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Las Coloradas Capítulo 9

Con mi regreso, mamá había tenido que reorganizar su vida o, por lo menos, no hacer de sus amantes un hecho tan evidente. A mí me tenían sin cuidado sus actividades sexuales, siempre que mi nuevo mundo no se viera alterado en la organización que habíamos planeado cuidadosamente con Laura. A pesar de su actitud distraídamente permisiva, nunca tuve la certeza de sí ella sabía o por lo menos sospechaba de nuestra relación; en todo caso, nuestra planificación venía a solucionarle problemas de incómoda convivencia.
Durante la semana me dedicaba al estudio con verdadero ahínco, tal como ella lo había hecho para salir del ghetto, pero en mi caso no era sólo para asegurar una independencia económica; además de mi parte en la herencia familiar, yo ansiaba ocupar el lugar que mi padre había dejado vacante en el estudio de abogados.
Los viernes por la tarde, Laura me esperaba con su camioneta en la puerta del colegio y partíamos hacia la chacra que albergaba nuestra felicidad. Durante todo el fin de semana y como un matrimonio bien avenido, alternábamos las sesiones en el taller con las ahora serenas relaciones sexuales, de las que cada vez obteníamos mayor satisfacción, porque el amor se profundizaba aun más en la misma medida en que yo maduraba día tras día.
Pasaron los meses y los años, en los que nuestra relación llegó a consolidarse de una manera envidiable, con una sinergia simbiótica casi mágica. Nuestro amor no había decrecido con el paso del tiempo sino que su potenciación lo tornaba casi intolerable. Los cinco días que yo pasaba en la ciudad se nos antojaban eternos y nunca era demasiado temprano para llegar a la chacra y amarnos como si hiciera años que no estábamos juntas.
Ya cercana a los cuarenta años, Laura semejaba una especie de Dorian Gray femenino y rejuvenecía a mi lado, en tanto que yo estilizaba mi figura y sofisticando el maquillaje, destacaba algunos rasgos que me hacían parecer mayor, cobrando un aspecto tan espectacular que enloquecía de celos a quien le había dado sentido a mi vida, pero a pesar del asedio constante de los hombres, especialmente algunos de los amantes de mi madre que hasta llegaron a manosearme descaradamente, yo desalentaba, sutilmente o a los golpes, cualquier intento de establecer cualquier tipo de relación, con lo que mi círculos de amistades masculinas era escaso, por no decir nulo.
Acababa de cumplir diecinueve años, cuando un hecho trágico vino a romper la armonía de nuestra vida; mi abuelo Marco, arribado recientemente de Europa, tuvo un ataque cardíaco y falleció. Cuando llegamos a casa de mi abuela después de un frenético viaje desde la chacra, Ana nos pidió que nos quedáramos con ella a velar el cadáver durante la noche.
Superado el trámite del entierro y con su franqueza habitual, mi abuela le dijo a Laura que no se ofendiera pero quería pasar el resto del día a solas conmigo. Cuando todos se despidieron, se recostó en la cama pidiéndome que lo hiciera a su lado.
La sutileza no era su fuerte y, sin demasiados prolegómenos, abordó el tema de mi larga convivencia parcial con Laura. A ella no se le escapaban las actitudes de dos personas que se amaban, especialmente si eran mujeres. Con el mismo cariño y naturalidad de cuando me contaba extraños cuentos infantiles de una cultura que me resultaba extraña, me refirió de sus experiencias a manos de los alemanes durante la guerra y, para beneficio mío, hizo hincapié en la relación ocasional con Gerda que le había abierto las puertas a un nuevo mundo de la sexualidad.
Pidiéndome que le alcanzara la enigmática foto de la hermosa villa junto al lago, me refirió con todo lujo de detalles el descubrimiento de su amor por Christina - a causa de la cual yo me llamaba así -, la mágica relación sexual que se había establecido entre ellas y la dolorosa separación a que el fin de la guerra las había sometido. Esa maravillosa casa las había albergado en sus momentos de mayor dicha y conociendo intuitivamente de mi relación con Laura – lo que la llenaba de una nostálgica satisfacción -, me hacía depositaria del cuadro, al dorso de cual encontraría un sobre lacrado que recién debería abrir después de su muerte.
Durante horas y con un brillo desacostumbrado en su mirada - taciturna de ordinario -, se explayó en el relato minucioso de sus relaciones sexuales, desde aquella tarde tormentosa en el bosque; de la belleza casi infantil de Christina, de su voz delicada, su refinada cultura de pobre niña noble, de su matrimonio forzado con un hombre veinte años mayor que ella, de su pertenencia a una de las familias de mayor alcurnia alemanas y de esas pequeñas anécdotas íntimas que yo tanto conocía y que sólo dos mujeres que se aman con desesperación pueden protagonizar.
Fue tal el apasionamiento que puso en describirme a su amada con la minuciosidad de su enfervorizado recuerdo que, ya tarde en la noche y cuando se durmió aliviada por haberme hecho poseedora de su secreto más preciado, la imagen de Christina era tan perfecta que podría haberla reconocido de inmediato en medio de una multitud.
Meses después y ya en pleno verano, disfrutamos con Laura de días verdaderamente dichosos. Había finalizado el secundario e inscripta en la Facultad de Derecho, gozaba inmensamente de esa mayoría de edad simbólica que me liberaba de la rutina cotidiana del colegio y me permitía comenzar a concretar uno de mis sueños.
El maravilloso clima del verano nos incitaba a disfrutarlo y permanecíamos horas al borde de la pileta tostándonos al sol, a tal punto que mi piel había tomado el mismo color cobrizo de la de Laura y sólo mi larga cabellera rojiza marcaba con exactitud nuestra diferencia de orígenes. Tal vez provocado por la bondad del clima, la euforia de la reciente democracia o la alegría de mi liberación al yugo estudiantil, lo cierto es que ambas nos sentimos como revitalizadas y progresivamente, volvimos a hundirnos en el vórtice pasional de los primeros tiempos.
La soledad de la chacra hacía propicia la ocasión para que, totalmente desnudas y expuestas a los ardientes rayos del sol, nos sumergiéramos en interminables sesiones de amor y sexo de las que emergíamos, rasguñadas y laceradas, pero inmensamente satisfechas, sólo para finalizar en la frescura del cuarto que parecía incitarnos con la intimidad de sus recuerdos y en esa protectora penumbra nos sometíamos recíprocamente hasta el agotamiento.
Era diciembre y estábamos haciendo los preparativos para la cena navideña a la que acudiría mi madre en compañía del hombre que era su circunstancial pareja y, por las apariencias, la definitiva. Yo me había quedado en casa arreglando el árbol de Navidad, en tanto que Laura, a bordo de su flamante camioneta, había ido al pueblo para recoger las compras y regalos que habíamos realizado días antes.
Cercano el mediodía, una espesa nube de tierra anunciaba la llegada veloz de un vehículo pero no se trataba de ella, sino de un patrullero de la policía local que me traía una noticia infausta; al ingresar a la ruta cuando salía del pueblo, un omnibus de larga distancia la había rozado haciéndole cruzar el camino, donde un camión que venía en sentido contrario la arrolló, terminando de destrozar el vehículo. Su muerte había sido instantánea y el cuerpo estaba alojado en la morgue local.
No acudí a verla ni me interesé en otra cosa que no fuera llorar durante horas. Luego y tras darme ánimo con varias copas de vodka, tomé una maza y destrocé minuciosamente, una a una y en minúsculos pedazos, todas las estatuas que Laura hiciera de mí y que nunca había querido exhibir. Cada una de ellas representaba distintas etapas de nuestro amor y conocía del íntimo valor de nuestras relaciones más profundas y secretas. Sin Laura para compartirlas no tenían sentido alguno y no estaba dispuesta a que cayeran en manos desaprensivas que pudieran lucrar o mancillar nuestras más excelsas muestras de amor.
