriendo a la fuente de información de su “madrina-chaperona”, confirmó que, efectivamente uno de ellos le confesara estar interesado con otras intenciones que las simplemente físicas.
Manejándose con el tacto y la discreción que la circunstancia exigía, Olga fue convirtiéndose en el heraldo de sus mutuas intenciones y atracciones, concretando su primera cita al cabo de una semana.
Cómo correspondía en esa época, una cita era solamente eso y Guillermo hizo honor a lo esperado. Aguardando su llegada a una cuadra de la oficina, la acompaño en un lerdo paseo hasta donde ella debía tomar el colectivo y el diálogo que al principio se les hizo dificultoso, por su cortesía y calidez no defraudó sus mutuas expectativas, despidiéndose con un protocolar apretón de manos al llegar el vehículo.
Sin embargo, para Martha no había sido un mero encuentro, era su cita, la primera y, por lo que Guillermo le dejara traslucir, el comienzo de algo que pudiera convertirse en definitivo. Considerando que aun era muy temprano para enterar a su madre, comió llena de ilusiones y luego se recluyó en su cuarto. Tratando de memorizar todas y cada una de sus palabras, cayó luego en la ensoñación de idealizar su voz, su cuerpo y su rostro.
Por la cuidada dicción de su voz cautivante, transmitía una calmosa sensación de paz y la gentileza en los ademanes expresaba el nivel de su educación. En lo físico, el subyugamiento era total, ya que tan sólo unos diez centímetros más alto que ella, mostraba un cuerpo delgado pero con una solidez que no lo vinculaba a la flacura. Sus manos fuertes eran cuidadas y de todo él emanaba el sutil aroma de exquisitos perfumes masculinos.
En realidad, no había sido nada de aquello lo que la fascinara desde el primer día sino su cabeza; no era un hombre bello sino que algo en la armonía de sus rasgos lo hacía atractivo y sus ojos tenían un dulce encanto que hechizaba, todo eso subrayado por una suavemente ondulada cabellera que, según los exégetas de la moda, era un poco demasiado larga pero otorgaba al conjunto una salvaje fascinación.
El paladeo casi físico de Guillermo la condujo a una de sus acostumbradas masturbaciones, pero esta vez y buscando poner en sus manos la delicadeza que conjeturaba en las de él, todo transcurrió en forma de una prolongada caricia por la que fue accediendo casi involuntariamente al orgasmo para luego perderse en la bruma de sus anhelos más queridos.

Al día siguiente le fue imposible refrenar sus ansias por llegar al trabajo y, cuando él pasó frente a su escritorio con su habitual buenos días, a ella se le hizo difícil reprimir sus ansias de saludarlo con mayor efusión pero sus ojos le enviaron el mensaje de todo su amor. Durante el día, el destino parecía hacer que sus caminos coincidieran más de lo acostumbrado y en una ocasión en que él simuló llevarle un mensaje, aprovechó para decirle que la esperaba nuevamente en la esquina anterior.
Esta vez, ambos tenían en claro lo que sentían por el otro y, tomándose de la mano, caminaron las seis cuadras en un silencio emotivamente íntimo pero transmitiendo todos sus sentimientos a través de la piel, mutismo que él sólo rompió para pedirle que al día siguiente fueran a tomar algo antes de volver a su casa. Intimidados por el descubrimiento de ese afecto, se mantuvieron muy juntos en la parada y al llegar el colectivo, se despidieron con un beso en la mejilla que nada tuvo de candoroso.
Esa noche sí, se atrevió a confesarles a sus padres de esa naciente atracción y con el apoyo cómplice de su madre, obtuvo el permiso para el día siguiente. Quizás por instinto o alguna razón desconocida, Elsa la despidió por la mañana con un beso y un simple.”cuidáte”. Es que ella estaba orgullosa de aquella pequeña que, sin aptitudes intelectuales destacables ni ambición para emprender una carrera profesional, había decidido apostar su porvenir únicamente a su belleza y, al parecer, estaba a punto de lograrlo rápidamente, ya que según le había contado Olga, el candidato elegido tenía un gran futuro dentro de la empresa.
La recomendación de su madre resultó inútil, puesto que, como todo un caballero, Guillermo la condujo a una casa de té de moda en ese entonces y allí, entre porcelanas y masas finas, ella le refirió la historia de su breve y solitaria vida. Por su parte, él le contó que a sus veinticinco años había alcanzado el puesto que ambicionaba desde los catorce y que ese esfuerzo lo catapultaría hacia una carrera dirigencial importante.
