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Las confesiones de Marta (5)

Rechazada, sola y decepcionada. Así me sentía después de que Marco, aquel joven que insistió como un bellaco en obtener una cita conmigo, desapareciera igual que hizo acto de presencia: de forma sorprendente y atractiva. Su apatía, o al menos es el sentimiento que yo tenía (quizás llevé a la cita demasiadas expectativas, o demasiada excitación), me hundió hasta el punto de confundirme, de cuestionarme como mujer, como hembra, y como persona. "No seas tonta. ¿Qué esperabas? Es más. ¿Qué hacías allí, con aquel casi adolescente? Ese no es tu sitio. No es tu forma. No es tu estilo", me decía. Intentaba consolarme, convencerme de que no iba a atraer a un joven que, seguramente, tenía a chicas de su edad besándole los pies por un rato de compañía y sudor, y pretendía quitarle importancia al rechazo (así me sentía) priorizando mi orgullo y me ‘autoexigía’ quitarle importancia aquella cita, a aquella locura que no me correspondía. Pero siempre, al final de cada pensamiento, volvía a preguntarme. "¿Por qué, entonces?".



 



El ataque de calentura que derivó en aquella brutal masturbación en el cine X, en uno de los mayores orgasmos obtenidos en mi vida, no desapareció. Intenté controlarme, engañarme, pero a ciertas horas, sobre todo en la madrugada, me despertaba soñando con Marco dentro de mí, encima de mí, bebiendo de él todo su jugo. Mi bajo vientre, el líquido que incluso humedecía mis muslos, era la señal de lo vivido mientras descansaba.



No oculto que esperaba algo, un mail, un perdón, un tenía prisa, un lo siento por parte de Marco. Pero no llegó esa noche, ni al día siguiente, ni al siguiente, ni al siguiente… Mi regreso al trabajo se acercaba y eso, posiblemente, el volver a empezar el curso, hizo que Marco, y sus brazos, y su boca, y sobre todo su miembro, y su semen, fueran no desapareciendo, sino ocultándose en mi mente.



El sábado (el lunes siguiente yo volvía al trabajo) de esa semana amaneció caluroso, mortal, soleado antes incluso de salir el propio sol. Incapaz de dormir un minuto más, decidí levantarme, bastante más temprano de lo habitual en un sábado. Enrique dormía y yo, tras asearme, fui a hacerme un café.



Al pasar por la terraza, recordé que la tarde anterior había tendido ropa y fui a recogerla. Recordaba que en el tendedero había un par de bañadores de Enrique, otro par de calzoncillos, tres tangas míos y dos bragas. Aunque mi vestimenta no era la apropiada para ser vista desde fuera, no me preocupaba en demasía esta situación, al ser sábado de agosto, y muy temprano. Mi cuerpo sólo estaba cubierto por una camiseta blanca de algodón, sin sujetador (bajo la cual se marcaban mis pezones y se traslucían mis aureolas no oscuras pero sí visibles) y un pantalón corto de malla gris, de los que se pegan al cuerpo y señalan todas las aberturas), sin nada más debajo. Según se sale a mi terraza, el bloque donde residimos hace un saliente por la derecha, donde se sitúan verticalmente una ventana (supongo que de un dormitorio) por cada piso.



Justo cuando mi mano se disponía a abrir el resorte de la corredera de la ventana, quizás de forma instintiva, mi mirada fue hacia una de aquellas ventanas de los vecinos. En ella pude ver a Rubén, el hijo de unos vecinos de la planta de arriba, asomado. Decidí no salir, observarle detenidamente, pues él a mí, desde esa posición, no podía verme. Tenía la mirada fija, pero viva, no perdida. Seguí la dirección de sus ojos y, cuando comprobé el destino, mi sorpresa no pudo reprimir una carcajada que, afortunadamente, no despertó a Enrique. Ese chaval (dos días antes me dijo su madre que había cumplido la mayoría de edad) estaba masturbándose mirando mis bragas y mis tangas. ¡¡¡No podía ser!!! Volví a reírme al certificar el hecho, comprobando el movimiento que se atisbaba en su brazo derecho, constatable por el temblor de su hombro. Incrédula, negando una nueva locura más en mi vida, vi como Rubén cerraba los ojos, echaba su cabeza hacia atrás durante unos segundos y soltó aire. Buscó algo, supongo que papel, y desapareció de la ventana.



