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Freeville Capítulo 5

Bien descansada y distendida, el lunes se reincorpora a la escuela con el ánimo reconfortado y, aunque el deseo golpea como un mazazo su bajo vientre al responder el tierno beso con que Mónica le da la bienvenida en el gabinete, se hace promesa de ignorarlo y de esa manera completa el día sin inconvenientes.
Habiendo anunciado a la maestra el cronograma de “atención” a los jardineros que la obliga a quedarse en la casa, ese día se despierta tarde y remolonea en la cama hasta que una secreta ansiedad que pretende disimular ante sí misma, la lleva a levantarse para tomar una larga ducha y ya vestida solamente con la larga musculosa que pareció gustarles, espera el arribo de los hombres.
El discreto golpecito en la puerta le indica su llegada, pero cuando abre, se encuentra ante la sola presencia de Marcelo. Diciéndole que deje la puerta abierta ya que Damián llegará pocos minutos después, la conduce hacia el dormitorio para recostarla en la cama y despojarla de la camiseta. Regodeándose ante la vista de su cuerpo totalmente desnudo, se ubica entre sus piernas para iniciar un activo sexo oral.
Lo sucedido días anteriores parece haberla condicionado a ese esquema rutinario del sexo oral, la posesión vaginal que siempre termina con la sodomización que exacerba su sensibilidad y coloca en su mente una irreprimible necesidad de sexo. Tal vez influida por el sexo mantenido con Mauro a la vera del arroyo, se acurruca con desmañada lascivia contra Marcelo para que efectúen uno de aquellos sesenta y nueve que le gustan tanto. En tanto la aferra por las generosas nalgas y hunde su boca en el sexo, va haciéndola dar vuelta hasta que ella queda encima de él.
Como siempre que es sometida a presión, pierde todo control de sus acciones pero la excitación la hace aceptar los actos sexuales más extraños y disfrutar correspondiéndolos con entusiasmo. En este caso y con una fogosidad que sorprende al hombre, ase entre sus manos la verga para masturbarla con enérgicos remezones mientras la boca somete al glande a ocasionales chupeteos de los labios y tremolantes lambeteos de la lengua.
Por su parte, él envuelve sus glúteos con las manos para abrir ampliamente la hendidura permitiéndole deslizar los dedos por ella desde su mismo nacimiento lumbar hasta tomar contacto con la entrada a la vagina, mientras su lengua viborea sobre los colgajos y azota la carnadura del clítoris.
Despaciosamente, la conduce para que ambos queden de costado y, en esa posición abandona su entrepierna para subir y recostar la cabeza junto a la suya, sorbiendo en apremiantes besos los resabios del miembro en tanto ella saborea los agridulces de su sexo.
Aquel prologo sin definición pero altamente erótico, ha absorbido la atención de Clara a tal punto que no percibe cuando al cuarto entra Damián conduciendo a la efervescente Adriana.
Los dos de han desnudado en el living y es ella quien lo obedece para acercarse silenciosamente. Recostándose detrás de Clara, empieza a acariciarla tiernamente, despertando en ella una leve protesta que, paradójicamente, va acompañada de un ronroneante asentimiento complacido.
En tanto Marcelo multiplica el accionar de su boca y la fricción de los dedos a los senos, Adriana se ubica entre las piernas abiertas para llevar su lengua a un enloquecedor periplo a lo largo del sexo que termina por asentarse sobre el canuto epidérmico en enérgico chupar y dos de sus dedos escarban en la entrada a la vagina en leves penetraciones.
Es entonces que él sale de su lado y ese lugar es ocupado por Adriana, quien posa sus labios sobre los de la médica en absorbentes chupones que llevan a esta a aferrarse desesperadamente a su nuca para incrementar la profundidad de las succiones. Las manos de la salvaje mujer no se muestran ausentes y tras acercar a su vecina contra ella presionando sus nalgas en imitado coito, le encoge la pierna izquierda para apoyarla contra su cadera, susurrándole que finalmente verá cumplido uno de sus anhelos, viendo como Damián se acomoda a sus espaldas.
