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Las confesiones de Marta (8)

Ensimismada en mis pensamientos, la voz de Marco me despertó y me devolvió al hecho real de las cosas. Me había desplazado hasta la casa de un veinteañero, al que sólo conocía de chatear y de un café, y de verle su extraordinario miembro. Me iba a invitar a un café. Y estaba dispuesta a todo. Y me encontrada exageradamente caliente.



-¡Marta, princesa, ayúdame por favor! Me he sobreestimado –dijo Marco



Ya no había vuelta atrás. Permanecería allí. Es destino, o nosotros, marcaríamos el resto. Llegué a la cocina. Marco esperaba mi llegada, muy tranquilo, frente a mi, que ya notaba como me sudaban las manos, y mi cueva cobijaba retortijones líquidos.



-Es que no puedo con la bandeja, necesito la otra mano…



-No te preocupes, cojito, que para eso estoy yo aquí –



Aquellas confianzas no eran normales en mí, pero trataba a Marco con la familiaridad que me permitía mi vasta excitación. Me temblaban las piernas. Dejé la bandeja en la mesa baja del salón. Marco llegó destrás mía, torpemente.



-Espera, que te ayudo a sentarte.



Tomé la muleta, la apoyé en el sofá y agarré a Marco por la cintura y la espalda. Mi calentura explotó varios grados más. Noté los abdominales marcados del chico, aquel cuerpo potente y terso, aquellos músculos naturales.



-¿Cómodo? –sonreí, nerviosamente…



-Mucho- contestó Marco, con una mirada, una boca, una expresión irresistible –Gracias- dijo, acariciándome la mano, de modo cariñoso.



Nos servimos el café mientras Marco me preguntaba si me había incorporado ya al trabajo y encontramos (encontré) en esta vía una forma de relajarme, narrándole que me había incorporado el lunes y el proceso de adaptación sufrido.



-¿Por qué me has escrito, Marta? –me cortó Marco, volviendo a ponerme nerviosa, mientras apuraba el café.



-Ya te lo he dicho. Me extrañaba que desaparecieras así, sin más, y que no escribieras – dije, tomando la taza. Marco sonrió, consciente, creo, de que me tenía en sus manos.



-Verás, Marta. Me gusta cumplir los tratos y más ante una mujer como tú. Creo que eres inteligente. Nosotros quedamos en que si tomando ese café no sentías interés por mí, todo terminaba. Y así ha sido. –Marco controlaba totalmente la situación mientras yo estaba absorta en sus labios. Mi cerebro no era capaz de hilvanar cosas medianamente coherentes-



-Ya, ya, si ya me lo dijiste, pero…



-¿Por qué has aceptado este segundo café, Marta? –me dijo, en tono serio.



Mi cara enrojeció, al mismo ritmo que la de Rubén cuando le pregunté si se masturbaba mirando mis bragas.



-Mira Marco, si lo vas a tomar todo a la tremenda… Simplemente me he interesado por ti, y me invitaste…



-Ya- el chico tenía calculado todos los pasos-. Mira Marta, yo creo que te diste cuenta perfectamente que me atraiste y me atraes muchísimo, más de lo que te imaginas. Soy claro. Por eso tuve una pequeña decepción cuando vi que el otro día no avanzabas…



-¿Qué quieres decir? Era solo un café…



-Marta…- alzó su mano y tomó mi barbilla, obligándole a mirarle a los ojos- Una vez sí. Dos no. ¿Qué supongo para ti?



Mis nervios crecían exponencialmente frente a su tranquilidad. Su tacto volvió a excitarme hasta la lubricación. Contesté vagamente…



-Pues… No sé. Un chico majo, simpático. Diferente a los que suelo conocer de su edad. Maduro…



-Sigue Marta…



-No sé a qué te refieres



Marco soltó mi cara y sonrió.



-Ya te di una oportunidad para no volver a molestarte. Desaparecí de tu correo electrónico y has vuelto a mí. Dime Marta… ¿Quieres que desaparezca otra vez tras este café?



La mezcla del tono serio y amenazante de Marco con su dulce cara y su sincera expresión me hizo temblar como una chiquilla.



-Es que no es todo blanco o negro. No tiene que…



-Marta. Conmigo todo es así. O sí, o no. Luego están los matices.



La firmeza en el discurso de Marco, al contrario de llevarme a pensar que qué coño se había creído el niñato, hizo someterme aún más.



-Marta, ¿hasta que punto te atraigo yo?



-Por favor, Marco, creo que estás equivocado. –sonreía falsamente-. Estoy casada, feliz, tengo más de 20 años más que tú…



-No me digas chorradas. ¿Hasta que punto te atraigo?



