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Freeville Capítulo 7

Recomponiendo el ajuste del artefacto, prolija su ropa y aparentado una indiferencia que no siente por lo que la expectativa de lo que vendrá le provoca, vuelve a mezclarse entre los comensales. El clima amable y gentil de las conversaciones calma un poco su nerviosismo e incluso se atreve a atacar algunas de las viandas frías y refrescar su garganta con varias copas de champán. Enfrascada en una agradable conversación con uno de los matrimonios y en tanto recorren indolentemente el salón, no advierte que una de las puertas laterales comunica con uno de los pasillos hasta que, displicentemente, Pedro la abre y junto con su mujer la conducen a una de las habitaciones que no está preparada para agasajos epicúreos sino que es un dormitorio en toda la regla.
Verónica es una rubita de algo más de treinta años que evidencia una cierta robustez pero que al despojarse del vestido, deja en claro que esa apariencia es falsa y su cuerpo está cubierto por una sólida musculatura propia de una atleta cuya asimetría muestra la diferencia entre sus senos perfectos pero pequeños y la rotunda prominencia de sus glúteos.
Su extrañeza crece cuando el matrimonio hace caso omiso de su presencia y acostándose Pedro en la cama, ella trepa tras él y arrodillada a su lado, comienza a juguetear con la fláccida verga. Ya que al parecer será obligada voyeur y espectadora privilegiada del sexo matrimonial, decide hacerlo a conciencia y se recuesta en el lado de la cama que no ocupa la pareja.
Como si hubiera esperado esa actitud, Pedro extiende su brazo para acercarla a él y plantar en su boca un par de fogosos besos, en tanto Verónica, que ha comenzado un perezoso jugueteo del falo con manos y boca, busca su mirada con lasciva angurria, como dedicándole la pasión que pone en succionar a su esposo.
Ciertamente, distraer la mirada hacia la entrepierna entre los besos y lengüetazos del hombre la excita y ver las artimañas habilidosas de las que se vale la mujer para conseguir la erección, vuelve a encender las ascuas siempre ardientes de su vientre. Mientras se despoja del vestido, contempla como el miembro va creciendo en tanto comprueba como, ante la vista de su cuerpo desnudo, los ojos de la mujer destilan su libidinosa incontinencia y los lengüetazos con que azota al glande semejan promesas de lo que hará en ella.
Ahora Clara ya sabe cual será su papel y en tanto vuelve a recostarse contra el respaldo, abre las piernas para permitir que sus dedos se cuelen en la abertura de la copilla y exciten en delicados roces al sexo. Experta en aquello de masturbarse, lleva las yemas a trazar círculos cada vez más estrechos en derredor a la vagina y en tanto que una mano del hombre soba duramente uno de sus senos, comprime los dedos sobre la corona de tejidos que orlan el agujero.
Rebusca con la punta del índice en la cavidad, hundiendo el filo de la uña contra los tejidos y, como de costumbre, ese mínimo sufrimiento auto infligido, coloca en su zona lumbar gozosos escozores que trepan a lo largo de la columna para estallar en la nuca y resecar su boca.
Acuciada por esos estremecimientos, busca humedecerla en la boca del hombre con encendidos besos en los que trasiega la saliva espesa y, en tanto se demora en ese juego de labios y lenguas, sus dedos acceden a la oscura caverna vaginal que se pliega como una boca monstruosa sobre ellos en instintiva contracción.
Comprendiendo la excitación de Clara, la ardorosa mujer se mete entre sus piernas abiertas para retrepar hasta su pecho y en tanto con su boca se hace un festín sobre los conmovidos senos, martirizando con lengua, labios y dientes la excrecencia de los pezones, su mano derecha se encarga de suplantar a los suyos en la vagina. Encantada por el placer que le procura y, mientras acaricia los rizos del rubio cabello, la alienta a que le de satisfacción con su boca en el sexo.
Verónica no se hace rogar y luego de colocar una almohada debajo de la zona lumbar, le pide que alce las piernas encogidas, cosa que ella ya está realizando de manera instintiva, para entonces arrodillarse frente al sexo y, tras una serie de lamidas por la periferia que asoma comprimida por las dos tiras del arnés, se centra en estimular los labios dilatados.
Envolviendo los muslos con las manos, deja que la lengua tremolante convoque a los jugos hormonales y, cuando ya manifiestamente el sexo se distiende para que aflore la pujanza de los pliegues carnosos, los dedos índice y mayor se encargan de separar los labios ya irritados por el roce de las puntas siliconadas.
Clara macera los irritados pezones entre sus dedos en tanto le pide a la mujer que profundice la chupada y clava en Pedro sus ojos preñados de lujuriosas intenciones. El hombre contempla ese espectáculo maravilloso, viendo como las piernas encogidas de Clara se abren y cierran en espasmódicos sacudimientos como las alas de una mariposa y la cabeza de ondulado cabello de su mujer oscila de un lado al otro para que labios y lengua rocen fuertemente al sexo, mientras sus poderosas ancas aparecen apuntando al techo, dejando expuesta la masa carnosa de su sexo.
Asumiendo similar postura, él acaricia la prominencia de los glúteos, dejando que los pulgares se encarguen de separarlos y envía la lengua para que se deslice vibrante desde el mismo nacimiento de la hendidura hasta alcanzar los oscuros frunces del ano. Allí se entretiene durante unos momentos en acuciante tremolar para luego, sorteando el pequeño tramo del perineo, arribar a la entrada a la vagina que ya, naturalmente dilatada, rezuma minúsculas gotitas en forma de brillante barniz.
Ese sexo exhala las fragancias particulares de sus flatulencias vaginales y la lengua envarada se introduce varios centímetros en el vestíbulo para sorber la dulzura de los jugos. En tanto que la somete a ese mínimo coito, dos dedos se deslizan en busca del clítoris para frotarlo con sañuda lentitud, exasperándola y haciendo que, en respuesta, dos dedos se introduzcan a la vagina en busca de la callosidad.
Cuando calma su sed en los aromáticos jugos de su mujer, Pedro se yergue para ir introduciendo la verga en la vagina. Con su voz baja y oscura y sin dejar de someter a la médica, Verónica le pide a su marido que la penetre honda y lentamente. El se da impulso asiéndola por las caderas y pronto los tres se agitan en una fervorosa cópula que se convierte en el comienzo de una deliciosa relación.
El instinto los guía y sin decirse más que palabras de agradecimiento por lo que se proporcionan mutuamente, van cambiando de posición y ahora él somete a Clara desde atrás mientras esta se satisface en el sexo de su mujer y ya no con dos dedos como ella, sino que los cuatro ahusados son los que penetran la vagina mientras labios y dientes se ensañan en el clítoris y colgajos de Verónica.
Los tres ansían acabar y sin embargo, algo hace que realicen esfuerzos para evitar la consumación final. Acostándose boca arriba, Pedro hace que su mujer se acaballe sobre él para penetrarse por el sexo y, cuando establecen una cierta cadencia en los movimientos, Clara se arrodilla sobre su cara para ir descendiendo hasta que la boca del hombre se apodera del sexo.
Acercando sus torsos, las mujeres se abrazan tiernamente para complementar el coito con una alucinante sesión de besos y caricias, hasta que es Clara quien respondiendo a los susurrados reclamos de Verónica, se separa de ellos y, acuclillándose detrás de la mujer, desbrocha la liga y el portentoso falo artificial queda a su disposición
Pinceleando la raja pletórica de saliva y flujo con la verga, la va introduciendo en el ano y en medio de sus exclamaciones entre complacidas y dolidas, hace que su pelvis se estrelle rudamente contra las nalgas. Por un rato se debaten en tan placentera relación, hasta que casi al unísono, sintiendo que sus entrañas están a punto de estallar, las mujeres hacen que él se recueste sobre el respaldo de la cama y abalanzándose sobre el baqueteado falo, van turnándose para introducirlo en sus bocas, saboreando sus propios líquidos.