Al sentir contra ella la robusta presencia del hombre con la insoslayable carnadura del falo rozando los glúteos y las manos encerrando sus senos mientras la boca explora golosa en la nuca, Clara ensaya una instintiva resistencia al tiempo que reclama a Adriana por sumarse a aquello, pero esta, en una respuesta que lleva implícita una bondadosa severidad, le dice que deje de lado falsas posiciones morales que ya ha transgredido y se entregue totalmente al sexo.
Estrechándola contra sí para impedirle todo movimiento, aferra su pierna por debajo de la rodilla con la otra mano para alzarla aun más sobre su cuerpo y en tanto acalla sus protestas con ardorosos besos, ve como Damián se ubica más abajo para alcanzar la entrada a la vagina con su miembro. Clara está mucho más encendida de lo que se permite admitir y la conjunción de los besos de su vecina con la acción depredadora que ejercen los dedos de Damián en los senos, más la boca que mordisquea deliciosamente el cuello, sumados al calor del cuerpo vigoroso que se estrecha contra ella, la hacen aceptar mansamente complacida el encogimiento de la pierna y sintiendo los generosos pechos de Adriana rozando los suyos, experimenta el comienzo de una penetración que se le hace insoportablemente deliciosa.
Sentado a un costado, Marcelo observa como su jefe se coloca en diagonal al cuerpo de la mujer y, embocando en el sexo la verga la penetra despaciosamente hasta que su pelvis roza las nalgas de Clara. Verdaderamente, el falo debe de tener una consistencia tremenda para la mujer, ya que esta, acostumbrada a recibir en la vagina los más disímiles tamaños, exhala un ronco bramido cuando la punta del falo se estrella contra el fondo.
Insultándolos roncamente, todavía hace un intento más por escapar del abrazo de Adriana, pero su férrea resistencia a soltarla y el comienzo de un suave balanceo por parte de Damián, van calmándola y a los pocos minutos es ella quien sacude la pelvis para acompasarse al vaivén de la cópula mientras sus manos estrujan reciamente los senos de la mujer, entremezclando sus ayes complacidos con agradecimientos a sus amantes por regalarle aquello.
El hombre es realmente vigoroso y, asiéndola por la cintura, estrella la pelvis sonoramente contra los glúteos en penetraciones alternadas, en las que él saca el falo para masturbarlo con su mano mientras observa como la dilatada vagina recupera su estrechez y luego vuelve a introducirlo con la misma contundencia de la primera vez.
Cuando el hombre va acomodándose boca arriba sin sacarlo de la vagina y Adriana la conduce para que quede acaballada al cuerpo de Damián, poniendo sus grandes manos bajo las nalgas este la incita a iniciar una cabalgata al príapo que hace estregar los colgajos de la vulva contra la base del miembro.
El hallazgo de que su vecina haga que sus fantasías estén cumpliéndose con creces y que junto a los hombres serán los ejecutores de lo que promete llevarla a nuevas y desconocidas regiones del placer, la hacen menear provocativamente sus caderas hasta sentir al falo lastimando el cuello uterino. Entusiasmado, Marcelo ve que ahora es ella quien disfruta de esa bestial penetración acomodando sus piernas abiertas para tener mayor sustento y sus ancas mantienen una provocativa oscilación, al tiempo que manifiesta en susurrados gemidos el goce que está obteniendo.
Tomándola por los hombros, el hombre le hace abandonar su posición erguida e indicándole que apoye sus manos echadas hacia atrás sobre su pecho, imprime a su pelvis un movimiento oscilante con el que penetra tan hondamente la vagina que ella misma comienza a hamacarse en una brutal penetración; un cadencioso arriba y abajo más un meneo de las caderas, expresan el placer con que recibe a la cópula.

Exaltada como en sus mejores momentos de euforia, Adriana ha mantenido su excitación con un cuidadoso masturbarse para que, llegado el momento, esté en óptimas condiciones y ahora se arrodilla frente a las piernas abiertas de la pareja.
Colocando ambas manos en la entrepierna de Clara y, mientras acaricia la zona inguinal, hace que su vibrante lengua realice un periplo torturantemente placentero. Comenzando en el mismo sitio por donde el falo se introduce al sexo, excita levemente la mojada entrada a la vagina y luego sube a lo largo de las carnosidades que han abierto sus dedos pulgares como las siniestras alas de una mariposa monstruosa.
