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La felicidad de los charcos...

"Vuélveme loca poquito a poco" le había dicho ella, lamiendo cada sílaba pausadamente, con un extraño tono de voz; ella, que era tan tímida, tan frágil, tan voluble y disoluble en el éter como si fuera tan sólo una partícula más, ahora llenaba el aire de la estancia con inocentes letras que, al unirse, habían formado un poderoso afrodisíaco para los oídos de Jacobo.
Ella, a quien había admirado por su mirada pura y virginal, ahora fijaba la vista, hipnotizada como una serpiente, en su miembro descomunal, advirtiendo en sus manos unas ansias golosas que se extendían por cada palmo de su piel. Quedó perplejo Jacobo ante el cambio repentino de quien amaba castamente, como en los noviazgos ancestrales, de quién había acariciado sólo la mano, rozado la cintura, vislumbrado -y sólo vislumbrado- los pechos bajo la camisa de beata. Parecía que la castidad se había evaporado ante la visión de su sexo inhiesto, y ahora ella deseaba llegar al éxtasis. Y él sabía que, por culpa de su miembro animal y de la profecía que dijera su abuela cuando nació, aquella noche, moriría de placer.
Todo empezó una mañana en la juventud de su abuela, aunque ella no pudo prever que aquel incidente sin importancia marcaría, a partir de ese momento, la historia de su familia. Bajaba por el camino de barro de vuelta a su casa después de hacer la compra, cargada de fruta del mercado, ligeramente encorvada por el peso -el peso de los melocotones y manzanas, el de la casa, el de los niños, el del deseo imperante de huir de ese barrio obrero donde habían ido a parar tras bajar en la última estación del "borreguero"- cuando oyó los resoplidos de un hombre.
Sin poder evitarlo, envió una mirada furtiva en dirección al sonido, y pudo ver el deseo que producía su presencia a un varón de buena estampa, vestido con ropas de no pasar hambre, metido en su coche -un vehículo que su marido no podía pagar por muchas horas que pasara en la fábrica- y maniobrando con placer su palanca de cambios. Parecía que aquel hombre, que le debía ahorrar a su mujer tan deshonrosa escena, se venía a divertir aparcado al lado del camino de lodo y piedra, lejos de su barrio de asfalto y luces, intrigado por la figura de aquellas mujeres que no vestían siguiendo las tendencias de París, no perdían el tiempo en nimieces y no vivían amortajadas por un exceso de educación. A él le parecía que aquellas mujeres eran más salvajes y podían hacerle feliz y sucumbía a sus placeres más oscuros al verlas pasar.
Ella agarró con más fuerza el cesto de junco y las bolsas de la fruta, con tal ímpetu que uno de los melocotones se escapó rodando y su trayectoria le llevó a descansar cerca de la puerta abierta del automóvil. Indignada, añadiendo un velo de rudeza a su mirada por la traición de la fruta, apartó la vista de la fiesta particular que aquel hombre estaba teniendo a costa de su cuerpo y sin su permiso y apretó el paso. Estaba dispuesta a olvidar el suceso, pero le volvió a la mente aquella misma noche, cuando su marido le agarró la cintura.
Sabía ella qué pasaría, porque se repetía siempre de igual manera y sin variaciones; a él le movía el ansia de hundir en su carne las frustraciones del trabajo, las penalidades del día y a ella la esperanza de que terminara rápido. Fue entonces, justo cuando en su interior tenía lugar una alocada carrera en pos del óvulo fértil, que recordó la mirada de aquel hombre, el primero que la había deseado de verdad -aunque estuviera cargada y mal vestida, o justamente por eso- y pensó que él la podría llevar a una vida acomodada y feliz, acariciada por unas manos que tenían que ser, por fuerza, delicadas y, por supuesto, más conocedoras de un cuerpo de mujer.