A la mañana siguiente y a mi pedido, llegó mi madre para rescatarme y volvimos a Buenos Aires. Después supe que sus familiares, que también lo eran míos, habían retirado los restos de la morgue y organizado unas exequias hipócritamente fastuosas, aprovechando para medrar con la importancia que los medios le brindarían a la otrora descarriada oveja negra, convirtiéndola en una especie de mártir del arte.
Refugié mi tristeza en casa de la única persona capaz de comprender mi dolor y única depositaria de mi secreta relación. Esos meses pasados junto a la abuela Anita, contribuyeron a mitigar mi dolor y, fundamentalmente, a no renegar ni considerar sucio o perverso al mundo de amor genuino que habíamos elaborado con Laura. Con paciente sabiduría se preocupó por buscarme distracciones y salíamos juntas a pasear. A sus sesenta y ocho años, la espectacularidad de su melena – ahora teñida, naturalmente – y su opulenta figura que había engrosado pero conservaba intactas su prestancia y espectacularidad, nos convertían en centro de atracción para los hombres, regodeándonos orgullosamente con su babosa admiración y su estúpido machismo.
La abuela me hizo comprender la importancia que tiene para una mujer ser ilustrada y, a través de esa educación, obtener la independencia económica que le permita prescindir de los hombres. Ahora yo tenía esa oportunidad, bienes propios y él deber de continuar con lo que mi padre había iniciado en el Estudio: estudiar y recibirme de abogado, debería constituir para mí, más una obligación que un derecho.
Ella, con sus menguados conocimientos y la presión de una religión esclavista para las mujeres, había debido ceder y someterse a la dictadura de los deseos de su padre, casándose con un desconocido y debiendo ir a vivir a ese pueblo perdido en Silesia, lejos de su ciudad natal. Allí había tenido que soportar el sometimiento sexual de los alemanes, situación por la que no guardaba rencor ni mostraba arrepentimiento y de la que en cambio había sacado provecho material; económico y sexual, pero recordaba con tristeza que siempre, aun en la más placentera de las circunstancias, se había sentido utilizada como cualquier cosa, menos como mujer. La única persona que la había amado y valorado era Christina, pero su amor fue un imposible.
Ya en la Argentina y gracias a sus planes largamente elaborados en Polonia, mi abuelo se había convertido en un poderoso patrón de la prostitución, olvidando su pusilánime proceder ante los germanos o tal vez a causa de ello. Era cierto que ella había gozado de su fortuna fingiendo ignorar esas actividades de mi abuelo, pero había veces en que su conciencia la remordía al recordar que su bienestar y riquezas estaban sustentados en la explotación de esas pobres mujeres que, como ella, habían sido desarraigadas de su tierra y afectos, esclavizadas como animales.
Muerto su marido y aunque las condiciones actuales de las mujeres eran distintas, ella estaba negociando la venta de su cartera de clientes y la libre renovación de los “contratos” de trabajo con el único competidor que había tenido mi abuelo, otro judío llamado Bernardo. El “negocio” se había sofisticado demasiado, con catálogos en video, limousinas, costosas ropas de noche, estilistas, maquilladores y fina bijouterie, convirtiendo a las jóvenes prostitutas y modelitos de segunda línea en la nueva denominación de ”Escorts”. Eso la superaba y a su edad, prefería disponer del dinero para utilizarlo en inversiones menos temerarias y que a la hora de heredarlas – mi madre y yo – no nos trajeran dolores de cabeza.
Cuando ese año Cristina ingresó a la facultad, lo hizo con el firme propósito de no defraudar a su abuela, a la memoria de su padre y a ella misma, terminando la carrera en el menor tiempo posible. A juzgar por el afán con que encaró los estudios, su escaso apego a la diversión y la indiferencia que demostró hacia sus compañeros, especialmente los hombres, hizo presuponer que sus propósitos se cumplirían.
Asistía regularmente a clases, inscribiéndose en cuanto debate, foro, conferencia o simposio pudiera serle útil y, lentamente, comenzó a abrirse con la gente, comprendiendo que era fundamental para una carrera como la que había elegido. Por natural inclinación afectiva, ella prefería la compañía de las chicas, pero aquellas, por celos de su hermosura o por ese sexto sentido que tienen las mujeres para detectar a los que no son iguales a ellas, la esquivaban diplomáticamente. Sin embargo, fuera por su apellido o ese halo misterioso de su distancia, dos o tres accedieron a estudiar con ella en su casa y se cuidó muy bien de no incurrir en ningún error, aunque ninguna de ellas la atraía para nada.
Su simpatía para con quienes dejaba penetrar tras su coraza y la circunstancia de que la vieja casona de la calle Paraguay le pertenecía por entero, ya que su madre había contraído matrimonio con su actual pareja, hizo que se fueron agregando los novios-compañeros de las otras chicas. La solitaria mansión recuperó el sonido alegre de las voces jóvenes, aunque durante esas reuniones no sucedía nada extraño.
Durante el segundo año se agregó al grupo de la facultad un muchacho llamado Román que no tenía pareja, pero como era brillante y parecía tener el mismo propósito fanático de Cristina, ella lo invitó a participar de las reuniones de estudio en la casa. Con distintos pretextos, él trataba de frecuentarla fuera de los estudios y Cristina, primero con renuencia y luego con curiosidad, comenzó por aceptarle un café, luego una copa y finalmente, aceptó salir una noche al cine.
Por su experiencia desafortunada en el Rialto, había desarrollado un miedo cerval por ir al cine y menos en compañía de un hombre, pero Román fue tan cortés, discreto y amable que gozó realmente de la película y con su compañía. A esa salida se sucedieron otras y Cristina comprobó que la proximidad de Román le provocaba ciertas inquietudes que ella no creía posibles, toda vez que tenía totalmente asumida su homosexualidad.
Durante unos días decidió tomar distancia, pero finalmente cedió ante la insistencia de él y aceptó cenar en un recoleto restaurante. Cuando Román la invitó a bailar, pretextando su ignorancia total se negó obcecadamente, hasta que ante su insistencia consintió moverse al ritmo lento de un bolero. Acaso genéticamente, se adaptó fácilmente al suave balanceo de la danza, cayendo sorpresivamente en la cuenta de cuanto le gustaba sentirse estrechada entre sus brazos y, abandonándose, lo disfrutó.
El volver a sentir el calor de un cuerpo junto al suyo después de tanto tiempo la perturbó y no fue para bien. Su cuerpo se había adherido al del hombre y en la medida en que este la ceñía con mayor fuerza, sintió contra su muslo la vigorosa virilidad y comprendió cuanto la necesitaba. Sin apenas decirse nada, bailaron durante horas, fundiendo sus alientos y aromas en el calor del abrazo.
Cuando llegaron a la casa, a los dos les temblaban las manos de los nervios. En total silencio penetraron al enorme zaguán revestido en madera con unos enormes maceteros flanqueando la puerta de entrada y ascendiendo los tres escalones cubiertos por una espesa alfombra azul se estrecharon en un apretado abrazo, uniendo sus bocas en un beso, ávido y goloso.
Por primera vez Cristina unía voluntariamente sus labios y su lengua con un hombre. Sentía aletear frenéticamente aquellos pájaros que únicamente Laura instalara en su estómago y como poseída por unas ansias locas, se restregó contra el cuerpo de Román. Ella tenía las mismas ganas que él de que aquello se concretara de una manera total, pero no estaba dispuesta a llevar a su cama al primer hombre que se le cruzara. Pretextando que su madre estaba de visita e iba a verificar si todo estaba cerrado como para asegurarles privacidad, corrió hacia el baño y quitándose la bombacha empapada por los jugos vaginales, se lavó el sexo en el bidet.