Si bien en lo laboral siempre todo le había resultado demasiado fácil, en parte por su capacidad y empeño pero más por sucesivos golpes de suerte, no había sucedido lo mismo en lo sentimental. Aunque desde que había calzado un par de pantalones largos las chicas le demostraban su entusiasmo, nunca había podido concretar un noviazgo serio. Todo se había reducido a circunstanciales escaramuzas que, a lo sumo duraban un par de semanas y luego se diluían en la nada.
Desde que accediera a puestos de mayor responsabilidad, emergiendo como un prometedor proyecto de ejecutivo, el favor de las mujeres se había inclinado hacia su platillo y él encaró con entusiasmo la posibilidad de concretar el sueño de construir una familia pero todo había vuelto a desilusionarlo; lo único que les interesaba a aquellas mujeres de cama fácil y bolsillos flacos era la posibilidad de un matrimonio de conveniencia que las sacara del mundo hueco y vano en el que se hallaban sumergidas.
Martha ni hizo mención de que ese también era su proyecto original, ya que, en definitiva, se había enamorado de él y sinceramente creía que juntos podrían formar una pareja soñada. Transcurrieron las dos horas en medio de confidencias y anécdotas que les permitieron conocerse mejor y así fue como él recibió con reprimido alborozo la noticia de que jamás había tenido ni siquiera un pretendiente.

Se sucedieron aquellos atardeceres veraniegos en discretos salones de confiterías y casas de té y en el segundo mes, Guillermo habló por teléfono con su madre para pedirle permiso para llevarla a bailar a una matinée. Elsa conocía sobradamente lo que eran esos locales que las parejas utilizaban como “mataderos” pero, pensando de que una forma u otra su hija tendría que transitar esas circunstancias, accedió, con la condición de que Martha estuviera en su casa a las diez de la noche y que él la acompañara personalmente.
Esa mañana, la muchacha se bañó, maquilló y peinó como si se tratara de un verdadero acontecimiento y su madre, que la observaba con miradas entre cómplices, pícaras e irónicas, sólo insistió en sus repetidas recomendaciones de cuidado.
El día se le hizo eterno a Martha y a las cinco de la tarde fue la primera en abandonar las oficinas para dirigirse a la esquina donde él la esperaba en un coche de alquiler. Tras el saludo fugaz de la pareja, el auto se dirigió a un sitio a todas luces previamente convenido con el conductor y en la calle Anchorena casi Santa Fe, detuvo su marcha delante de un local con el discreto cartel de “Pichín”.
Con sólo pasar la relativamente pequeña puerta de entrada, se encontró enfrentando a un cortinado de espeso terciopelo rojo y al transponerlo, un diligente maitre con una linterna en la mano los condujo por lo que aparentaba ser una especie de pozo negro pero, a medida en que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, comenzó a distinguir las tenues luces de algunos veladores, una pista de baile por la que, mas que deslizarse, caminaban algunas parejas y al fondo, el espejado relumbre de una barra.
Ubicados en un diminuto reservado en forma de U, el mozo les trajo el pedido y desapareció. La penumbra ya le permitía descubrir detalles del local y observó con disgusto como la mayoría de las parejas ubicadas en sitios similares se encontraban trenzadas en una especie de lucha greco-romana y, las que “bailaban”, pretextaban hacerlo en tanto que sus cuerpos se estregaban en una ficción de cópula.
Obviamente, sabía o presentía que Guillermo la había llevado a aquel lugar no sólo para conversar tranquilos, pero esa misma certidumbre había puesto una angustiosa sensación de alerta en su pecho y, sin embargo, cuando él se acercó para pasarle cariñosamente un brazo sobre la espalda, cedió mansamente y recostó la cabeza en el hueco de su hombro.
Ciertamente, en ese corto tiempo y al concurrir a lugares públicos, sus acercamientos estuvieron limitados a tan fugaces como apasionados entrecruzamientos de manos, caricias en el rostro y a transitorios besos pero, físicamente, no habían tenido el menor contacto y Martha ardía en deseos por saber lo que se sentía al ser estrechada en los brazos de un hombre.
La masculinidad que brotaba de su cuerpo estimulaba su olfato, el cual enviaba mensajes secretos a sus fibras más íntimas y por eso, cuando él acarició tiernamente su cuello para luego asirla por la barbilla, supo que el tan ansiado primer beso estaba por concretarse. Autónomamente, su mano buscó la nuca de él y, ladeando un poco la cabeza, propició el acercamiento de la boca.