Yo ya no podía más. Estaba entre la espada y la pared, quizás en el punto que llevaba deseando mucho tiempo. Notaba mi coño empapado, quizás por la seriedad de Marco, quizás porque cada vez su cara estaba más cerca de la mí, quizás porque había abierto un camino extremadamente peligroso.



-No, no –mentí como una bellaca.



Marco me miró. Dudé que pensaba. ¿No sabía qué hacer? Estaba claro, clarísimo, que aquel chico se había convertido en mi única referencia, en todo momento, y que estaba llevándome a una ansiedad tremenda, por no decidir romper esos grilletes que me unían a mi vida, para descender por un camino desconocido, pero tan atractivo, excitante y provocador. Y sin darme cuenta, noté la boca de Marco sobre la mía. El contacto de sus labios carnosos sobre los míos hizo que crujiera definitivamente todo, que mi ángel bueno quedara casi aniquilado, que mi mundo fuera él, que mi corazón fuera él, que mi sexo fuera él, que mi infancia, mi madurez, mis últimos años fueran él. Abrí la boca con ansia, con humedad, para buscar desesperadamente su lengua, que ya devoraba milímetros para fundirse con mi glándula. El encuentro fue explosivo, saltaron chispas. Su saliva se unión con la mía y comenzó una pelea entre nuestras bocas que, después de tantos días de sueños, imaginaciones, masturbaciones, películas, sospechas y recuerodos, me llevó a la rampa de lanzamiento de un orgasmo que yo misma evité.



-¡No! ¡Marco! ¡Para! –dije, empujándolo suavemente en el pecho, pero deseando tener de nuevo aquella boca, aquella lengua, aquel cuerpo y aquel miembro poseyéndome- ¡Esto es una locura!



-Vale Marta. Mira… -Marco empezó a hablar, sonriendo, como diciéndome que le sobraban hembras.



Fue entonces cuando algo se rompió definitivamente dentro de mí. Cuando me convencí de que no tenía sentido negar la realidad, negar mi atracción por la persona que tenía enfrente, que había puesto mi vida bocarriba, que había desatado mis deseos, mis instintos, mis orgasmos sin él saberlo, mi torrente de humedad y entrega. Muy el momento en el que mi ángel bueno, definitivamente, pasó a mejor vida.



-¡Perdona! ¡Perdóname! –dije, casi suplicando, para encontrarme, para derrumbarme, para entregarme sobre su boca, sobre su lengua, sobre todo él.



Mi impulso para llegar a su boca, para callar lo que iba a decir, hizo que lo tumbara de espaldas y comencé a comerle la boca como una verdadera desesperada, devorando su lengua, repasando sus labios con mi glándula, saboreando sus encías, engullendo su paladar. Nuestras lenguas luchaban por darnos placer, por reconocerse, por acostumbrarse. Marco tomó la iniciativa, volvimos a sentarnos y pasó una mano por detrás de mi cabeza, en mi nuca y me entregué definitivamente a su boca. Nos mordimos los labios, nos hicimos daño, segregamos saliva en boca ajena. Noté, suavemente, que Marco bajaba su mano primero por mi hombro, y rozó mi pecho derecho. Mi cuerpo iba a reventar de calentura. Su mano siguió bajando hasta mi cintura y se posó en mi pierna, que comenzó a recorrer primero dulcemente, como reconociendo el terreno, hasta que se convirtió en una garra del placer y la lascivia que me apretaba los muslos como una fiera, el culo y la rodilla. Su mano fue subiendo, ya por debajo de mi falda, y toco mis medias. La falda iba subiendo en su movimiento, descubriendo mi pierna. Tocó el encaje de mi media y luego la parte superior de mi pierna, ya en piel. Noté un nuevo estremecimiento mientras se separaba de mí.



Comenzó con sus manos a quitarme la chaqueta, a lo que yo contribuí atropelladamente. Luego, me quité la camisa y me quedé con el sujetador mientras Marco me miraba con atracción, pero sin baba. Me levanté y cuando fui a bajarme la falda, intenté provocar aún más a aquel Adonis, llenar su extraordinario miembro de sangre, convertirlo en un falo duro, erecto, para mí. Me di la vuelta y bajé la cremallera de la falda, para ir bajándomela al tiempo que bajaba mi espalda para que mi tanga y mi orondo culo quedara perfectamente dispuesto, marcado, hinchado, preparado. Mi falda cayó al suelo y me di la vuelta.



-Impresionante- aventuró a decir Marco.