Juguetona, restriega sobre el fondo iridiscente del óvalo su mentón como si fuera un huesudo pene, deslizándose arriba y abajo, de izquierda a derecha y, desde la vagina hasta comprimir dulcemente la escondida cabeza del clítoris. Haciéndolo ella misma, para Clara el raspar del huesudo mentón le resulta maravilloso y aun lo es más, cuando la mujer comienza a alternar ese movimiento con las succiones de sus labios a los ennegrecidos frunces de los pliegues, tirando de ellos sin piedad.
Sosteniéndose de esa manera, da lugar para que las manos de él soben y estrujen sus senos, ya enrojecidos por el vigor de ese manoseo. Esa posición también le permite observar como el bello rostro de su vecina se ha transformado en una máscara de lujuriosa perversidad y, cuando aquella alza la mirada, sus ojos se encuentran para restablecer esa comunicación energética que la sorprendiera desde el primer instante de su acople, días atrás.
Pese a que su cuerpo está derrengado y dolorido por el esfuerzo de aquella barbaridad a la que se ha entregado con tanto o más apasionamiento que el hombre, la dulzura que le inspira lo que su vecina está realizando y la promesa de sus derivaciones, colocan en su garganta la fortaleza necesaria para proclamarlo en estrepitosas exclamaciones de agradecida satisfacción.
Damián arrecia con el apretujar de los senos y los embates de sus caderas, cuando Adriana aloja como una mórbida ventosa su boca sobre el clítoris succionándolo como si quisiera devorarlo, al tiempo que dos de sus dedos penetran la vagina junto a la verga para rascar con loca vehemencia el sensitivo bulto del interior. Clara cree alcanzar la misma satisfacción del mejor de sus orgasmos que, sin embargo, no se manifiesta en eyaculación alguna sino en una sensación infinitamente grata que no acaba de definir pero que no sólo no la sacia sino que eleva su sensorialidad hacia otra dimensión para ir en procura de mayores placeres.
Dispuesta a cobrar su recompensa, Adriana deja de chuparla e inclinándose junto a ella pero sin dejar de masturbarla con los dedos, hunde en la boca abierta la sierpe vibrante de la lengua que explora a la búsqueda de la suya. Al encontrarse, los órganos bucales se trenzan en una verdadera batalla, intercambiando revoltosos golpes que las hacen trasvasar el fragante líquido de sus salivas de la una a la otra. Transportada a una región distinta del goce, la médica detiene el galope para enderezarse y abrazar al cuerpo de la otra mujer y así, estrechadas casi simbióticamente, acompaña a Adriana cuando aquella se deja caer hacia atrás sobre la revuelta cama
A pesar del intenso traqueteo al que el hombre la ha sometido, Clara se siente tan excitada como en el primer momento. La presencia de su vecina la retrotrae a la experiencia anterior, haciendo que ahora sea ella la que desea abrevar en la fuente hirviente del sexo de Adriana. El alivio de la ausencia del falo en su vagina, parece potenciar el histérico afán por regalarse con el cuerpo voluptuoso de esa amante y hace descender su boca hacia los pechos.
Asiéndolos entre sus manos, los junta y mientras los restriega el uno contra el otro, su lengua y labios picotean alternativamente en los dos. Paulatinamente, la actividad va haciéndose más ruda y ahora, los dientes se han agregado al exquisito martirio con que su boca somete a los senos. La multifacética vecina, cuya incontinencia la lleva a protagonizar las más increíbles combinaciones sexuales, incluido el sadomasoquismo, encuentra en el sexo de esa mujer extraña una cuota extra de placer vesánico que no le provocaron otras.
Por su parte, esta experimenta con la mujer cosas que ni siquiera ha soñado sentir con Mónica, Amelia o Beatriz. Tal vez fuera a causa de que su acelerada madurez como mujer potencia su sensorialidad, pero lo cierto es que los olores naturales de la piel sumados a los que aportan las esencias cosméticas y los efluvios almizclados de la salvajina sexual, hacen dilatar sus narinas para aspirarlos con verdadera fruición, al tiempo que en su bajo vientre rebullen insólitas cosquillas juveniles.
