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Categoría: Incestos

Mundo salvaje -3-

CAPÍTULO 3º



 



Por fin Ana pudo conciliar el sueño, más que nada, por el propio cansancio que su gran tensión nerviosa generara, pero no fue el sueño reparador apetecido, sino más bien un como sopor agitado, con su mente asaltada por fantasmales imágenes, en las que aparecía el rostro de su amado, hecho, más que máscara de dolor, horrible máscara mortuoria; luego, la imagen se tornaba toda roja y sólo roja, un rojo brillante como la sangre manando a borbotones; después, las terribles fauces de un gran leopardo despedazando algo o alguien, un cuerpo difuso, irreconocible, pero que Ana supo, segura, aún en el delirio de su sueño, que era el de su Juan, despedazado por ese gran leopardo.



Fue la dulce sensación de unas manos acariciándola, pelo, ojos, mejillas...hasta sus senos desnudos, y unos labios besando, dulcemente, los suyos, pero también su pelo, su frente, sus ojos, sus mejillas…y sus senos, hasta lamer, chupar y succionar sus pezoncitos… o pezonzazos, que ahí podría haber “división de opiniones”, como en la española Fiesta de Toros, lo que fue sacándola del sopor, más que sueño, en que cayera, como en una ensoñación de “Alicia en el País de las Maravillas”, pero que no era sueño, sino gratísima realidad; ella no estaba del todo despierta, pero tampoco del todo dormida, y “sabía” que lo que estaba viviendo en tal momento era el mundo real, no el de los sueños; “sabía” que él, su Juan, estaba allí, junto a ella, acariciándola, besándola…y “metiéndola mano”, ¡ja, ja, ja! Y sonrió dulcemente, feliz y dichosa. Quería abrir los ojos, salir de ese marasmo que todavía la embargaba, embotándole los sentidos, pero no podía; le era imposible, pues los párpados le pesaban como si fueran de plomo, y su mente, en casi descanso, se negaba, terca, a abrirse del todo a esa dulce realidad que la envolvía. Y así como estaba, casi dormida, casi despierta, musitó con voz somnolienta



—Juan, mi amor, vidita mía; estás aquí, conmigo… Has venido… Por fin has venido; por fin no estoy sola



Y nítidamente escuchón las palabras de él, pero sin acabar de entenderlas, asimilarlas. Sabía que le hablaba, diciéndole cosas, palabras bonitas, muy, muy bonitas; palabritas de amor, de dulce amor, el amor que él le tenía, el amor con que ella le correspondía, y, la verdad, es que le gustaba más que mucho que se las dijera, aunque apenas si las entendía, aunque en su mente las reprodujera con casi absoluta precisión, adivinándolas, pues adivinar lo que él, transido de amor, le decía, no era necesario pagar a ningún augur para que las descifrara, que ella bien que se valía para semejante menester, que bien las conocía, y a pesar de ello, de conocerlas bien, siempre le encantaba escucharlas, como si de la primera vez que las oía fuera, se tratara, siempre.



—Sí, Ana; mi amor, mi cielo, mi vida, mi bien. Aquí estoy, contigo, para nunca más dejarte. Porque, al fin, he comprendido que tú eres la vida, la que merece vivirse; he entendido que, contigo, junto a ti, lo tengo todo, pero sin ti no tengo nada; nada, nada, Ana, amor mío, nada. Y ya no me importa nada de lo que antes tanto me importaba…ni que, cada anochecer, me abandones porque sé que, a la madrugada, volverás a mí, a ser mía, y nada más que mía; luego, qué importa que durante unas horas no lo seas, si las restantes, dieciséis, diecisiete, eres mía, mía nada más. Eso lo he entendido esta noche, hace no tanto, cuando estaba a punto de morir; por eso, por entender las cosas así, como realmente son, estoy vivo, pues al entenderlo, quise vivir… Vivir para ti, para estar contigo, disfrutándote, amándote…



Ana le miró, bailándole en los ojos una sonrisa de mujer gozosa, dichosa, feliz por tener a su hombre consigo, enamorado de ella hasta el tuétano, mirándola ebrio de pasión, de deseo de ella. Sí, era feliz, dichosa de ver así a su hombre, su marido, su amado marido. Pero también, con una especie de diablillo juguetón bailándole, jocoso, en la mirada; y quiso, en tales instantes, regalarse los oídos, haciéndole decir a él lo que tanto quería escuchar de sus labios



—¿Todavía te gusto, amor? ¿Aún me encuentras atractiva, deseable? ¿Me deseas todavía, a pesar de los años que llevamos juntos? ¿No me encuentras ya vieja, ajada…fea, más bien?



Ella sabía lo que él le iba a responder, que bien que lo veía en sus ojos, su mirada, lo que iba a decir a sus cuestiones, pero deseaba escuchar, oír, de su boca esa, esas respuestas, como música celestial en sus oídos



—¡Dios mí, Ana, que, si me gustas, si te encuentro atractiva, si te deseo! ¡¡¡DIOS DE MI VIDA, ¡ANA QUERIDA, SI ERES LA MUJER MÁS BELLA, MÁS ESCULTURAL, MÁS ESPLÉNDIDA, MÁS DESPAMPANANTE DEL MUNDO!... ¡Si eres incomparable, absolutamente incomparable; si como tú no hay mujer en el mundo… ninguna que te llegue a la suela del zapato en belleza, esculturalidad, soberbio atractivo!... ¡¡¡EN LO “BUENAZA” QUE ESTÁS!!!



