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Categoría: Incestos

Heil mama (Cap. 3)

Por la mañana no escuché el despertador. Me despertaron golpes en la puerta de mi habitación. Reconocí la forma de llamar de mi madre, golpes rápidos y no muy fuertes. Abrí los ojos y la claridad que entraba por las cortinas me los apuñaló sin piedad. Me dolía la cabeza, estaba sudado y un poco mareado. No había bebido tanto la noche anterior, pero debían habernos dado garrafón porque me sentía como una mierda. Tampoco contribuían a mi bienestar los confusos recuerdos de lo sucedido en casa de madrugada: el incidente con mi tía Merche y mi incursión en la intimidad de mi inocente madre. Conseguí reunir fuerzas para bajar la sábana hasta mi cintura y decir “Adelante”.



Mamá debía llevar levantada horas. Ya estaba perfectamente peinada y vestida. Llevaba una blusa azul marino con ribetes blancos en el cuello, sin escote y de manga larga, y una sencilla falda hasta la rodilla de un rojo tan oscuro que casi parecía negro. Calzaba sus zapatillas de andar por casa, pues no se ponía los zapatos hasta que no estaba a punto de salir a la calle.



—¿Qué pasa, dormilón? ¿No piensas ir hoy a clase?



—Hoy no voy a ir. No me encuentro bien —dije. Tenía un poco de ronquera, lo cual me hizo sonar más convincente.



Con su dulce cara de preocupación, mi madre se sentó en la cama y me miró. Al tenerla tan cerca me di cuenta de algo. Siempre llevaba su pelo rubio perfectamente recogido en un sencillo moño, pero esa mañana algo había cambiado. Se había dejado dos mechones sueltos, dos bucles dorados que le caían por las sienes hasta las mejillas. Por supuesto, le quedaba muy bien, estaba más guapa que nunca y hasta parecía más joven. Pero no me gustaba. ¿A qué venía ese cambio? ¿Por qué de repente quería estar más guapa? Seguro que había sido idea de su hermana.



Se inclinó un poco hacia mí y me puso la palma de la mano en la frente. Olía muy bien. Mamá no usaba perfume, sino una suave colonia que olía a flores de azahar. Sin poder evitarlo, imaginé lo que había debajo de su austera vestimenta, lo que había visto la noche anterior en su dormitorio y lo que mi imaginación desbocada añadía. Por suerte, tenía la sábana arrugada a la altura de la entrepierna y no pudo ver que mi cipote se elevaba saludando al sol, a la bandera nazi de la pared y a la madre que lo parió (nunca mejor dicho).



—No estás caliente —dijo de repente.



—¿Qué? No, cla... claro que no. ¿Por qué iba a estar caliente?



—Si tuvieses fiebre estarías caliente, ¿no? —replicó ella, tan inocente como siempre.



—Ah, no, no estoy enfermo. Verás... Anoche era el cumpleaños de un primo de Chechu y nos tomamos unas copas —improvisé, mientras arrugaba todavía más la sabana para tapar mis partes innobles.



—Así que resaca, ¿eh? Y un jueves. Hay que ver —dijo, en un tono menor de reproche. Yo no solía faltar a clase ni emborracharme entre semana, así que no le dio demasiada importancia —. Al menos podrás hacerle compañía a tu tía, que anoche también llegó a las tantas y aún no ha dado señales de vida. Debe estar igual que tú o peor. A lo mejor hasta te cruzaste con ella.



—No... eh... Creo que ya estaba durmiendo cuando yo llegué —dije. No me crucé con ella, lo que hice fue cruzarle la cara de un guantazo, pensé.



—Deberías beber zumo y comer algo. ¿Quieres que te traiga el desayuno aquí?



—No, de verdad. Me levantaré en un rato.



—Vale, yo voy a hacer unos recados. ¿Quieres que te traiga sales de frutas?



—No, mamá. No hace falta.



—Hasta luego, cariño.



Me dio un sonoro beso en la frente y se fue. Me quedé allí tumbado, resacoso, empalmado y agobiado por la culpa. Un pervertido como yo no se merecía una madre tan buena. En pocos minutos escuché los tacones de mi madre en el pasillo (tacones bajos. Nunca usaba tacones altos) y la puerta principal cerrándose cuando se marchó. Puse la radio y media hora después reuní fuerzas para levantarme, ir hasta la cocina y tomarme un café.