Para acelerar el trámite y en tanto se incendian en un batalla bucal entre ellas, con sus manos lo masturban apretadamente y, ante su anuncio, se turnan para chuparlo hasta que la eyaculación brota en espasmódicos chorros que ellas controlan ciñendo la uretra para que cada gota del meloso pringue lechoso caiga dentro de sus bocas y, cuando el semen se agota, se abrazan tiernamente y Clara empuja a la mujer contra las sábanas
Mientras le sostiene las piernas alzadas contra su pecho, Clara introduce el falo en la vagina y en medio de los gritos complacidos de Verónica, se inclina para abrevar con labios y dientes en los pequeños pero sólidos globos de sus senos. La misma mujer se esfuerza en proyectar su cuerpo contra el de su agasajada con vigorosos empellones que hacen a las múltiples puntas de silicona clavarse dolorosamente contra las maceradas carnes.
Enloquecida por el exquisito martirio y la ineludible proximidad de su orgasmo, Clara toma las piernas de la mujer para colocarlas cruzadas de lado y, encogiéndoselas, incrementa la penetración. Además de la compresión de las carnes contra la rigidez del falo, ese ángulo no natural hace que los ásperos remezones provoquen afligidos ayes en Verónica que, no obstante, la insta a no ceder hasta hacerle obtener su alivio.
Inspirada vaya a saberse en que conocimientos varoniles, la médica va haciéndola arrodillar con la cara y hombros sosteniendo el peso del cuerpo. Separa las piernas ampliamente y asiéndola por las caderas, vuelve a hundir el consolador hasta que la corona de excrecencias de la base roza duramente contra las soflamadas carnes. Un afán destructor la domina y cebándose en la mujer, ejecuta un movimiento de arriba abajo, raspando dolorosamente todo el sexo con las puntas afiladas hasta que los sollozos angustiosos de Verónica la vuelven a la realidad.
Necesitada ella misma de acabar, inicia el vaivén clásico de una cópula, transformando los sollozos en mimosos ronroneos de satisfacción. No obstante, en Clara se manifiesta un nuevo demonio que la guía con malignidad y, complementando primero las penetraciones con la introducción del pulgar en esa tripa que pulsa dilatada como una boca alienígena, ante los gorgoritos entusiasmados de la mujer, saca el falo para hundirlo en el ano y luego de varios rempujones en los que lo introduce totalmente en el recto, vuelve a hacerlo en el sexo, iniciando una alternancia demoledora.
Verónica grita, suspira, llora y clama por ese coito endemoniado y a poco, cuando Clara siente que su vientre estalla por la presión de la eyaculación, la mujer le anuncia la llegada de la suya y así, como dos perros abotonados, se sacuden vehementes hasta que el agotamiento y la potencia de los orgasmos las desploma en la cama, aun unidas por ese vínculo íntimo.
Cuando despierta rato después no quedan rastros de la pareja pero ella aun puede oler las fragancias del cuerpo de la mujer y del miembro que está sujeto a su pelvis surgen los fuertes aromas de su sexo y ano. A pesar de estar satisfecha por el sexo oral y las penetraciones a Verónica, la que ella disfrutara de Pedro ha sido escasa y no está conforme por completo.
Después de los sexos orales, las eyaculaciones en su boca y las transpiraciones inevitables de los acoples, experimenta una leve repulsa por sus propios olores y recogiendo el vestido, sale al pasillo en procura de un baño. Al final del corredor, una discreta placa de bronce indica el tocador femenino, al la cual se asoma tímidamente, ya que, aunque el ambiente general sea licencioso, se encuentra vulnerablemente desnuda.
A primera vista comprueba que el lugar está desierto y que, como en los vestuarios de los clubes deportivos, más allá del largo mármol en el que hay cuatro lavamanos ante un gran espejo y los infaltables boxes de los inodoros, existe una segunda sala con varios casilleros y un sector que sirve como ducha múltiple.
Envalentonada por la soledad, explora en los casilleros y en dos que evidentemente se usan como guardarropa, encuentra una ordenada pila de toallas y toallones. Despojándose del arnés, experimenta un alivio inmenso al retirar la copilla e inspecciona cuidadosamente sus carnes que el coito y el continuo frotar han inflamado. A pesar de la hipersensibilidad que le han aportado, no encuentra sino una fuerte comezón y un subido enrojecimiento sin huella de raspones o lastimaduras.
Metiéndose en uno de los cubículos de vidrio traslúcido, abre al máximo las canillas de agua fría y caliente hasta obtener una temperatura agradable. Un resto de pastilla de jabón ha sido dejado en la jabonera y bendiciendo a la olvidadiza, pasa largo rato soportando las fuertes agujas del agua que lavan de su cuerpo no sólo el pastiche que la cubre, sino que reavivan la tonicidad de sus músculos y una maravillosa sensación de bienestar la invade.
Contando que ha concretado relaciones nada más que con dos mujeres y dos hombres de los diez que componen el grupo, se dice que deberá estar preparada para soportar mayores cosas y por ello se deja estar bajo el agua, mientras con la manguera de un duchador sin artefacto, se hace largos y vivificantes baños vaginales y anales.
Un último golpe de agua fría sirve para terminar de bajar la inflamación y contraer esfínteres y músculos internos. Tras secarse prolijamente, vuelve a ponerse las sandalias, ajusta a su pierna el arnés que ha lavado y secado cuidadosamente para, luego de ponerse el vestido, volver a la sala anterior a terminar de arreglar su cabello.
Grande es su sorpresa cuando al entrar canturreando distraídamente, ve que los pequeños sillones frente al lavatorio, están ocupados por dos de las mujeres que parecen estar esperándola. Según ha entendido en las presentaciones y las conversaciones posteriores, las dos muchachas rubias son gemelas que a su vez están casadas con dos hermanos.
Esbozando una cálida pero nerviosa sonrisa, las saluda con risueña cordialidad y, en respuesta, estas le dicen cuanto les alegra que esté tan contenta. Levantándose, Emilia y Celina avanzan hacia ella y rodeándola, pasan sus manos ligeras como pájaros sobre su cuerpo. Inequívocamente, Clara comprende que las gemelas han decidido hacerla suya en el ámbito recoleto del baño y espera a ver como prosigue su seducción.
Ubicándose Emilia detrás y Celina a su frente, la primera besuquea sus hombros mientras pasa las manos leves por la espalda, desde los dorsales hasta la curva final del profundo escote, en tanto que su hermana, tras sopesar a través del vestido el volumen de sus pechos, comienza a estrujarlos mansamente y su boca se dirige golosa al encuentro con la suya.
Como todas las componentes de Consejo, las gemelas son deliciosamente bellas y el corte carré de sus lacios cabellos les otorga ese aspecto eróticamente alocado de los años veinte. Los ojos profundamente celestes brillan con chispas que tan pronto transmiten una azorada inocencia como se entrecierran para evidenciar la concupiscencia que habita a sus dueñas en tanto que los sensuales labios rojos se abren como una herida sangrante en la lechosa piel suavemente pecosa.
Celina tiene un modo de besar tan delicado que su ternura estremece de placer a esa mujer por cuya boca han desfilado infinidad de labios, lenguas y vergas, pero que ahora recibe a esta con la candidez de una primera novia. Los pequeños besos de los labios amorosos se adhieren a los suyos con pegajosa melosidad y el vaho cálido de sus alientos se mezcla en medio de susurros ininteligibles que pone en sus bocas la pasión.
Como si un volcán erupcionara dentro suyo, Clara siente subir el calor de esa lava y aferrando entre sus manos la nuca de la joven, se aplica a besarla con desenfreno, en tanto que Emilia ya no se conforma con las exploraciones de sus manos sino que las acompaña con la punta de la lengua viboreante que traza surcos de exquisito goce y los labios que, rezumando la saliva, aplican a la piel suaves chupones dejando temporales círculos rojizos.
Ambas mujeres están tanto o más excitadas que la homenajeada y con diestros movimientos no sólo despojan a Clara del vestido sino también del arnés, tras lo cual Emilia se acuclilla detrás de ella y en tanto acaricia las protuberantes nalgas, introduce la sierpe de su lengua en el nacimiento de la hendidura.
