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Las Coloradas Capítulo 10

Horas después, cerca del alba y sin haber dormido, aun se encontraban enfrascadas en la gratificación de sus sentidos, anulados durante tanto tiempo en una abstinencia que, si bien voluntaria, no les había sido menos dura. Todavía conmocionadas por la intensidad de los acoples, se bañaron por primera vez juntas, enjabonándose mutuamente con delicadeza y cariño. Derrengadas pero felices, se despidieron trabajosamente.
Aquel fue uno de los días más felices de mi vida, ya que no sólo recuperaba el sexo en su expresión más gratificante, sino que lo había hecho con una mujer de la que estaba locamente enamorada y amaba entrañablemente. Desnuda ante la gran luna de un antiguo espejo de pie, examinaba cuidadosamente cada una de las partes de mi cuerpo que más habían sido castigadas por el rigor de nuestra pasión. Mis senos, más vulnerables, ostentaban alrededor de las aureolas innumerables chupones y hematomas de los dedos que, conforme pasaban las horas se tornarían violeta.
Idéntica imagen mostraba mi zona inguinal: las ingles y toda el área sobresaliente de la vulva, lucia amoratada por la cantidad de chupones, mordiscos y arañazos superpuestos. En cambio, mi vientre, nalgas y espalda estaban surcados por los rojizos rastros de las uñas de María.
Lejos de molestarme, esas verdaderas heridas de guerra me llenaban de placer y gusto al recordar las circunstancias en que habían sido producidas. La situación vivida con María me parecía un fantástico designio del destino, casi mágico; desde el mismo momento en que había decidido ir al lavadero, la manera casi misteriosa de encontrarnos, la mutua y manifiesta necesidad sexual y la comunión de nuestros sentimientos, que aventaban cualquier duda que nos pudiera inhibir en nuestra expansión sexual, tan primitivamente animal.
Volviendo a la cama, me revolqué desnuda sobre las sábanas azules que nos habían cobijado, saturando la agudeza de mi olfato con los deliciosos aromas de nuestros sudores, perfumes y rastros húmedos de nuestros jugos vaginales, tan olorosamente particulares como no existe otra fragancia en el mundo; todas las sensaciones de nuestra pasión, dolor, goce, llanto y satisfacción estaban impresas en esos húmedos paños.
Cada rastro blanquecino con reflejos iridiscentes, cada círculo mojado por los fluidos de nuestros sexos, recordaba en momento singular en que los habíamos eyaculado y, hundiendo mi rostro en las arrugadas sabanas, se me hacía difícil reprimir el ansia de revivirlas masturbándome. Sólo la certeza de que esa noche se repetiría el mágico tiovivo de amor y sexo, alimentaba la ilusión que me hacía vibrar de emoción.
Al atardecer, cambié las sábanas azules por otras blancas, aun más lujosas y rescaté del ropero el maletín que contenía los juguetes sexuales de Laura, comprobando que a pesar de los años transcurridos, se mantenían en perfecto estado de uso. Lubricándolos, los coloqué junto a la cama. Pasadas las diez de la noche, llamé por teléfono a María para decirle que la estaba aguardando, pero su respuesta derrumbó todas mis expectativas; la mujer que cuidaba a sus hijos, sólo lo hacía una vez cada cinco días.
Furiosamente desalentada, al otro día regresé al estudio para sumergirme en la resolución de los casos más difíciles de nuestros clientes, quedándome hasta altas horas de la noche y cenando en algún restaurante cercano, para regresar a casa pasada la medianoche y aun así, dormir con ayuda de somníferos. Esos cinco días parecieron transcurrir en cámara lenta y mi ansiedad crecía a la par de mi histeria sexual. Al quinto día, salí temprano del Estudio y pasando por el supermercado hice cola en la caja de María, cuya carita macilenta y ojerosa me señalaba que ella sufría de la misma manera que yo y mi corazón casi salta de alegría cuando al darme el vuelto, musitó con su voz cálida un, “hasta luego, Cristina”.
Cuando cerca de la medianoche transpuso la puerta, nos faltó tiempo para estrecharnos apretadamente y unir nuestras bocas, ávidas y golosas. Trabajosamente me despegué de ella y la conduje al living, dispuesta a solucionar como fuera el problema que la obligaba a verme tan espaciadamente.
Cuando me explicó avergonzada que este se reducía a su menguada capacidad económica para pagar a la mujer que cuidada a los chicos, ya que esta vivía en el departamento de al lado y si hacía falta podría hacerlo todos los días, estallé en carcajadas. Me resultaba ridículo que toda nuestra histérica ansiedad, la represión de nuestros deseos más íntimos y la expansión de nuestro amor, se vieran condicionados a una cantidad despreciable de dinero y le entregué a María la cantidad necesaria para cubrir los lunes, miércoles y viernes durante dos meses.
Esa noche volvimos a protagonizar algunas de las sesiones sexuales más intensas de mi vida que, a partir de ese momento, se convirtió en un delicioso dar y recibir, tanto en el amor como en el sexo. En sólo un mes alcanzamos cosas que a Laura y a mí nos habían llevado meses, pero sucedía que en aquel entonces yo era sólo una niña y en cambio María era ya una mujer experimentada de treinta y cuatro años que había tenido tres parejas antes de su matrimonio.
Sin ser demasiado explícita, me confesó que nunca había sido una pacata y que con esos hombres había sostenido todo tipo de relaciones con un disfrute extraordinario del sexo masculino. Por esa razón le sorprendía su repentino enamoramiento y la aceptación tácita del lesbianismo, dispuesta a realizar cuanto yo le propusiera. Estaba segura que el entusiasmo y vehemencia con que acometía los distintos acoples, por dolorosos o extraños que fueran, no se debían a una afición momentánea y circunstancial y que a partir de ese momento, sólo podría mantener sexo con mujeres, ya que no había conocido un hombre que realizara las cosas a que yo la sometía, brindándole tanta satisfacción.
En los próximos tres meses aprendimos a conocernos íntimamente, cuáles eran nuestras necesidades particulares, nuestras zonas más erógenas, los momentos ideales para obtener el mejor clímax y las posiciones en que encontrábamos mayor placer. Habíamos convertido una antigua chaise-longe en nuestro sitio preferido para concretar algunas de las posiciones que nos provocaban más satisfacción; yo me acostaba sobre el afelpado asiento sosteniendo erguido el escamado príapo del arnés para que María, con los pies en el suelo, se acaballara encima y flexionando las piernas se penetrara con el falo. Luego de un rato se echaba hacia atrás y asiéndonos por los brazos extendidos, iniciábamos un vaivén adelante y atrás, para después y cerca ya del orgasmo, apoyada sobre mi cuerpo, meneaba las caderas en lentos círculos hasta alcanzar su eyaculación mientras yo le sobaba y estrujaba los senos.
