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Quiero ser tu hombre

Todo comenzó en Halloween. Mis amigos y yo llevábamos ya algún tiempo jugando con la idea de disfrazarnos de mujeres, y cuando alguien propuso que apareciéramos caracterizados de como vampiresas en la fiesta a la que nos habían invitado, todos estuvimos de acuerdo. Sin embargo, a diferencia de mis amigos, que en algunos casos ni siquiera se afeitaron, yo puse gran empeño a la hora de construir mi personaje. Quizá fuese porque estaba sin empleo y el disfraz me permitía centrarme en algo, quizá fuera que el investigar sobre maquillaje, lencería, ropa y complementos femeninos me resultaba cada vez más excitante.



Fuera por la razón que fuese, lo cierto es que fui el centro de la fiesta. Mi cuerpo delgado, mi estatura menuda y mis rasgos suaves me dieron, con una pequeña ayuda del maquillaje, un aspecto totalmente femenino. La peluca, la ropa de corte gótico y los gestos que había ensayado no hicieron más que hacer más realista mi actuación, hasta el punto de que la gente que no me conocía realmente creía que era una chica. Un tipo incluso me preguntó si era modelo, y cuando le dije que sí (creyendo que estaba de broma), me ofreció la tarjeta de su agencia.



La fiesta fue estupenda, gané un premio al mejor disfraz y lo pasamos genial. Sin embargo, unos días después me quedé dándole vueltas al hecho de que tanta gente hubiese creído que era realmente una chica, y un poco por morbo, un poco porque seguía teniendo mucho tiempo libre, me volví a meter en mi papel de chica gótica y me hice un buen puñado de fotos que subí a una web erótica de drag queens y transexuales. Esperaba recibir algunos likes y quizá mantener alguna conversación caliente, pero en lugar de ello me vi con el correo inundado de mensajes que me preguntaban si hacía espectáculos con cam o si ofrecía servicios de compañía.



¿Y qué puedo decir? No tenía trabajo y estaba harto de no tener dinero, por lo que empecé a pasar tiempo mostrándome a través de la cámara web. Al principio hacía poca cosa, pero pronto me di cuenta de que si me desnudaba, realizaba un baile sexi o me masturbaba, los beneficios que obtenía eran muchos mayores. Pronto empecé a comprar juguetes, pues aún obtenía más dinero si jugaba con un dildo o lograba eyacular sin manos. Era dinero fácil, y desde luego no era simple calderilla.



Y un día acepté una de las muchas propuestas que me habían hecho para ser acompañante. Obviamente no dije sí al primer tipo que me ofreció un fajo de billetes, sino que escogí a un tipo que debía de tener unos quince años más que yo, una persona elegante y muy correcta para quien había hecho un par de espectáculos privados, y con quien me había intercambiado ya un buen puñado de mensajes e incluso habíamos mantenido alguna conversación telefónica en la que yo había mantenido mi papel de chica. De hecho, a decir verdad, la razón por la que me decidí por él fue porque en una de aquellas conversaciones me dijo: “Quiero ser tu hombre”. Y aquello me excitó tantísimo que no pude dejar de pensar en sus palabras y en el tono firme de las mismas en todo el día, hasta el punto de que aquella noche me masturbé furiosamente recordando una y otra vez su tono de voz y la mirada de adoración con la que observaba cada uno de mis movimientos durante nuestros encuentros a través de la cámara web.



Nos encontramos unos días después en la habitación de un hotel que él se había encargado de reservar. Me esperaba vestido y sentado en la cama, y al verlo, más alto que yo, tan elegante como siempre, cuidadoso con cada palabra y con cada gesto, no pude sentirme nervioso. Y no porque fuese a tener por primera vez en mi vida sexo con un hombre, sino porque temía defraudarle y no ser los suficiente mujer para él.



Cuando se levantó y se acercó a mí, se paró unos segundos a contemplarme. No lograba articular palabras, y yo temía que mi voz se quebrase, por lo que permanecí en silencio. Su mano avanzó hasta tocar mi rostro, y cuando su caricia descendió de mis mejillas hacia mi cuello, y desde mi cuello hacia mi espalda, sentí que algo dentro de mi se quebraba. Las certezas que me habían acompañado toda mi vida estallaban en mil pedazos con la misma violencia den espejo al que se golpeaba con mucha fuerza.



Siendo un caballero como era, detuvo su mano cuando llegó a mi cintura y comenzó a retirarla, pero logré atraparla con presteza y reconducirla hacia mis nalgas. Nuestros cuerpos se acercaron y sus labios descendieron hasta la base de mi cuello, colocando un beso suave tras otro, hasta que el temblor de mi cuerpo y la ausencia de resistencia le hicieron atreverse a degustar mi cuerpo con la punta de su lengua. El sabor debió parecerle delicioso, porque rápidamente comenzó a recorrerme con ella, arruinando mi maquillaje, encendiendo todas las hogueras de mi ser, hasta que alcanzó mi boca y le permití penetrar en ella, descubriendo todos los goces que se encierran tras mis labios.