Y Ana, gozosa, rio, y rio y rio, alegre, contenta, lanzando al aire, espontánea, sin tapujo alguno el cristalino cascabel de su risa, abierta, sincera.



—¡Ja, ja, ja! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía, mi amor, lo sabía! ¡Sabía que me ibas a decir eso; justamente, lo que me has dicho, me has respondido, ¡Ja, ja, ja! Pero, ¿sabes? Quería oírlo; oírlo de tus labios, de tu boca, mi amor; mi vida, mi bien. ¡Queridito mío, cariñito mío, amorcito mío! ¡Te amo, Juan, marido mío! ¡Te quiero, te quiero, te quiero, marido, vida mía, amor mío! ¡Y te deseo amor; te deseo, te deseo muchísimo! Dame tu mano, amor; anda, dámela, cielo mío, cariño mío, dámela…



Juan entregó su mano diestra a su querida, queridísima Ana, que se la llevó donde quería tenerla, sentirla



— ¿Ves, mi amor, cómo estoy, cómo me tienes? ¡Mojadita; toda mojadita! Mojadita por ti, mi amor, mojadita, para ti, para hacerte feliz, dichoso, muy, muy dichoso, y para que tú me hagas dichosa a mí; muy, muy, dichosa ¡Te deseo, mi amor; te deseo muchísimo, me muero por tenerte dentro, porque me hagas tuya, mi amor; sólo tuya, vida mía; tuya nada más, tuya para siempre. ¡Aayyy, Y qué cachondita estoy! ¡Te deseo, marido, te deseo; con todo mi ser, con toda mi alma! !Anda, bien mío, no seas malito conmigo y métemela ya; no te demores más, amorcito querido, hazme dichosa y sé tú dichoso conmigo! ¡Tómame ya y disfruta de tu mujercita que se muere por ti, que no vive, que nunca podrá vivir sin ti, amorcito mío, queridito mío!



Y Juan en absoluto se hizo esperar; en un periquete se deshizo de aquél como híbrido de calzón y taparrabo que “lucía”, para al momento situarse, arrodillado, entra las abiertas piernas de su amada, presto a penetrarla; ella, al instante, apoyándose en sus pies bien asentados en la arena de playa, que les servía de conyugal tálamo, alzó su pubis, su “prendita dorada”, lista a ir al encuentro del cuerpo invasor que se le avecinaba. Se miraron, sonriéndose, con su amor, su mutuo amor en sus ojos, pero también su mutuo deseo, el de él por ella, el de ella por él; y sus bocas respondieron a lo que sus naturalezas más deseaban, yendo sus bocas, sus labios, a encontrarse en un beso que fue todo amor, pero también todo deseo, un deseo surgido mucho, muchísimo más bajo el influjo de Hera/Juno, que bajo el signo de Afrodita/Venus(1); un beso en el que sus lenguas se arrullaron, acariciándose, lamiéndose, enroscándose, a veces, la una en la otra, cual serpientes apareándose. Él la tomó por sus nalguitas para elevarla, acercársela más y más a su ariete invasor, en tanto ella hacía también lo propio, subiéndose más y más apoyada en sus pies; pero también ocurrió que, aunque el “ariete” buscaba, denodado la puertecita del Sancta Sanctórum de lo más genuinamente femenino del ser de mujer de su amada, la verdad es que, por sí solo, no atinaba ni a la de tres, con lo que su adorada intervino en su ayuda, tomando sus manos ese miembro viril, tan querido, tan deseado por ella, llevándolo donde ambos querían que estuviera.



Juan, entonces, empujó y empujó y volvió a empujar, hasta que la penetración de esa su razón de vivir que era su mujercita de su alma quedó totalmente consumada. En tal momento, Ana, soltó un entre suspiro y gemido, hondo, profundo, sonoro, en un “¡Aaaggg!, que bien podría interpretarse por un “¡Al fin te tengo; ¡al fin, soy tuya, tuya nada más, mi amor!... ¡Y tú eres mío, sólo mío!”, al tiempo que ceñía el cuello de su amor rodeándole entre sus brazos, en prieto, prietísimo abrazo, al tiempo que sus piernas atenazaban, en férreo dogal, muslos, culo y cintura de su maridito querido. Y comenzaron los movimientos de la dulce danza de Eros y Venus, actuando los dos al alimón(2), enteramente acompasados, avanzando ella su pubis cundo él retrocedía para retroceder, enseguida, cuando él avanzaba, penetrándola hasta lo más hondo de su más genuina feminidad, en perfecta sincronía entre ambos, sincronía de cuerpos, sí, pero también de almas, de mentes, sintiendo, pensando y deseando ambos lo mismo, la propia felicidad, la propia dicha y placer, en la felicidad, dicha y placer procurados al ser amado, plenamente entregados, ella a él, él a ella



Seguían besándose a todo besarse, morreándose a todo morrearse, uniendo su propia saliva a la del amado, la amada, entregándosela mutuamente al unirse sus lenguas, libando, saboreando él la de ella, ella la de él. Juan había soltado las nalguitas de ella, llevando sus manos, sus dedos, las yemas de éstos, más bien, a los senos de su amada, sus tetitas o tetazas, sus pezoncitos o pezonzazos, acariciándoselo todo con casi unción, veneración, bien podría decirse, arrancando de ella gemidos, jadeos, de íntimo placer, gusto casi infinito; así pasaron unos minutos, no tantos, hasta que él dejó la boca, los labios de ella, para hacer acompañar sus propios labios, su propia boca a sus manos, sus dedos, en el agasajo a los femeninos senos, besándolos, lamiéndolos, lamiendo y succionando también los pezones de esos senos. Y Ana creyó volverse loca de placer con esas encendidas caricias, en el primer orgasmo que aquella noche, aquella madrugada disfrutó, junto a su amado marido, viniéndose más a chorro que abundantemente.