Yo sonreí, malvada, y me quité el sujetador, ya sin pausas, pues mi cuerpo estaba taquicárdico y necesitaba entrar en acción. Mis voluminosas tetas quedaron libres, al aire, bamboleándose como globos. Miré a Marco, quien, aunque callado, disfrutaba del espectáculo. Posiblemente no tanto del placer de verme desnuda, sino de cómo me entregaba a él. Volví a sentarme en el sofá y Marco se dirigió a mi cuello. Mi piel se erizó, mis pezones se erizaron… ¡hasta creo que el clítoris se me erizó! Yo estaba a flor de piel mientras mi joven amante besaba mi cuello y mi hombro, mientras sus dedos, previamente ensalivados, comenzaban a jugar con mi pezón izquierdo. Me iba a desmayar, pero tuve fuerzas su suficientes para, primero, pasar mis dos brazos por su cabeza y llevarle hasta mis dos melones. Luego, froté su espalda, cual mujer desesperada y después, sí, intenté llegar hasta aquella entrepierna que escondía aquel secreto mágico. Pero Marco me paró.



-No. Aún no…



Torpemente, como pudo, Marco consiguió arrodillarse entre mis piernas y fue sacándome el tanga con pericia. Desde luego, el chico estaba excitado, pero controlaba fríamente la situación. Mi prenda estaba absolutamente empapada, con restos frescos de mi flujo, y una mancha ocupaba más de la mitad de mi prenda interior. De pronto, el olor de mi sexo inundó completamente la estancia y Marco se dio cuenta. Mi amante agachó la cabeza, separó mis piernas y pudo contemplar poderosamente mi coño mojado, entregado, abierto, expectante, deseoso, turgente, vacío, caliente, febril, desesperado. Marco probó mi condición con un dedo, suavemente, y notó que iba a reventar de humedad. Frotó suavemente, dulcemente, la capucha de mi clítoris, que no tardó mucho en descubrir mi botón mágico con el roce. Al primer contacto de la punta de su lengua con mi clítoris, mientras acariciaba mis labios, mi cuerpo dijo basta y empecé a sentir la sensación más maravillosa del mundo. Un orgasmo. Sólo tuve fuerzas de decir "cómemelo". Marco acató la orden rápidamente y comencé a superar el último escalón del placer. Su mano derecha empezaba a entrar en mi cuerpo mientras su izquierda aprisionaba parte de mi muslo derecho cuando por mi espalda noté una descarga tremenda que luego pasó a mis pechos, luego a mis piernas y después a mi coño para luego extenderse a todo mi cuerpo. Marco devoraba mi clítoris mientras yo disfrutaba de otro de mis grandes orgasmos. Mi cuerpo flotaba, no sabía ni dónde estaba, ni de dónde venía. Mi cuerpo no existía, yo sólo era energía con aquella corrida dentro de mí. Yo era un ser volátil capaz de unir distancias con un simple vuelo. Me estaba corriendo vilmente ante el primer contacto. Gritaba como una auténtica zorra de placer, mirando la cabeza de Marco, mirando mis pezones como piedras, mis aureolas contraídas y de pronto noté que algo invadía mi vagina. Cuando más gritaba, cuando más apretaba la cabeza de Marco uniéndola a mí, noté que me vaciaba y observé cómo no podía evitar que de mi coño salieran dos, tres, cuatro chorros de líquido disparado. Creía que me estaba orinando de placer y eso me provocó que uniera mi primer orgasmo con otro segundo, que duró, quizás, algo menos, pero con el que Marco aprovechó para introducirme los cinco dedos de su mano derecha y parte de la mano. Me estaba corriendo otra vez mientras mi imberbe amante devoraba mi clítoris, que a buen seguro estaba hinchado, rojo. El cosquilleo que me invadió durante dos, tres, cuatro minutos, aquellas oleadas de placer, aquel viaje, aquella fuga de mi cuerpo, fue desapareciendo mientras que veía a Marco, sin dejarme de comer el coño, me miraba a los ojos. Gemía como una puta en manos de aquel chico. No podía contener mi respiración. Estaba agitada. Sudaba. Me mordía mis labios mientras el placer más absoluto comenzaba a desaparecer de mi cuerpo mientras el chico dejaba libre mi clítoris, que efectivamente estaba hinchado, e iba a sacando uno por uno sus dedos de mi interior sin dejar de sonreir.



-Lo… Lo siento, Marco –dije, entrecortadamente.



-Ya he visto que lo has sentido- dijo, irónicamente.



-No- negué, recuperando el pulso- Siento haberte… Joder, ¿te he meado?