Pasé un buen rato sentado en la cocina, dándole vueltas y más vueltas a todo lo ocurrido. Que yo era un maníaco sexual lo tenía claro desde hacía tiempo. De hecho, mis amigos también lo eran, y si no fuésemos skinheads seguramente habríamos encontrado otra excusa para arrinconar a mujeres indefensas y abusar de ellas. Pero una cosa era darle caña a putas extranjeras o inmigrantes que no se atrevían a denunciarnos porque no tenían papeles, y otra muy distinta tener deseos pecaminosos hacia la propia madre de uno, que es sagrada, por muy joven, guapa y apetecible que sea. Tenía que ponerle fin a aquello, y tenía que hacerlo pronto.



Me quedé allí mirando los azulejos blancos de la pared hasta que me entraron unas ganas tremendas de mear. Fui al pasillo y vi que la puerta de mi tía Merche estaba abierta y la del baño cerrada. Escuché el sonido de la ducha y su voz canturreando. La hija de puta ni siquiera tenía resaca. No podía esperar a que terminase así que fui al otro baño, el que estaba junto al dormitorio principal. Cuando pasé junto a la cama de mi madre, donde la había espiado la noche anterior como un degenerado, aceleré el paso. Aquel era el baño que usaban mis padres, y desde que mi padre murió solo lo usaba mamá. Estaba impecable, por supuesto, y olía a su colonia. Solté una larga meada y antes de marcharme vi algo extraño en la bañera.



Eran unas bragas y un sujetador, puestos a secar en la barra de la cortina. Yo había visto muchas veces la ropa interior de mi madre en el tendedero, prendas blancas o de color carne, sobrias y nada provocativas, pero esas eran diferentes. Eran negras, un poco transparentes y con encajes. Las bragas eran prácticamente un tanga, así de estrecha era la parte de atrás, y en cuanto al sostén, estaba seguro de que si una mujer lo llevase puesto podrían verse sus pezones a través del fino encaje negro. En un primer momento pensé que eran de mi tía Merche, que las había colgado allí para que yo no las viese, ya que me había quejado de su falta de recato, pero las tallas no cuadraban. Aquel sugerente conjunto estaba hecho para una hembra de pechos grandes y caderas anchas. Para una mujer como mi madre.



Pero era imposible. No podían ser suyos. ¿Por qué iba a tener una viuda decente y cristiana como mamá esa lencería? ¿Para ir al mercado? Quizá se lo había regalado su hermana. La tía Merche era de las que regalan vibradores en las despedidas de soltera. Pero si estaban puestas a secar era porque mi madre las había lavado, y si las había lavado era porque... ¡Se las había puesto! Alejar de mi pensamiento la imagen de mi madre llevando esa lencería fue lo más difícil que he hecho nunca. Salí del baño y me senté un momento en la cama de matrimonio, bajo la severidad del oscuro crucifijo. También estaba el cambio en su peinado, sutil pero llamativo. ¿Y si se veía con alguien? Imposible. Si comenzase a salir con un hombre su hijo sería el primero en saberlo. Mamá hacía las cosas como Dios manda, nunca a escondidas ni con disimulos.



Me sobresalté al escuchar ruido en el pasillo. Era Merche saliendo del baño y entrando en su dormitorio. No me apetecía encontrarme con ella, así que me deslicé en silencio hasta mi habitación y cerré la puerta. Me senté en la cama y de nuevo eché en falta el póster de Claudia Schiffer. Ah, sí, la noche anterior me había corrido encima y lo había tirado a la basura, justo después de haber espiado a mi madre mientras dormía y haberme tocado sin apenas darme cuenta. ¿Y si hubiese llevado puesta esa lencería negra en lugar del camisón? No, las mujeres no se ponen esas cosas para dormir, se las ponen para... ¡Me cago en la puta! Di un puñetazo en la cama y me froté mi rapada cabeza, nervioso. Tenía que relajarme. Saqué ropa limpia de mi armario y fui a darme una ducha. Escuché el sonido de un secador de pelo en la habitación de mi tía.