El vaho cálido de sus alientos brotando entre los labios entreabiertos se mezclaba en una tufarada fragante y cuando la boca de él se asentó blandamente sobre la suya, ambas se acoplaron con una justeza casi mecánica. El fue imprimiendo a sus labios un perezoso movimiento de succión que agradó a la muchacha y lo imitó con aplicada diligencia.
Cientos de veces había visto a sus padres hacerlo de las formas más diversas pero sentir verdaderamente en su boca la boca de Guillermo, disparó las andanadas de su pituitaria y por su memoria inconsciente, los labios vírgenes adquirieron la dúctil sapiencia de los de Elsa. Sorprendido por la destreza bucal que desplegaba la muchacha, Guillermo se adaptó a sus deseos y mientras aquella respiraba sonoramente por las narinas dilatadas, envió a su lengua en tarea exploratoria.
Martha siempre había admirado la destreza con que sus padres manejaban la elasticidad de sus ágiles lenguas pero ahora, al sentirla aventurarse en su boca se paralizó por un instante, el suficiente para que Guillermo atacara a la suya que, tras un breve instante de indecisión, aceptó el reto y, tremolante, se trabó en dulce batalla.
Años de observación no la habían preparado para la emoción que le proporcionaban esos besos y casi con desesperación, con jadeantes ansias, aplastó su cuerpo contra el de su novio. Sintiéndola estremecerse como una hoja, él hizo que la mano que la aferraba por la cintura se deslizara hacia arriba para aprisionar uno de aquellos turgentes senos que lo enloquecían. Aun a través de la tela de la liviana blusa de organza y del encaje del corpiño, los dedos que sobaban suavemente su pecho parecían transmitirle toda la ardiente urgencia del deseo del hombre que ya se veía superada por la suya.
En medio de susurros, gemidos reprimidos y la fortaleza de su aliento, ella murmuraba ininteligibles frases en las que pretendía, sin convicción alguna, que él no sacara provecho de su virginidad. Como si la sola mención de aquello exacerbara el deseo del hombre, Guillermo comenzó a desabrochar los pequeños botones de la blusa y pronto sus dedos se encontraron acariciando la ruborosa piel del pecho femenino.
Martha acariciaba con cierta rudeza el largo cabello, dándose impulso para aplastar su boca golosa en la de él y cuando los dedos curiosos se aventuraron sobre la gelatinosa carne del seno para introducirse por debajo del sedoso brocado en búsqueda del pezón, la emoción la hizo abandonar su boca y, abrazándolo fuertemente, esconder la cabeza en su cuello para llenarlo de besos urgidos por la pasión.
La mano no llevaba prisa ni rudeza; lentamente, sus dedos se deslizaban sobre esa delicada piel virgen de caricias masculinas, alternándose con tiernos sobamientos que iban encendiendo el ánimo de la muchacha. Sabiamente, los dedos rondaron la aureola y al comprobar la peculiar prominencia que acentuaba la aspereza de los gránulos, sus uñas rascaron con minuciosidad de orfebre la superficie.
Los besos de la muchacha fueron convirtiéndose en sordos reclamos de complacido goce y al sentir como dos dedos aprisionaban al ya endurecido pezón para iniciar un suave pero firme apretón, la boca incrementó la presión y los besos se convirtieron en fuertes chupones a la piel del cuello. Martha sentía como, muy en el fondo de sus entrañas, se sucedían aquellas pequeñas explosiones que la desquiciaban y con el vientre sacudiéndose en convulsas contracciones, alentó sordamente el retorcimiento de la mama hasta que, como una marea liberadora, experimentó el primer orgasmo no obtenido por su masturbación.

Guillermo tenía plena conciencia de a que situación había conducido a la jovencita y su olfato ganador le decía que no tuviera prisa, que el fruto obtenido a su debido tiempo le resultaría aun más sabroso. Pudorosamente avergonzada por su respuesta y mientras arreglaba cuidadosamente el desorden de sus ropas y cabello, Martha rogaba porque él no se hubiera dado cuenta que sus caricias la habían conducido a ese orgasmo tan precoz como placentero.