Cuando regresó al zaguán volvió a estrecharse con Román, facilitándole las cosas para que pudiera desprenderla del vestido, mientras ella se dedicaba a despojarlo de la camisa y el pantalón. Cuando ambos estuvieron desnudos, él se sentó en el borde de uno de los maceteros y Cristina, arrodillándose sobre la alfombra tomó entre sus manos al casi rígido miembro. Tal como lo hiciera con los consoladores, comenzó a recorrerlo lentamente de arriba abajo con la lengua, degustando esos sabores acres tan distintos a los de Laura, extasiándose con la tersura de la piel y aplicándose con los labios a chupetearlo mientras los dedos acariciaban la cabeza del pene, descorriendo el prepucio y torturando las carnes del glande.
Finalmente, los labios entreabiertos se apoderaron de la cabeza y fue introduciéndola en la boca hasta que atenazaron al sensible surco y la lengua azotó golosamente la ardiente testa. Obedeciendo la presión de las manos de Román, introdujo al grueso falo hasta que sus labios rozaron el vello púbico y en el fondo de su garganta nacía una incipiente arcada. Su cabeza fue cobrando un ritmo alucinante, mientras las manos colaboraban en la masturbación y la caricia a los genitales.
Román emitía un sordo bramido de satisfacción y acompasó el vaivén de sus caderas con el de cabeza de Cristina, quien también emitía quejumbrosos gemidos, hasta que súbitamente, la esperma caliente se derramó entre sus labios y lejos de rechazarla, la sorbió llenando su boca de un líquido espeso melosamente dulce y almendrado, tan lejano al sabor de los orgasmos de Laura, que tragó con verdadera fruición. Luego de chupetear y lamer hasta la última gota que expulsó la verga, se acostó rendida en el descanso, dejando sus piernas abiertas sobre la pendiente de los escalones.
Acostándose sobre ella, Román miraba embelesado sus hermosos pechos y bajando la cabeza, dejó que su lengua explorara la extraña superficie de esas aureolas oscuras, granuladas y abultadas como otro pequeño seno. Luego dirigió su atención al endurecido pezón y allí se entretuvo, agitándose como la de una serpiente, rápida, presurosa y violenta. Dejó que el suave interior de sus labios lo refrescarán con leves roces, para después ceñirlo fuertemente entre ellos sometiéndolo a una fortísima succión que derivó en un tenue mordisqueo de los dientes, en tanto que su mano sobaba y estrujaba la pulposa carnosidad del otro seno, clavando profundamente sus dedos en ella.
Cuando los dientes comenzaron con el mordisqueo, retorciendo y estirando la carne, el pulgar e índice se adueñaron del pezón, haciendo que Cristina, apoyada en sus codos y meneando enloquecida la cabeza echada hacia atrás, le suplicaba que no cesara en su intento porque sentía próxima la llegada del orgasmo. Arqueando su cuerpo envarado por la tensión, elevó la pelvis apoyándose solamente en los hombros y pies, mientras le anunciaba entre gemidos la obtención del líquido alivio y empujaba empecinadamente su cabeza hacia el sexo. Exageradamente abiertas, las piernas exhibían en su vértice la abultada e inflamada prominencia de la vulva que, dilatada, esperaba ansiosa la visita de la boca masculina. Cubierta ahora por una suave y recortada vellosidad caoba, el tajo húmedo semejaba la boca siniestra de alguna planta carnívora y un leve movimiento de sístole-diástole parecía invitarlo a penetrar en el rojizo óvalo, rodeado por la profusión oscura de sus pliegues.
Poniéndose de rodillas ante el sexo palpitante, entreabrió con sus dedos la parte superior de la vulva, aplicó los labios sobre ella y la lengua se introdujo hasta encontrar el tubo carnoso del clítoris. Con los índices de ambas manos separó las carnes de la vulva que lucía como una mojada mariposa de iridiscentes tonalidades que iban desde el pálido nacarado de las profundidades hasta el casi violeta de los bordes. Labios y lengua se enseñorearon de la inflamada región chupeteándola con saña, para luego apoderarse de la excitada excrecencia, torturándola fuertemente con labios y dientes.
Los más de dos años de abstinencia habían condicionado la explosiva respuesta de Cristina ante un sexo oral del que no disfrutaba desde la muerte de Laura. Cálidas oleadas de placer se expandían desde el fogón de su sexo y concentrándose en la nuca, estallaban en furiosas llamaradas que nublaban su entendimiento. Las ya olvidadas y diminutas manos que hirvientes y lacerantes se colaban por los intersticios de sus músculos, volvían a tironear de sus carnes arrastrándolas hacia la volcánica lava del sexo.
Gozosamente y después de tanto tiempo, otro orgasmo se sucedía al anterior, instalando una vez más aquellas tremendas ganas de orinar que lo prologaban, cediendo finalmente paso a sus humores y un caudaloso río de flujo, caliente y espeso escurrió hacia la sedienta vagina. Al sentir como el alivio inundaba al canal vaginal, imprimió a su pelvis un violento movimiento ascendente y la boca de Román se hundió en la caverna oscura para sorber con fruición los ásperos y fragantes sabores que rezumaban sus entrañas.
Aun sacudía espasmódicamente sus caderas cuando, alzándole las rodillas hasta el pecho, Román la penetró violentamente, arrancando un gemido de la abstinente mujer. El estaba como poseído y sosteniendo al falo entre sus dedos, lo retiraba del sexo para volver a penetrarlo cada vez con mayor rudeza. Cristina sentía como la verga raspaba fuertemente la superficie de la vagina y, desgarrándola, forzaba la delicada piel del cuello uterino, golpeando rudamente en la mucosa superficie del endometrio, recordándole las mejores penetraciones de los consoladores de Laura.
Liberando sus piernas, rodeó con ellas las nalgas de Román y presionó con fuerza hasta sentir golpeando contra su ano los genitales del hombre. Los cuerpos se acoplaron con una perfección asombrosa e iniciaron una contradanza de pasmosa simetría, el cuerpo de la mujer ondulando en imperiosos embates y el del hombre, arremetiendo furiosamente contra el vulnerable sexo.
Cristina condujo al hombre y este se tumbó de espaldas. Ella se montó ahorcajada sobre él pero dándole la espalda y, lentamente, fue hundiendo al duro miembro tan profundamente como sus carnes se lo permitieron, iniciando una demencial cabalgata en la que desgarraba y laceraba con inmenso placer su propio cuerpo.
Román la había tomado por las caderas y acompasaba su ritmo al de la sexual amazona quien, tomando su mano derecha, la guió hacia la profunda hendidura entre las nalgas, propiciando la penetración del ano por el dedo pulgar de él. Rugiendo de placer, acrecentó aun más la oscilación de su vaivén, mientras estrujaba sus senos y se masturbaba con la mano hasta que de improviso, totalmente obnubilada, se desprendió de él y acuclillándose con las piernas abiertas, fue descendiendo mientras intentaba penetrarse a sí misma por el ano.
Apoyando sus manos sobre el final de la espalda, allí donde se formaban dos deliciosos hoyuelos, Román pretendió arremeter contra el negro agujero que, a pesar de la excitación de ella, resistió la forzada penetración. Iracundo, el hombre penetró la mojada cavidad de la vagina moviendo en círculos su pelvis, haciéndola prorrumpir en soeces exclamaciones.
Finalmente, retirando el miembro lubricado por las mucosas, lo apoyó firmemente contra el fruncido ano y esta vez sí, los esfínteres se dilataron complacientes. El poderoso falo irrumpió victorioso dentro del recto de la mujer que jadeaba sollozante, profundamente conmovida, emitiendo un sordo bramido por la boca abierta en un reprimido grito de satisfacción y de la cual manaba una espesa saliva que, escurriéndose por la mandíbula empapaba su cuello. Respirando afanosamente por el dolor, sacudió su larga melena y meneó la grupa que se alzó aun más, facilitando la penetración bestial del hombre que, rugiendo a la par de la mujer, le demandaba que acompañara con el orgasmo su eyaculación.