La movediza punta escarba engarfiada en la piel y en la medida en que la hondonada se profundiza, las manos separan los glúteos para que el perezoso y cosquilleante martirio se deslice hacia abajo hasta tomar contacto con los apretados esfínteres anales. Luego de unos momentos en que humedece la prieta unión, esta va cediendo a los requerimientos y en tanto la mano busca tomar contacto con el sexo, Emilia aprieta su órgano con los dientes para otorgarle una envarada rigidez que muy lentamente distiende los esfínteres y se introduce en el recto.
Aunque vergas enormes hayan penetrado su ano, los esfínteres de Clara siempre se comprimen ante la primera penetración para luego ceder y complacer las mayores exigencias y, sin embargo, la diminuta punta de esa lengua le provoca tanto placer como si fuera una novata. Por otro lado, Celina no se ha limitado a besarla y sobar sus senos, sino que ahora ha bajado al pecho y pone toda su sabiduría oral para satisfacerse, satisfaciendo a la médica; tan hábil como la que explora su ano y con idéntica apariencia reptilesca, la punta azota la mórbida excrecencia del pezón en tanto es apoyada por la actuación de los dedos en la otra mama.
Nuevamente encendida, Clara guía la cabeza rubia para que la boca toda se apodere de los senos en succionantes ventosas y mientras ella la alienta a profundizar lo que hace, labios y lengua reciben la colaboración de los dientes que aferran los pezones en delicioso raer, dejando que los dedos no sólo restrieguen entre si la carne sino que cuentan con el auxilio de las uñas clavándose profundamente en los tejidos inflamados.
Clara brama su placer y entonces Celina se acuclilla frente a ella; al parecer las hermanas son duchas en aquellos sometimientos a dúo y con la práctica de un ballet largamente ensayado, mientras Emilia sigue sodomizándola con la lengua e introduce dos dedos a la vagina, lo boca voraz de Celina busca el clítoris para someterlo a hondas y largas succiones en tanto los dedos colaboran con los de su hermana estregando rudamente los colgajos de los labios menores.
Aquella doble minetta se le hace maravillosamente insoportable e, incitándolas a que la hagan acabar, abre las piernas flexionadas para permitirles mayor libertad, con lo que las mujeres ejecutan otro paso en aquella secuencia; al tiempo que Celina se adueña con toda la boca del sexo e introduce dos dedos encorvados a la vagina reemplazando los de su gemela, aquella vuelve a pararse y mientras con una mano se abraza al torso desde atrás, lamiendo, besando y mordisqueando su cuello y nuca, con dos dedos sodomiza profundamente al ano.
Fuera de sí por la proximidad del orgasmo, Clara las instiga a que le conduzcan al clímax y así, en medio de bendiciones entremezcladas con soeces calificaciones, las hermanas reciben en sus manos la caldosa eyaculación de la médica pero, como para ellas eso ha constituido un aperitivo, mientras Emilia la sostiene desde atrás en acariciantes manoseos a los senos para que no decaiga, Celina se pone de pie para despojarse del vestido, cuya ausencia deja ver que también porta uno de aquellos arneses.
Suplantando a su hermana mientras esta se desnuda, la empuja suavemente los dos pasos que las separan de la mesada y trepándose sentada al mueble, apoya las espaldas contra el espejo. Colocando los pies sobre el mármol, abre las piernas para indicarle con golosa lascivia que le haga sexo oral. Clara se pregunta intrigada como hará para llegar hasta el sexo, cuando se da cuenta de que el artefacto es diferente al suyo, ya que consta sólo de un fuerte cinturón del que pende un consolador de cuya base surge una especie de respaldo que contiene un par de simulados testículos y que es lo que mantiene erguida a la verga, evitando que golpee directamente contra el sexo.
El miembro es en todo similar a uno verdadero, con sus arrugas, venas y pliegues que, alrededor del surco, simulan un prepucio, en tanto que la ovalada cabeza luce tersa con un pronunciado agujero en la punta. Pero lo más interesante de ese modelo en que, estando libre de sujeción alguna a las nalgas, el cinturón cumple funciones de una práctica bisagra que permite acceder al sexo y ano con sólo elevar al pene contra el vientre, cosa que ha hecho Emilia para mostrarle la esplendidez de un sexo inesperado en una mujer casada de su edad.
Cual si fuera el de una adolescente aun virgen, la vulva abulta apenas y la apretada raja es como una cicatriz poco más oscura mientras que del clítoris asoma escasamente el nacimiento de un delgado tubo que se hunde en la ranura. No obstante o tal vez gracias a ello, ese aspecto infantil despierta un escozor distinto en las entrañas de la médica.
Fascinada por ese sexo totalmente desprovisto de vello alguno, lo que acentúa su aspecto aniñado, se inclina sobre el mármol para llevar la punta de su lengua inquisidora a explorar los prietos labios y, asiéndose con ambas manos a los muslos encogidos establece contacto con los bordes rojizos, pero como para conseguirlo ha tenido que abrir las piernas, eso es aprovechado por Celina quien, arrodillándose debajo, lleva su boca a unirse con la dilatada vulva de la que sobresalen los colgajos húmedos de los labios menores.
Labios y lengua de la gemela son tan deliciosamente activos que eso exacerba aun más sus sentidos, lo que la conduce a embestir sañudamente contra la hendidura y merced al movimiento de lado a lado de su nariz, los labios van cediendo para permitirle acceder a un interior fuertemente rosado. Destacando a índice y mayor de una mano, elimina esa débil resistencia y entonces sí, el espectáculo termina por seducirla; el pequeño óvalo, como haciendo honor a su denominación popular, brilla con iridiscencias de madreperla y rodeándolo, carentes de frunce alguno, los labios menores forman dos delgadas aletas carneas que se prolongan hacia arriba para modelar la pulida capucha que protege al clítoris, debajo del cual, casi justo en el centro, el abultamiento de un diminuto volcán rodea al agujero urinario y allí abajo, una plétora de lábiles tejidos forman una espléndida corola al desflecado borde cavernoso de la vagina.
Para incrementar la satisfacción de ambas, Celina se cuela entre sus piernas y sentándose enfrentada a ella sobre el piso, la ase por la cintura acrecentando su flexión para que el sexo tome contacto total con la boca. Pasada la etapa inicial, la calentura ha puesto en la mujer un frenesí que se manifiesta en los casi mordiscos con que embiste los colgantes tejidos preñados de jugos internos de Clara y, simultáneamente, introduce un dedo en la vagina en temporales penetraciones.
Es tan inefable el goce que le proporciona Celina, que ya no pierde tiempo en la admiración al sexo y su lengua tremola por su variado relieve para comprobar con agradable sorpresa que, a ese conjuro, las carnes no sólo van oscureciéndose sino que su volumen se incrementa ostensiblemente.
El delgado tubito epidérmico demuestra su flexibilidad al ir adaptándose al crecimiento del clítoris que, para su asombrado goce, adquiere el aspecto de un pequeño dedo al que rodean sus dedos para estregarlo entre sí y en la medida que la rigidez se hace manifiesta, lo masturban en brevísimos vaivenes. La lengua se empeña en fustigar las aletas carnosas que se abren oferentes para, cuando el flujo sanguíneo las oscurece y da consistencia, encerrarlas entre los labios en violentas succiones que sólo contribuyen a inflamarlas más.
Tampoco Celina demuestra demasiada paciencia y a los apasionados chupeteos, agrega la penetración de dos dedos a los que encorva en un gancho para que yemas y uñas rasquen el interior del canal vaginal. Ese coito manual le es tan irritantemente placentero, que Clara abandona por un instante las crestas para pedirle que la penetre con el consolador que porta.
Ni lerda ni perezosa, la rubia gemela se coloca detrás de ella y casi con delicadeza apoya en la boca de la vagina, ya dilatada por sus dedos e irrigada por abundantes fluidos, la redonda cabeza de un falo que, aparentemente no es como el de Emilia. A pesar del cuidado que pone la mujer, la introducción arranca un gemido dolorido en Clara quien, sin embargo, redobla el accionar de su boca en el sexo de la otra hermana y en tanto introduce dos dedos a escarbar la vagina, abre aun más el ángulo de sus piernas para facilitar la penetración que, cuando siente en todo su interior el curvado volumen del falo, le hace iniciar un instintivo meneo de las caderas.
