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La despedida de soltero (1)

—¿Alguna vez has visto a un chico y has pensado «ojalá sea gay»? —le digo a Asier sin dejar de mirar al tío del otro lado de la barra.

Asier se ríe y me coge la cara para obligarme a mirarlo, durante un segundo espero un beso apasionado que nunca llega.

—Creo que no es el día para pensar esas cosas —dice sin perder la sonrisa. Se recoloca la cofia de monja—. ¿Te pido otra copa? —añade antes de darme la espalda.

Afirmo y vuelvo a buscar al moreno de la camisa azul con la mirada. Allí está. El mentón marcado y la nariz grande. Los ojos creo que son claros, pero puede ser efecto de la luz. Se peina el pelo castaño con los dedos y posa sus labios suaves sobre la pajita negra de un gin-tonic. Suspiro.

—Toma, anda —dice Asier, que ha vuelto a mi lado, y me alarga el segundo ron de la noche—. Deja de pensar en él. Además, es hetero. Y su amiga está bastante más buena, a mí me gusta.

«¿Hetero?», me pregunto. Dejo de mirar la sonrisa socarrona de Asier para ver cómo el tío coquetea con una chica despampanante. Como si supiera que lo estoy mirando, rodea la cintura de ella y la atrae para susurrarle algo al oído. «Hetero», confirmo y vuelvo con el resto de la cuadrilla.

Asier está pletórico: se niega a ver a cualquiera de nuestros amigos de la despedida de soltero sin una copa en la mano. No sé cómo puede mantener la compostura con ese traje de monja que le han plantado. Al menos yo me he librado…

Dejo la copa en la mesa y voy al servicio. Lo bueno de un local caro como este es que los baños están limpios. Casi puedo verme reflejado en las losetas negras del suelo. Mientras hago uso de los urinarios, la puerta se abre. El tío más guapo del local entra por ella con las manos en la cremallera.

Tierra, trágame.

—Menuda fiesta tenéis montada —me dice, según se aproxima y se coloca a mi lado.

Creo que el color rojo de la decoración de las paredes se ha adueñado de mi cara. Asiento sin palabras y me apresuro a terminar. La cisterna se activa de forma automática cuando me separo. Paso la mano bajo el grifo y el agua fluye para lavarme las manos.

—¿Y están los dos novios o solo uno de ellos? ¿Cómo van las despedidas de parejas gays? —me pregunta. A través del reflejo en el espejo, lo veo con la cabeza ladeada hacia mí.

—Asier no es… gay —respondo, demasiado confuso para parecer natural.

—Vaya, como no parabas de mirarme en el local… —¿Me ha guiñado un ojo? Creo que me ha guiñado un ojo, pero no estoy seguro.

—Que yo sea gay no implica que todos los demás tengan que serlo —respondo.

De verdad que no sé dónde meterme. Me doy prisa por secarme las manos, pero el secador no funciona. Así que voy goteando por todo el baño y abro uno de los reservados para coger papel.

—¿Ahora te da vergüenza o qué? —dice con cierta burla y, desde el reservado, lo miro por puro instinto. La sangre empieza a bombear por mi cuerpo a un ritmo distinto. Está ligeramente separado del urinario, con sus ojos fijos en los míos y la mano sujetando una polla erecta que, desde luego, no me esperaba.

Me muerdo el labio inferior sin disimulo y continúo secándome las manos, con más tranquilidad. Tiro el papel al baño y me recompongo, con los ojos fijos en su entrepierna.

Serio, se guarda la erección y recorre el espacio que nos separa. Retrocedo hasta quedar dentro del reservado por completo y esquivo el váter para dejarle entrar. La respiración se me acelera, el pulso también. Cierra la puerta tras de sí y yo alargo mi mano para cerrar el pestillo.

Solo soy consciente del aire que se escapa de sus labios. Y de sus ojos negros. Apenas escucho la música, que nos llega amortiguada.

Apoya su mano en mi hombro y se inclina hacia a mí. Siempre me siento torpe en los primeros segundos, pero no dudo en besarlo. Sus labios saben al amargor de la ginebra, pero su lengua es dulce en cada movimiento. Gimo contra sus labios y agarro su cadera.

Aprovecho un hueco por el que su camisa se ha salido del pantalón e introduzco mi mano para acariciarle la espalda. El espacio entre nosotros se desvanece, mientras mi mano disfruta del calor que desprende y devoro los besos que me da. Casi percibimos el ansia de ambos en el frenético roce de nuestras lenguas.

Su erección palpita junto a la mía, ambas aún escondidas bajo la ropa, y siento la irrefrenable necesidad de liberarlas. Me separo un segundo y veo que sus labios —enrojecidos un poco por el roce con mi barba— se curvan en una sonrisa pícara.

En el mayor silencio, desabrocho su pantalón y dejo a la vista el glande que sobresale por la parte superior de unos slips negros. Sobre él, una pequeña gota transparente es testigo de mi lujuria.

Me agacho con cuidado y paso mi lengua por su miembro, según lo voy liberando. Poco a poco, el sabor de su cuerpo me llena la boca por completo. Me agarra de la barbilla y pienso que va a pedirme que me levante, pero en lugar de ello solo me obliga a mirarlo a los ojos. A esos preciosos ojos negros. Y yo obedezco, dejando que guíe mi cabeza, que dirija cómo se introduce en mi boca con suavidad y firmeza.

La puerta del baño se abre y ambos nos apresuramos a cambiar de postura. Yo me subo de rodillas sobre el váter cerrado, él se pone frente a mí. Mi corazón va a mil por hora y estoy a punto de decirle que deberíamos dejar esto, pero me detiene con un dedo en los labios. Sonríe en silencio y pasa la yema del índice por mi labio superior.

Al otro lado, alguien tose y noto un nudo en el estómago. Una sensación de peligro, de hacer algo prohibido, que hace que me excite aún más.

Se masturba en silencio y alcanzo a ver cómo una pequeña gota de presemen que vuelve a asomarse sobre su glande. Sin apartar sus ojos de los míos, la seca con el pulgar y me lo pasa por los labios. Si le conociera mejor, lo saborearía sin dudarlo.

En el baño de caballeros alguien acaba de retirarse del urinario y la cisterna se activa. «Por favor, sal ya», pienso. Pero no lo hace.

Las manos de mi silencioso acompañante bajan hasta mi entrepierna y desabrochan el pantalón. Tengo que sujetarme a la pared para no perder el equilibrio cuando empieza a masturbarme.

Cierro los ojos y siento como posa sus labios sobre los míos. Cuando voy a darle un beso, ya no están ahí, sino que los noto en mi barbilla, en mi cuello. Lo ayudo a desabrocharme la camisa y baja por mi pecho, por mi abdomen.

Siento que voy a reventar, deseoso de sentir sus besos sobre mi erección, pero parecen no llegar nunca. Al fin, su lengua juguetea con mi glande y la noto bajar hasta la base. Sus labios se cierran sobre mis testículos y aprieto los labios para contener un gemido.

La puerta del baño se abre y, durante apenas un segundo, la música nos llega con fuerza. Después, el baño vuelve a quedarse en silencio.

—Eres un cabrón —le digo con una sonrisa, y él se levanta para besarme. No quiero separar mis labios de los suyos, así que lo sujeto del cuello de la camisa.

Me pongo en pie y lo obligo a sentarse. Me arrodillo ante él y me meto su erección en la boca. Dejo que su sabor me inunde. Intenta dirigirme otra vez, pero ahora soy quien manda, así que aparto su mano sin dejar que me distraiga.

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