En el momento en que imaginaba los conocimientos del desconocido, sintió electricidad en su sexo, una descarga que mató a todos los espermatozoides menos a uno, que se afanó en correr, sobresaltado por los gemidos que venían del exterior. El sonido de placer y felicidad se extendió por todo el barrio obrero: lo oyeron los vecinos, que se sintieron inundados por una sana lujuria y una alegría que hacía tiempo no sentían y retozaron con sus parejas con un juvenil alborozo; los gatos, que no pararon de maullar en toda la noche, y siguieron maullando y persiguiéndose unos días más; los pájaros que trinaron hasta el amanecer del día siguiente, para mala suerte de alguna ave ocupada que no atinó a levantar el vuelo al ver venir la piedra de un tirachinas; y las semillas, que se afanaron en crecer, como si en pleno otoño volviera la primavera, en una locura de estaciones. Así, llegó el gemido al interior del melocotón perdido sobre el barro, travesando sus carnosas paredes, que habían sido regadas, horas antes, por un reguero de leche y deseo.
Nadie comentó nada de lo sucedido, de ese orgasmo compartido, pero a partir de aquel momento se cristalizó una complicidad y unión entre los vecinos que les llevó más tarde a pedir mejoras en sus condiciones de trabajo, a reclamar unas mínimas infraestructuras en su barrio y una educación mejor para sus niños. Un sociólogo quiso estudiar el suceso extraordinario, pero no fue tomado en serio por ninguno de sus compañeros; dolido y desanimado, dejó la sociología y se fue en busca de su sueño: se enroló a un circo de poca monta, que acabó dando vueltas por el mundo, ocupando grandes titulares y engrosando sus bolsillos.
En esas condiciones especiales fue engendrada la madre de Jacobo, que se revolvía desde el primer día en el vientre de su madre, deseosa de salir. Por sus movimientos incesantes, pensó el padre que iba a tener un monstruo, que iba a ver la luz un extraño ser y se sumía cada día más en sus pesadumbres. Sin embargo, la madre sabía que su hija, simplemente, celebraba la vida en su interior y que se pasaba largas horas bailando en el líquido amniótico, electrificada por la felicidad. Seguramente por eso, nueve meses después, nada más salir de su escondrijo, ella abrió los ojos dispuesta ya a comerse el mundo y al verse envuelta por una seriedad blanca y por la olor aséptica de la sala de parto, rompió a llorar antes que le azotaran el culo.
El padre decidió, al ver la hermosa niña de grandes y vivaces ojos, que debían trasladarse a un lugar mejor. Aquella era una criatura especial y no merecía criarse en la rudeza; no quería verla crecer con un horizonte demasiado cercano a la dura realidad, con un futuro achicado y pobre. Trabajó muchas más horas en la fábrica y se fue dejando el pellejo poco a poco, tanto es así que quedó de él nada más que piel y huesos y una sonrisa apacible cuando veía dormir a su hija.
En realidad, la veía menos de lo que quería, porque la niña dormía pocas horas al día y sólo quería mirarlo todo y aprender a caminar. Al darse cuenta del poco caso que le hacían las piernas, del desajuste entre realidad y deseo, aprovechaba para mover los bracitos cuando oía música. Le era más difícil bailar sin estar protegida por la burbuja de agua, pero su deseo de movimiento era mayor que los impedimentos. Seguía dentro de ella, atrapada, aquella ráfaga de electrones y neutrones, de electricidad en estado puro, y esto no pasaba desapercibido entre los demás familiares, que la miraban con extrañeza. Quizás por eso decidieron, por unanimidad, que la niña se llamaría Luz, alegrando a la madre, que ya estaba harta de tantas Marías en la familia.
Finalmente, unos años después, pudieron trasladarse a otro barrio, ante la alegría del padre y la ligera tristeza de la madre, que estaba alicaída por dejar la casa donde habían nacido sus hijos. En cuanto marcharon, después de las despedidas, se oyó un soplido apenado, como de una bestia enorme, procedente del barrio que dejaban atrás, y que brotaba del camino de barro, donde nadie se había dado cuenta del crecimiento lento pero incesante de un tronco flexible y aún joven, en el centro mismo de un charquito lechoso eterno, imborrable por las lluvias, y que se iría a convertir en un hermoso melocotonero.