Otra de mis posiciones favoritas, era con María debajo y yo, acuclillada de revés, mirando hacia sus pies y apoyada en sus rodillas, jineteaba a la verga mientras ella me penetraba con otro consolador el ano. Sin embargo, la más dulce y placentera era aquella en que yo me sentaba con las piernas encogidas e introducía en la vagina el largo consolador liso de dos puntas hasta la mitad. María se sentaba frente a mí en la misma posición, pasando su pierna derecha sobre mi izquierda y la izquierda debajo de la derecha y, lentamente, se iba penetrando hasta que los sexos quedaban apretadamente juntos.
Comenzábamos por besarnos, acariciarnos y lamernos hasta que, entradas en calor, nos hamacábamos tanto como podíamos, sintiendo como adentro el falo nos rozaba intensamente con los sexos mojados estregándose hasta enloquecernos y así llegábamos a maravillosos orgasmos. Pero la que realmente nos enloquecía por la profundidad del goce, era aquella en que una de las dos se ponía en cuatro patas en el diván y la otra colocando un pie sobre el asiento, con el otro apoyado en el piso para darse envión, penetraba violentamente y alternativamente tanto la vagina como el ano con la verga del arnés, en un vaivén de increíble rudeza que nos dejaba exhaustas.
A pesar de la intensidad y frecuencia de esas relaciones, siempre el tiempo nos parecía poco, nos quedábamos con ganas, nos faltaba el tiempo para reencontrarnos y someternos mutuamente con el mismo entusiasmo del primer día. Nunca habíamos pasado más que unas horas juntas y deseábamos dormir una noche entera para amanecer en la misma cama y vivir otras situaciones que no fueran estrictamente sexuales. Próximas las vacaciones de invierno, planificamos pasarlas juntas en Córdoba y para que eso les resultara natural conociendo a la “amiga” de mamá, decidimos salir a pasear con sus hijos en el fin de semana.
Los chicos resultaron ser maravillosos, pulcros, amables y bien educados. Durante el paseo los estuve observando detenidamente y me di cuenta de la simbiótica relación que los unía con su madre, formando un grupo profundamente amalgamado por el amor, pendientes cada uno de los deseos de los otros y por esa misma intensidad, me marginaban sin quererlo.
Viéndolos tan felices, tan estrechamente unidos, inmersos en su burbuja que los protegía como un caparazón, cobré conciencia de la enorme monstruosidad a la que estaba sometiendo a María, convirtiéndola en un pervertida sexual. Aunque ella había estado predispuesta y vulnerable por su prolongada abstinencia, fue mi acción premeditada la que precipitó las cosas, ingresándola sin más al mundo oscuro de mi aberración sexual. Si bien ella había aceptado todo gustosamente y plegándose a esas prácticas con tanto o más entusiasmo que yo, no dejaban de ser una cruel violación a su heterosexualidad, convirtiéndola en una lesbiana sin retorno o por lo menos en bisexual.

Decidida a terminar con esa situación que me cargaba de culpa, contraté el alquiler de un bungalow en Las Leñas. Después de comunicarle a María aquel cambio de planes, fuimos con los chicos a Rossignol y compramos cuatro equipos completos, incluidos los esquís.
La semana antes del viaje, me di tiempo para comprar un departamento en pleno centro, muy cerca del trabajo y lejos de María, quien, sin conocer de mí más que lo que le había dicho, difícilmente podría ubicarme fuera de la casona. Contraté a una decoradora amiga para que en esos quince días amueblara el departamento y mudara a él mis efectos personales de la casona.
Paralelamente, hice un documento por el cual cedía a mi madre la parte que me correspondía del petit-hotel y también abrí una cuenta corriente por cincuenta mil dólares a nombre de María, con la expresa orden de que el banco la notificara de su existencia veinticinco días después. Por un momento cruzó por mi mente la idea de enviarle por correo una carta de despedida que recibiría a nuestro regreso de Mendoza, explicándole las verdaderas razones de mi alejamiento. Sin embargo, comprendí que tendría un efecto opuesto al buscado y que María, en vez de odiarme por haberla pervertido y utilizado para mi solaz sexual, me amaría aun más por mi sacrificio, poniéndome en un altar como a una verdadera mártir del amor.
Con las cosas en orden, emprendimos el viaje ante el entusiasmo de los chicos frente a la novedad del avión. El paisaje alucinante de los Andes nevados los volvió locos de alegría y las lujosas instalaciones del chalet que incluían un jacuzzi los hicieron delirar. Yo no había reparado en gastos y el espacioso bungalow poseía una suite nupcial separada del resto de los dormitorios por un espacioso living que nos aseguraba la privacidad que necesitábamos con María en, los que ella ignoraba, serían los últimos días de nuestra vida juntas.
Durante el día, los chicos se agotaban en las clases de esquí, los viajes en funicular y los deslizamientos en la nieve, además de las batallas con bolas de nieve y la construcción de iglus. Casi no llegaban a terminar la cena, cuando caían rendidos en la cama, ocasión que aprovechábamos con María para sumergirnos en el jacuzzi.
Asidas del borde, exponíamos nuestros sexos a los potentes chorros de agua hirviente que elevaban nuestra excitación rápidamente, para luego dejarnos estar relajadas en las turbulentas aguas, acariciándonos y besándonos hasta que obteníamos gozosos e incruentos orgasmos. Ningún tipo de artefacto formaba parte de nuestro equipaje, ya que estaba decidida que estas ultimas sesiones estuvieran dedicadas al sexo solamente inspirado en el amor, tal como sucediera entre mi abuela y su adorada Christina.
Manos, labios y lenguas serían lo únicos instrumentos con que saciaríamos nuestro apetito sexual y así fue; durante horas permanecíamos estrechamente abrazadas, besándonos y acariciándonos con lujuriosa lentitud, como dicen que se obtiene el buen sexo, recorriendo cada centímetro de nuestros cuerpos y provocando incendios que sólo se apagarían con los líquidos humores de nuestras vaginas.
Estos orgasmos, largamente elaborados por la sensibilidad de las extremidades y cuerpos, no sólo eran tan satisfactorios como aquellos que habíamos conseguido con nuestras mutuas, violentas y traumáticas penetraciones, sino que aun los superaban en lo prolongados y en la tierna sensación de amorosa entrega en que nos sumía la consumación del goce.