No supe cómo reaccionar. Me quedé paralizada. Podía entender que mi trasero, mi marcado escote, o mis curvas en general, pudieran alimentar las fantasías solitarias de jóvenes, incluso en plena pubertad, pero esa situación era inimaginable. ¡¡¡¡¡¡Una paja mirando mis bragas!!!!!! ¡¡Joder!!



Me dirigí a la cocina como un zombi, riéndome sola, como una loca. No sé, queridos lectores, cuál era el sentimiento que me invadía. Quizás fuera vergüenza, posiblemente ajena, quizás humor, quizás lamento por no haber retirado aquellas prendas… Pero sí puedo asegurar que todo aquello, en vez de provocarme indignación, hizo que me sintiera, de nuevo, atractiva, segura, ardiente y, por qué no decirlo, halagada. Halagada porque un chaval con 26 años menos que yo, en plena ebullición de su sexualidad, se masturbara mirando mi ropa interior, y posiblemente imaginándome dentro mía o como recipiente ocasional de su eyaculación.



Me eché el café y, recordando a Marco, decidí tomármelo con leche condensada. Una nueva carcajada me salió al ver el pegajoso y denso recorrido trazado entre la lata de dicho producto y la taza, pensando en la mano de Rubén cuando cerraba los ojos. Súbitamente, noté como aquella escena, a unos 20 metros de distancia, habían provocado que mis pezones, de nuevo, se alteraran, como una chiquilla.



Tomado el café y fumado mi primer cigarro, tuve una intuición. Con más cautela que la primera vez, me dirigí de nuevo a la terraza. Y, voalá. ¡¡¡Imposible!!! Media hora después, Rubén había regresado a aquella ventana para repetir la operación, esta vez quizás con más fuerza, con más ganas, que anteriormente, a tenor de la vehemencia de su hombro.



Pensé que si quería sopa iba a tener dos tazas. Lo puse a prueba. Lo provoqué. Jugamos los dos. Fui a mi dormitorio y saqué de mi mesita de noche uno de los tangas más mortales de los que poseo. Negro, con un corazón en el principio de la raja del trasero, y una abertura en la parte delantera, que permite penetrar o lamer mi vagina sin necesidad de quitar la prenda. Para jugar aún más, me toqué mis pezones, para que se vieran marcados a distancia. Y salí a la terraza con el tanga en la mano decidida a colgarlo en el tendedero, marcando tetas, subiendo el pecho. Me di la vuelta, haciéndome la tonta y, aunque no hacía falta pues el tendedero está a una altura adecuada, bajé mi espalda todo lo que permitió mi disimulo para que Rubén tuviera espectáculo y carne de la que alimentarse durante varios días. Me entretuve todo lo que quise y más, disfrutando del mismo momento que disfrutaba Rubén, y hacía como que recolocaba algunas prendas, y recogía otras, exponiendo mi orondo trasero en su dirección. Lo tenía todo planeado. Me volví de repente, para pillarlo in fraganti, clavando la mirada en su ventana.



-¡Hola Rubén!- dije, alzando la mano a modo de saludo. El chico, asustado o sorprendido, desapareció de forma instantánea de la terraza antes de que yo entrara de nuevo en el piso. Llevaba en mis manos las prendas de Enrique, y dejé tendidas a conciencia todas las mías. Era un juego nuevo y, me excitaba, como comprobé al entrar en el servicio y ver que mi humedad había llegado al pantalón corto, y que una marca gris pero con varios tonos más oscuros delataba que aquel juego era un aliño más en todo el carrusel de emociones escondidas que mi cuerpo, mi mente, y mi sexo rodeaban.



Aunque leía el correo todos los días, pronto fui dando a Marco por ¿perdido?, mientras que la preparación de la vuelta al trabajo, a partir del domingo por la mañana, hizo que el juego con Rubén también pasara al olvido.



Hasta que el lunes por la noche, entré en el bloque tras tirar la basura y mi joven y pajillero vecino esperaba el ascensor.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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