Luz creció como una hierba salvaje, pues no tenía a su madre siempre encima como le había pasado a sus hermanos: el padre, nada más llegar, empezó a llorar de alegría al ver cumplido un sueño de dos años y demasiado esfuerzo -en realidad, de toda la vida, pues la idea de vivir mejor ya le había empujado anteriormente a marchar de un pueblo seco y enjuto, sin perspectivas, a una ciudad que, al menos, con el mar tan cerca, era húmeda- y, después de tanto gastar lágrimas, cayó como un tronco, con un extraño tamborileo de sus huesos al tocar el suelo, pues había gastado hasta la última gota de agua que contenía su delgadez extrema. Por esta razón, la madre, que nunca había trabajado, se puso manos a la obra para sacar adelante a su familia, con esa fuerza que tiene la gente que se encuentra en perenne lucha, ausentándose tantas horas de casa que no sabía que su hija pasaba el tiempo bailando, olvidándose de la letra impresa de los libros de texto, sumida por completo en la envolvente música.
El hermano mayor empezó también a trabajar, empleándose como camarero durante horas y horas. A la madre le dolía ver como su hijo dejaba los estudios, sin embargo, era una necesaria fuente de ingresos. La verdad era que él había conocido en el restaurante a una importante dama, que vivía prendada de su acento andaluz y de su morenez y le pasaba una elevada suma, por acercarse aún más a sus labios y a su piel. Fue entonces cuando el hermano se dio cuenta de su belleza, reparó en las miradas que le lanzaban otras mujeres y sus favores corrieron de boca en boca por toda la alta sociedad, abriendo una brecha por donde entrarían más hombres unos años después.
Algunas de estas mujeres preferían, simplemente, hablar, porque sus maridos las tenían olvidadas, sintiéndose poco más que un florero. En una de esas charlas él comentó, por decir algo mientras le masajeaba los pies, que su hermana menor bailaba inusualmente bien y que debía tener un don, pero que le preocupaba su belleza y su desinterés por los estudios, porque la imaginaba ya por mal camino. La mujer, entonces, flexionó, en un marcado arco, su pie, diciendo que era una profesora de ballet y que, por hacerle un favor, iba a salvar a su hermana de caer en vete-a-saber-tú-donde.
La propuesta dio sus frutos y Luz acabó dando espectáculos, pero no de ballet, sino de flamenco -la blancura del tutú y de las mallas, no sabía muy bien porque, le traía malos recuerdos, como si algún hecho trascendente pero desconocido se hubiera grabado con ese color en su inconsciente-. De uno de los bailes, pasó al otro, pues tenía más relación con sus raíces, con aquello que había oído de bien pequeña en aquel, ya lejano, barrio obrero, con la electricidad que inundaba su ser y que no le había abandonado.
La noche de su primera actuación en un teatro -aún sin ser la artista principal- arrancó aplausos de un ferviente público, con un extraño ruido de fondo, como un tamborileo, que le hizo recordar a su padre. Fue por este recuerdo, doloroso por su ausencia, feliz porque intuía que le había permitido el cielo -o donde fuera que él estuviese- una concesión especial para venir a verla, que tuvo una necesidad imperiosa de volver a allí donde había vivido los primeros años de su existencia. Tomó a su pareja -la última de tantas que había poblado su adolescencia y juventud- de la mano y la llevó a deambular por unas calles que no recordaba, y no sólo porque hubieran cambiado, pero que seguían existiendo en algún lugar de su mente.