Progresivamente, ha ido acuclillándose para que su boca angurrienta comience a recorrer las anfractuosidades del abdomen de su amante e imitándola, Marcelo copia su forma desde atrás para penetrarla lentamente por la vagina; aquel don que han adquirido sus músculos para dilatarse o contraerse a voluntad, adaptándose automáticamente al tamaño del objeto que la penetra y que ella ha desarrollado hasta conseguir dominarlos a su antojo, reconoce de inmediato al nuevo miembro; ciñéndose fuertemente contra él, inicia contracciones propias de una vaginitis, con lo que, además de complacerlo, se proporcionaba a sí misma la sensación de estar siendo desvirgada.
Haciéndola encoger las piernas y mantenerlas así con los brazos extendidos, rodea con sus brazos los muslos de Adriana y su lengua recorre ese sexo del que ya ha gozado y disfrutado, sintiendo como los característicos jugos edulcorados de la mujer saturan sus papilas y ponen en su mente una ciega perversión que es abonada por el rítmico vaivén con que el hombre la somete.
Complacida por cumplir su sueño de ser tratada como una prostituta, arremete con la boca contra ese sexo que ya forma parte de su realidad erótica, decidiendo que, de ahora en adelante y gracias a esa orgía, cumplirá acabadamente con su parte de aquel acuerdo que la hará ciudadana de aquel paraíso sexual, pudiendo dar rienda suelta a sus verdaderos sentimientos sin avergonzarse por la vileza de su conducta.
Aunque la verga de Marcelo no tiene ni punto de comparación con la de Damián, este sabe manejarla con tanta sapiencia como él y parece presentir de tal manera sus reacciones ante determinados roces, que muy pronto ella comienza a dejar escapar profundos gemidos de ansiedad insatisfecha. Redoblando la actividad de su boca en someter al sexo de su vecina, agrega dos dedos a la caricia para que, finalmente, penetren hondamente la vagina.
Durante un tiempo sin tiempo, se abandonan a aquel acople triple, hasta que, casi sin intercambiar palabra, un silencioso entendimiento los conduce a ser los protagonistas de una elaborada coreografía; Damián se ha sentado en la cama para permitir que Adriana se acuclille frente a él cebándose en el falo con su boca, en tanto que Clara, acostada ahora boca arriba y asida a los muslos de su amante, se solaza succionando el sexo y ano que aquella menea en un perezoso ondular, mientras que Marcelo, poniendo una almohada debajo de sus caderas, ha alzado la pelvis para penetrarla por la vagina desde su posición arrodillada.
La gentil doctora, al sabor y los aromas de los jugos venéreos que degusta con fruición, se siente transportada hacia territorios inexploradas de la sensualidad y asentada firmemente sobre sus pies, flexiona las piernas de manera que él pueda penetrarla aun más hondamente. El ritmo se va modificando hasta convertirse en vertiginoso y entonces es cuando, sin sacar el pene de su interior, Marcelo la toma de las manos para echarse hacia atrás hasta quedar acostado, obligándola a dejar la olorosa entrepierna de Adriana. Conduciéndola con cierta brusquedad, la hace colocarse ahorcajada sobre él e iniciar una morosa cabalgata.
Ella está acostumbrada a practicar esa posición y una vez que la cadencia del vaivén con que se penetra a sí misma hamacándose adelante y atrás coloca una llama de oscura voluptuosidad en su mente, se acuclilla para, flexionando las piernas, imprimir a su cuerpo el ritmo de un violento galope hasta sentir como la punta de la verga se estrella con placentero dolor contra el fondo de la vagina
Los dedos del hombre se clavan sobre la carne trémula de los senos basculantes para sobarla con saña cruel y luego, mientras con una mano continúa retorciendo al pezón su boca se hace dueña del pecho, cubriéndolo de fuertes chupones que dejan su huella rojiza en la suave piel.
Y entonces, sucede lo que ella está esperando; las poderosas manos de Damián se asientan sobre sus nalgas y, separándolas ampliamente, apoya la cabeza del falo contra el ano para, sin prisa ni pausa, ir empujando hasta que todo el monstruoso miembro se encuentra dentro de la tripa.
Ya ha experimentado el delicioso martirio que significaba soportar dos falos y en cada ocasión lo ha disfrutado a pesar del sufrimiento, pero ahora es algo superior a la suma de ambas vergas lo que la obnubila, haciéndole proferir angustiosos gritos de dolor y entre lágrimas y sollozos, pedirles que no la lastimen. Separados por una delgada membrana, los miembros se rozan muy estrechamente y su volumen se le hace insoportable.