Conseguido su objetivo primario, las gemelas disfrutan de lo que obtienen y otorgan a la médica, pero al parecer con ese acople no les basta y, en tanto retrocede arrastrándola consigo, Celina se sienta en uno de los sillones, indicándole que se suba al mismo para que, con los pies en el asiento, baje su cuerpo hasta que pueda penetrarla desde abajo.
Siendo esa una de las posiciones preferidas de Clara, pone cada pie junto a las caderas de la mujer y acuclillándose, se aferra al respaldo. Descendiendo muy lentamente hasta sentir la redonda cabeza que la mujer restriega en la humedad de la vulva, cuando aquella deja de hacerlo para asir entre sus dedos los senos oscilantes, ella misma acelera el descenso mientras disfruta al experimentar el áspero roce del falo.
A sus flexiones, la mujer combina el fuerte subir y bajar de la pelvis y ya enardecida por la cópula, Clara inclina más su torso mientras le ruega la rubia que no sólo manosee sus senos sino que también los chupe hasta hacerle doler de placer. Celina se aplica a esa tarea con tanto entusiasmo que sus chupones y mordiscos arrancan de la médica soeces maldiciones mientras le agradece por darle tanto goce y, en el momento que se siente aferrada de las caderas por Emilia, comprende que lo inevitable sucederá.
Amainando el ritmo del galope, espera impaciente el accionar de la melliza y cuando aquella coloca contra su ano la ovalada cabeza del consolador, es ella misma quien impulsa su cuerpo hacia atrás, proyectándose contra el cuerpo de la mujer. Con la facilidad que da la habitualidad, el falo se desliza dentro del recto como por un conducto natural en el que su presencia no es extraña y mientras experimenta en carne propia la rigidez de las vergas estregándose a través de la delgada membrana de la tripa y la vagina, siente que sus entrañas preparan la expulsión de sus líquidos íntimos.
Cuando lo expresa a las mujeres, aquellas no parecen estar de acuerdo, porque, paralizando toda actividad, sacan los falos de vagina y ano, para colocarle prestamente su propio arnés. Haciéndole tomar el lugar de Celina en el asiento, esta se quita el cinturón y, acaballándose sobre su pelvis de espaldas a ella, se apoya en los brazos del sillón para luego penetrarse hondamente en la vagina. Con la flexibilidad de un muelle, sus piernas empujan el cuerpo arriba y abajo con tanto entusiasmo que la misma Clara se contagia de ese frenesí y envía la pelvis al encuentro de ese cuerpo maravilloso al que le place tanto penetrar al tiempo que siente las afiladas puntas de silicona clavarse alevosamente en sus tejidos congestionados.
Realmente, y aunque aquello cortara su eyaculación, tener la sensación de que la verga con que penetra a la hermosa muchacha es una prolongación verdadera de su cuerpo, no sólo exacerba sus sentidos sino que la lleva a un estado de desesperación desconocido y en tanto acelera el vaivén de la pelvis, en forma autónoma sus manos buscan establecer contacto con los senos bamboleantes.
Bramando suavemente, las dos mujeres se agitan en esa salvaje cabalgata hasta que Clara presiente sin ver, que Emilia se ha instalado frente a su hermana y por sus agradecidos gemidos, comprende que aquella está sometiendo el clítoris al apasionamiento de su boca.
Simultáneamente, el vicio angurriento de la rubia gemela la lleva a rebuscar por debajo de la copilla en su expuesta abertura vaginal para introducir dos dedos en trajinado vaivén. Aquel nuevo disfrute la saca de quicio y, en tanto siente los dedos escarbando la cara anterior de la vagina para tomar recio contacto con la hinchazón del punto G, alienta a Celina para que galope más y mejor sobre ella.
En el paroxismo del coito, las tres se prodigan en satisfacerse recíprocamente y Emilia demuestra la profundidad de su perversión cuando saca forzadamente el falo de Clara de la vagina de su hermana para succionarlo y sorber los jugos vaginales y luego, en tácito entendimiento, apoya el glande que ha cubierto de espesa saliva contra los esfínteres anales de Celina, quien no se demora en hacer que el consolador la penetre hasta sentir contra el ano la corona de excrecencias siliconadas.
La cadencia hace que su sexo sea martirizado por el interior de la copilla y en su exasperación, se aferra a la senos de Celina con recios estrujamientos, haciendo que aquella, manteniéndose erguida apoyando sus manos echadas hacia atrás en los brazos del sillón, vaya recostándose contra su pecho y con esa posición propicia que su hermana se acuclille ahorcajada entre las cuatro piernas e introduzca el consolador en su vagina.
Además de sentir los pinchos estimulando arduamente su sexo, también experimenta la masculina sensación de estar sodomizando a la mujer y el roce de ambas vergas se le hace tan notable como cuando las tenía en su interior. Proclamando su necesidad de acabar e instándolas a que hagan lo mismo, acelera cuanto puede el vaivén de la pelvis mientras observa el fuego que arde en los ojos celestes de Emilia mientras somete a su hermana y así, entremezclando júbilos y angustias, sudores, babas y fluidos corporales, las tres se debaten hasta que simultáneas eyaculaciones escapan en sonoros chasquidos de sus sexos y las tres se desploman amontonadas en el asiento.
La primera en salir de su marasmo es Emilia, quien se apresura a despertarlas, acuciándolas para que se den una rápida ducha y se reintegren al grupo, especialmente Clara, quien solo ha estado con seis de las diez personas del Consejo.
Su reaparición en la sala no es recibida con indiferencia sino por una discreta admiración por lo que saben ha sucedido en el baño de mujeres y, como es parte de la “graduación”, muestran una afable gentileza por la mansedumbre con que Clara va asimilando las distintas situaciones.
Tanto sexo ha puesto en su estómago un apetito tal vez exagerado y, para no caer en una imprudencia por falta de formalidad, da a conocer su necesidad a Pablo, el que recibe su solicitud con pícaras referencias sobre lo que el sexo impone al estómago mientras la conduce a una de las habitaciones que, sobre el otro pasillo, son utilizadas para banquetes privados.
Bastante más grande que un cuarto normal, en una de sus puntas se ve una mesa escrupulosamente puesta con manteles y servicio completo, en tanto que frente a una elaborada chimenea de mármol, dos sillones se agrupan junto a una mesita. Invitándola a ocupar una de las sillas, le pide cortésmente que aguarde unos momentos. Cinco minutos más tarde que a ella se le hacen eternos y cuando se agita nerviosa por su ausencia, la puerta da paso a dos de los hombres del salón empujando una fina mesa rodante.
Recordándole que sus nombres son Carlos y Manuel, con formalidad de profesionales, los hombres destapan la fuente y le sirven dos grandes presas de pollo acompañadas por doradas papas al horno, acompañando todo con una copa de champán helado. Comprendiendo que por la naturaleza del “acto” y porque en definitiva en la villa no existe otro personal de servicio que el que justifican las necesidades, privadas o comunitarias, espera que los hombres la acompañen en la cena pero estos se niegan a compartir su mesa y en cambio se sientan a conversar en los sillones mientras fuman, saboreando sendas copas de champán.
Un poco cohibida por esa cena en soledad, primero refresca su garganta con el frío espumante para después sí, atacar hambrienta la comida. A pesar de mantenerse a distancia, los hombres están atentos al desarrollo de la cena, turnándose para rellenar su copa y preguntarle por alguna otra necesidad.
Casi avergonzada, agrega otra pieza más a la comida y luego permanece repantigada en la silla alegremente vivificada por el alcohol del champán. Un poco vacilante pero consciente, se dirige a Carlos para decirle que ya ha comido y pueden volver al salón, pero este le aclara que la etapa siguiente de su “graduación” se resolverá en ese cuarto con ellos como examinadores.