Hacíamos el amor lésbico de la misma forma que en los tiempos pretéritos, instintiva y primitivamente, pero sin agresiones físicas. El placer así obtenido nos complacía tanto, que una vez satisfechas nuestras urgencias, sintiéndonos plenas y en calma, con la paz inundándonos física y psíquicamente, caíamos en la dulce modorra del adormecimiento y gozábamos abrazadas de los más profundos y gratificantes sueños.
Los quince días pasaron rápidamente y yo hubiese querido prolongarlos indefinidamente, pero la cronología es inexorable y debimos regresar a Buenos Aires. Cuando en la salida del Aeroparque, María se despidió de mí con un pudoroso beso en la mejilla, no imaginaba que lo estaba haciendo por última vez. Vi su taxi perdiéndose en el tránsito de la Costanera y, acongojada, partí hacia mi nuevo domicilio, sintiéndome tan espantosamente sola como nunca lo había estado.
Una semana encerrada no alcanzó para calmar la angustia de saber que ya nunca más la tendría entre mis brazos ni besaría su boca. Con los ojos secos de tanto llanto, ojerosa y con el rostro macilento me reincorporé al Estudio. Hundiéndome entre la porquería y regodeándome con las miserias ajenas, fui tapando con una hojarasca maloliente lo inolvidable.
Tres años después, la situación ha cambiado sustancialmente. Aquella angustia de la hiperinflación ha sido sucedida por un fresco y vivificante clima de estabilidad, crecimiento y seguridad jurídica. Con el advenimiento al país de nuevos inversores y empresas, el Estudio ha incrementado su cartera de clientes, algunos de los cuales son internacionales. La figura de Cristina ha cobrado notoriedad pública, no sólo por el nivel de los clientes que maneja, sino también por la frialdad y dureza con que encara sus alegatos; la hermosa figura codiciada por los hombres y envidiada por las mujeres a quien ya nombran abiertamente como “la colorada”, esconde a una mujer frustrada, profundamente amargada y resentida que utiliza la justicia como una catarsis para sus penas.
Tal vez por una condición natural o a causa de las intensas sesiones de gimnasia con aparatos que practica tres veces por semana para descargar sus tensiones, su cuerpo se ve, día tras día, más espléndido. A punto de cumplir treinta y un años, su alta figura se destaca por la solidez de las formas, un tanto musculosas; senos espectacularmente bien formados que no necesitan de cirugía alguna para mostrarse erguidos, una cintura que impresiona por su estrechez y la prominente grupa que da sostén a las hermosas columnas perfectamente torneadas de sus piernas.
Unido a su proverbial melena, el conjunto es impresionante y Cristina contribuye a ese impacto con la elección de modelos y telas que en cada ocasión destaquen más su belleza, regodeándose, tanto en los Tribunales cuanto en las reuniones sociales, con la babosa y obsecuentemente vana atención de los hombres, codiciosos pretendientes de su cuerpo, condenados de antemano al fracaso.
Aprovechando el mes de feria de los Tribunales, aquel verano ha aceptado la invitación de un prestigioso estudio jurídico estadounidense asociado al suyo, para participar de ciertas jornadas sobre legislación internacional. A pesar de que, tanto la organización como los lugares son grandiosos, los juristas norteamericanos le resultan tan aburridos como sus colegas argentinos.
Las que sí le resultan particularmente entretenidas son las reuniones sociales que se realizan a posteriori, en donde el chusmerío acerca de los vaivenes de ciertas empresas y los enjuagues económicos de algunos jueces son la comidilla de los comensales que obtendrán beneficio de esas informaciones. La buena música, la excelente comida y la abundancia de licor han acaparado la atención de aquella pelirroja sorprendentemente parecida a Rita Hayworth que asombra a sus colegas trasegando vasos de vodka como si de agua se tratara, aparentemente sin consecuencias visibles.
Sin embargo, y tras un rato de esas abundantes libaciones, una especie de alerta animal se despertaba en Cristina y recorría a los asistentes con la mirada de una tigresa en celo para evaluar su estética y potencial sexualidad. A pesar de su mejor buena voluntad, la primera noche resultó frustrante a la pelirroja sedienta de sexo que, ahíta de alcohol se retiró a la soledad de su cuarto.
Tras otra jornada plena de pesadas exposiciones y ponencias, Cristina concurrió a los salones dispuesta a desquitarse de ese aburrimiento a toda costa, atiborrándose de comida y alcohol, preferentemente de este último, en cuyo abuso había recaído luego de cortar con María. Pasadas un par de horas, la aureola brillante que el licor prestaba a cada hombre en el que ponía sus ojos, parecía ir haciéndola más condescendiente y quitándole rigor a sus exigencias.
Hasta que ese halo pareció titilar alrededor de uno en especial; alto, muy alto y levemente corpulento, el hombre de unos cuarenta años era poseedor de un rostro tan atractivo como el de un galán de cine de los cincuenta y su cabello, un poco demasiado largo para las costumbres americanas, acentuaba la virilidad de sus facciones. La marmita que bullía en su entrepierna pareció despedir una vaharada de vapor ardiente y el vientre se llenó de ciertas cosquillas que extrañaba desde hacía tiempo. Lentamente se desplazó por el salón hasta llegar junto a él y consiguió ser presentada. Al estrechar su mano, una corriente eléctrica pareció correr entre ellos o, por lo menos, a ella le pareció así.
Para su sorpresa, Germán resultó ser un argentino residente desde hacía mucho en los Estados Unidos. Doctor en Ciencias Económicas, se dedicaba a asesorar grandes grupos financieros y él mismo especulaba de vez en cuando, haciendo inversiones golondrina en países donde las fluctuaciones económicas le permitían obtener rápidas ganancias. Aunque eso de los capitales buitre no la seducía especialmente, él era lo mejor que había visto en las dos reuniones y cuando aceptó bailar un par de piezas, tal vez a causa del alcohol, sintió que sus cuerpos se complementaban perfectamente.
Turbadoramente, sentía crecer el fuego que desde su vientre se trasladaba al sexo, encendiendo los tizones latentes de su cráter y empapando el refuerzo de la bombacha de jugos cálidos que la excedían y se deslizaban en finísimos ríos por los muslos. Pretextando un cansancio que no sentía, subió a su habitación y desplomándose conmovida en la cama, se masturbó largamente, poniendo sus fantasías en alguien que no era María.

Dos días mas tarde y ya en Washington, la embajada argentina dio un cóctel a los asistentes al foro, buscando que los invitados influyeran positivamente en sus clientes para que invirtieran en el país. Como parte de la conferencia y portadora además de un apellido ilustre caro a las tradiciones argentinas, era uno de los invitados especiales y el embajador le pidió que, junto con su esposa, se convirtiera en anfitriona recibiendo a los invitados. Llevaba más de media hora de esa tediosa tarea con el rictus de la sonrisa estereotipado en su cara, cuando Germán hizo su entrada que, si no triunfal, a ella se le antojó espectacular.