Cerré los ojos y dejé que el agua caliente hiciese su trabajo, relajando mis músculos y mis nervios. Seguro que no pasaba nada. ¿Y qué si mamá se peinaba de forma distinta? ¿Y qué si tenía algo de lencería picante? Seguro que se la había regalado la fresca de su hermana y se la había puesto una vez para no hacerle el feo, y se desharía de ella en cuanto mi tía se marchase. Abrí los ojos y casi me caigo de culo. No estaba solo. Justo delante de mí, de pie en la bañera, me miraba con la cabeza un poco ladeada una rubia de metro ochenta, con una espesa melena rubia y un cuerpazo imponente, vestida solo con un bikini blanco. Era Claudia Schiffer.



—¡Heil, Paco! —exclamó, sonriente.



Tranquilos, no es que de pronto esto se haya convertido en un relato de ciencia ficción. Puede que no haya mencionado que cuando se me iba mucho la olla a veces alucinaba. Era algo que comenzó a pasarme poco después de morir mi padre, aunque nunca se lo había contado a nadie para que no me llevasen a un loquero. Por suerte solo me pasaba cuando estaba solo, y aunque las primeras veces me asustaba de cojones había aprendido a lidiar con ello. Tal vez ya sospechasteis algo cuando el póster de la susodicha Claudia me miró de mala manera y tuve que arrancarlo. Y ahora estaba allí, mirándome con sus ojos azules y un puchero infantil en sus preciosos labios, como si estuviese regañando a un bebé.



—Eso que hiciste anoche no estuvo nada bien —dijo. Hablaba con acento catalán, vete a saber por qué.



La miré de arriba a abajo. Tenía todo el cuerpo húmedo, igual que yo. Al parecer, de nuevo estaba dispuesta a juzgarme, pero no se lo iba a permitir.



—No hice nada malo. Solo fui a ver si estaba dormida y me empalmé por casualidad —expliqué, aunque no tenía mucho sentido, porque la top model era una manifestación de mi mente y yo sabía que no era cierto.



—¿Mmm? ¿De qué hablas? Yo me refería a lo que hiciste conmigo. Me usaste y me tiraste como un kleenex... ¿No te da vergüenza? —Fingía estar enfadada, en actitud juguetona. Me dio un suave cachete en el pecho —. Que te toques pensando en tu mamá no tiene nada de malo.



—¡Yo no hago eso!



—Oh, sí. Lo has hecho. Y también con tu tita. Eres un chico muy malo, Paquito.



Volvió a hacer esa mueca infantil y me acarició con un dedo desde el cuello hasta el ombligo. Me estaba poniendo de los nervios esa rubia sabelotodo, y obviamente también me estaba poniendo a cien. Al fin y al cabo era Claudia Schiffer y estaba en mi ducha. Mi verga comenzó a palpitar, a ganar tamaño y verticalidad. Y ella se dio cuenta.



—¡Uy! ¿Pero qué tenemos aquí? ¿Estás pensando en mamá?



—De eso nada. Deja de decir chorradas. ¿A eso has venido? —pregunté, enfadado.



—He venido a decirte que no tienes por qué sentirte mal. Tus fantasías son perfectamente normales en un muchachote de tu edad con una madre tan atractiva. Porque está para comérsela... Mmmm, esa carita tan dulce que tiene, esas tetas grandes y firmes, ese culazo... Hasta a mí me dan ganas de sobarlo, meter la mano entre esos muslos tan suaves... ¡Pero mira, qué dura se te ha puesto en un momento! Vas a tener que tocarte otra vez pensando en mami o vas a explotar.



A medida que hablaba su voz se volvía más sensual. Se contoneaba y se acariciaba su propio cuerpo, como una bailarina de striptease. Me la imaginé en la cama, frotando su cuerpo de supermodelo contra el de mi madre, quien llevaba puesta la lencería de encaje. De repente yo también estaba allí... Sacudí la cabeza y resoplé. Alucinar y fantasear al mismo tiempo era demasiado para mi pobre cabeza rapada. Claudia seguía allí, sonriendo con malicia, pero en sus ojos ya no había reproche o asco. Quería convencerme de que mis oscuros deseos eran normales. Por un momento casi me convence, pero duró poco y volví a enfadarme. El agua caliente seguía cayendo por mi cuerpo y chorreaba desde la punta de mi tranca erecta. No iba a perder más tiempo hablando con esa estúpida alemana.