No sé muy bien cómo acabamos tumbados en la cama. Sus manos, más expertas que las mías, habían levantado mi falta y hecho descender mi ropa interior. Con vergüenza, traté de tapar mi sexo, que destacaba violentamente debido a la excitación a la que estaba sometido, con su punta humedecida por las primeras gotas de mi esencia, que deseaban escapar y dar rienda suelta al placer. Sin embargo, me retiró las manos y contempló mi virilidad con satisfacción. Quería ser mi hombre, sí, pero sabía que yo no era su mujer.



Le ayudé a desvestirse y me sorprendió comprobar que, pese a estar bien dotado, mi sexo era más voluminoso que el suyo. Al ver que los comparaba, atrapó mi virilidad y la pegó a la suya, y dejando escapar algo de saliva de entre sus labios, unció nuestros sexos y los acarició a un mismo ritmo. Tumbado en la cama como estaba, dejé que él se colocara sobre mi, recibiendo gustoso sus caricias. Mi mirada pasaba de mirar el movimiento de su mano a contemplar su rostro, sobre todo su sonrisa confiada, que me daba seguridad y satisfacción.



Tras hacerle parar, pues temía soltar toda mi esencia sobre él, me pidió que me desnudase. Mi cuerpo menudo y delgado quedó completamente desnudo salvo por mis medias, que gentilmente me permitió conservar. Mi pecho, plano y sin bello, recibió numerosas caricias, con algún pellizco eventual sobre mis pezones, que fueron endureciéndose hasta hacerme sentir extraño, habitante de un cuerpo que ya no reconocía como mío.



Hasta aquel momento la iniciativa había sido completamente suya, pero sintiendo mayor confianza y considerando lo gentil que había sido, hice que se tumbara e introduje su sexo en el interior de mi boca. No debí ser muy hábil, pues me susurró un par de consejos, pero cuando su mano se posó en mi nuca y comenzó a dirigir mis movimientos todo fue sobre ruedas, y su respiración agitada salpicada de tenues gemidos mantuvieron encendida mi entrepierna y firme mi deseo de continuar.



Le tocó a él pedirme tregua en esta ocasión, pues sin darme cuenta había ido aumentando tanto la cadencia de mis movimientos como las caricias que mis labios ejecutaban sobre la cabeza de su sexo, amenazando con terminar nuestro juego prematuramente. Al retirarse de mi boca, saboreé durante unos segundos su sabor, intenso y embriagador.



Durante unos segundos simplemente nos dedicamos a contemplarnos y a acariciarnos con la inocente satisfacción de los adolescentes que creen que nunca se separarán. De repente me sonrojé al darme cuenta de que me estaba insinuando con mi mirada, y el gesto debió de parecerle tan natural, tan coqueto, que no pudo evitar besarme. Nuestras lenguas permanecieron unidas un buen rato, hasta que no pude aguantar más la presión de mi propio sexo y, tumbándome con las piernas desplegadas, ofreciendo la parte de mi cuerpo que nunca antes había sido probada por hombre ni mujer, le hice un gesto para que me poseyera.



Nuevamente conté con su experiencia como aliada, pues ni toda mi pasión habría servido para permitir que su sexo se introdujera fácilmente en un cuerpo inexperto como el mío. Cierto es que había adquirido algo de experiencia con los dildos, pero lo que realmente hizo posible que mi cuerpo se rindiese fueron las caricias que su lengua me dedicaron, humedeciendo la intimidad entre mis nalgas, permitiendo que su masculinidad se deslizara con asombrosa facilidad. Mentiría si dijera que no sentí alguna punzada de dolor, pero sus caricias eran un sedativo que aliviaba todos los males.



El ritmo de su cuerpo sacudía mi débil figura, hasta el punto de que en un momento temí desvanecerme y fundirme con él. A pesar de mi gran excitación, mi sexo curiosamente había perdido fuerza, quizá porque reconocía el papel subordinado que se le había atribuido en aquel encuentro. De hecho, la agradable sensación que me recorría era como la de un lento orgasmo que se iba construyendo a sí mismo, como si viviese una débil y constante eyaculación, un goteo de mi esencia que poco a poco iba mojando mi estómago. Cuando su mano acariciaba mi disminuida virilidad, intentaba apartarla suavemente, pues aquella sensación de lento fluir era tan placentera que no deseaba que se alterara ni agotara súbitamente.



Y así llegué a un punto en el que dejé de existir como hombre. Un momento en que me diluí en su mirada, en que me hice uno con él, y solo al sentir una punzada de placer y la cálida humedad que provocaba la huida incontrolable de mi esencia fui consciente de que había alcanzado un orgasmo sin necesidad de más estímulo que su viril presencia dentro de mí.



Excitado por lo que había contemplado, se separó de mí, conduciendo su miembro sobre mi cuerpo y uniendo sus fluidos con los míos, imposibles de distinguir los unos de los otros, la unión perfecta entre mi inexperiencia y su madurez, entre mi pasión desmedida y su control perfecto.



Azotado por un sopor irrefrenable, mi cuerpo se fue relajando y mi mente fue sumiéndose en las tinieblas. Antes de desvanecerme del todo, sus labios se posaron sobre los míos y marcaron su despedida. Un caballero hasta el final. Incluso se acordó de pagarme.


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