—¡Aayyy, aayyy, amor, cielo mío! ¡Aaayyyy! ¡Me he corrido, amor; ¡me estoy corriendo, vida mía! ¡Dios, qué dicha, qué placer tan enorme me estás dando! Dios mío, es, es… ¡¡¡MARAVILLOSO!!! ¡Maravilloso, marido, maravilloso!



—Eso es lo que deseo, vida mía, hacerte feliz, dichosa; muy, muy feliz, muy, muy dichosa. Así que, disfruta, amor mío; disfruta, cariño mío, disfruta



—Sí, mi vida… ¡Aaayyy!… ¡Aaayyy!… ¡Aaayyy!... Ya…ya lo creo que disfruto. Como nunca, mi amor; como nunca. ¡Dios, y qué dichosa, qué feliz que me haces, marido; ¡inmensamente dichosa, amor mío, vida mía! Pero tú también; disfruta, querido mío; disfruta de mí, de tu mujercita que te adora. Vamos, mi vida, mi bien, disfruta, disfruta de mí. Ámame, bien mío, pero fólgame también; fólgame amándome, ámame folgándome. Sé dichoso, mi amor, y hazme dichosa a mí también. Venga, mi amor, hazlo, dame “leña”, más “leña”; ámame y fólgame bien, con ganas, mi bien, mi hombre, mi macho, mi garañón... ¡Aaayyy! ¡Aaayyy! ¡Aaayyy!... Sí, mi semental; también eso, mi semental



Y Juan se empleaba en ella casi a tumba abierta, buscando su máximo disfrute, que gozara de él inmensamente, inconmensurablemente, sin medida, llevándola a la locura del sexo, al absoluto desmelenamiento sexual de su Ana, logrando que una vez, y otra y otra, más, ella llegara al cénit sexual, en orgasmos y más orgasmos, venidas y más venidas que, desde luego, la hacían gozar, disfrutar, como una loca; así, Ana se venía que era una vida suya, llegando a sucedérsele los orgasmos más que menos encadenados, en una suerte de orgasmos que le venían en cascada, de modo que, aun cuando el precedente apenas si acababa de romper en su “prendita dorada”, el siguiente ya se le avecinaba a través de la columna vertebral rumbo a descargar, abrumador de nuevo en su “Tesorito”, su “Prendita Dorada”.



Así fue pasando el tiempo, minutos y minutos, hasta que llegó el momento de la inaplazable verdad cuando Juan, rechinando unos dientes enclavijados desde algún que otro instante antes, no pudo más y, casi bramando, casi rugiendo, dijo a su Ana



—Ana, amor; ¡no puedo más!; ¡no aguanto más! Voy a terminar, mi amor. Te lo juro, mi amor, te lo juro, no puedo, no puedo aguantarme más, amor mío, cariño mío ¡¡¡me corro, amor, me coorrooo!!! ¡¡¡me coorrooo!!! ¡¡¡me estooyyy coorriiieeendooo!!! ¡¡¡me estooyyy coorriiieeendooo, amooorrr!!!



—Sí, mi vida, mi amor; córrete, acaba, mi bien; acaba, córrete en mí, dentro de mí, mi amor. Yo…yo también estoy a punto; a punto de correrme otra vez.



Y Juan eyaculó y eyaculó y eyaculó, en un orgasmo que bien podría pasar por faraónico, homérico, como hacía tiempo, meses, que no disfrutaba; como, tal vez, jamás disfrutara. Podría decirse que aquello era como una revancha, un desquitarse las “ducas”(4) pasadas en los últimos meses. Ana, mientras él se vaciaba en ella, gemía, jadeaba, a todo gemir, a todo jadear, exhalando unos “¡Aaaggg!” “¡Aaaggg!” “¡Aaaggg!” que eran toda una sinfonía de placer, del gozo más sibarita. Él acabó, terminó de venirse, y ella, entonces, ciñéndole aún más entre sus piernas, le decía, le rogaba, más bien.



—Sigue mi amor, sigue, sigue dándome; aguanta, mi bien, aguanta. No me la saques, por Dios, no me la saques, mi vida. Aguanta, mi amor, tío valiente, machote; sí, mi macho, mi único macho, sigue, sigue dándome. Más fuerte mi bien, más duro, más rápido… ¡Aaggg! ¡Aaggg! ¡Aaggg! ¡¡¡Tira, tira, amorcito!!! No desmayes, mi bien, ¡¡¡Aaayyy!!! ¡¡¡Aaayyy!!! ¡¡¡Aaayyy!!!... ¡¡¡Aguanta amor, mantente así, dándome bien, pero bien, cielo mío!!!... ¡¡¡Aaayyy!!! ¡¡¡Aaayyy!!! ¡¡¡Aaayyy!!!... ¡¡¡Siiguee!!! ¡¡¡Siiguee asííí!!! Estoy a punto; a punto de caramelo para venirme, correrme, alma mía. No te pares, amor, sigue, sigue dándome…un poquito más…sólo eso, un poquito más, un poquito más solamente… ¡¡¡Aaayyy!!! ¡¡¡Aaayyy!!! ¡¡¡Aaayyy!!!...   