—Ya está bien de chorradas. Ponte de rodillas y chúpame la polla.



—¿Qué? ¡De eso nada! —dijo. Se cruzó de brazos y frunció el ceño.



—Eres producto de mi imaginación. Tienes que obedecerme.



—Así no es cómo funcionan las alucinaciones.



—¿No? Eso lo veremos.



La agarré del pelo y la obligué a arrodillarse en la resbaladiza bañera. Para ser una alucinación, era condenadamente sólida. Gritó un poco pero me dio lo mismo, al fin y al cabo solo yo podía escucharla. Apretó los labios y le di golpes de rabo por toda la cara. Le tiré del pelo, gritó de nuevo y aproveché para metérsela hasta la campanilla. Poco a poco se fue calmando y comenzó a mamar, moviendo su boca de supermodelo sin prisa pero sin pausa a lo largo de todo el cimbrel. Podía sentir el calor de su boca, la estrechez de su garganta, la viscosidad resbaladiza de su saliva... Estaba a punto de correrme cuando algo pasó. La mata de pelo rubio de la mujer se transformó en un moño, disminuyó su estatura y la abundancia de sus curvas aumentó tanto que el bikini apenas podía contener los grandes pechos. Levantó la vista, me miró a los ojos, dejó de chupar y habló.



—¿Qué te pasa, cariño? ¿Tienes fiebre? —dijo mi madre.



Pegué un grito y salí de la bañera de un salto, a riesgo de resbalar y pegarme un leñazo. Por suerte no fue así. Me quedé allí de pie, desnudo, mojado y con la polla palpitando en el aire. En la bañera ya no había nadie. Cerré el agua y me envolví con una toalla, temblando. Casi grito otra vez cuando alguien golpeó la puerta del baño con los nudillos.



—¿Estás bien, Paco? Me ha parecido que gritabas —dijo la voz de mi tía Merche desde el pasillo.



—¿Eh? Sí... Sí, estoy bien. Es que ha salido el agua fría.



—Se habrá terminado el butano. ¿Quieres que cambie la bombona?



—No, tita. Ya he terminado.



Pero no había terminado. Ni mucho menos. La cabeza me iba a estallar y tenía la polla tan dura que me dolía. Bastarían un par de sacudidas para correrme, pero sabía que no podría evitar pensar en mamá, verla arrodillada frente a mí, con su santa boca tan cerca de mi glande. Tenía que encontrar una solución, y entonces vi el cesto de la ropa sucia, junto al lavabo. En cuanto lo abrí encontré unas bragas pequeñas, de color violeta, suaves y con encaje en los bordes. Eran las bragas que mi tía acababa de quitarse antes de ducharse. Me las llevé al rostro y aspiré el olor de su coño, intenso y embriagador. Esa era la solución. Concentraría mis impulsos incestuosos en mi tía Merche. Estaba mal, pero no tanto como si fuese mi madre. Chechu nos contó una vez que un amigo suyo del pueblo se follaba a una de sus tías. Eso no estaba mal del todo. Y mi tía estaba muy buena, eso estaba claro. Ya me la había cascado pensando en ella más de una vez cuando era adolescente, y la noche anterior abofetearla y ver sus muslos a través de la bata me había puesto burro.



Me senté en la taza del váter y me concentré. Imaginé su cuerpo desnudo, sobre todo las piernas largas y bien formadas. Me imaginé empotrándola contra la encimera de la cocina, agarrando su melena oscura mientras hacía temblar sus prietas nalgas de deportista con enérgicos empujones. Me envolví la polla con las bragas, visualicé su boca abriéndose para recibir la lefa caliente de su sobrino. En un minuto, las bragas estaban empapadas en semen y yo jadeaba, exhausto. Sí, lo había conseguido. Limpié las bragas bajo el grifo lo mejor que pude y volví a echarlas al cesto.



Me vestí y salí del baño mucho más relajado y centrado. Ya no me molestaba que la tía Merche viviese con nosotros. Al contrario. Cuanto más tiempo se quedase mejor. Fui al salón y allí estaba ella, viendo la tele, con una taza de café vacía delante y fumando un cigarro. Para gustarle tanto el deporte fumaba mucho, pensé. Llevaba la bata guateada, que estando sentada solo le tapaba hasta la mitad del muslo. Estupendo. Cuanta más carne enseñase mejor. Si hubiese sabido antes que su falta de recato iba a resultarme útil no la hubiese obligado a taparse. Pero quizá había vuelta atrás.