Dándose mutuamente instrucciones inconexas y con sus pechos a punto de estallar, prorrumpieron casi simultáneamente en exclamaciones de placer. El eyaculó una tremenda cantidad de semen dentro el ano de la mujer que luego esparció hasta su sexo con la punta del falo. Agotado, Román se recostó desmayadamente sobre los escalones, ocasión que aprovechó Cristina para recoger sus ropas y meterse apresuradamente en la casa, cerrando la puerta con llave. El respetó esa aparente muestra de pudor tras aquella actitud tan salvaje y vistiéndose, se retiro.

Al otro día, ella lo llamó por teléfono pidiéndole disculpas por su vergonzosa actitud de la noche anterior e invitándolo que fuera a visitarla. Ya instalados en el living, ella le confesó que, sin ser promiscua, su vida no había sido un ejemplo de castidad pero que desde hacía dos años no tenía sexo a causa de la muerte de su pareja, cuidándose muy bien de ocultarle que esta había sido una mujer. El aceptó su explicación del por qué de su insólita respuesta animal y ambos coincidieron que si bien no estaban enamorados el uno del otro, sexualmente se atraían y complementaban muy bien, por lo que decidieron constituirse en pareja, pero sin compromisos de fidelidad ni convivencia.
Se inició así un largo período en el que ambos estudiaron juntos, perfectamente integrados en eso también y avanzaron rápidamente en sus carreras. Había noches intensas, tras las cuales Román amanecía en su cama y algunos fines de semana los pasaban a solas en la casa. También Cristina visitaba su departamento y se quedaba a dormir, pero nunca, ninguno, ni siquiera sugirió la idea de vivir juntos.
Tres años después de aquella espectacular noche en el zaguán y por pequeños detalles, Cristina fue cayendo en la cuenta de que la actitud de Román había sido perfectamente calculada y su seducción respondía a una especie de apuesta o desafío con sus compañeros que, a la par que admiraban la exuberante belleza de la joven, dudaban de su feminidad.
Román había ganado con creces la apuesta, disfrutando hasta el hartazgo de la insaciable voracidad sexual de “la colorada” y recién entonces, ella advirtió que él también ambicionaba ganar un lugar a su lado en el Estudio cuando ella se hiciera cargo de su puesto, usufructuando en su beneficio las ventajas del apellido ilustre
Tras la obtención de su título y cortando de cuajo toda relación, lo despidió con cajas destempladas para abocarse a su carrera en el Estudio, tomando esa responsabilidad con el mismo ímpetu con que lo había hecho su padre. Tenía el deber de demostrar a los demás que no sólo las acciones y el apellido le permitían acceder a un lugar de privilegio en una profesión normalmente dominada por hombres.
Su tenacidad y empuje, unidos a su belleza y capacidad, pronto la llevaron a ocupar un lugar destacado, tanto entre sus socios como en los mismos Tribunales, ganándose el respeto de colegas, jueces y fiscales. La firmeza de su personalidad unida a su físico imponente y el indudable peso de su histórico apellido - aunque ella se negara a reconocerlo - la hacían temible a la hora de litigar.
Un poco más allá de los veinticinco años, aparte de su profesión se había convertido en una especie de anacoreta, si cabe, una misógina femenina, una joven solterona que disfrutaba de la soledad y la tranquila calma de los enormes cuartos del vetusto caserón.
Ausente durante el día, había establecido un menú con una rotisería alemana y, cómodamente instalada en un sillón del living frente al televisor, se deleitaba con los sabrosos platos que la gorda germana le preparaba especialmente, acompañándolos con exquisitos vinos de una exigente bodega privada que había ido formando con los años. Entonada por la cena y los vinos, hacía gala de la cultura alcohólica desarrollada junto a Laura y luego de comer, se recostaba en la amplia cama degustando unas copas de ginebra, gin o vodka, lentamente, a pequeños sorbitos, gratificándose con la lectura de un buen libro hasta que el sueño y el cansancio la vencían.
Pero la soledad no la había insensibilizado; ciertas noches, los recuerdos y el alcohol eran más fuertes y revivía con nostalgia los momentos imborrables vividos junto a Laura. Como respondiendo a un ritual, remedando las manos de la amante, comenzaba por acariciar con reluctante lentitud la rotunda belleza de su cuerpo. Inmersa en los recuerdos que los vapores del alcohol parecían hacer más nítidos, terminaba por masturbarse recurriendo a la ayuda de los consoladores que había rescatado de la chacra, como única evidencia física del amor que aun sentía por la prima de su padre. El día siguiente la encontraba reconfortada y de un humor muy especial, con mayor fuerza y decisión, como si se hubieran agudizado sus sentidos y pobre de aquel, fiscal o litigante, que se le ocurriera oponérsele.
Las crisis políticas, con sus recurrentes casos de corrupción y acusaciones cruzadas entre los dos partidos mayoritarios, le habían dado la oportunidad de revelarse como una de las abogadas más aguerridas, combativas y sutiles del foro. En algunos casos defendiendo y en otros querellando, siempre obtenía éxitos inexplicables para sus colegas que, más mediáticos y populares pero menos eficaces, la envidiaban e intencionadamente dejaban deslizar el rumor que aquellos se debían a los favores sexuales que otorgaba a jueces y camaristas, para lo que estaba especialmente bien dotada por la naturaleza.
Eso la mantenía indiferente, pero lo cierto era que no estaban del todo descaminados. A que a pesar de su capacidad y suficiencia, recurría con frecuencia a sus encantos físicos para influir sobre alguna decisión, llegando hasta la osadía de tomar alguna copa o cenar con personajes clave para sus casos, pero nunca hasta el límite de permitirles intimidades o generar algún compromiso. La resonancia de su prestigio se transfirió a todo el Estudio, sumando rápidamente a importantes empresas dentro de la cartera de clientes. A los veintisiete años hacía justicia a la hidalguía del apellido de sus ancestros paternos, pero también a la perspicacia y astucia innata de los judíos.
El trajinado quehacer cotidiano le dejaba poco tiempo para dedicarse a sí misma, con lo cual la dimensión de su soledad se agigantaba, pero el cuerpo no podía ignorar los reclamos histéricos de sus entrañas y, casi cotidianamente, se sumergía en el limbo del alcohol que propiciaba la manipulación del cuerpo. Progresivamente se intensificaban sus necesidades y no podía prescindir del alivio que le procuraban los falos artificiales, con los cuales ya no sólo se penetraba vaginalmente para obtener sus orgasmos sino que, en ciertas ocasiones, no los alcanzaba sin antes sodomizarse. Aunque a cada uno de esos actos lo consideraba un homenaje a la mujer que la había introducido al verdadero sexo, por las mañanas se sentía sucia, arrepentida y avergonzada de sus solitarios hábitos sexuales.
Así pasaron los días, los meses y los años, hasta que a comienzos de 1990, sin ningún contratiempo de salud ni causa aparente, la vida de Hannah se apagó tan discretamente como había transcurrido. Por el abogado de Marco, se enteró de la dimensión real de la fortuna que este había acumulado y que, siendo convertida en valores por su abuela, se encontraban depositados en cuentas numeradas en Jamaica a nombre de Sofía y Cristina. Realizados los trámites legales necesarios, madre e hija se encontraron con la nada despreciable suma de un millón seiscientos cincuenta mil dólares cada una.
Cristina recordó la fotografía que su abuela le había regalado con tanto cariño. Descolgándola de la pared, arrancó el sobre que estaba firmemente adherido al dorso y abriéndolo, encontró una carta manuscrita en un español mucho peor del que hablaba. A los tropezones volvía a contarle su relación con Christina, de por qué había insistido para que su madre la llamara de la misma forma y del inmenso valor que esa villa tenía para ella.