Así, fueron a parar a un camino de barro, lo único que después de tanta presión y de tanta lucha aun quedaba por asfaltar, y dirigieron sus pasos a un melocotonero, que, extrañamente, nadie había cortado. Luz tomó una de las jugosas frutas y se la pasó a su pareja, insistiendo, juguetona, en que la tomara, venciendo su indecisión con una sonrisa pícara. Él le dio un bocado al melocotón y ella se lo acabó, comiéndoselo con gula, deseando más a cada mordisco. Traviesos, candentes, se empezaron a buscar el uno al otro, quitándose la ropa y acabaron haciendo el amor entre el barro, felices. Luz se dio cuenta entonces que bailar era exactamente igual que hacer el amor, respondiendo a un instinto primario que la instigaba a expresarse con la música, a entregarse, a ser penetrada por la melodía y a derrochar puro sentimiento.
Volvió al hogar materno, donde aún quedaba uno de sus hermanos, el mediano, porque el mayor había marchado primero, a dar la vuelta al mundo con una adinerada dama -así, sin avisar, de la noche a la mañana- para anunciar que estaba esperando un niño. La madre de Luz se alegró tanto que fue al día siguiente a informar a su marido en el cementerio. Para su sorpresa, una voz le contestó que ya lo sabía y que preparara otro plato para la cena, que pensaba venir, en libertad provisional, cada noche, pues había hecho méritos en el cielo -o donde fuera que él estuviese- y quería hacerla feliz entre las sábanas, ahora que había aprendido -ella no osó preguntar cómo-.
Aprovechando la alegría general, el hermano mediano anunció que se había enamorado de una mujer circense a la que vio actuar en las carpas cada día durante la semana que estuvieron en la ciudad y que pensaba casarse con ella. Sin embargo, tiempo después y por capricho del destino, cuando más feliz fue en su matrimonio, conoció al director del circo, anteriormente sociólogo, y descubrió lo que era el verdadero amor.
Luz concibió una hermosa criatura, un niño, inusualmente bien dotado. Doctores y enfermeras se reunieron ante el bebé, maravillados por el tamaño, llenando el hospital de un grito de sorpresa inicial y de una ovación final. Cuando la abuela lo tomó entre los brazos lo llamó Jacobo, nombre que fue aceptado por Luz, y en apartar la pequeña sábana que lo cubría dijo profeciticamente "este hombre morirá de placer", frase que quedó marcada a fuego en el niño -que había heredado de su madre la misma lucidez nada más nacer-.
Jacobo movido por el deseo de burlar su profecía, ahuyentó a las chicas de mil maneras diferentes, esgrimiendo contra ellas el malhumor, lanzando dardos de egoísmo, dañándolas a todas mostrándoles sus peores defectos, dejándolas al desnudo. La batalla siguió hasta que se cruzó en su camino una chica callada, tímida, que le confió su deseo de llegar virgen al matrimonio. Sonrió él para sus adentros y decidió que ella era la elegida, y que sólo la iba a amar platónicamente.
Pero los caminos del Señor son inescrutables, y la beata, un buen día se dejó llevar por la curiosidad de contemplar la gran obra de arquitectura que escondía Jacobo tras los tejanos. Así, jugando, consiguió que su miembro viera la luz para una mujer por primera vez, desatando la pasión de ella, rompiendo su represión y causando el mismo efecto devastador que una presa al desmoronarse.
"Vuélveme loca poquito a poco", le había dicho ella. Y ya la tenía saboreando aquel preciado objeto del deseo, deshaciéndose él, muriéndose, agonizando de placer. Sintiendo por primera vez el calor de una mujer, tomándola, tomándose, alejándose de esta vida, lamentándose de que aquello sólo lo iba a vivir una vez, regalando un chorrito de pasión, estallando en un charco de felicidad…muriéndose de placer.
Datos del Relato
  • Autor: Vet
  • Código: 5703
  • Fecha: 08-12-2003
  • Categoría: Varios
  • Media: 5.57
  • Votos: 58
  • Envios: 2
  • Lecturas: 2791
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Angel F. Félix
invitado-Angel F. Félix 31-12-2003 00:00:00

Como en un calidoscopio, en vertiginoso discurrir, Vet muestra el gran acopio de personas que al vivir desde que melocotón cayó hasta que en árbol fructificó, tejen una sujestiva novela que capta... y hasta desvela. ("La felicidad de los charcos")

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