Todavía le cuesta aceptar eso de entregarse al sexo sin más ni más por el sólo hecho de hacerlo, pero aceptando que esas son las reglas que debe y desea obedecer de por vida, espera inquieta sus indicaciones. Sin brusquedades pero perdiendo su obsequiosidad, los hombres le ordenan que se desvista y en tanto ellos hacen lo mismo, apilando su ropas prolijamente en las sillas, le dicen que elimine de su cuerpo el arnés ya que con ellos no tendrá oportunidad de usarlo.
Estremecida por la frialdad con que los hombres parecen enfrentar la relación, obedece sus indicaciones cuando estos le dicen que se arrodille frente a los dos sillones sin brazos que han unido en V y en los cuales se han sentado con las piernas abiertas.
Contempla golosa los miembros que, como dos rosadas morcillas se ofrecen a sus ojos, tan parecidos en tamaño y tan distintos en aspecto; en tanto que el de Carlos asemeja una recta columna plena de arrugas y venas en cuya cúspide señoreaba la gran cabeza ovalada, el de Manuel presenta una pequeña cabeza que cubre parcialmente el membranoso prepucio, tras la cual se extiende un tronco chato y curvado que se ensancha progresivamente hasta un grosor descomunal en la pelvis.
Las peludas entrepiernas le parecen un nido cobijándolos y sus manos se extienden con temblorosa prudencia hasta que los dedos toman contacto superficial con los penes. El roce de las yemas contra las pieles lleva a su boca la saliva de la angurria y el olor a macho la hace inhalar profundamente esa fragancia para luego, sin proponérselo, bajar la cabeza y dejar a la lengua la tarea iniciada por los dedos.
Tímida pero vibrante como la de un ofidio, la punta se desliza a todo lo largo del pene de Carlos y escarba en el surco desprovisto de prepucio, azota la tersura del óvalo y mientras lo sostiene entre los dedos, baja hasta los testículos desde donde, después de chupetearlos con voracidad, asciende por el tronco alternando las lamidas con fuertes chupeteos de los labios hasta alcanzar nuevamente el glande.
Su otra mano continúa acariciando la verga y testículos de Manuel y, tentada por la fofa blandura del miembro de Carlos, abre los labios para introducirlo en la boca. El gusto la saca de quicio y empujando la fláccida carne con la lengua contra su paladar, la soba duramente hasta conseguir que adquiera rigidez. Contenta con ese logro, inicia un calmoso vaivén de la cabeza que incrementa el endurecimiento.
Suplantando a la boca por una mano en lerda masturbación, dedica su atención a la verga de Manuel que, ya estimulada por los dedos, presenta un aspecto más erecto. Sin embargo, la pequeña cabeza semi oculta intriga a la muchacha y, apoyando en ella sus labios entreabiertos, empuja hacia abajo chupando suavemente para conseguir desplazar al tierno tegumento del prepucio.
Encontrando un surco aun más profundo que el de Carlos, lo ciñe con los labios apretados para comenzar un perezoso periplo desde allí hasta donde florece el agujero de la uretra. Los dedos de su mano no consiguen unirse al envolver al chato tronco entre ellos y ella imagina que no le será fácil introducirlo tan profundamente como el otro. Mientras lo somete al alienante ritmo del corto chupeteo, va dejando caer abundante saliva y utilizándola como lubricante, masturba en forma circular a la verga que ya ha adquirido categoría fálica. Paulatinamente, su boca parece acomodarse a la forma e, insensiblemente, va introduciéndola cada vez un poco más hasta sentirla en la garganta.
Conseguida satisfactoriamente la erección total de los miembros, empieza una alternancia entre ambos; las manos mantienen la cadencia de la masturbación y la boca se turna para efectuar hondas y febriles chupadas que enardecen a los hombres, despertando en ella la necesidad de saborear nuevamente el almendrado gusto del semen. Las manos no se contentan con incrementar su rápido ir y venir sino que, simultáneamente, ejercen una torsión que martiriza las carnes en tanto que la boca efectúa fuertes chupadas a los glandes y así, en medio de ronquidos, bramidos y hondos suspiros de placer, Clara recibe en su boca y cara los lechosos chorros de la espasmódica eyaculación.
Deglutiendo lo que tiene en la boca, se dedica a enjugar con lengua y labios aquello que había escurrido sobre sus manos y termina enjugando con los dedos los goterones de la cara.
Felices por la emprendedora actitud de la médica, los hombres se separan y conducen a Clara hasta que esta descansa su cabeza sobre el respaldo del sillón que ahora forman los dos unidos. Verdaderamente, tanto goce ha incrementado la belleza de Clara y su predisposición para el sexo cautiva a los hombres que, admirados por su aspecto, acarician tiernamente su cabeza y, en tanto que Carlos se dedica recorrer su rostro con pequeños besos, la boca de Manuel picotea sobre la temblorosa carnosidad de los firmes senos.
Inmensamente complacida por la dulzura de los hombres, Clara se acomoda con mimosa voluptuosidad y exhalando un profundo suspiro de satisfacción, espera que la continuidad de aquello la lleve a niveles del placer tan intensos como los anteriores.
Evidentemente el propósito de los hombres es similar, porque ahora la boca Carlos se apodera de la suya para envolver sus labios y enviar como prepotente embajadora a la lengua que busca el avasallamiento de su órgano. Golosos, los labios de Manuel recorren cada centímetro de aquellas colinas de tersa piel en delicados chupones que terminan por exacerbar la calentura de la mujer, haciendo que se aferre a la nuca de Carlos para responder ávidamente a sus besos.
Dejando a la mano la tarea de sobar los pechos, Manuel se une a su amigo para someter alternativa y conjuntamente a la boca angurrienta que, sorprendida por ese banquete oral, donde las lenguas compiten en sojuzgar a la suya y esta responde con involuntaria fiereza a sus embates, busca ansiosa tomar contacto con aquellos labios fuertes y prepotentes para comprometerlos en una competencia de bárbara rudeza.
Semi ahogada por esa mixtura de salivas ardientes, musita con rabiosa pasión por más y, complaciéndola, los hombres bajan con morosidad hacia los pechos. Cada uno toma para sí la masa muellemente gelatinosa de un seno y, en tanto que una mano soba y estruja la musculatura, labios y lengua se dedican al vértice. Las lenguas tremolantes escarban en los gruesos gránulos de las aureolas e, intermitentemente, fustigan la elástica excrecencia de las mamas.
El goce inefable que lleva a las entrañas de Clara esa doble e inaugural succión y manoseo a los senos, la transforma en una incontinente bestia que sólo ansía satisfacer los histéricos reclamos de su vientre. Acariciando sus cabezas, los incita a incrementar esa dicha mientras su cuerpo inicia una suave ondulación que el manipuleo hace notable.
Compadeciéndose, modifican su accionar y, en tanto que los dientes de uno roen sin lastimar los pezones, los dedos índice y pulgar del otro retuercen sin piedad la gruesa carnosidad que aumenta su volumen por la inflamación. Y sin embargo, ese martirio es para Clara como el esperado preámbulo a lo que vendrá.
Al tiempo que ven crecer su inquietud y sin dejar de macerar los senos, Carlos primero y luego Manuel, deslizan sus manos a la entrepierna, el uno por delante sobre el sexo y el otro lo excede para buscar en la hendidura la presencia del ano. Con meticulosidad de orfebres, estimulan periféricamente la zona y, en la medida que ella incrementa sus espasmos de ansiedad, los dedos de Carlos escarban en el interior del sexo, restregando los ya humedecidos frunces carnosos mientras que los de Manuel obtienen una complaciente dilatación de los esfínteres y su dedo mayor ingresa cuidadosamente al recto.
Tanto goce junto saca de sus cabales a la médica que, suspendida en el arco conque el cuerpo manifiesta su contento, los alienta para que la lleven al orgasmo lo antes posible. Entonces, ellos hacen que, con la ayuda de Manuel y acostándose boca arriba, Carlos la conduzca para que se coloque invertida sobre él. Haciéndole separar las piernas al máximo, la aferra por los muslos y hunde su boca en el sexo en una maravillosa combinación de dedos, labios y lengua para que, entretanto, su amigo se arrodille frente a la grupa prodigiosa y tras sorber los jugos que inundan el ano, introducir en él dos de sus dedos una tan magnífica como incruenta sodomía.