Después de la cena, ambos buscaron encontrarse y permanecieron juntos. Bailaron perfectamente acoplados pero esta vez, sin la ayuda del alcohol para excitarla, su fogón se encendió rápidamente y él presintió que algo le sucedía. Lentamente fue aumentando la presión del abrazo, haciéndole sentir la solidez de su virilidad contra el muslo, rozándolo sobre el bajo vientre a través de la delgada tela del vestido.
Al cabo de cinco piezas y mientras simulaban que bailaban, Cristina sentía como los fluidos de su sexo hervían como una marmita. Menos de una hora después, se revolcaban desnudos sobre la cama de él que, por el momento, cumplía con sus expectativas. A Cristina le gustaba el peso de su cuerpo sólido pero no musculoso aplastándose contra el suyo y penetrándola con una verga generosa que, sin llegar a la dimensión de sus consoladores, era rígida, caliente y respondía a la gula de su vagina con el poderoso embate del hombre.
Este no se anduvo con remilgos y desde que ella le permitiera que la desnudara con cierta prepotencia, la avasalló con la fuerza de las manos estrujando impiadoso sus senos y nalgas, ordenándole imperiosamente que le chupara el miembro y sujetando su cabeza de modo que, al eyacular, sorbiera con la boca abierta hasta la última gota del esperma. Todavía conmocionada por la urgencia con que se había desarrollado todo, sintió que él la daba vuelta levantándole las nalgas y abrevaba desde atrás en el sexo con su boca, mientras dos dedos se hundían pertinaces en la vagina. Cristina gozaba enormemente con esa violencia y recibió con alegría la penetración del falo, exigiéndole de viva voz que imprimiera mayor velocidad y fuerza a su enloquecido vaivén, estallando en escandalosos gritos de satisfacción cuando sintió derramarse en su interior la intensidad de un orgasmo único e irrepetible.
El amanecer los sorprendió en pleno desarrollo de la más enloquecida y extrañamente compulsiva actividad sexual. Ese día y el siguiente no participaron del foro. Estuvieron dedicados a la construcción de un fantástico castillo sexual repleto de las más maravillosas sensaciones físicas, agrediéndose mutuamente de las formas más sañudas que sea dable imaginar y encontrando en aquello la consumación inédita y singular que ambos estuvieran buscando por años.
Seis meses después, recibió un llamado de él anunciándole que estaba en Buenos Aires y quería verla. Esa noche y durante el transcurso de una cena en el discreto clima de un lujoso y exclusivo restaurante, Germán le anunció que había regresado para quedarse e instalaría una oficina de asesoramiento financiero, aprovechando la ebullición económica del país. Sin demasiada delicadeza ni preámbulo y con la franqueza que lo caracterizaba, le dijo que deseaba utilizar el trampolín de su apellido ilustre en aquella ciudad que le pertenecía pero, profesionalmente, lo ignoraba. Mutuamente se habían demostrado que juntos, por lo menos en la cama, eran explosivamente eficaces y no sería mala idea aunar esa eficiencia con los negocios, convirtiéndose en marido y mujer.
Aunque su idea del romanticismo en la pareja transitaba otros caminos que los formales de una sociedad pacata y machista, esa fría propuesta de matrimonio, combinada con los intereses económicos la sorprendió; todavía creía que esas cosas sucedían en lugares más íntimos y propicios para el amor. Desorientada y confusa por primera vez en muchos años, le pidió con la inseguridad de una adolescente y tal vez un poco de remisa vulgaridad, que se lo dejara pensar un poco.
Durante dos días le dio vuelta al asunto y siempre arribaba a la misma conclusión que Germán. Estaba segura de no estar siquiera enamorada ni mucho menos de amarlo y sabía que aquello era recíproco. También era consciente de que ya no era una chiquilina, que sus experiencias anteriores le habían resultado dolorosamente frustrantes y que, por su apellido, posición económico social y profesional, un matrimonio – del cual siempre podría salir – era lo más aconsejable para darle estabilidad.
Por otro lado y como ella, Germán era un animal sexual y recíprocamente se complementaban como si el uno hubiese sido concebido para ser el alter-ego del otro. Por comparación, Cristina sentía que su relación con Román había sido pueril, complaciéndola solamente porque no tenía antecedentes de una relación heterosexual. Germán la dejaba satisfactoriamente plena y, aunque la violentara con rudeza, ese era en definitiva el tipo de sexo que la hacía gozar y alcanzar sus orgasmos más intensos y profundos.
Sin demasiada alharaca, el matrimonio se consumó dos meses más tarde y Germán trasladó sus pertenencias al departamento de Cristina. Por esos días y esta vez sí con bastante publicidad dentro del mercado financiero, él inauguró las oficinas de la flamante consultora. Germán había nacido en Villa General Belgrano, una colonia germana de la provincia de Córdoba y, siendo sus abuelos alemanes, sostenía buenos contactos con aquel país, reforzándolos con la asociación a un hombre que, siendo alemán, se había criado en Buenos Aires.
La suma de capacidades, talento y contactos, hizo que la consultora creciera al ritmo vertiginoso a que la empujaba la globalización y las inversiones extranjeras en la Argentina. Cristina manejaba sus asuntos con prudencia tratando de no involucrarse públicamente para no entrar en conflicto de intereses, complementando desde el Estudio los negocios de su marido, ya que muchos clientes eran comunes a las dos empresas y ella aportaba su prestigio jurídico al conjunto.
En lo personal, los dos constituían una verdadera máquina de sexo y placer, complementada por una cuota importante de sadismo por parte de él y una creciente necesidad masoquista por parte suya. Esas relaciones fríamente planificadas los movían al compás de un orquestado ballet en el que sólo el deseo instintivo y la satisfacción animal contaban, ejercitándolo rutinariamente dos veces por semana – casi con el prusiano rigor de los viernes entre Dieter y su abuela –, debido a las crecientes obligaciones profesionales de ambos.
Si bien aquello no constituía el ideal soñado por Cristina, el resultado final no le disgustaba. Tanto en lo social cuanto en lo profesional, su vida se había visto beneficiada con el cambio de estado civil, echando por tierra el rumor que se había esparcido sobre su sospechada homosexualidad, promovido seguramente por aquellos colegas a los que había dejado mal parados, otros a los que había desairado sentimentalmente y algunos simplemente por ineptos.