Y Juan, resistía, aguantaba como un jabato, dando y dando “candela” de la buena a su adorada esposa



—Tranquila, mi amor, mi vida, cielito mío; aguantaré, sí vidita mía, aguantaré cuanto sea necesario hasta que llegues a lo más alto del placer. ¡Disfruta, cariño mío, bien mío!... ¡Disfruta, disfruta, disfruta, que aquí estoy yo para no defraudarte, para amarte mientras sea necesario, mientras necesites de mí



—¡¡Aaayyyy!!... ¡¡Aaayyyy!!... ¡¡Aaayyyy!!... ¡Sí, sí, mi amor, mi macho; que eres el tío más macho del mundo…el más valiente!… ¡¡Aaayyyy!!... ¡¡Aaayyyy!!... ¡¡¡el más grande del mundo entero!!!... Sí, mi amor, sí… ¡¡¡disfruto; disfruto a todo disfrutar!!!…Ya lo creo que gozo, que disfruto como no se puede gozar más, como no es posible disfrutar más… ¡¡Aaayyyy!!... ¡¡Aaayyyy!!... ¡¡Aaayyyy!!... ¡¡¡Me corro, me coorrooo, me coorrooo!!! ¡¡Aaayyyy!!... ¡¡Aaayyyy!!... ¡¡¡Aaagggg!!!... ¡¡¡Aaagggg!!!... ¡¡¡Aaagggg!!!... ¡¡¡Me sigo corriendo, amor; sí, siigooo coorriééénndooomeeee!!!... ¡¡¡Dios, Dios, Dios, como nunca, amor, como nunca!!! ¡¡Aaayyyy!! ¡¡Aaayyyy!! ¡¡Aaayyyy!!



—Sí, mi vida, sí; córrete, sigue corriéndote; disfruta de tu marido…de tu macho… ¡Sí, tu macho!... Goza, goza, mi bien…que tu gozo me hace gozar a mí 



Transcurrieron algunos minutos más, agotándose el clímax de placer a que Ana llegara, y la mujer se derrumbó, desmadejada, con los brazos abiertos, casi en cruz, aun ciñendo la cintura de su amado entre sus piernas, sobre el lecho de arena que acogía su amor; él, su Juan, su amado Juan, aún le dio dos, tres, puede que cuatro envites más antes de desplomarse, como toro apuntillado, sobre el desnudo cuerpo de su adorada mujercita, descansando su rostro, de costado, entre los senos de Ana, mientras ella, toda amorosa, le acariciaba suave, dulcemente, el pelo. Así pasaron minutos y minutos, con los dos esforzándose en recuperar el ritmo normal de su respiración, pulsaciones etc., etc., etc., sin hablar, sin besarse, casi, casi, sin acariciarse siquiera, ocupados ambos en recuperarse, al menos, mínimamente, pes su estado, al término de la violenta tormenta amorosa, era más que depauperado



Por fin, medio restablecidos, se unieron en un beso que lo era todo, todo: El amor, el cariño conyugal más tierno, más dulce, más rendido, enamorado, pero también la pasión más ardiente, más tórrida, el más encendido deseo de amar y ser amado, ser amada. Así estuvieron otro rato, más corto o más largo, pues ni ellos mismos supieron cuánto duró esa fase de rendido amor entrambos. Al fin acabó, quedando ambos abrazados, íntimamente abrazados, fuertemente enlazados, él a ella, ella a él. Y fue entonces, mientras todavía, a veces, volvían a besarse, que las palabras entre ellos volvieron a su fluidez



—Mi vida, marido mío; no vuelvas a dejarme, a desaparecer, mi amor; no vuelvas a hacerlo. Lo pasé muy mal pensando que, tal vez, no volvería a verte, no volvería a tenerte. Sí, amor mío, lo pensaba, muertecita de miedo que, finalmente, fuera así; que cometieras una tremenda locura… ¡Y por mi culpa, además!...



—No temas, mujercita querida, amor mío; no volverá a pasar. Nunca, ¿me oyes?, nunca volveré a hacerlo; nunca volveré a dejarte, a separarme de ti. Y sí, mi amor, a punto estuve de hacer la locura más grande de mi vida, pero en el último minuto, reaccioné, rectifiqué, y, finalmente, nada grave pasó; me libré de él, no permití que me matara, como en principio buscaba; fue por ti, porque en tal momento, en ese instante supremo, lo comprendí todo: Que para ser dichoso, disfrutar la vida, me basta con tenerte, sentirte a mi lado, toda amorosa, toda tú hecha amor por mí, enamorada de mí hasta lo más hondo de tu ser, luego qué narices importa si por unas horas deba compartirte con “Él”, si todas, todas, las demás del día eres, mía; mía nada más, mía en cuerpo y alma. Sí, alma mía, al fin entendí, comprendí, que simplemente por disfrutar de tu inmenso amor vale la pena vivir la vida.



