La ducha había terminado hacía rato, pero el vapor aún flotaba en el baño. Ambos estabamos tirados sobre el colchón, desnudos, con las piernas entrelazadas. Leo trazaba círculos lentos sobre mi abdomen plano, sintiendo mi respiración más tranquila, pero mi cuerpo aún cargado de electricidad.
Hubo un silencio largo, cómodo, como si algo invisible se hubiera roto entre nosotros: el misterio. Ahora quedaba espacio para algo más.
—¿Siempre fuiste así? —preguntó Leo en voz baja—. O sea… ¿así como sos?
Me quede en silencio unos segundos. No estaba molesto, solo… medido. Como si eligiera con cuidado qué abrir y qué guardar.
—Nací así —dije finalmente—. No como “un error”. No como “algo incompleto”. Solo... distinto. Cuando era niño, los doctores no sabían qué hacer conmigo. Algunos querían “corregirme”, otros decían que había que esperar a que yo decidiera. Mi mamá fue la que dijo: déjenlo vivir. Nunca me forzó a ser nada.
Leo me miraba con atención, acariciando mi muslo, justo donde el hueso rozaba la piel fina y oscura.
—¿Y cuándo supiste… que te gustaba el placer así?
Sonreí, con los ojos perdidos en el techo.
—Desde siempre sentí cosas por ambos lados. Era como tener una corriente eléctrica que pasaba por dos canales. La primera vez que me toqué, acabé por dentro. Y por fuera. Me asusté. Después me obsesioné. Aprendí a controlarlo. A jugar con eso. A provocarme. Y a provocar a otros.
Baje la mirada hacia Leo, que me escuchaba con la boca entreabierta, claramente excitado otra vez solo con imaginarlo.
—¿Y el sexo? ¿Cómo fue la primera vez?
—Un desastre —dije, riendo con amargura—. Era un chico mayor que yo. Pensé que me aceptaba, pero apenas vio mi cuerpo… se fue. Me dejó desnudo. Solo. Desde entonces, me volví más frío. Cerrado. Aprendí a filtrar a la gente. A mostrar lo que quiero, cuando quiero. Yo soy fuego, Leo, pero también sé quemar.
Leo me miró con otra intensidad ahora. No solo me deseaba. Empezaba a admirarme. Ese cuerpo que parecía una obra de arte viviente había sido blanco de juicios, fantasmas, heridas. Pero yo había hecho la diferencia, un arma, una forma de poder.
—Te juro que nunca vi nada como tu —murmuró Leo, besándome el vientre, justo donde mi pene descansaba flácido, pero latente, y mi sexo interior seguía suave, palpitando apenas.
—No tenés que entenderme —respondí, acariciándole el pelo—. Solo tenés que sentirme.
Leo subió por mi pecho, me besó en la boca con lentitud, con una ternura nueva. No era solo deseo. Era hambre emocional.
—Quiero ser alguien que no se va —susurró.
Lo miré fijo, con esos ojos de noche que lo decían todo sin decir nada.
—Entonces volvé a entrarme. Pero esta vez, no para sacarte las ganas. Esta vez, para quedarte un rato adentro.
Leo se deslizó entre mis piernas sin apuro. Esta vez no hubo furia, ni mordidas, ni urgencia. Fue piel contra piel. Fue calor sin apuro. Fue un vaivén lento, tan íntimo que parecía
Lo recibí sin resistencias. Estaba abierto, entregado, con la espalda arqueada y los ojos cerrados, sintiendo cada centímetro de Leo entrar en mi, no solo en mi cuerpo… también en mi alma. Mi vagina lo envolvía, húmedo, cálido, apretado, como si hubiera estado esperándolo desde siempre.
Leo se movía despacio, sin palabras, con las manos firmes en mi cintura. Cada embestida era profunda, envolvente, cargada de algo más que deseo. Era una caricia desde dentro. Y mientras lo hacía, su pecho se pegaba al mio, y sus labios buscaban mi cuello, mi oreja, mi respiración.
Yo gemía bajo, ronco, sin contener nada. Me masturbaba lentamente, sintiendo mi verga crecer entre mis dedos mojados, mientras mi interior palpitaba alrededor del cuerpo de Leo.
—Seguí así… no pares —susurre entre jadeos—. Quiero que te vengas adentro mío, pero sin dejar de verme.
Leo me giró con suavidad, sin salir de mi.Me dejó boca arriba, con las piernas abiertas y la espalda hundida en las sábanas, mientras seguía embistiendome con ese ritmo suave y firme que me enloquecía. Ahora podía verme:mi piel brillante, mis pezones duros, mi pene latiendo al ritmo del placer… y mi vagina única, empapada, latiendo desde dentro.
Nos miramos a los ojos.
Y fue ahí.
Ambos nos vinimos casi al mismo tiempo: Leo temblando por dentro, llenándome; yo estremeciéndome por completo, mi verga eyaculando en chorros cálidos sobre mi propio abdomen, mientras mi vagina se cerraba en espasmos lentos, suaves, profundos.
El mundo desapareció. Solo quedaremos los dos. Y ese fuego compartido.