—¿Que estás viendo, tita? —pregunté, de pie cerca del sofá.



—Bah, nada. Por las mañanas solo ponen basura —dijo ella, echando humo por la nariz.



—Oye... No estás enfadada conmigo, ¿verdad? Por lo que pasó anoche, y eso.



—Tranquilo, eso está olvidado. Los dos nos habíamos tomado unas copas de más y se nos fue la cabeza. No pasa nada.



Me dedicó una de sus amplias sonrisas y yo se la devolví lo mejor que pude. Se había girado hacia donde yo estaba, subiendo una pierna al sofá, lo que reveló aún más piel de sus morenas piernas. Las miré sin demasiado disimulo. Al fin y al cabo acababa de correrme en sus bragas, conocía el olor de su coño, y la había elegido como reina de mis fantasías masturbatorias. Cuando sintiese la tentación de imaginar a mamá en situaciones pecaminosas, ella acudiría a sustituirla, y en mi imaginación le haría cosas que nunca le haría a mi adorada madre.



—He estado pensando, y tenías razón —dije, con cara de circunstancia —. No debería ser tan rancio, ni decirte lo que tienes que ponerte para estar en casa.



—No, tenías razón. No estoy en mi casa y debería ser más discreta.



—Ese es el tema, tita. Esta también es tu casa. No deberías sentirte como una invitada —Poco a poco, rodeé el sofá y me planté frente a ella —. Venga, quítate esa bata. Debes de tener calor. No entiendo como mi madre lo aguanta.



—¡Ja, ja! Ya te digo.



Se quedó mirándome un momento con sus ojos marrones y brillantes, sonriendo con ternura. Como esperaba, mis palabras la habían emocionado. Cuando yo era pequeño estábamos muy unidos, casi como hermanos, pero en los últimos años nos habíamos distanciado bastante. Sin duda le agradaba la idea de que nuestra relación volviese a ser más estrecha, aunque ahora yo fuese un nazi al que se le iba la olla de vez en cuando. Asintió, apagó el cigarro en el cenicero y se puso de pie. Desató el cinturón de la bata guateada. Tragué saliva. Se la quitó y la lanzó sobre el sillón más cercano.



Debajo llevaba un pijama de verano, de una fina tela rayada con distintos tonos de rosa. La parte de abajo era muy corta, parecida a unos boxers. Podía ver sus magníficas piernas en toda su longitud y esplendor, desde el comienzo de los muslos hasta los pies descalzos de uñas blancas y muy cuidadas. La parte superior consistía en un top de tirantes que le dejaba el ombligo al aire. Tenía el vientre plano, pero no se le marcaban los abdominales, cosa que nunca me ha gustado en una hembra. No llevaba sujetador, y sus tetas destacaban, pequeñas y firmes, bajo la tela. Se puso las manos en la cintura, dobló una pierna, apoyando el peso en la otra, como si posara para una foto, y me miró con la cabeza ladeada.



—¿Qué tal? ¿Le das el visto bueno? —preguntó.



—Claro que sí. Diría que hasta te sobra tela —bromeé. Era la primera vez que le hacía a mi tía una broma de ese tipo, y aunque puso los ojos en blanco y soltó un pequeño bufido seguía sonriendo.



—Anda, no seas tan espabilado, Paquito. Ven aquí.



Dicho esto, se acercó y me dio un fuerte abrazo, acariciándome un poco la nuca. Suspiró y noté su aliento cerca de mi cuello. Merche era mucho más alta que mi madre y solo tuve que inclinar un poco la cabeza para oler su pelo. Mantuvo su cálido cuerpo apretado contra el mío un buen rato, o eso me pareció. Seguramente fueron unos segundos.



—Me alegro de que nos llevemos bien, cielo. Me gusta mucho estar aquí con vosotros —dijo. Se separó un poco para mirarme a los ojos.



—A mí también me gusta que estés aquí, tita.