Ana miraba a su marido como embobada en él, sin apartar de él sus ojos, subyugada por su maridito de su alma. Al fin, se movió para, alzando la mano, acariciarle mimosa el rostro, las mejillas, el pelo, mojándole por finales los labios con sus labios, su lengua, en acto pleno de ternura, de cariño, de profundo, rendido amor, abrazándole con la misma dulzura, la misma ternura con que le besara 



—Mi amor, me encanta oírte, pues es tu inmenso amor lo me que habla, pero, ahora, escúchame a mí. Ya no tienes por qué preocuparte, amor mío, vida mía, pues lo de Yago y yo ya no existe. Se acabó, Juan, cariño mío, maridito mío; se acabó para nunca más volver. Ayer rompí, de una vez por todas, radicalmente, con lo que ya era una insufrible tortura para mí al, por vez primera desde que todo esto empezara, no ir a reunirme con él, a abrirme de piernas para él. No pude, Juan; no pude. Quise hacerlo, pero toda yo, mi cuerpo y mi alma, lo mismo la parte material como la espiritual de mí misma, se negaron en rotundo a ello. Anduve unos metros, no sé, puede que hasta doscientos, puede que muchos menos, y tuve que pararme pues estaba a punto de vomitar de puro asco ante lo que se me avecinaba



Ana calló un momento, para escrutar, bien escrutado el rostro de su marido, pero su Juan se mantenía callado, casi impasible, pero, eso sí, pendiente por completo de ella, de sus palabras, mirándola atentamente, sin perderse ripio.



—Cómo puedes imaginar eso no surgió ayer sino desde muy atrás, de cuando dejaste de “tocarme”, apartándome de ti al intentar abrazarte, besarte, acariciarte. Entonces comprendí que te perdía, y para siempre jamás, pero también supe que podría, puedo, prescindir de todo en esta vida menos de ti, mi amor, porque tú eres la razón de mi vivir; que contigo, junto a ti, vivo y soy feliz, nada me falta, y lo demás…todo, TODO lo demás, es en añadidura a la dicha que tú me das; digamos, un complemento a es dicha que contigo disfruto; pero sin ti, si tú me faltas, me falta todo, TODO, y lo que no eres tú, me sobra, no lo quiero…lo ODIO. Ni vivir siquiera podría, pues la vida, sin ti, carecería de sentido; no la deseo, se me haría insoportable. Sí, mi amor, sí: Prescindiría de ella, haría la misma gran locura que tú, al parecer, anoche estuviste a punto de hacer. Y así, poco a poco, casi sin notarlo, lo que fue placer incontrolable por salvajemente bestial, empezó a darme asco, un asco tremendo, hasta odiarlo, hasta hacérseme insufrible tortura. Sí, mi amor, cariño mío; seguí yendo a él, a Yago, cada anochecer, pero ya no corría al acercarme a casa, cuando casi, casi, empezaba a sentir el aroma de su cuerpo de macho, macho de bestia salvaje, sino que aminoraba el paso, queriendo retrasar el odiado encuentro. ¿Qué porqué seg…?



Aquí, Ana enmudeció porque la mano de él, le tapó la boca, para, de inmediato, sellársela los masculinos labios con un beso que fue todo amor, todo cariño, mas, también, todo pasión; pasión de hombre enamorado hasta las trancas de aquella mujer que era la suya, su amada, su adorada esposa; pero es que, ella, respondió a ese beso, esa caricia de él, con el mismo amor, el mismo cariño y la misma candente pasión puesta por Juan, su Juan, en la unión de sus bocas. Al fin, ese tan especial momento pasó, desanudándose las bocas, los labios, plenas, plenos ambos, del néctar de la saliva del otro, divino elixir que a modo compartieron.



—Calla, mi amor, calla; no es necesario que sigas hablando, contándome lo que ya es innecesario. Tú me has dicho que, por mi boca, mis palabras, te hablaba mi amor por ti, y yo lo mismo te digo a ti: En tus palabras latía, y de qué manera, ese tremendo, infinito, amor que para mí atesoras… Es maravilloso, mi Ana adorada, que tras años y más años aún me ames, me quieras, como me amas, como me quieres… Y que yo ame, te quiera en la medida que lo hago… Maravilloso, divino, de verdad, es eso…



—Sí, cielo mío; divino, maravilloso, que aún nos queramos, nos amemos así… ¿Desde cuántos años ya, mi amor?



Juan sonrió a su mujer, beatífica, casi seráficamente, al responderle



—Al menos, veintisiete



—Sí, mi amor, mi vida; casi más de veintisiete años desde aquella nuestra primera noche…nuestra primera vez… ¿La recuerdas aún, cielo mío?



—Pues claro que sí; cómo no la voy a recordar. Es inolvidable; la noche, los momentos, más felices de mi vida. De nuestra vida, diría mejor. No porque hayan sido los únicos, que noches, ratos…mañanas y tardes inolvidables, divinas, únicas, ha habido muchas, muchas, desde aquella nuestra primera vez, nuestra primera noche, pero esa es especial, diferente, más inolvidable que ninguna por eso. precisamente, porque fue la primera.



—Sí, mi amor; sí. Así es. Muchas otras noches, veces, me has hecho mucho, mucho más que feliz, dichosa, pero como en aquella nuestra primera vez, primera noche que nos amamos, que dormimos juntos, bajo las estrellas del cielo, ninguna. Y sí, como bien dices, porque fue la primera de todas las que le siguieron desde entonces hasta hoy, hasta ahora mismo…Y las que seguirán, mientras Dios nos mantenga la vida. Por cierto, amor, que menos mal que me decidí a tomar “al toro por los cuernos”, yéndome a ti en plan “Ahora o nunca”, dispuesta a violarte, como por finales pasó, que me “la” tuve que meter yo misma, pues tú no hacías más que decirme que estaba loca… ¡Pues eras de un paradito, que ya, ya! Y sí, loca estaba, pero por ti, querido mío.