Sensibilizado por los años o tal vez porque realmente la quería, Marco la había adquirido a su nombre y encargado de la administración y mantenimiento a una reconocida inmobiliaria de Varsovia. Ahora, y por un testamento hológrafo que adjuntaba, ella era la única depositaria del más bello recuerdo de la anciana que, pensando en ello, encontraría la paz.
Un poco desconcertada por esa súbita avalancha de acontecimientos; la pena por la muerte de Hannah, la herencia recibida y ese plus de la villa en Polonia, decidió tomarse unos días de licencia para poner en orden sus ideas y planificar el futuro. Siempre que necesitaba pensar, debía ocuparse de asuntos menores y revisando su vestuario, descubrió que realmente poseía más cosas de las imaginadas, pero que necesitaban de orden y limpieza. Juntó toda la ropa que necesitaba lavar y después de cenar, se dirigió al lavadero automático que había a la vuelta de la esquina.
Estaba acomodando la ropa dentro de la máquina, cuando alzó distraídamente los ojos y se encontró frente al más atractivo rostro que viera en los últimos tiempos. En rigor, no era excepcionalmente hermoso, sino que sus facciones emanaban tal sensualidad que le era imposible sustraerse de admirar su boca, generosa y perfectamente delineada, la nariz pequeña, levemente respingona y la línea de sus cejas, arqueadas sobre los enormes ojos de los que desconocía el color, ya que la mujer estaba leyendo una revista.
El cabello, lacio y color miel, era brillante y, partido al medio, le llegaba hasta un poco por debajo de los hombros. Por lo que podía adivinar de su cuerpo sentado, era de talla mediana, pechos regulares y las piernas cruzadas lucían esbeltas y finas. A esa distancia, no aparentaba tener mas de treinta o treinta y dos años.
En esos años de obligada abstinencia, se había sentido atraída por varias mujeres, pero fuera por ser casadas o su miedo a ser rechazada, no consiguió concretar nada, pero esta desconocida ejercía un magnetismo tal que le era imposible escapar a su influjo.
En cuclillas junto a la bolsa y olvidada del lavarropas, se vio sorprendida por la mirada de la mujer que, alzando sus ojos de la revista, la miró fijamente con curiosidad. Como hipnotizada, Cristina no podía despegar la vista de esos ojos grises que la miraban inquisitivos y en una sensación olvidada, sintió subir un calor creciente desde su sexo atravesándola como una lanza y un aluvión de mariposas espantadas se apoderó de su vientre.
Súbitamente, la mujer le sonrió y fue como si hubiese salido el sol. Encandilada y para disimular su turbación, Cristina se levantó y extrayendo apresuradamente un cigarrillo, le pidió fuego. La mujer la atraía mucho más de lo que había supuesto y la fragancia que brotaba de su cuerpo la mareó, al punto que sus manos temblaban sosteniendo el cigarrillo y la mujer las aquietó entre las suyas mientras sujetaba el encendedor.
Confundida, volvió junto a su ropa y la cargó en la máquina, tras lo cual le preguntó a la mujer cuánto tiempo debía programas el timer. Con una voz baja y suave, aquella le indicó que se fijara en la máquina de al lado, que era la suya. Cristina la programó para que terminara junto con la otra y se sentó a esperar.
Al terminar y cuando la mujer fue hasta la caja para devolver los canastos, metió apresuradamente su tarjeta personal dentro de la bolsa de plástico negro e, intercambiándolas, escapó con la bolsa de la mujer como si fuera una delincuente.
El día siguiente lo pasó en ascuas sin moverse de su casa a la espera de que sonara el timbre y atenta a los menores ruidos que se produjeran en la puerta. Cuando la oscuridad invadió los cuartos, terminó de cenar desilusionada y recién se había acomodado para distraerse mirando un rato la televisión, cuando sonó el timbre. La ansiedad la paralizó por un momento hasta que reaccionó; corrió a abrir la puerta y allí estaba.
Linda, espléndida, más alta y delgada de lo que supusiera. Las dos fingieron ignorar que el cambio de bolsas había sido intencional y nerviosamente, se interrumpían mutuamente en el afán de explicarse que eran unas atolondradas y siempre les sucedía lo mismo. Súbitamente, ambas callaron y estallaron espontáneamente en alegres carcajadas. Cristina se hizo a un lado e invitándola a pasar la condujo al living donde, tras sentarse y sin saber que decirse, se quedaron calladas con los ojos prendidos en los de la otra, atraídas magnéticamente.
Finalmente y con su voz baja enronquecida por la emoción, la mujer que dijo llamarse María, le pidió disculpas por la hora pero no había podido venir antes ya que trabajaba en un supermercado cercano hasta las nueve de la noche. Le contó que era viuda desde hacía cuatro años, con dos chicos de ocho y diez años y que, como la noche anterior, recién había podido salir después de darles la comida. Mientras la escuchaba conversar con esa voz sugerentemente baja y suave, Cristina se fue tranquilizando y, sin proponérselo, acarició las manos que la mujer mantenía unidas sobre su falda.
El contacto las hizo estremecer y en los ojos de María se dibujó una súplica como pidiéndole clemencia ante la ansiedad sexual que expresaba la mirada de Cristina. Esta levantó su mano y rozó apenas la mejilla, bajando por el cuello hasta el escote de la blusa de María, quien cerró los ojos y entreabrió los labios en un suspiro profundo.
Acarició levemente la superficie ruborosa del pecho palpitante y bruscamente, como si tratara de evitarlo, se levantó ágilmente para alcanzarle la bolsa con su ropa. Las dos sabían que estaban recitando un diálogo de compromiso pero que la realidad era otra. Sin embargo, la soslayaron y María, tomando su bolsa se encaminó a la salida y allí se despidieron, repitiendo falsas fórmulas de cortesía.
Cristina pasó el día siguiente arreglando distraídamente cosas en la casa, pero su mente estaba en otro lado. Después de Laura, ninguna mujer la había atraído en la forma en que lo hacía María. La noche anterior se le había hecho larguísima, tratando de recrear en su olfato la fragancia singular de la mujer, mezcla de ese olor particular que emanamos todos y el aroma de algún perfume que, por barato, no era desagradable. Trataba de imaginar cómo sería desnuda y recreando en su piel la caricia de sus manos al cuerpo anhelado, se acariciaba con tal vehemencia que terminó en la masturbación, haciéndosele cierto que era María quien la poseía.
Por la tarde, no aguantó más esa angustia y caminó hacia el supermercado donde María le había dicho que trabajaba de cajera. Desde la calle la buscó a través de los cristales y sí, allí estaba. Con la vista clavada en su cabellera, prolija y brillante, entró al local y eligiendo lo primero que tuvo a mano, se colocó en la fila de su caja. Cuando alzando la mirada, María la descubrió, sus ojos grises se iluminaron y por un instante su boca dibujó una sonrisa pícara, entre alegre e irónica. Durante los diez minutos que Cristina tardo el llegar a la caja, se comieron con los ojos y cuando terminó de cobrarle, María la despidió con un sugerente “hasta luego”.
Las horas se le hicieron eternas y se mantuvo ocupada preparándose y alistando las cosas para la noche. Aunque seguía con el tratamiento en el que la iniciara Laura, prolija y pacientemente se afeitó todo su cuerpo, menos el recortado y atractivo triángulo de vello rojizo sobre el sexo y luego se sumergió en las aguas cálidas de la bañera, intensamente perfumadas por exquisitas sales. Un jabón emoliente terminó de borrar cualquier vestigio de vello, luego se enjabonó repetidamente con otro suavemente perfumado y, tras salir del agua, humectó la piel con delicados aceites. Cristina lucía espléndida, lisa y lustrosa como una estatua de porcelana.