Viendo la torpe confusión en que se hallaba inmersa, Guillermo disimuló su turbación y como si no hubiera sucedido nada, la tomó de la mano para conducirla a la pequeña pista de baile. Martha no sabía bailar, pero al ver como las parejas se hamacaban en un perezoso vaivén, dejó que él ciñera su cintura y la estrechara contra sí, sintiendo como su cuerpo copiaba las formas del otro.
Apoyando su cabeza sobre el pecho de Guillermo, encontró placer al experimentar la vitalidad de ese cuerpo varonil aplastando sus senos. El ritmo del bolero le resultaba grato y el restregar de los pechos volvió a encender una chispa de excitación en su bajo vientre, chispa que comenzó a arder cuando la mano de él se deslizó desde la cintura a la nalga y apretándola con delicadeza, la obligó a pegar su pelvis contra la de él para hacerle sentir toda la contundencia de su pene a través de la tela del pantalón.
Desconcertada sobre que actitud asumir, dejó que la naturaleza le diera una respuesta y, paulatinamente, su cuerpo fue acomodándose para dar lugar a que la pierna izquierda de él quedara entre las suyas y así, la prominencia de la verga estimulara reciamente su Monte de Venus en un lerdo bamboleo a un lado y el otro, adelante y atrás.
El aliento ardoroso de la muchacha le permitía a Guillermo comprobar el grado de excitación que iba invadiéndola con aquellos roces y, cuando consideró que ya estaba a punto, la condujo nuevamente al reservado. Luego de calmar su sed con una nueva ronda de jugo de fruta, volvió a tomarla entre sus brazos y esa vez fue ella la que acometió golosamente contra su boca, iniciando una sucesión de besos que crecían en virulencia en tanto sus protagonistas trepaban al alienante carrusel del deseo.
Tras estrujar por encima de la ropa sus senos, la mano de Guillermo descendió por el abdomen, acarició suavemente el vientre y luego se escurrió por las piernas hasta las rodillas. Los sedosos dedos exploraron en la cavidad detrás de las rodillas y esa estimulación hizo que la muchacha separara las piernas inconscientemente, ocasión que la mano aprovechó para deslizarse a lo largo de los muslos interiores pretendiendo tomar contacto con el sexo.
Instintivamente, Martha cerró las piernas poniéndolas de costado sobre el asiento y él, sacó prudentemente la mano para dedicarse a acariciar la parte baja del muslo, ascendiendo con morosidad hasta que los dedos palparon la tersa contundencia de la nalga. Toda ella temblaba, en parte por la excitación y en gran medida por el miedo de lo que esos dedos pudieran hacer en su cuerpo. Balbuceando mimosa que no le causara daño, arremetió nuevamente con su lengua en la boca del hombre y, casi con expectante complacencia, dejó que él condujera a una de sus manos hacia la bragueta.
Sin forzarla, él guió la mano para que comprobara el volumen del pene y ella accedió a tomarlo entre los dedos a través de la tela del pantalón. El sólo imaginar cual sería su aspecto puso una angustiosa curiosidad en su mente y arreciando con la boca para besarlo con angurria, palpó la dureza del miembro. En tanto ella sobaba la verga que ya humedecía la tela, él fue desabotonando la bragueta para conducir sus dedos a tomar contacto con el miembro.
Ella se daba cuenta de que, sexualmente, iniciaba un camino sin retorno, pero incitada por la hondura de los besos y el acariciar de su mano que nuevamente se había escurrido hacia sus glúteos rebuscando en la hendedura, encerró entre los dedos esa tumefacta barra carnosa y, resbalando sobre las secreciones seminales del hombre, superó su repugnancia, extrayéndola.
El sabía cuanto excitaba a la muchacha esa combinación de besos y caricias y dando a su pelvis un corto meneo, le hizo comprender su necesidad. Martha gemía quedamente mientras su pecho bombeaba a la búsqueda de aire por la exigencia de los besos en tanto que sentía como dos dedos de su novio rondaban por debajo de la bombacha las cercanías al ano, estimulándolo con roces casi imperceptibles pero que a ella se le imaginaban deliciosos y entonces sí, ciñó con los dedos la gruesa verga para comenzar a masturbarla, arriba y abajo, como tantas veces viera hacerlo a su madre.
Ahora la satisfacción parecía haber cambiado de bando y era Guillermo el que roncaba sordamente mientras le pedía que lo hiciera acabar. Clavando su boca en el cuello del hombre, inició un tan lento como angustioso chupeteo mientras sentía
Datos del Relato
  • Categoría: Juegos
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