Con la creciente actividad económica del país, los negocios marchaban viento en popa y la pareja, a pesar de que ambos eran conscientes que el amor no estaba presente en ninguno de sus actos, privados o públicos, estaba consolidada de tal manera que no sólo eran marido y mujer, sino que por la omisión ética profesional en algunos de los alambicados negociados, las operaciones los convertían en cómplices.
Al pasar el tiempo, Germán había llegado a conocer las reacciones de su mujer a determinados estímulos y aprendido que el alcohol – como lo fuera en su abuela -, era el desencadenante de sus respuestas sexuales más perversas y aberrantes. Lentamente y para incrementar esa predisposición, la había inducido al consumo ilimitado de vodka que, sin hacerle perder el control de sus actos, desataba en ella los demonios más oscuros del deseo y la depravación.
Para festejar el exitoso cuarto año de la creciente empresa, organizó una cena con su socio y su mujer. Cristina conocía a la esposa de Lothar, una muchacha argentina de veinticinco años que trabajara de modelo y por ello tenía un desenfado en su trato casi rayano con la vulgaridad grosera que encantaba a mucha gente por su frescura pero que a ella le molestaba.
Especialmente iluminado por Germán, el living del departamento lucía con una atmósfera de claroscuros rojizos que daban un clima de mayor intimidad al ambiente. La estupenda mesa de cristal y cromo se encontraba colmada por exquisitos platos y centelleaba en la platería y finas copas que aguardaban ser colmadas por el abundante y costoso champán Cristale.
Germán vestía un elegante traje azul y Cristina estrenaba un corto vestido negro, muy ajustado al cuerpo y con un generoso escote que exhibía sus pechos inquietantes, alzados y oscilantes con una gelatinosa ingravidez que desasosegaba. La espléndida melena roja, había sido peinada en un elaborado rodete sobre la nuca y espalda de la pelirroja.
Cuando llegaron los invitados, Cristina no pudo menos que admirarlos; Lothar estaba enfundado en un traje de seda gris oscuro y su cabello rubio, lacio, reflejaba las luces con destellos dorados. A su pesar, Carolina la impactó; se cubría con un largo vestido blanco de un solo bretel que, ajustado como una funda y por medio de estratégicas transparencias, dejaba adivinar que no llevaba ropa interior. Con el negro cabello cortado como el de un hombre y peinado como el de Annie Lennox en hirsutos mechones, impresionaba por la espectacularidad de su estatura y la exhibición de sus ya famosas piernas.
Contra lo esperado por Cristina, la velada transcurrió en un clima genuinamente festivo y descubrió que, tratándola más íntimamente, Carolina no sólo no era superficial sino capaz de sostener una conversación seria con opiniones propias muy fundamentadas. Durante casi dos horas charlaron, comieron y bebieron en un clima de franca amistad y confianza. Germán fue el encargado de que las copas de las mujeres no permanecieran vacías, primero con los exquisitos vinos franceses, luego por el burbujeante champán y más tarde, ya en el living, por las omnipresentes botellas de vodka Smirnoff legítimo.
Cristina era consciente de que estaba embriagándose y como toda vez que lo hacía, en algún momento terminaría involucrándose en una ruda e imprevisible relación sexual, a las cuales se había acostumbrado incitada por la acción delirante de su marido. No obstante, preguntándose en que situaciones derivaría aquella circunstancia, a todas vistas premeditada entre Germán y Lothar, incrementó las continuas libaciones de ese licor ruso que lentamente encendía los fogones de su entrepierna.
A pesar de aquella cultura alcohólica, había momentos en que flotaba en una bruma amodorrante que la substraía de la realidad. Tenía por seguro que había acompañado a su marido en la danza de melosos ritmos de moda, pero no que se hubiera producido un cambio de parejas. Sin embargo, en un momento de lucidez, presintió que ya llevaba un tiempo ejercitado un simulacro de baile con Lothar, el que al ritmo cadencioso de un bolero, le hacía sentir la dureza de su abultada virilidad. Entonces decidió que si su marido quería jugar rudo, ella no sólo no se opondría sino que estaba dispuesta a darle un escarmiento y el alemán no era un ejemplar despreciable para hacerlo.
Los alientos de ambos, frente a frente y muy cerca, se mezclaban en cálidas vaharadas en las que para nada había influido en alcohol. Ella pasó los brazos alrededor de su nuca y él abandonó el abrazo formal para asentar sus manos sobre las nalgas de Cristina, atrayéndola fuertemente contra su cuerpo y estregando la rígida verga contra su sexo desguarnecido, toda vez que ella carecía de ropa interior. Los labios, tan próximos como era posible, se rozaban tenuemente y las puntas de sus lenguas, saliendo del húmedo escondite, tocaban tímidamente esas ardientes superficies.
Las manos codiciosas de Cristina descendieron para desabotonar la camisa de Lothar hasta desprenderlo totalmente de ella y luego dedicarse con ávida premura a desabrochar su cinturón. Abandonando sus nalgas, las de él descorrieron el largo cierre a la espalda y, como pelando una fruta, la desprendió del vestido que quedó arrollado a sus pies. Cristina se deslizó abrazada a su torso hasta quedar arrodillada sobre la prenda y desprendiendo los pantalones, abrazó los muslos para hundir su boca hambrienta en la fragante espesura del vello púbico.
Con una mano asió la verga, sobándola para que adquiriera mayor rigidez y la boca escurrió hacia los abultados genitales, chupando y lamiendo con fruición su acre humedad. Sus hollares dilatados aspiraban el aroma salvaje de los testículos poniendo en su garganta un sordo ronquido de ansiedad, propiciando que labios y lengua treparan por el tronco enhiesto hasta la palpitante cabeza que, exenta de prepucio, invitaba a que recorrieran demandantes la sensible tersura del surco debajo del glande.
La lengua azotó la cabeza, depositando sobre ella una saliva espesa que sirvió como lubricante para los labios que finalmente la ciñeron. Sorbiendo apretadamente con sus mejillas hundidas, la fue introduciendo profundamente hasta que el vello masculino cosquilleó contra la boca, retorciendo la cabeza cada vez que la retiraba. Luego y mientras se dedicaba con esmero a chupar el glande, la mano masturbó al tronco deslizándose sobre la saliva, con un movimiento de torsión y tracción que enloqueció al hombre, quien la arrastró hacia el diván.
Sentándose en el borde y con las piernas abiertas, Lothar le pidió que se pusiera ahorcajada sobre él. Ella ascendió al sofá y acuclillándose, fue bajando el cuerpo, haciéndose penetrar por la enorme verga del hombre hasta que la sintió llenando por completo sus entrañas. Con las manos se aferró al respaldar del sillón e imprimió a su cuerpo un despacioso vaivén que hizo lacerante el roce del falo contra su vagina.