A pesar de su larga experiencia sexual, era la primera vez que tenía una cita de amor con una mujer de la que desconocía todo y estaba tan nerviosa como una quinceañera. Tal y como lo había hecho Laura tantos años atrás, cubrió la cama con sábanas de satén, finamente bordadas y de un alucinante color azul oscuro. Acomodó mejor las luces de las lámparas, dándole a la habitación un rosado clima de intimidad y en el cajón de la mesa de noche, luego de lubricarlos con una crema afrodisiaca, acomodó dos consoladores que había adquirido recientemente. Sobre esa misma mesa dispuso dos copas y algunas botellas de licor. Aunque era otoño, la casa se mantenía cálida y le permitió vestir un vestido liviano que, sostenido solamente por dos finos breteles, dejaba adivinar cada curva, cada detalle de su cuerpo desnudo.
Sentada en un sillón cercano a la puerta que conducía al zaguán, esperó impaciente la llegada anunciada de María, degustando a pequeños sorbitos, el ardiente consuelo del vodka que, progresivamente, iba alimentando con su excitante calor los más recónditos rincones del deseo. Pasadas las once de la noche, el esperado timbre la sacó del nebuloso mundo fantásticamente erótico en que la sumía el alcohol.
Abrió prudentemente la puerta del zaguán y María se deslizó como un gato por la menguada rendija. Cerrándola con un golpe de su trasero, alargó los brazos tomando entre sus manos la cara de Cristina y acercando la boca, aplastó los labios húmedos y entreabiertos contra los suyos, empujándola contra la pared. Cargando su cuerpo contra el de la pelirroja, se restregó con ávida impaciencia contra el cuerpo generoso de Cristina.
Sorprendida por la vehemencia de María, no atinó sino a dejarse besar, pero luego reaccionó. Su lengua salió al encuentro de la golosamente furiosa de la mujer y sus manos, deslizándose por la espalda hasta arribar a las nalgas, las aferraron entre sus dedos aplastando el cuerpo contra el suyo y sintiendo como sus senos, vientres y muslos se estregaban rudamente elevando su excitación. Al cabo de un momento de esa especie de ceremonia de iniciación y como si aquella hubiese aliviado la presión con que la prolongada abstinencia las había torturado, se separaron con una cómplice sonrisa y sin decir palabra, tomadas de la mano, Cristina la condujo hasta el dormitorio.
Ya junto a la cama, sus dedos temblorosos desprendieron el simple vestido abotonado al frente y María quedó expuesta ante sus ojos. Desprendido el pequeño sostén, los pechos colgaron como dos grandes peras con esa consistencia pulposa que adquieren los de las mujeres que han amamantado. Las aureolas eran carnosas, pequeñas y rosadas, pero los pezones de madre, largos, gruesos y con una dilatada hendedura mamaria. Cristina acarició los pechos con delicadeza, provocando un estremecimiento en la otra mujer que arqueó involuntariamente su cuerpo hacia delante.
Ansiosa, Cristina aproximó su cabeza a los senos y la lengua se alojó en la arruga que producía debajo el peso de la mama, escarbando con delicadeza y limpiándola del sudor acumulado. Los labios se sumaron a la lengua succionando la suave carne con húmedos chasquidos. La mano derecha se había apoderado del otro seno y los dedos sobaban la carne palpitante, estrujándola con ternura. María había asido entre sus manos la cabeza de Cristina y ondulando su cuerpo, la estrechaba contra los pechos. La lengua tremolante llegó al erguido y expectante pezón, sacudiéndolo con la violencia de sus embates. Alternativamente, los labios lo rozaban con su húmedo interior y finalmente, lo rodearon, succionándolo apretadamente.
El suave jadear de María se había convertido en francos gemidos al ir trocando su boca de un seno al otro, a la vez que la mano adoptaba idéntico proceder. Encerrando entre sus dedos índice y pulgar al pezón, lo sometieron a un lento movimiento giratorio de torsión que se fue intensificando hasta llegar un momento en que las uñas se clavaron sañudamente en la punta inflamada. Paralelamente, los dientes habían reemplazado a los labios y el suave raer fue convirtiéndose en una feroz mordida que cubrió la piel de curvas y diminutas heridas.
Sollozando de angustia y mordiéndose los labios para acallar los ayes de placer, María presionaba tan firmemente la cabeza de Cristina hacia abajo que esta, abandonando los pechos, bajó con las manos el mínimo slip hasta los tobillos. Desde allí, manos y boca comenzaron un intrincado y laberíntico ballet sobre las pantorrillas, mojándolas con su saliva y sorbiendo de los poros las microscópicas gotas de transpiración.
Las yemas de los dedos emitían tan magnética sensación a las piernas de María, que esta asió sus abandonados pero ya excitados pechos, estrujándolos con tanta o más fiereza de lo que lo había hecho Cristina, la que seguía ascendiendo por las piernas, besando la suavidad de las corvas y llenando de chupones la tersura de los muslos interiores.
Lenta e inconscientemente, María había ido flexionando y abriendo las piernas, creando el espacio para que la cabeza de Cristina cupiese entre ellas, pero esta llevó primero la boca a la estremecida comba del bajo vientre que se sacudía espasmódicamente. Desde allí, descendió hasta las apretadas canaletas de las ingles, verdaderas colectoras del sudor que convergía hacia el sexo, sorbiéndolo con verdadera fruición. Parecía querer demorar el contacto con la vulva y la mano derecha de María bajó hasta ella para hundirse entre sus pliegues, excitando el capuchón del clítoris.
Entonces, la boca de Cristina se entreveró en los descuidadamente largos y espesos pelos del pubis y, apartando la mano de María, dejó que la lengua, ávida y diligente, se introdujera entre los mojados pliegues, buscando vibrátil el contacto con el excitado clítoris.
Ante el eléctrico contacto, María esponjó la cabellera de Cristina entre sus manos, presionando la cabeza contra el sexo e incrementando el balanceo de las caderas. Los labios de la pelirroja se apoderaron del tubo carneo, succionándolo fuertemente mientras el dedo mayor penetraba la vagina en un enloquecedor vaivén que llevó a la mujer a prorrumpir en sollozos de alegría y gemidos entrecortados, anunciándole la llegada del orgasmo y suplicándole que no cesara de satisfacerla. Viendo su desesperación, Cristina la penetró con dos dedos curvados, moviéndolos en ciento ochenta grados y aumentando la velocidad de la intrusión. Cuando el alivio la alcanzó, los gritos de María llenaron el cuarto mientras estrujaba con rudeza la cabeza de la pelirroja contra su sexo con las piernas temblequeantes.
Cristina ascendió por el cuerpo de María y, abrazándola dulce y estrechamente, la arrastro hacia la cama, donde ambas se dejaron hundir en la languidez del sexo satisfecho. Pasado un rato y luego de que Cristina se despojara de sus ropas, sirvió unas copitas de vodka y mientras las sorbían despaciosamente, María fue relatándole lo angustiantes que habían sido esos cuatro años de abstinencia absoluta y que había guardado, en parte por respeto a su marido y el gran parte hacia ella misma.
Si hubiera aceptado tantas relaciones ocasionales como las que le habían propuesto, no sería capaz de mirar la cara de sus hijos. Una mujer viuda que trabaja, parece llevar en la frente un cartelito que anuncia su disponibilidad y con ello su necesidad de sexo, que las fantasías machistas convierten en promiscuidad. Además del miedo a perder su trabajo, su fragilidad la asusta y esa inseguridad laboral facilita el asedio.