Lo mismo ella que él, callaron, limitándose a mirarse los dos a los ojos, con todo el amor que se tenían vívido en sus óculos; con toda la ardiente pasión, el tórrido deseo, que les unía en esos dos pares de luceros que Dios o la Naturaleza, les dio. Así estuvieron, minutos y minutos, mirándose, besándose, acariciándose, hasta que Natura volvió a intervenir, llevándoles a unirse, de nuevo, una y otra, y otra vez, en esa intimidad conyugal que une, más y más, al hombre y la mujer enamorados, al marido y la esposa, en unión presidida por algo así como cruce de signos, los de Hera/Juno-Afrodita/Venus, en perfecto maridaje ambos.



Así fue transcurriendo aquella madrugada o, mejor dicho, su última mitad, más parte de la mañana que le siguió, amándose a ratos, recuperando energías otros, entre dormitando y, simplemente, besándose acariciándose, hasta que, con la mañana ya avanzada y el sol luciendo a todo lucir en el firmamento, como único dueño y señor de la celeste bóveda, los dos acabaron por rendirse a los dulces brazos de Morfeo que, solícito, les acogió en su seno, donándoles el, para ellos, tan necesario apacible descanso. Era ya bastante más allá del medio día cuando despertaron; volvieron a besarse, acariciarse, la mar de melosos, él con ella, ella con él, que, si no volvió la “mula al trigo”, esto es, a amarse como en la precedente entre madrugada y mañana, casi de milagro fue, pues, por finales la “famen” de lobo de ambos, acabó por imponerse al deseo de amarse.



Comieron pues, de lo que por allí encontraron, la “cosecha” de cocos y dátiles que Juan logró trepando a las palmeras y los frutos y demás que cogieron del inmediato lindero de la jungla, yendo a comerlo todo al pie de aquél árbol, la palmera bajo la cual se amaran esa anterior madrugada y tantas, tantas otras antes; donde tantas otras veces, como aquella misma mañana, durmieran un en brazos del otro. Acabado el condumio, se entregaron ambos al amor, amándose como lo hicieran en la pasada madrugada, la pasada mañana, hasta que, ahítos ya los dos de amor, volvieron a pasear por la orilla de la playa, mojándose, a veces, los pies en el agua marina que allí rompía leve, casi amorosamente, cogiditos los dos de la mano, como tantas tardes pretéritas. Entonces Ana planteó a su amado marido lo que pensara antes de quedarse dormida esa mañana



—Amor, escucha. Esta mañana, cuando acabamos por dormirnos, yo tardé en caer bastante más que tú, pues estuve pensando y pensando en qué haríamos desde hoy mismo, esta misma tarde. Y creo que, lo que debemos hacer, es volver a empezar, tú y yo solos, como cundo cuando aún no teníamos a nuestra Anita, pobrecilla ella, muerta tan pronto Nos iremos a las tierras altas, lejos de aquí, lejos de “Él”. Construiremos una cabaña para nosotros; no hace falta que sea grande, pues para los dos una sola habitación bastaría; dos como mucho…



Y en eso quedaron, luego, cuando la tarde ya vencía, con los rayos solares rindiéndose ya al crepúsculo, al ocaso solar, juntos, muy juntos, con sus manos unidas, emprendieron el camino a casa. Iban tranquilos, serenos, pero dispuestos a incluso enfrentare ambos dos a su hijo, hombro a hombro, incluso con las armas por delante, si él se emperejilaba en buscarles las vueltas; buscárselas, de malos modos, a su padre. Llegaron a casa y comprobaron que, como esperaban, Yago aún no había regresado; ella, entonces, se fue directa a su habitación, la que siempre fuera de los dos, ella y su marido, a ponerse algo de ropa por encima, pues todavía estaba enteramente desnuda, pues así salió de casa la última vez que fue hembra para su hijo, como desde un principio venía haciendo. Luego, se sentaron, tan juntos como hasta allí llegaran, con sus manos entrelazadas.



Minutos después, quince, veinte, hasta puede que más, llegó él, Yago. Apenas pasó del dintel, pues al momento vio a los dos, su padre y su madre; se paró en seco, con expresión sorprendida para, enseguida, esbozar una como sonrisa, pero sin grandes alharacas de alegría mientras se dirigía hacia su padre, a pasos ni demasiado vivos ni, en absoluto, lentos; en fin, algo dentro de la más estricta normalidad, mientras decía



—¡Hombre, padre!... Usted por aquí; esto sí que es una sorpresa; una grata sorpresa, realmente. ¿Viene a quedarse, al fin, con nosotros?...