Con la cara apoyada de lado en el bajo vientre de Carlos, Clara disfruta como loca de ese doble sexo y, alargando la mano, ase entre sus dedos el falo del hombre para comenzar con una perezosa masturbación que, cuando Manuel hunde dolorosamente su verga en el ano, adapta su cuerpo para que, sin dejar de disfrutar de lo que los hombres le hacen, pueda llevar a la boca toda la contundencia de la verga.
Dilatándose con naturalidad, la boca da cabida al falo y en tanto que siente como al influjo de las habilidades de los hombres su cuerpo le anuncia la proximidad del alivio, inicia una violenta succión que, si bien no hace eyacular a Carlos, la ayuda para exacerbar los violentos mordiscos de las bestias que habitan sus entrañas y, en medio de roncos bramidos amortiguados por la vehemencia casi demoníaca con que ella chupa impiadosamente al miembro, siente romperse los diques que contienen su alivio y escurrir el aluvión de sus líquidos en tanto la boca recibe el nutriente seminal de Carlos junto con el tibio baño espermático de Manuel en el recto.
Carlos la hace a un lado para levantarse y en tanto se sienta a la mesa para refrescarse con una copa de champán, Manuel la hace parar; respirando dificultosamente por la fatiga, con los goterones de esperma y flujo resbalando por sus muslos, acepta blandamente complacida que la acerque hacia él para besarla en los labios con una delicadeza que la hace estremecer.
Alucinado por la concupiscencia que hace brillar sus ojos, encierra el óvalo de la hermosa carita y ella, en automática respuesta, se abraza al vigoroso cuerpo que aun huele a sexo. Las bocas abiertas se buscan con gula y las lenguas se trenzan en la perezosa molicie de una lucha sin vencedor ni vencida. Los senos de Clara rozan apretadamente contra los peludos pectorales de Manuel y las pelvis se estriegan como buscando fundirse una en la otra.
Aun absorta en aquella batalla bucal, ella siente como la verga fláccida cobra volumen rozando contra su bajo vientre y, cuando el hombre se separa un poco para acomodarla en forma vertical, se alegra porque aquel coloque ambas manos en sus nalgas. Aplastándose fuertemente contra él, siente la poderosa masa del falo estregando su piel tal como si estuviera dentro de ella y dándole a sus caderas un suave meneo, inicia la imitación a un coito que la enardece.
Sin dejar de besarla, Manuel flexiona las piernas y, tomando su pierna derecha la encoge para engancharla en su cadera. Tomando la verga entre los dedos, la emboca en la apertura vaginal y alzándola con la otra mano por los glúteos, va penetrándola delicadamente. Aunque ya lo soportara en su ano, el tamaño y la forma de la verga la obsesionan hasta el punto de necesitarla transitando su vagina y estirando la pierna que mantiene contra la alfombra para quedar en punta de pie, colabora con la irrupción. Padeciendo por la anchura desacostumbrada del falo, lo siente llenando por entero el canal vaginal y cuando él lo retira para volverla a penetrar, comprueba como la curvatura del pene hace que la cabeza roce la prominencia de la cara anterior que la hace reaccionar salvajemente excitada.
Clavando la frente contra el pecho de Manuel, se aferra a su nuca dándose el impulso necesario para que la verga la penetre enteramente en un coito pausado y calmoso que la lleva a la desesperación de la angustia. Enderezándose, el hombre la alza por las nalgas y, sin sacar el falo de su sexo, se arrima al sillón en el que se sienta, haciéndole apoyar los pies sobre el asiento para quedar acuclillada. Pidiéndole que se agarre del respaldo, la obliga a alzar el cuerpo y con las piernas flexionadas, iniciar un sube y baja infernal sobre el miembro.
Clara se afirma bien en la blandura del almohadón para acompasarse al bombeo de la pelvis y, asiéndose firmemente al borde del respaldo, estira y encoge elásticamente las piernas para sentir como su sexo mojado se estrella sonoramente contra el pelambre púbico del hombre quien, para su contento, deja que sus manos se ceben en el estrujamiento de los senos que levitan blandamente por la intensidad del galope.
No sólo proyecta su cuerpo contra el de Manuel, sino que lo alienta para que incremente cada vez más el meneo de sus caderas y, a pesar de sentir en su interior el estallido de la explosión seminal del hombre, sigue cabalgándolo frenéticamente hasta que ella misma experimenta la abundancia de su eyaculación.
Con el sudor cubriéndola de una pátina brillante, se desploma sobre su pecho dichosamente extenuada y aun sintiendo como Manuel sigue meneando el miembro, se deja estar hasta que el volumen va disminuyendo dentro de ella. Mimosamente complacida, murmura lindezas en los oídos del hombre, cuando siente como una lengua recorre en lentos círculos la mórbida superficie de las nalgas para ir introduciéndose paulatinamente en la hendidura.
Comprendiendo que es el turno de Carlos, se dispone a disfrutar sin límites de su sexualidad y cuando aquel arriba con la punta del órgano vibrante al haz de fruncidos esfínteres, le manifiesta su satisfacción con insinuantes gruñidos. En la medida en que el hombre acrecienta el juego oral al ano, su amigo va retirándose del asiento y entonces, Carlos la hace acostar boca arriba en el borde del sillón.
Pidiéndole que mantenga alzadas las piernas encogidas con sus manos, apoya la cabeza del falo en su ano para introducirlo muy lentamente con extremo cuidado. A pesar de su experimentado goce por la sodomía, pero no siendo el miembro precisamente pequeño, el sempiterno sufrimiento que antecede al placer la hace prorrumpir en un inevitable grito de dolor.
Manteniendo las piernas en alto, envía las dos manos a separar las nalgas y colaborar en la dilatación de la tripa. El tamaño del pene hace inútiles esos esfuerzos y, a pesar de la dilatación obtenida por la lengua más la abundante saliva que él ha dejado caer en ellos, los esfínteres parecen rebelarse ante la intrusión. Sólo cuando él se afirma en sus muslos para favorecer la elevación de la grupa, la verga se abre paso en el recto y, como siempre, el martirio se convierte en una oleada de resplandecientes placeres que la hace prorrumpir en gozosas exclamaciones de felicidad.
Aparentemente y a pesar de haber eyaculado momentos antes, Manuel no quiere perderse el someter a la versátil mujer y, acaballándose en el sillón sobre su cabeza, introduce la verga relativamente endurecida en su boca. Es tal el frenesí que la sodomía causa en Clara que, como si fuera un naufrago hambriento, no sólo acepta la pequeña cabeza entre los labios, sino que abre totalmente la boca para acceder a parte del aplanado tronco mientras que sus manos se dedican a masturbarlo con enardecimiento.
Una vez acallados los imperiosos mandatos de su primera satisfacción, los hombres están dispuestos a someter y hacer acabar a la médica cuantas veces les sea posible sin hacerlo ellos. Y así es como en medio del más excelso disfrute de Clara, se apartan de ella para hacerla parar frente al sillón con las piernas abiertas y permitir a Carlos una nueva penetración desde atrás a la vez que flexiona las piernas para agacharse.
La verga de Manuel, mojada por los jugos de su recto la atrae por ese olor tan particular que nada tiene que ver con lo que se imaginaría cualquiera e inclinándose para masturbarla con las dos manos en un movimiento circular en el que cada una gira en sentido opuesto a la otra, recibe al falo de Carlos hundiéndose en la vagina hasta que la pequeña punta escarba en las mucosas uterinas.
Con un rugido animal en su pecho, se abalanza hacia el miembro erecto para introducirlo con insaciable gula en la boca. La lengua tremola sobre toda la cabeza, llevando a sus papilas aquel nuevo sabor que la hace encerrarla entre los labios en suave succión que el vaivén del falo en su sexo la lleva a profundizar.