El alcohol y la fuerte sexualidad de Lothar, sumados al sabio manejo que este daba a su miembro, pronto enardecieron a Cristina. El germano había tomado posesión de sus senos y mientras los sobaba concienzudamente, sus dedos apretaban y retorcían los pezones, dolorosa y placenteramente. Ella fue aumentando en forma progresiva el nivel de sus profundos gemidos, transformándolos en verdaderos bramidos salvajes, al sentir en su vientre y riñones aquella necesidad urgente de orinar, mientras que por su cuerpo se iban derramando pulsantes oleadas de placer que derivaron hacia la vagina, derramándose en la inefable sensación del orgasmo.
Con los dientes apretados y en medio de guturales gemidos, le suplicaba al alemán que eyaculara, haciéndole sentir el tibio baño del esperma pero Lothar, dándose cuenta que había alcanzado el clímax, sacó el miembro del sexo y la penetró por el ano, tan violentamente que Cristina prorrumpió en desesperados gritos de dolor, mientras arañaba la gruesa tela del sillón. El poderoso miembro desgarraba el recto pero aun así, ella imprimió a su cuerpo un balanceo que se acompasó al ritmo del hombre, favoreciendo la penetración y agitando aun más la grupa, fue meneándola frenéticamente a los lados.
Lothar sintió que estaba próximo a eyacular y haciéndola arrodillar entre sus piernas, se masturbó con su mano derecha, mientras la izquierda tomaba la cabeza de la mujer acercando su boca a la verga mojada. Expectante, Cristina abrió la boca, lamiendo la cabeza del miembro hasta que con un rugido eyaculó un impresionante primer chorro de semen sobre la lengua extendida.
Ansiosa por no desperdiciar ni una gota de ese, para ella exquisito elixir de vida, sostuvo la verga entre sus dedos masturbándola para mantener la eyección, la introdujo en la boca y cuando el esperma, meloso, ácido y fuertemente oloroso llenó la cavidad, lo trago gustosa hasta que cesó de manar. Recostada a los pies del hombre y todavía jadeante, siguió enjugando con sus dedos los restos de semen que habían rezumado sobre el mentón, chupeteándolos con fruición y cuando Lothar le alcanzó una botella de vodka, terminó de enjuagar su boca con grandes tragos del ardiente licor.
Incorporándose, comenzaba a preguntarse en que rincón se habrían perdido su Germán y Carolina, cuando los gemidos de estos la guiaron hacia su propio dormitorio. Al asomarse a la puerta, vio a la espigada muchacha que acuclillada sobre su marido, alzándose, se dejaba caer con violencia e introducía la dura verga en su ano, penetrándose a sí misma con frenético vigor. El colaboraba a su incómoda posición, sosteniéndola con sus manos en las nalgas e imprimiendo a su pelvis un movimiento de ascenso y descenso que enloquecía a la joven. Esta alternaba el mesarse la escasa cabellera, ahora mojada por la transpiración ya sin el elegante gel que la irguiera, con un furioso estrujar a sus senos que sólidos, turgentes y largos, se sacudían elásticamente al compás de la alucinante cabalgata. Finalmente, él, ella o los dos a la vez, acabaron y Carolina fue disminuyendo el ritmo de la penetración, derrumbándose lentamente sobre el pecho del hombre, sollozante por el sufrimiento y el placer.

A sus espaldas, Lothar colocó una mano sobre su hombro desnudo para empujarla suavemente dentro del cuarto, conduciéndola hacia la cama. Haciéndola sentar en el borde, la acostó sobre las sábanas y echándose sobre ella la beso apasionadamente. Luego su boca bajó hasta los senos enseñoreándose en ellos, chupando el bulto de las dilatadas aureolas y mordisqueando a los endurecidos pezones. Cristina acariciaba su cabeza estrechándola contra los pechos y sus suaves gemidos de goce se intensificaron cuando él, pasando raudo por el surco húmedo del vientre, alojó su lengua enorme y tiesa como un pene sobre el conmovido clítoris, castigándolo duramente con su aguda punta.
Del otro lado de la cama, Germán había colocado a Carolina de rodillas y separando sus nalgas, estaba haciendo lo mismo que su socio. La habilidad del germano y el placer que le estaba procurando enardecían a Cristina quien, clavando la cabeza contra la cama, roncaba quedamente mientras humedecía y mordía sus labios, cuando sintió que una lengua tremolaba sobre ellos. Abriendo los ojos, vio como la boca de la cabeza invertida de Carolina buscaba ansiosamente la suya.
Lothar había abierto con sus dedos los labios de la vulva, dejando expuestas las carnes abiertas como una mariposa blanquirosada. Labios y lengua se entretuvieron lamiendo, chupando y mordisqueando hasta que la mujer, enloquecida por el goce indescriptible, se aferró a la cabeza de la muchacha, sumergiéndose en una hordalía de besos y lengüetazos.
Finalmente e incorporándose, los hombres las penetraron por el sexo y las mujeres que se habían acomodado mejor, estrujaban con sus manos los senos de la otra. Mientras sentían como en su interior las vergas se esforzaban en profundizar la penetración e imprimirle mayor velocidad al coito, las mujeres se extasiaron con bocas y lenguas, las manos retorciendo con ruda ternura los pezones. Cuando los hombres, en medio de bramidos y rugidos de satisfacción eyacularon en su interior y se retiraron de sus sexos, ellas, que recién comenzaban a entrar en calor, se acomodaron invertidas y las bocas se adueñaron de los senos.
Hacía años que Cristina no estaba con una mujer y las sensaciones que cruzaban por su mente y su cuerpo, tenían la nerviosa y tensa frescura de la primera vez. Los senos jóvenes de la muchacha, de carnes firmes y piel muy suave, la alucinaban y su lengua fue recorriendo cada ladera, cada precipicio de esas temblorosas montañas, extasiándose en los círculos intensamente rosados de las aureolas, grandes y fuertemente granuladas. Oscuramente marrones y gruesos, los pezones la atraían magnéticamente. Sus labios los encerraron entre la carnosa suavidad de su interior humedeciéndolos profusamente con la saliva, para después sorberlos con golosa delectación. Al cabo de un rato de ese placer, los dientes se apoderaron de la carnosidad, rayéndola tenuemente y en tanto que Carolina hacía lo mismo con ella, acrecentó la presión de los dientes tirando de la carne como si fuera elástica, terminando por morderla con tal intensidad que ambas a la vez, estallaron en sonoros ayes de dolor y placer.