Por finales se llegó junto a él, Juan, su padre, y le saludó, con un leve beso en la mejilla



—Me alegro de verle, padre; y, además, tan bien. En este tiempo pasado le he visto por ahí varias veces, aunque nunca me acercara a usted; y de verdad se lo digo: Me tenía preocupado, muy preocupado, por cómo le veía, deshaciéndose, destruyéndose día a día. Sí; le veo bien ahora; hasta rejuvenecido, más joven que antes… Antes de que se iniciara lo que, entre nosotros se inició



—Gracias hijo; muchas gracias, Yago



Callaron los dos, casi evitando mirarse, con la vista baja los dos. A todas luces se percibía lo incómodo del momento para los dos hombres, inseguros ambos, sin saber bien qué decirse, qué hacer. Al fin fue Ana quién acabó con ese como “impasse”, alzando la voz, fríamente, con enorme seguridad en sí misma, traslucida en ese gesto serio con que espetara, se enfrentara, a su hijo



—Por favor, Yago, hijo, siéntate tranquilamente. Tenemos que hablar; tu padre y yo deseamos hablar contigo… Y muy en serio, además



A Yago se le fue, al instante, esa sonrisa un tanto bobalicona, por lo forzada que parecía, sustituida por una expresión más que menos seria, pero de lo más natural, sin ápice de ominosidad en el gesto. Y así, serio, se sentó a la mesa, justo en las antípodas de sus padres, frente a ellos, en el lado opuesto de la mesa. Y su madre, con seriedad cargada de maternal cariño, afable, bastante más que seca, le puso al corriente de la nueva situación entre ellos tres.



Que lo que hubo entre ellos dos, madre e hijo, estaba acabado, concluido, “per in sécula seculorum, amén”; que desde esa misma noche, ellos dos, su padre y su madre, vivirían solos, tal y como empezaran a vivir juntos veintisiete años antes, por lo que esa misma noche abandonarían la casa para instalarse ellos dos, en otra que se construirían entre los dos, en algún sitio de las tierras altas, sitio que, prácticamente, ya habían pensado, elegido.



Ana acabó su perorata y quedó callada, con los ojos fijos en él, su hijo, anhelando saber lo que él tuviere que decirles y en qué plan les respondería, temiéndose, y mucho, lo peor, pero resultó que el joven, Yago, mejor no pudo tomarse la nueva situación, pues, tras seguir unos instantes tal y como oyera a su madre, serio, pero como si quisiera exhibir una sonrisa, algo triste, sí, pero sonrisa a fin de cuentas. No puso objeción alguna al fin definitivo de esa tan particular relación madre-hijo, aunque a las claras se veía que su cese le dolía, pero también nítido era que lo aceptaba, y del mejor grado posible; que, al menos, en ello se esforzaba, se esforzaría siempre…



Ítem más, hasta hizo como un chiste, riéndose de ello, al decir



—Alguna cabrita cariñosa, de las que triscan por las peñas de las Tierras Altas, seguro que “pagará los platos rotos”



Y sí, todos, su padre y su madre rieron, a coro con él, de tal ocurrencia… Pero también hubo discordancia con el segundo punto de la disertación de Ana, lo de que ellos, padre y madre, salieran de la casa y esa misma noche, en añadidura. A eso, el “No” de Yago fue rotundo, frontal, sin admitir, en modo alguno, bajarse de su burro. Que quien se marcharía, y de inmediato, además, sería él y sólo él, Yago. Sus padres intentaron imponer su criterio, pero todo fue inútil: La casa era suya, ellos la construyeron, con sus manos y su sudor, luego quien debía salir era él, su hijo; además, él era joven y fuerte; no quería decir que ellos, Juan y Ana, fueran ya unos alfeñiques, pero eran sus padres y él, como hijo, debía servirles a ellos, y no al revés. Vamos, que hasta se mostró respetuoso y solícito con ellos, sus padres; hasta cariñoso, que bien que besó a su padre una y otra vez, hasta pidiéndole perdón por los hechos del pasado. Otra cosa, y curiosa, fue que a su madre apenas si se le acercó, arrimó, besó y tal, en verbi gracia de que “Quien evita la ocasión, evita el peligro”



En fin, que la distensión entre ellos acabó siendo lo normal; Ana, por finales, se levantó para preparar algo de cena para los tres, pues aunque Yago protestó y protestó por irse de inmediato, alegando que ya tomaría algo por ahí, fruta y tal, antes de encaramarse a un árbol para dormir, pero aquí sus padres, su madre particularmente, se mostraron irreductibles, por lo que el muchacho acabó por “pasar por el aro”, cenando con ellos; hasta mantuvo una corta, pero animada sobremesa con ellos, riendo y mostrándose los tres felices con la situación recién instaurada entre ellos.



Yago, finalmente, erigió su vivienda, una cabaña de gruesos troncos de árbol, techada con hojas anchas, grandes, impermeabilizantes, con dos estancias, dormitorio y estar multiuso. En su construcción contó con la ayuda de sus padres, especialmente de él, que le ayudó, hizo realmente, el mobiliario, mesa, sillas, banquetas y tal; hasta el armazón de la cama. Y la vida fue discurriendo tranquila, en perfecta casi convivencia de los tres, pues raro era el día que no se encontraban, bien en la selva, bien en las Tierras Altas, pasando algunos minutos, alguna que otra hora, juntos, sentados, descansando y comiendo en paz y compaña los tres.



Por otra parte, Ana no se despegaba de junto a su marido ni con agua caliente, convertida en su sombra las veinticuatro horas del día, saliendo junto a su querido Juan a cazar, pescar o recolectar, frutas/frutos, cada día, sin separarse de él ni un segundo.