Como cualquier mujer que se ha visto abruptamente privada de sexo después de haberlo practicado con intensidad, experimentaba esas urgencias íntimas, pero cada vez que un compañerp de trabajo la cortejaba, no sólo imaginaba lo terrible de verse poseída por un extraño, sino la seguridad de que aquel no tardaría en difamarla propagándolo a los cuatro vientos, lo que la obligaría a responder positivamente a cualquier reclamo sexual que otros hombres quisieran hacerle.
Con absoluta franqueza, le confesó que jamás había considerado tener sexo con otra mujer. Durante los últimos años de la secundaria había sido un tema que se conversaba como si fuera una enfermedad y sus compañeras insistían en señalar a algunas otras alumnas como lesbianas o ”tortilleras”, que era la expresión común. Inocentemente, ella descreía de esos rumores ya que pensaba que el aspecto y modales de quienes lo hacían guardaban relación con la masculinidad y ninguna de las presuntas homosexuales resultaba así.
De todas maneras, cierta aprensión la llevaba a guardar distancia con ellas y las referencias al lesbianismo le provocaban rechazo y un poco de impresión que, sin llegar al asco, la estremecía al pensar que prácticas sostenían para satisfacerse y que tipo de perversiones cruzaban por sus cabezas con aquel acto antinatural.
Ahora, lo sucedido en el lavadero superaba todas aquellas especulaciones y se encontraba incapaz de juzgarse a sí misma. Al verla ahí, acuclillada junto al lavarropas exhibiendo generosamente sus piernas, con su espectacular melena roja y sus ojos tan transparentemente verdes, había experimentado un flechazo como nunca antes con persona alguna. Con un nudo en el estómago, sólo había podido sonreír ante la certeza de que con solo mirarla se había enamorado locamente y la seguridad que no se reduciría al plano de un amor platónico y secreto, sino que él le procuraría la satisfacción sexual de la que llevaba tanto tiempo privada y necesitaba imperiosamente. Todo era muy loco, pero no había podido dejar de pensar en ella un solo instante y sólo su fuerza de voluntad le había impedido ceder la noche anterior.
Cristina también había sentido el mismo impacto, pero ella llevaba consigo no sólo sus cinco años de experiencia con Laura, sino el plus genético que Hannah y Sofía le aportaran. Mientras María le hablaba en ese susurro que la seducía, sus ojos no podían dejar de evaluarla examinando cada rincón de su cuerpo que se le antojaba perfecto. Los hombros redondeados enmarcaban un torso bellamente proporcionado. Las formas frutales de sus pechos eran muy delicadas, solo un poco caídas por los amamantamientos que le habían dado ese aspecto tan singular a los pezones, pero la comba del seno se veía perfecta.
Extrañamente plano luego de dos embarazos, el vientre era suavemente adiposo, sin grandes músculos visibles pero tampoco el menor rastro de panza. Su Monte de Venus era huesudo y prominente, encontrándose tapizado por una espesa, enrulada y dilatada masa velluda que se extendía por las ingles y en el centro se prolongaba en busca del ombligo. Según pudo comprobar después, esa abundancia pilosa que, sorpresivamente le resultaba salvajemente excitante, alcanzaba hasta la misma entrada al ano. Las caderas, moderadamente ensanchadas por los partos, sostenían las torneadas piernas, esbeltas, con paleteadas pantorrillas y destacándose ampliamente, dos bellos y prominentes glúteos, redondos y duros que embellecían la silueta de María.
Advirtiendo la atención de Cristina concentrada en su cuerpo, María dejó de hablar y acurrucándose entre los brazos de la pelirroja, comenzó a besarle con delicada ternura los increíblemente hermosos senos de Cristina, grandes, redondos y gelatinosamente oscilantes con esas extrañas aureolas marrones y granuladas elevándose sobre los pechos para dar sustento a los pezones casi violeta. A medida que sorbía, besaba y lamía los senos, la dulzura que hacerlo le producía, encontraba eco en lo profundo de su sexo y, exacerbada, apretó desconsideradamente con sus dedos la carne del pecho, enfrascando su boca en tan fuerte succión que hizo gemir de dolorosa ansiedad a Cristina.
Mientras la mujer le proporcionaba placer, buscó en el cajón de la mesa uno de los miembros artificiales de siliconas, de más de treinta centímetros de largo por cuatro de ancho, flexible, con ambas puntas redondeadas y tan liso como el vidrio. Apoyándose en su codo izquierdo, se puso de costado para que María le chupara los senos y fue buscando lentamente su sexo con el consolador.
Era la primera vez que María besaba y chupaba un seno femenino. Aquel vestigio de repulsa que ella había experimentado en su juventud, se transformó en la más increíble sensación de eufórica dulzura. Todos sus sentidos estaban enardecidos y desde su pecho nacía un fuego que parecía flotar por todos sus músculos y extenderse explosivamente hasta su cerebro y su vientre, instalándose definitivamente en la caldera hirviente de la vagina. Acomodando mejor el cuerpo, sus manos y boca se enseñorearon de los senos maravillosos de Cristina, chupando, manoseando y mordisqueándolos con verdaderas desesperación, atenta a la respuesta que esta tomara ante esa verdadera agresión. La extasiaba succionar tan fuertemente esas carnes estremecidas y comprobar que los círculos cárdenos que dibujaba sobre la blanca piel enloquecían de placer a la joven que roncaba fieramente entre sus dientes apretados.
Absorta en el goce que le provocaba su vehemente actividad, no había prestado atención a esa cosa tan suave y tan lisa que Cristina deslizaba por su vientre y sus piernas, hasta que rozando fuertemente contra la espesura de su vello púbico, el falo artificial estregó a lo largo de los labios de la vulva. Estos cedieron a la presión dilatándose complacidos, dejando que escurriera a lo largo de los pliegues inflamados y lentamente, penetrara la rugosidad caliente de la vagina, pletórica de humores mucosos.
La felicidad de tener algo sólido moviéndose dentro del canal vaginal abriéndose camino por las carnes desacostumbradas y penetrando mucho más allá del cuello uterino como nunca cosa alguna lo había hecho, la paralizó por un momento. Luego, la felicidad la inundó y rugiendo de placer le suplicó a Cristina para que la penetrara aun con más fuerza. su pelvis comenzó a agitarse descontroladamente, sintiendo como los músculos de la vagina se adaptaban perfectamente a ese órgano desusadamente grande, apretándose férreamente contra él, dilatándose y contrayéndose, asiéndolo como si de una mano se tratara.
Oleadas de fuerte calor la recorrían de arriba abajo, alternándose con otras de intenso frío, estremeciéndola y aumentando los fuertes cosquilleos que sacudían su vientre y la parte baja de la espalda, provocando que su cuerpo se envarara, arqueándose de ansiedad y facilitando la penetración del consolador. El placer del coito era tan grande que por momentos perdía la lucidez, deslizándose en profundos y oscuros abismos de los que regresaba enardecida y ansiosa por incrementar su goce.
Demostrando la intensidad de su excitación, aumentó la agresión de sus manos y boca a los senos de Cristina y en un momento dado, inconteniblemente, había clavado profundamente los dientes en la carne de tal manera que la otra mujer, exasperada, se deshizo de su abrazo y dándola vuelta de rodillas, la penetró violentamente desde atrás. Apoyada en los codos, con los senos rozando la sedosa superficie de las sábanas y la grupa alzada, la nueva penetración la llevó a niveles nunca alcanzados del placer
Cristina hundía profundamente la verga en la vagina para luego sacarla totalmente y volver a penetrarla con más fuerza aun. El sentir esa monda cabeza estrellarse contra las mucosas del útero enloquecía de placer a María que, inconscientemente, estiró la mano derecha y restregó el clítoris acrecentando sus sensaciones. Flexionando las piernas, su cuerpo había iniciado un balanceo que acompasaba el ritmo de la penetración cuando de pronto, el falo que Cristina había sacado mojado de sus fluidos no volvió a entrar en la vagina sino que se apoyó con firmeza sobre el agujero del ano.