Reptando una sobre la otra, como dos bestias sedientas a la vista de un manantial, sus labios recorrieron la musculosa meseta del abdomen sorbiendo los sudores de la piel. Adentrándose en el surco profundo de su centro, abrevaron en la cuenca del ombligo y se estregaron sobre la dulce comba de la medialuna del bajo vientre, antes de deslizarse por la pendiente que los conducía directamente a solazarse en el mínimo triángulo mojado de vello púbico.
Labios y lenguas se extasiaron desbastando la hirsuta alfombra de fragante espesura y las aletas de las narices, olfateando los ásperos efluvios que brotaban de él, se escurrieron excitadas aspirando ansiosamente los aromas que emanaban desde las profundidades del sexo y que provocaban en sus mentes calenturientas las más fogosas fantasías.
Instaladas en muslos y nalgas, las manos acariciaron y rasguñaron la piel ardiente y prorrumpiendo en obscenas exclamaciones de placer, se reclamaban mutuamente por la consumación del acto supremo de la boca. Cristina fue quien primero dejó deslizar su lengua sobre la vulva, provocando que los gruesos e hinchados labios se dilataran mansamente para que aquella accediera a las profundidades rosadas desde donde ascendió en busca del anhelado clítoris.
La lengua escarbó delicadamente con la punta tremolante sobre la blanquecina región que, en tanto se elevaba hacia los bordes, iba adquiriendo una desusada coloración rojiza a causa de la sangre acumulada, tornándose sus crestas de un oscuro tono violeta. La lengua recorrió despaciosamente esas anfractuosidades, lamiendo y torturándolas con su vehemente agitación. Luego de un momento, los labios se adueñaron de la tierna carnosidad del clítoris que había aumentado su tamaño desmesuradamente. Envolviéndolo entre ellos, lo chuparon con dureza, tironeando del estremecido musculito hasta que cobró dureza y entonces los dientes lo flagelaron con delicadeza hasta que en el paroxismo del goce, lo mordieron con ruda firmeza en infinitos roces de sus filos.
Carolina respondió a esa soberbia agresión, sumiendo su boca en el sexo de Cristina, lamiendo y chupándolo con verdadera delectación y entusiasmo. Sus manos aferradas a las nalgas, hundían las uñas en las preciosas carnes, atrayéndolas para incrementar la fuerza del estregamiento de su boca en la mojada vulva. A medida que Cristina aumentaba la violencia en el sexo de la joven, aquella llevó su boca hasta la cavernosa oscuridad de la vagina y dilatándola con los dedos, introdujo la lengua envarada para atravesar los esfínteres a la búsqueda de la superficie saturada de húmedas mucosidades, arrastrándolas hasta la boca con la espátula de su engarfiada punta. Los labios maleables se adherían como una ventosa a la entrada del abismo y succionándolo fuertemente, se saciaban con los acres fluidos que manaban desde el útero.
Cristina continuó martirizando al irritado clítoris, pero en respuesta a los histéricos reclamos de Carolina, sus largos dedos se hundieron profundamente en la vagina hasta rozar la pequeña callosidad buscada y allí se entretuvieron, rascando y hurgando en todas direcciones. Las uñas filosas se hundían en la ardiente superficie, abriendo surcos al placer en tanto que, entrando y saliendo, friccionaban duramente las carnes.
Carolina continuó con la vehemente succión enloquecida al sexo, pero ahora su boca se deslizaba a todo lo largo de él, desde el conmovido clítoris hasta la fruncida entrada al ano. Su dedo pulgar se introdujo por un momento en la vagina, masturbándola y luego se retiró empapado por las espesas mucosas. Lentamente y en forma circular, comenzó a excitar al ano que, con un fuerte pulsar esperaba con ansias esa intrusión dilatando sus esfínteres y cuando finalmente los penetró, se cerraron a su alrededor pronunciando la dureza de la fricción.
Sometiéndose mutuamente con inusitado vigor y rugiendo de placer, las mujeres rodaron por la cama hasta que los hombres, retirando sus cabezas de los sexos para hacerse lugar, penetraron sus anos. Paralizadas por un momento ante la brusca interrupción a su placer y con la deliciosa intrusión a los anos que completaba su goce, volvieron a sumir las bocas en los sexos y las manos no se daban paz acariciando tanto las vulvas como los miembros y genitales de los hombres.
Cuando resultó evidente que las mujeres habían alcanzado sus orgasmos, se retiraron de ellas. Apoyado con su espalda en los almohadones y las piernas encogidas en la posición del loto, Lothar incitó a Cristina para que se sentara sobre su sexo oferente, enorme y mojado. Todavía jadeante por la falta de aire a que la había conducido su entusiasmada respuesta, acuclillándose sobre él, fue descendiendo hasta que la verga estuvo totalmente en su interior. Pidiéndole que se asiera de su nuca, él estiró sus piernas a cada lado de la cabeza e imprimió a su pelvis un lento movimiento de sube y baja que ella acompañó meneando su pelvis. La poderosa verga socavaba sus entrañas y Lothar sobaba consistentemente los senos de la mujer que trastornada, sacudía histéricamente la cabeza, hasta que las uñas duras y filosas del hombre se clavaron en sus pezones haciéndola estallar en procaces pedidos de más sexo.
Luego y haciendo que Cristina quedara de rodillas, aferrándola contra su pecho, aumentó el balanceo y la crueldad de la penetración, situación que aprovechó Germán para acuclillarse detrás de su grupa y penetrarla por el ano. Aunque Cristina conocía las dobles penetraciones, jamás había sentido tanto dolor y pugnaba por desasirse, pero los brazos del germano se lo impedían. Ese se le tornaba insoportable pero aun así, fuera a causa de los restos de alcohol que aun la dominaban o a que esa agresión brutal la complacía, lentamente se fue relajando y, disfrutando al sentir toda la virilidad de esos dos hombres poderosos torturando sus carnes, gozó como nunca lo hacía hecho.
Tomando la cara de Lothar entre sus manos furiosamente, azotó con su lengua los labios del alemán, buscando penetrarlos para ir a la búsqueda de la poderosa de él y trabarse en un frenético combatir. Ambas lenguas dejaban caer gruesos hilos de baba y, con golosa ansiedad, Cristina introdujo totalmente en su boca la gruesa lengua envarada, succionándola como si fuera un pene, en tanto que se extasiaba con las sensaciones que le otorgaba el balanceo de su cuerpo favoreciendo la penetración de los falos.