Así, en ese estado de feliz, dulce tranquilidad, fueron desgranándose días, semanas y meses, varios meses, uno tras otro, en esa idílica vida cotidiana. Pero una mañana, a nada de levantarse, mientras desayunaban, Ana dijo a su marido



—Juan amor, desearía una cosa, pero sólo si no te parece mal. Ir a ver a Yago. Sólo sería un par dos días, tres a todo tirar. Hazte cargo, amor, es mi hijo y apenas le veo; le echo de menos, y me encantaría pasar con él dos, tres días cada cierto tiempo, dos meses, dos y pico. Pero sólo si tú estás de acuerdo, si no te sientes mal, dolorido… Pero si te vas a sentir mal, si, por lo que sea, no te gusta que vaya, no iré.



Ana calló, mirándole anhelante; parecía un reo esperando la sentencia, vida o muerte. Y así se la veía, meridianamente, más que nerviosa, esperando lo que él le respondiera. Juan quedó un instante silencioso, serio, para enseguida esbozar una sonrisa que no resultaba todo lo alegre que él quería pareciese



—Pues claro que no me importa. También es mi hijo y te entiendo; comprendo tu deseo, tu desazón, por no verle todo lo a menudo que desearías. Vamos, que no te preocupes, que no pasa nada. Anda ve con él, y quédate cuantos días quieras. Ah, y dale un fuerte abrazo de mi parte; y muchos, muchos besos…



Ana sonrió abiertamente, en una sonrisa que le cubría todo el rostro, de oreja a oreja. Sin duda, era como si acabara de ver el cielo abierto tras horrenda tormenta; como si le acabaran de quitar un enorme peso de encima, un peso que la asfixiara, la agobiara. Y así, contenta, feliz a todo ruedo, al momento se levantó para ir a su marido, echarle los brazos al cuello y besarle, y besarle, y volverle a besar. Mientras decía



—Pero qué bueno, qué complaciente eres conmigo, Juan, querido mío, mi amor, mi vida. Nunca haré lo suficiente para agradecerte todo lo que por mí haces. ¡Te quiero, marido, te quiero, te quiero, te quiero! Y ya verás lo feliz, lo dichoso, que voy a hacerte cuando vuelva…



—¡Anda, anda, tontuela! Marcha ya, mi amor, que, seguro, lo estás deseando. Y, que seas con él todo lo feliz, dichosa, que yo quiero que seas. Ya me ocuparé yo de retirar y lavar todo esto. Venga, amor; vete ya



—Gracias mi vida; muchas gracias, Juan, mi amor



Y Ana salió hacia la puerta toda contenta, casi alborozada, con su marido detrás. Bajo el dintel, el último beso, la última caricia, antes de partir… “Al partir, un beso y una flor. Un te quiero, una caricia y un adiós” Él la siguió con la vista mientras se alejaba, trotando a paso más que ligero hacia su destino, sin volver la vista atrás ni una vez siquiera, al tiempo que en el masculino rostro la sonrisa que ante ella luciera iba quedándose más y más helada, hasta desfigurarse en una como mueca, un tanto triste, un tanto de dolor. Se volvió hacia la casa y, a paso lento, como si de pronto, todos sus miembros, brazos, hombros, piernas, se le hubieren vuelto de hierro, acero, pesándole, cada uno, toneladas y se llegó hasta la mesa donde acabaran de desayunar ellos dos, su mujer y él mismo.



Quiso llevar los útiles usados al bale de agua donde su mujer los fregaba, pero no pudo; le faltaron más las ganas que la energía para hacerlo, sumido en tremendo marasmo del que apenas era capaz de salir, bajo una desidia que le anulaba el cuerpo, haciéndole incapaz hasta de tomar decisión alguna. Se sentó a la mesa, y hundió el rostro entre las manos, sin poder, incluso, pensar



Sí, el hombre estaba “tocado”, hasta puede que muy “tocado” pero no como en tiempos fuera; “tocado” sí, abatido, hundido, no. Era lo que había, para lo que se venía preparando desde hacía meses y meses, desde aquella noche crucial en que quiso vivir y no morir; desde aquella noche en que, en el último minuto, casi último segundo, podría decirse, comprendió que la vida con ella, fuera como fuese, compartiéndola, incluso, con el “otro”, su “macho”, su “garañón”, como ella misma le definiera, merecía la pena vivirla. Sí, sabía perfectamente a lo que, realmente, ella iba; sencillamente, la hembra de bestia salvaje que en ella surgiera la primera noche que pasó con el “otro”, tras meses, muchos meses, ocho, diez, de permanecer adormilada, acababa de resurgir, de despertarse, y allá corría, tras su ración de “macho” salvaje. Él se había hecho la promesa de superar la crisis en que los celos locos le sumían, y lo iba a conseguir, le costara lo que le costase; nunca, nunca más permitiría hundirse como en tiempos se hundía, en la más cruel desesperanza, sino que su defensa ante el desespero, sería, precisamente, la esperanza; la esperanza en su regreso, en verdad, tal y como se fuera, sólo que más ansiosa de él, más necesitada de él… Más cariñosa, más entregada a él, porque también en ella anidaría un destello de arrepentimiento, un deseo de redimirse así misma por su flaqueza de hembra salvaje. Y, quién sabe, a lo mejor hasta se acostumbraría a eso, compartirla con el “otro” ciertos días cada cierto tiempo, y terminaría por encontrarlo de lo más natural con lo que, a lo mejor, hasta ni dolor le causaría verla partir…



 



FIN DEL RELATO


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