-No cielo –acariciando mi pubis, totalmente mojado, como después de una ducha intensa- No me has meado. Has tenido un orgasmo brutal y la excitación ha provocado eso. Es lo que llaman la eyaculación femenina. Muchos dicen que es orina. Otros que no.



Eché la cabeza atrás. Mira tío, me da igual lo que digan. Estoy en la gloria, me dije.



-¿Mejor? Estabas muy excitada…



-Mucho. Muchísimo. Llevo excitada desde el día que te conocí –Marco sonrió, satisfecho de mi confesión- Llevo mucho tiempo deseando devorarte la polla.



Marco me ayudó a ponerme de pie, pues aún me temblaban las piernas. Vi el charco que mi corrida había provocado, de cuyas señales también había en el pelo de mi amante y su camisa. Ayudé a Marco a sentarse, justo en el mismo sitio en el que yo estaba antes. Besé su cuello. Abrí su camisa. Devoré su pecho, sus pezones. Notaba mi coño, de nuevo hervir, y notaba aquel trozo de carne mostruoso palpitar a través del contacto con mi codo. Le saqué la camisa. Luego los zapatos. Sólo quedaban dos prendas hasta llegar a aquel regalo del destino. Apoyé mis manos en su vientre para desabrocharle el pantalón, con mis tetas sobre sus rodillas. Ante mí, mientras bajaba el pantalón, fue apareciendo unos boxers blancos, bajo el que se marcaba aquella prodigiosa porra, mayúscula, imponente, adorable, que me había vuelto loca. Ya era mía y mi mano se dirigió hacia ella, por encima del calzoncillo. Noté su temperatura, su dureza, su forma, su longitud, su grosor, en solo un segundo. Me erguí, y dirigí mi lengua hacia su pecho, que marqué con mi lengua hasta bajar a su vientre y, después, cubrir con mi glándula el trozo de tela que cubría aquel gigante e hinchado pene. Froté mi frente por él y sentí la vital necesidad de liberarla. Tomé las costuras del boxer y de un tirón su miembro saltó ante mí como un resorte, ya fuera de aquella carcel de tela.



Sentí algo raro… ¿Cómo decirlo? Sentía que mis ojos se quedaban pequeños para contemplar aquel pollón que el destino me brindaba. Era un falo como nunca había visto. Poderoso, directo al techo, con un capucho desmesurado, ancho, quizás un poco más que su tronco. Pero su polla en general, tentadora, era exageradamente voluminosa, venosa, rocosa, apetecible para cualquiera. No sé cuánto podría medir. ¿25 centímetros? ¿27? ¡Qué más daba! Tenía ante mí lo que más había deseado en los últimos diez días. Tomé, torpemente, como una chica de 14 años que va a hacerle la primera paja a su chico, su polla por la base. Una ola de calor me invadió al notar aquella carne tersa, dura, durísima. Fue recorriendo con mi mano toda aquella dimensión, como comprobando el terreno, hasta llegar a su glande. Agarré aún más fuerte su pene y comencé a fliparlo cuando comencé a pajear a aquel chico, por tener ante mí aquel prodigio que, sin duda, permitía otra mano más encima de la que ya usaba. Miré a Marco. Me sonrió. Yo le sonreí. Bajé mi cabeza y mi lengua recorrió todo su escroto, amplio, suave y colgón, para nada contraído. La punta de mi lengua pasó a la base de su tronco y fue subiendo hasta la punta del glande. Aquel viaje fue prodigioso. "Marco, conmigo no vas a encontrar a una cortada", me dije, y decidí desatarme ya del todo, y demostrarle que no tenía nada que envidiar de aquellas niñatas que anteriormente habían disfrutado de su polla.



Mi lengua, sólo la punta, iba haciendo círculos sobre su glande, solo rozándolo, casi sin tocarlo. Dirigí el extremo de mi glándula hacia su meato, que intenté abrir apretando el glande. En su interior dejé un rastro de saliva y estimulé aquella parte con un movimiento vertiginoso de mi lengua, rápido, como una serpiente. Marco cerraba los ojos. Era el momento. Abrí mi boca y engullí entero el capullo de Marco y me pareció que en mi boca entraba un obús. Fui resbalando mi boca abajo, abajo, mientras parte de la polla iba desapareciendo en mi cavidad oral, otorgando cobijo y humedad a aquel voluminoso nabo que ya era mío. Pero no pude hacerla desaparecer por completo dentro mía, ya que noté que la punta tocaba mi garganta antes de que mi nariz rozara su pubis. Liberé saliva como pude para engrasar aquel falo y me disponía a subir para comenzar la maniobra. Sorprendentemente, en aquel momento sonó mi móvil.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
  • Media: 10
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