Estaba en su mejor momento de disfrute, cuando Lothar sacó la verga del sexo y presionó de tal manera que ambos falos cupieron a la vez en el ano. Extrañamente, Cristina no había sentido más dolor que el habitual y la sensación de los dos miembros socavando su tripa la enloqueció de placer. Bramando de satisfacción, los hombres se sacudieron espasmódicamente mientras de sus vergas manaba la abundante descarga del esperma que inundo las entrañas de Cristina de la tibia crema seminal, sumiéndola en la placentera perdida de conocimiento por la satisfacción.
Recuperó la conciencia rato más tarde y contempló como a su lado, los hombres terminaban de repetir el mismo procedimiento en Carolina que expresaba a los gritos su satisfacción por la doble penetración, exhortándolos a que incrementaran su velocidad y profundidad y cuando ella alcanzó el orgasmo sacudiéndose como azogada, los hombres se retiraron del sexo y ano, aun cuando no habían acabado.
Lothar permaneció recostado en los almohadones y Germán fue hasta el living para buscar una botella de bebida. Sentándose en un largo butacón que había a los pies de la cama, bebió dos largos sorbos y luego le tendió la botella a Cristina que, apoyada en un codo, fue bebiendo el ardiente licor a pequeños sorbitos, como a ella le gustaba, sintiendo el alcohol esparciendo diminutas hogueras en todo el cuerpo. En tanto trasegaba el licor, sus ojos golosos se perdían en la figura de la agotada Carolina que, desmadejada, yacía respirando afanosamente y con los ojos entrecerrados.
Largo y hermoso, el cuerpo que alucinaba desde las brillantes tapas de revistas de moda, estaba cubierto por una delgada capa de sudor que como una pátina, resaltaba cada uno de los rasgos de su cara que parecía esculpida en una extraña mezcla de metal y porcelana. Sus formas angulosas le otorgaban un aire exótico; la nariz un poco larga pero hermosamente escoltada por los vibrátiles hollares dilatados que siempre parecían estar a la búsqueda de aire, los pómulos altos y vigorosos, la boca grande en la que se destacaba la rotunda plenitud del labio inferior y el mentón, exquisitamente tallado con un pequeño y primoroso hoyuelo.
Su cuello largo y terso, se fundía con la suave piel rosada del pecho, descendiendo hasta las colinas de los senos que, largos y pesados para una modelo, descansaban sobre el torso en el que se transparentaban las costillas. Desde el esternón marcado entre los senos, nacía una suave masa de músculos apretados que formaban una ondulante meseta en el centro del abdomen y que terminaba en la sólida comba del bajo vientre. El abultado Monte de Venus, destacaba la pilosidad que rodeaba la vulva, cubriéndola como un extraño triángulo de gasa negra, rodeado por las soberbias caderas sostenedoras de los sólidos glúteos y las larguísimas piernas que le dieran fama en las pasarelas.
Devolviendo la botella a su marido, reptó por la cama en la actitud predadora de un felino sobre su víctima, acercando su cuerpo al de la joven, acariciando con suavidad la oscura cabellera totalmente mojada de transpiración, besando tenuemente los ojos de Carolina. Bajó por los pómulos, tocando levemente con los labios los aun jadeantes de la muchacha que a ese mínimo contacto se estremeció como galvanizada.
La lengua de Cristina escarceó sobre los carnosos y enfebrecidos labios que, dulcemente estimulados, se abrieron en una lúbrica sonrisa, evidenciando el goce que ese contacto le proporcionaba. Cristina encerró entre los suyos la prominencia del labio inferior y macerándola suavemente, tironeó de él hasta que la joven, aferrándola por la nuca aplastó su boca contra la de ella.
Labios y lenguas volvieron a estregarse en una descarnada lucha en la que se estrujaban, sorbían y mordían sin darse tregua. Carolina fue incorporándose hasta quedar de rodillas y, frente a frente, ambas mujeres se embistieron agobiándose en extenuantes besos y chupones, mientras las manos no se daban abasto recorriendo las pieles transpiradas.
Con su mano derecha, Carolina asió la dormida verga de su marido excitándola delicadamente y luego, sin dejar de besar la boca de Cristina, la guió para que acercaran las bocas al miembro. Comprendiendo su intención, Cristina separó su boca para dedicarse a besar y lamer el todavía laxo pene del alemán, mientras Carolina lo recorría desde los genitales hasta el glande. El miembro comenzaba a recobrar su tamaño normal y las mujeres fueron turnándose para encerrarlo entre sus labios, succionado la piel del recio tronco. Luego se alternaron en la introducción profunda de la monda cabeza en las bocas succionándola apretadamente, mientras las cabezas giraban y se sacudían en el casi demencial vaivén de la mamada.
Lothar rugía como un macho en brama y acostando a Cristina sobre los almohadones, se acuclilló sobre su pecho para penetrar su boca como si fuera un sexo con la verga y Carolina se acomodó prestamente entre sus piernas abiertas, separándoselas aun más y hundiendo su boca en la pulsante y dilatada vulva, lamiéndola con delectación, masturbándola tiernamente.
Carolina estaba arrodillada y sus ancas poderosas se ofrecían generosas a Germán quien, sin dudarlo un instante, la penetró con toda la potencia de su verga. La escena era orgiástica. Cristina recibía en su boca al miembro de Lothar, chupando y masturbándolo con las manos, mientras su vagina era penetrada por la hábil exigencia de los dedos y su clítoris fuertemente excitado por la boca de la joven, quien a su vez, era penetrada duramente por la verga de Germán, alternativamente por el sexo y el ano.
La habitación se estremecía por los ayes y lamentos, gemidos y rugidos que los cuatro lanzaban como la genuina expresión de la más placentera sensación de goce y satisfacción. Cristina sentía como sus entrañas se derretían ante la posesión del sexo por la boca y los dedos de Carolina, quien presionada por el placer que le daba Germán poseyéndola, se afanaba contra Cristina; agitando enfurecida su cabeza de lado a lado, azotaba con la lengua y parecía querer engullir con los labios los pliegues hinchados y sus dedos se hundían inmisericordes, patinando sobre las mucosas de la vagina.
Cristina proseguía chupando con gula la verga de Lothar, masturbándola con las manos y acariciando los testículos junto a la negra apertura del ano del hombre que la asía por la cabeza y se hamacaba al penetrar su boca. En medio de insultos y rugidos derramó la cálida marea del esperma sobre la lengua extendida como una pala de Cristina, quien se apresuró a engullirla con real fruición, mientras sentía que junto a los restos de semen que aun caían sobre su cara, volvían a romperse los diques del alivio, arrastrándola a la oscura región de la satisfacción.
Datos del Relato
  • Categoría: Intercambios
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