María jamas había permitido que hombre alguno lo hiciera, pero ahora, hundida en la vorágine placentera de ese sexo inédito, no opuso resistencia a la intrusión y a pesar del grosor de la verga, sus esfínteres cedieron y, muy lentamente, Cristina la penetró profundamente. El dolor de los músculos violentados era intensísimo, tanto como las sensaciones de placer inaguantable que estallaban en su nuca, sumiéndola en una sucesión relampagueante de fragmentada y rojiza oscuridad tachonada por explosiones pirotécnicas de color azul.
Su torso se había alzado y apoyada en los brazos se hamacaba suavemente al ritmo lento y cadencioso que Cristina le había impreso a la intrusión. Con los cabellos empapados de transpiración, provocada tanto por el duro trajinar como por el sufrimiento, María sacudía con vehemencia la cabeza y de la boca abierta manaba una espesa saliva en medio de roncos gemidos, súplicas, palabras de amor e insultos soeces sobre la promiscuidad prostibularia de Cristina y su madre.
Esta pareció enardecerse ante esos gritos desaforados y la penetración se hizo más intensa aun, arrancando ayes de dolor a María que llevó una de sus manos al sexo y dos dedos penetraron la abandonada vagina a la búsqueda de esa callosidad que la enloquecía. Pronto sintió intensificarse las contracciones del útero y la vagina, mientras desde todos los rincones de su cuerpo los músculos parecían ser arrancados en tropel hacia las incendiadas cavidades de su sexo.
Toda ella pareció sumergirse en una melosa bruma púrpura de gelatinosa consistencia y desde su vientre sintió derramarse la catarata incontinente de su alivio, inundando de cálidos humores la ardorosa vagina, rezumando hacia el exterior para mojar la vulva dilatada. Abrazándola tiernamente desde atrás, Cristina retiró el consolador del ano y ambas se derrumbaron exhaustas y satisfechas sobre las preciosas sábanas que con sus azulinos reflejos destacaban la belleza animal de esos dos cuerpos espléndidos, sudorosos y fragantes de los aromas ásperos del sexo.
Aunque agotadas, las mujeres parecían incapaces de cesar en sus intentos sexuales, debatiéndose una contra la otra. Todavía jadeantes, sus bocas no dejaban de buscarse y las manos sólo hallaban sosiego en la caricia. Volvieron a encontrarse frente a frente y mientras las manos recorrían las pieles sudorosas, ya cubierta por moretones, rojizas estrías de rasguños y marcas semicirculares de mordiscos, las bocas se extasiaron en un singular combate en el que labios y lenguas competían denodadamente para doblegar la resistencia de los otros. Las salivas se mezclaban y los labios sorbían las tensas lenguas como si fueran penes, mientras los dientes raían con rudeza los labios inflamados e hinchados.
Como poseídas por lúbricos demonios, se entrelazaban en apretados abrazos, restregándose los senos con dureza y las piernas se enredaban en un desesperado intento por dominar y ser dominada simultáneamente. Las manos se incrustaban en las ondulaciones de las espaldas o en los pulposos promontorios de las nalgas, dejando la roja huella de las uñas. Se apoderaban de los senos temblorosos y los estrujaban hasta el sufrimiento, luego se proyectaban al vientre para sobar las prietas carnes y finalmente se hundían en las anfractuosidades de la vulva, martirizando los oscurecidos pliegues y sumiéndose en las cavernosas profundidades de la vagina, hurgando y rascando sobre la anillada superficie lubricada por espesas mucosas.
Acezantes como dos bestias en lucha, con los flancos temblorosos y los pulmones buscando angustiosamente un poco de aire, fuera totalmente de sus cabales, dejaban escapar entre los dientes apretados roncos y sibilantes bramidos de un enloquecido deseo, con los cabellos mojados por el sudor pegándose a sus caras y diminutos ríos de transpiración corriendo por sus cuerpos. Arrodilladas frente a frente, se miraban hipnóticamente con ojos alienados por la lujuria hasta que finalmente, María cedió y se recostó mansamente, esperando el cuerpo de Cristina.
Extrayendo del cajón otro consolador, comenzó a besarla tiernamente en la boca y poniéndose invertida sobre su cara, fue descendiendo por el cuello, lamiendo y besándolo suavemente al tiempo que le pedía que hiciera lo mismo. Las bocas fueron bajando hacia los senos y en ellos se entretuvieron con el concurso de las manos, chupando y estrujándolos alternativamente.
Sin embargo, ambas estaban histéricamente ansiosas por llegar a la tentadora región olorosa que las llamaba desde el vértice de las piernas. Cristina dio una ágil voltereta y quedó debajo de María, la que terminó mirando absorta el bulto inflamado de la gran vulva de la pelirroja, apenas coronado por un suave vellón rojizo. Un olor hartamente conocido hirió su olfato y casi sin explicación, su lengua tremoló sobre las ingles y los labios se sumieron en una dedicada, fortísima succión de las carnes, cubriéndolas de delicados círculos violeta. Finalmente su lengua remolona se encaminó hacia la vulva y abriendo con sus dedos los hinchados labios de los que surgía un encaje de retorcidos pliegues, dejó que la lengua penetrara a través de ellos hasta el casi blanco tejido del óvalo.
Vibrando sobre el pequeño agujero de la uretra, deleitada por ese nuevo sabor que no se parecía a ningún otro y que la llenaba de excitación, ascendió hacia el mojado clítoris, ahora abultado y erguido como un diminuto pene, estrujándolo amorosamente, lamiendo y succionándolo.
Cristina se había detenido, extasiada por la consistencia enrulada y fragante del abundante vello oscuro del sexo de María, hundiendo su nariz en la enmarañada sedosidad, que exhalaba un aroma tan particular como el resto de la mujer, embriagando con sus efluvios a la ardorosa abogada. Separando esa densa cortina, halló la rosada dilatación de los gruesos labios y su boca se hundió sobre las carnosas crestas en procura del ansiado clítoris, al que sometió tan tierna como largamente hasta excitarlo completamente y entonces, su mano fue hundiendo en la vagina ese nuevo falo, más corto, grueso y lleno de protuberancias.
Cuando María sintió la intrusión de esa nueva verga, se tensó como resistiendo su tamaño, pero la continua excitación de la lengua de Cristina la distendió y, aunque dolorosamente, esa penetración despertó su ardiente respuesta volviendo a succionarle el sexo. Asiendo el consolador, fue hundiéndolo en la vagina de la pelirroja y descubrió que él hacerlo le proporcionaba un goce tan intenso como si se penetrara a sí misma.
Con sus granuladas excrecencias, la nueva y enorme verga continuaba horadando su vagina e hiriendo al útero. Nunca había sentido tal laceración de sus carnes pero tampoco jamás había experimentado tanto placer. Roncando como un animal en celo, se aplicó con ahínco en la penetración de Cristina y su boca se ensaño con el clítoris, mientras los dedos que recorrían la vulva penetraron junto al falo la vagina y acariciaron tenuemente al mojado ano que, dilatado por el placer de Cristina, admitió complacido la visita ocasional de un dedo mayor.
Sexualmente, Cristina no era tan feliz desde los tiempos en que convivía con Laura. María se mostraba tan predispuesta e insaciable como aquella y prometía convertirse en una pareja formidable. Enajenada por el placer y la felicidad, había obtenido múltiples orgasmos durante toda la noche y, entusiasmada, imprimió tal velocidad y energía al tremendo falo que muy pronto, ambas se encontraron rodando por la cama y penetrándose sañudamente, envueltas en sordos gritos de satisfacción que llenaron la habitación tanto tiempo huérfana de tales sonidos.
Datos del Relato
  • Categoría: Intercambios
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