Separándole aun más las piernas, Carlos saca la verga de la vagina para apoyarla contra el pulsante ano y, sin demasiados prolegómenos pero no violentamente, inicia una penetración al recto que, llevando al pecho de la mujer un rugido dolorido que casi le hace morder al miembro que mantiene en la boca, una vez transpuesta la natural resistencia de los esfínteres, va transformándose en una sensación de indecible goce.
En tanto que ella redobla la acción de sus manos en la masturbación y la boca succiona apretadamente la verga de Manuel, su amigo comienza una alternancia en las penetraciones, sometiendo cinco o seis veces al ano para luego retirarla e introducirla en la vagina, dejando a su dedo pulgar la tarea de penetrar los esfínteres anales cuando aun permanecen dilatados.
Aunque esa cópula la obnubila, tiene conciencia de que dentro de ella comienza a gestarse aquella sensación que se inicia como un fuerte escozor en los riñones que pone en su vejiga insoportables ganas de orinar no satisfechas y que luego trepa hacia la nuca para, en medio de una sequedad irritante de la garganta, colocar un velo rojizo en su mente y explotar en el estallido acuoso de la satisfacción.
Los hombres la acomodan en el asiento con las piernas temblorosas y, estimulándola con besos y caricias, la hacen ahorcajarse sobre Carlos apuntando hacia sus pies y, con la conducción de Manuel, bajar su cuerpo hasta que la punta del gran óvalo de la cabeza se apoye contra el baqueteado ano. Con las manos aferrándola por la cintura, Carlos la hace descender y en esa posición, la dilatación natural de los esfínteres favorece el tránsito de la verga hasta sentir en sus nalgas la humedecida mata velluda.
Indicándole que apoye las manos en las rodillas alzadas de su amigo, Manuel se sitúa acuclillado a su frente para dedicarse a lamer y manosear los senos que esa cabalgata sacude como a cónicos flanes pero, en la medida en que los tres van creciendo en su excitación, Carlos la toma por los hombros para acercarla a su pecho.
Esperando que con esa posición se concrete la consabida doble penetración con que parecen finalizar todos los actos sexuales en la comunidad, lentamente, Clara se va reclinando hasta que sus manos echadas hacia atrás se apoyan en el asiento. Las manos del hombre ya no están en su cintura sino que han reemplazado a las de Manuel en eso de estrujar sus pechos y aquel, flexionando aun más sus poderosas piernas, emboca la verga en la vagina.
Nuevamente, el martirio de sentir dos falos la conduce a ese placer extraño en el que el goce se potencia a partir del dolor. Con la mente nublada por esa dispar sensación, expresa a los hombres su contento en roncos bramidos no exentos de ocasionales risas y proyecta su cuerpo al encuentro con los miembros en cadenciosos remezones.
Un ansia loca por experimentar la incomparable sensación del esperma caliente derramándose en sus entrañas le hace reclamar a los hombres para que lo hagan y estos, saliendo al unísono de ella, conducen al falo de Carlos para introducirlo en su sexo pero cuando inicia el meneo instintivo de sus caderas, Manuel se acomoda mejor y la pequeña cabeza acompaña a la verga de su amigo.
Aunque sus carnes y músculos ceden complacidos a las penetraciones de los hombres y mujeres, el sufrimiento no está ausente y ahora, padeciendo a las dos vergas que lentamente distienden la vagina para invadirla por entero, experimenta lo que ella supone debe soportar una mujer al momento de parir. Los sollozos la sacuden pero al mismo tiempo cobra conciencia de que ella misma es quien alienta a los hombres, manifestándoles roncamente su asentimiento por tan portentoso coito.
Cuando las dos vergas ocupan por completo la vagina y en tanto ella se sacude en rudos empellones para sentir mejor el brutal estregar contra la carne inflamada, los tres cuerpos se amalgaman en una sólo bestia animal que sólo aplaca su hambre cuando consuman la demencial cópula; un sólo empeño, una sola ansia los compulsa a embestirse, hasta que los hombres, anunciándose recíprocamente el advenimiento de sus eyaculaciones, derraman en su interior una cremosa mezcla de espermas que entibia cálidamente al útero.
Clara no esperaba que esa unión, que ella supone es una de las últimas, fuera a ser tan violenta como placentera y quisiera permanecer un rato más descansando en el sillón, pero las hombres le recuerdan que una de las condiciones esenciales a toda buena ciudadana es la sumisión y capacidad física para soportarlo todo. Haciéndole abandonar el asiento, le entregan su ropa y el arnés e, indicándole que se higienice en el baño contiguo, se retiran.
Un atisbo de rebeldía la envalentona, pero luego cae en la cuenta de que ya es tarde para lágrimas después de lo que ha protagonizado desde su arribo a la villa. Resignadamente, entra al cuarto de baño integrado al comedor para darse una rápida ducha que borra los vestigios del acople y, después de volver a trenzar su pelo desordenado por los apasionados tirones de los hombres, se coloca el arnés para luego vestirse y, antes de dejar el cuarto, refresca su boca con un último sorbo del vino espumante.
Cuando ingresa al salón, se da cuenta de que más de la mitad de los integrantes del Comité ya ha partido y busca a Pablo para preguntarle si aquello ha sido todo, pero cuando lo interroga, este ríe divertido y le sugiere que, antes de entrar al cubículo más lejano de la sala, se prepare tomando algo fuerte que la reconforte.
Una temerosa aprensión la sobrecoge porque, si aquel hombre que sabe de que cosas ella es capaz la previene por lo que vendrá, eso debe de estar fuera de lo que ha tenido que soportar hasta el momento. Como no es adicta al alcohol y ha escuchado que una bebida que no deja secuelas es el whisky, busca en la gran mesa una botella de aquel licor para servirse una generosa ración que consume apresuradamente; ya tras el primer sorbo, comprueba que su graduación hace arder su garganta para explotar en su estómago pero ese mismo calor que sube a su pecho, pone un inusitado sudor frío en lo alto de los pómulos.
Con ese fuego desconocido ardiendo en su cuerpo y un leve torpor que la rápida ingesta ha puesto en su mente, se dirige al oscuro rincón que le ha señalado Pablo, donde alcanza a distinguir como Florencia duerme; despatarrada seguramente a causa del calor, la mujer muestra toda la generosidad de su cuerpo desnudo que para Clara se revela casi como un ejemplo de la estatuaria.
El torso delgado de modelo, exhibe el entramado muscular del abdomen y vientre, dejando ver en la parte superior, las dos grandes peras de las tetas colgando flojamente sobre el pecho. Contrastando con esa imagen lujuriosa, el rostro apoyado de costado en la almohada parece haber recuperado una candidez juvenil a la que los hirsutos cabellos otorgan la apariencia de un fauno.
Con los ojos famélicos puestos en ella, Clara se quita prestamente el vestido para después trepar a lo largo sillón donde Florencia mantiene una pierna doblada de lado sobre el asiento y la otra se alza encogida verticalmente.
Cuidadosamente, Clara va modificando levemente esa posición para conseguir introducir entre ellas su cuerpo y, acercando la cara a la prieta ranura que exhibe la vulva, despliega su larga y flexible lengua para que se agite vivamente sobre los labios mayores.
Esa leve caricia debe despertar en la mujer tan gozosas sensaciones que, ronroneando mimosamente, acomoda su cuerpo para encoger y abrir sus piernas con desmesura, a lo que la médica responde aferrando los muslos verticales para hundir toda la boca en el sexo. Clara imagina el goce que está procurando a la mujer por haberlo experimentado personalmente y el sonido de los fuertes chupeteos sobre las carnes es complementado por los susurrados gemidos y suspiros de Florencia.
Proclamando sordamente el agrado que siente, Florencia termina de alzar las piernas hasta que las rodillas rozan sus pechos y, ayudándose con las manos, separa los glúteos de la magnífica grupa para facilitar el acceso de su amante.
Con toda el área venérea a su disposición, Clara separa con los dedos conjuntamente los labios mayores y los menores, invadiendo la nacarada superficie del óvalo con la punta de la lengua en tenaz restregar. Alzando la cabeza para no perder detalle de lo que hace, la mujer compele su pelvis hacia adelante para incrementar más aun el trabajo de la boca y, cuando Clara toma entre sus labios los festoneados repliegues carnosos al tiempo que hunde dos dedos en la vagina para iniciar un frenético vaivén, exhala un hondo suspiro y dirige una mano a su propia entrepierna para macerar apretadamente un clítoris que luce enorme e inhiesto.