Se puso de puntillas, con una mano en mi hombro y otra en mi pecho, y por un momento pensé que iba a besarme en los labios. Me besó en la mejilla, se separó de mí y volvió a sentarse en el sofá. Me quedé un momento allí de pie. Por suerte después de ducharme me había puesto ropa interior y unos tejanos, por lo que mi erección no resultaba muy evidente. Por si acaso, me puse un poco de lado, fingiendo que miraba el televisor.



—¿Qué vas a hacer hoy, tita?



—Voy a ir a correr un poco y al gimnasio.



—¿Vas al gimnasio? —pregunté, levantando las cejas.



—Pues claro. Esto no se mantiene solo —respondió ella, señalando su cuerpo con ambas manos.



Me la imaginé con unas mallas apretadas, sudando y jadeando mientras hacía aerobic o pedaleaba en una bicicleta estática. Seguro que allí más de uno se ponía palote mirándola. Tanto como yo me estaba poniendo solo de imaginarla. Me senté en el sofá y estuvimos charlando un rato, durante el cual se me iban los ojos a sus piernas una y otra vez y mi verga palpitaba apretada en mis pantalones. Si ella se dio cuenta no dio señales de que le incomodase. Al cabo de una media hora fue a vestirse y salió por la puerta con su bolsa de deporte colgada del hombro. Yo apagué el televisor, fui al baño y saqué de nuevo sus bragas del cesto de la ropa sucia.



Por la tarde me encontré con mis amigos en el parque. Ya hacía demasiado calor para las bomber así que todos llevábamos camisetas o camisas de manga corta. Estábamos más animados que el día anterior, a pesar de que todavía no habíamos averiguado nada sobre el negro enorme del chándal gris.



—¿Vamos a vigilar hoy la calle de la negra, a ver si la trincamos? —pregunté a Román, que por algo era nuestro líder.



—Bah, paso de aburrirme toda la tarde. Daremos una vuelta por allí por si nos la cruzamos, y si no que le den.



Chechu y Fonso asintieron. Al parecer, ya no estaban tan entusiasmados con la idea de encontrar al tipejo que nos había puesto en ridículo, y la verdad era que yo tampoco. Normalmente nos costaba concentrarnos en algo durante mucho tiempo, sobre todo a Román, y ya habían pasado dos días. De todas formas, si el negro aquel seguía en el barrio tarde o temprano nos toparíamos con él, y se iba a enterar. Sus blancos dientes de gorila terminarían desparramados por un bordillo.



Dimos una vuelta y no vimos a la cubana culona. Volvimos al parque y nos pusimos a hablar con unas guarrillas de instituto a las que al parecer no les daban miedo los skinheads. Les dijimos de venir a tomar algo a la furgoneta pero no quisieron, las muy calientapollas. Pensé en ir al 24 horas para pegarle un viaje a la china Mari, pero Chechu ya había comprado litronas y no se me ocurrió ninguna excusa para separarme de mis compadres. De todas formas ya me había hecho dos pajas ese día, y aunque la idea de volver a taladrar ese chochito asiático era tentadora preferí quedarme con ellos haciendo el cafre.



Llegué a casa pasadas las diez. Todo estaba oscuro salvo por la tenue luz bajo la puerta de mi tía Merche. Al igual que la primera noche que pasó con nosotros, escuché su voz y la de mi madre hablando en voz muy baja y riendo de vez en cuando. Estarían de nuevo hablando de sus cosas. Supuse que era algo que harían todas las hermanas, sentarse en la cama a parlotear y cotillear hasta las tantas. Esa vez no me molestó. Me había librado de mis absurdos celos y me alegraba de que mamá fuese feliz y estuviese acompañada. Siempre que la influencia de mi tía no la hiciera cambiar demasiado y no me desatendiese a mí, el hombre de la casa, podría soportarlo.



Al tumbarme en mi cama, me pregunté si Merche llevaría de nuevo ese pijama tan fresquito. Seguro que sí. Evité pensar en lo que llevaría puesto mamá, pero durante un segundo apareció en mi cabeza vestida solamente con la lencería negra que había visto en su baño. De inmediato la desterré y me concentré en su hermana. Sí, a la muy guarra le había encantado quitarse la bata delante de mí y presumir de cuerpazo. Seguro que me había abrazado para ponerme cachondo. Dejé mi calenturienta imaginación seguir por esos derroteros y le dediqué la tercera paja del día a mi querida tita.



CONTINUARÁ...


Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
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