Rápidamente las cosas varían, ya que Florencia arriba precozmente a su primer orgasmo y todavía jadeante, le pide a Clara que la someta sexualmente con el consolador. En un repentino acceso de masculinidad, se yergue frente al sillón para incitar a la mujer para que se acerque y entonces Florencia se arrodilla sumisamente en el asiento para hacer que sus manos acaricien las prominentes nalgas de la médica en tanto que busca con la boca abierta al terso glande artificial. Observando su ansiedad, la propia Clara toma la verga entre sus dedos y la guía hacia los labios que, rápidamente se adaptan al grosor para iniciar un lento vaivén que hace desaparecer a gran parte del tronco en su interior.
No acierta a comprender como Florencia encuentra placer en chupar ese pedazo de plástico sin vida que ni siquiera porta el sabor de una vagina, pero puede escuchar como entre los golosos chupones, la mujer le suplica que la posea de una vez.
Haciéndola acostar en el borde del sillón, toma en sus manos los pies para estirar los brazos hasta que las piernas semejan una V y, acuclillándose, acerca la pelvis para que la punta del falo tome contacto con el sexo. Con una sonrisa licenciosa flotando en su boca, Florencia guía con los dedos la verga monstruosa para que le punta del glande se deslice a todo lo largo del sexo, excitándolo al tiempo que arrastra en burdas pinceladas los jugos que expulsa la vagina.
Comprendiendo que ya está pronta, Clara apoya la pulida cabeza en la dilatada boca del sexo y poniendo todo el peso del cuerpo, empuja. Lo hace tan lentamente que casi ni se percibe como penetra a la mujer, pero eso se hace evidente por las expresiones cambiantes de su rostro, que tanto se manifiesta en una alegre sonrisa de complacencia o sus ojos se desorbitan y los dientes muerden sus labios para evitar el grito que el delicioso martirio le provoca.
Entre jadeos y sollozos, la verga desaparece totalmente en el interior y es cuando Clara inicia un lento vaivén pero, al tiempo que se retira despaciosamente, con una perversa actitud sadista que no consigue explicarse, fustiga los senos de la mujer con poderosos azotes del dorso huesudo de la mano derecha, colocando en las carnes rastros rojizos por la intensidad de los golpes. Con la boca abierta en un grito silencioso, las manos de la mujer rasguñan el tapizado como si con ello disminuyera el sufrimiento y la cabeza se clava en el almohadón pretendiendo taladrarlo con un insistente movimiento de lado a lado.
Con el falo dentro de Florencia, Clara le encoge las piernas y sostiene por las caderas el cuerpo que comienza a ondular imperceptiblemente. Ya el miembro se desliza cómodamente en el canal vaginal e imprime a su cuerpo delicados remezones que, conforme las dos disfrutan de la cópula, se hacen más intensos.
Haciendo caso a los reiterados pedidos de la mujer, Clara la hace ponerse de pie frente al sillón y, abriéndole las piernas en el ángulo ideal, le ordena que apoye los brazos en el asiento. La verga queda exactamente a la altura del sexo y, tornando a introducirla totalmente pero esta vez sin misericordia alguna, reinicia la cópula bestial que favorece la posición de la mujer, quien estalla en reprimidos sollozos de placer.
Las dos parecen estar llegando al apogeo y, desoyendo las angustiadas negativas de Florencia, Clara saca el falo del sexo y presionando sobre el ano, resbalando en la espesa capa de mucosos vaginales que lo cubre, no sólo la enorme cabeza dilata los fruncidos esfínteres sino que todo el miembro se introduce en la tripa hasta que la pelvis plástica choca ruidosamente contra las estremecidas nalgas.
Poseída diabólicamente por la intempestiva perversidad de Clara, la mujer ahoga los gritos mordiendo sus manos y de su pecho escapa un ronco bramido animal mientras por su rostro se deslizan abundantes lágrimas. Pero ese sufrimiento es precisamente el que lleva a su cuerpo las sensaciones más deliciosas para su espíritu masoquista e, imprimiendo ella misma a su cuerpo un suave balanceo, disfruta con la aberrante penetración al ano mientras su mano busca a tientas la boca cavernosa de la vagina para masturbarse rudamente con dos dedos.
Obnubilada y sin reconocerse, Clara apoya un pie sobre el asiento para ampliar el arco y vigor de su cuerpo, penetrando salvajemente a Florencia hasta que aquella se derrumba sobre el sillón, proclamando jubilosa la obtención de su orgasmo. Eso no quiere decir que esté satisfecha y cuando Clara se sienta agotada a su lado, ella se precipita hacia la entrepierna y le abre las piernas para mirar extasiada la enorme masa del falo.
Con minuciosa lentitud, los dedos recorren de arriba abajo las mínimas anfractuosidades para luego, abrir la boca y empezar a meter en ella el consolador; el grosor, que apenas consigue abarcar sin que sus dedos lleguen a tocarse, le supone un problema al traspasar más allá del glande pero, seguramente habituada a hacerlo, sus quijadas se dislocan para permitir a la boca abrirse totalmente.
Usando a su lengua extendida como alfombra, apoya en ella al falo y, con suavidad, va introduciéndolo hasta que la punta roza el fondo de la garganta y, cerrando los labios contra la piel artificial, comienza una succión de sus jugos anales cuya fuerza se incrementaba en la medida que llega al glande.
La mano acompaña el periplo de la boca y cuando ella se ensimisma en cortos chupeteos a la cabeza, los dedos resbalan sobre la saliva acumulada en prieta masturbación. A su pesar pero causado por las puntas que soflaman su sexo, Clara brama por el goce y en tanto la alienta para que no cese en tan maravillosa maniobra, una de sus manos busca la entrepierna expuesta para acariciar su sexo.
Extasiada por el placer que encuentra al chupar aquella verga descomunal con tanta comodidad, Florencia se esmera en alternar aquellas penetraciones bucales con entusiastas chupadas a la parte expuesta del sexo mientras la mano se dedica a macerar al glande con repetidos movimientos envolventes. Después de unos momentos de tan afanosas succiones, la mujer la empuja a un costado y, ahorcajándose sobre ella, comienza a introducir la verga en su sexo.
Ciertamente, el falo destroza tejidos y lacera las carnes y, aun así, un regocijo evidente la embarga cuando el glande traspasa el cuello uterino para raspar en las mucosidades del endometrio, lo que para Clara es como si golpeara en su mismo estómago. Sus piernas abiertas se cierran contra las poderosas caderas de Florencia y su cuerpo se da envión para proyectarse contra ella.
Comprendiendo que el placer supera a la médica, Florencia hamaca su cuerpo y a no mucho, ambas se encuentran empeñadas en una cópula tan satisfactoria como violenta. Asiendo sus piernas para colocarlas de costado, Florencia le hace encoger una de ellas y alzando la otra para apoyarla en su pecho, se coloca cruzada para incrementar aun más la hondura de la penetración, exhalando ronquidos mezclados con alborozados gemidos.
Las dos se agitan como poseídas y, paulatinamente, van modificando su posición e, impensadamente, Florencia queda de rodillas, con la cara y los senos restregándose en el asiento y su grupa elevada en oferente exhibición. Esa posición le place y, acomodando mejor las piernas para incrementar el ángulo de apertura, recibe complacida el embate de la verga. Cubierto por la abundancia de sus mucosas internas, el canal vaginal soporta plácidamente el transito del miembro.
Asiéndola por las caderas, Clara la penetra con siniestra satisfacción y sintiendo el líquido chasquear de las nalgas contra su pelvis, consigue que la mujer se de impulso para acompasar su cuerpo al ritmo de la penetración. Verdaderamente, y sin saberlo a ciencia cierta, Clara es dueña de una potencia extraordinaria; sin sacar el miembro del sexo, va recostándose en el sillón hasta quedar nuevamente bo
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