Paulatina y progresivamente, sus carnes van adaptándose a esa intrusión. Cuando lo manifiesta haciendo rechinar los dientes entre sus ayes de satisfacción, la penetración se hace sincrónica y entonces, Clara comienza a gozarlo tan intensamente que sus gemidos sólo son para recompensarlos por tanto placer, diciéndoles que hermoso es aquello entre pedidos de mayor actividad.
Apoyada en los brazos extendidos junto a los hombros de Marcelo, va dando a su cuerpo una lenta oscilación que acompasa el vaivén y llegado un momento, cuando experimenta las urgencias del orgasmo corroyéndole las entrañas, recibe la sorpresa más inesperada de su vida; extrayendo el falo de su ano, Damián lo apoya junto al otro y presiona. Presiona hasta que sus esfínteres vaginales, pareciendo a punto de estallar por tanta dilatación, ceden lentamente y las dos vergas encuentran cobijo en el sexo.
Su garganta parece haber perdido la facultad de gritar e, incontenibles, sus lágrimas se suman a la espesa baba que fluye de la boca abierta y juntas se convierten en un pringue acuoso que gotea de su barbilla. La intensidad del dolor ha apagado los destellos que el placer colocara en su mente y ahora la oscuridad más profunda la paraliza.
Sin embargo, el movimiento incipiente de los falos en su interior no sólo la hace reaccionar, sino que va incrementando su sensibilidad hasta que lo que le ha parecido bestialmente monstruoso instantes antes, ahora se le antoja deliciosamente placentero y, nuevamente, su cuerpo se hamaca para acompañar la invasión con denodado fervor. Marcelo sostiene elevadas sus caderas para permitir que el cuerpo se alce mejor en la penetración y Damián se ha acuclillado para darle mayor brío a sus embestidas.
El tránsito de las dos vergas en su vagina se le hace tan histéricamente eterno como gozosamente placentero y cuando, en medio de exclamaciones jubilosas les demanda histéricamente que eyaculen en su interior, acaban simultáneamente en ella.
Desfallece sobre las húmedas sábanas y pesar de lo intenso de aquella tremenda cópula, sólo el cansancio y el agotamiento han hecho mella en su cuerpo pero el pulsar dolorido que aguijonea sus carnes más una crispación nerviosa por el orgasmo no obtenido la mantienen consciente y, mientras relame la mezcla de saliva y lágrimas que cubre sus labios y mentón, siente como la delicada punta de la lengua de Adriana se desliza sobre su pelvis.
La voluptuosa y desprejuiciada mujer ha seguido atentamente el sojuzgamiento de su vecina a manos de los hombres y, en tanto la siente vibrar bajo sus labios y manos mientras estimulan sus pechos, el recuerdo de verla gozar de esa manera tan intensa la estimula de una manera muy particular. Adriana ha seleccionado de su colección un consolador muy especial que, curvo y provisto de dos enormes cabezas se retuerce en forma helicoidal y es en sus manos un objeto formidable; ahora se encuentra arrodillada frente al sexo de Clara, degustando el almendrado semen volcado por los hombres y disfrutando por la fuerte inflamación que ennegrece las carnes.
Como el bífido órgano de una serpiente, la punta de la lengua serpentea enjugando el gustoso esperma que rezuma el interior y en tanto que sus dedos índice y pulgar aprisionan entre ellos el enrojecido triángulo del clítoris para frotarlo vigorosamente, se desliza sobre los frunces cubiertos de sudor, semen y fluidos corporales, azotándolos para separarlos y poder asirlos entre los labios que los succionan tan apretadamente como pueden.
La concreción de ese orgasmo aun latente, pone gemidos y ayes lastimeros en Clara quien desea poder dar suelta a esos escozores que la torturan y que sólo conseguirá apaciguar por medio de la eyaculación. Con las manos rascando fieramente las sábanas y al tiempo que le ruega por favor que la lleve a la satisfacción como ella sabe hacerlo, clava la cabeza sobre el colchón para tensar su cuello hasta que las venas parecen a punto de estallar, mientras da a su cuerpo el envión necesario para que la boca de Adriana la estriegue rudamente.
Adriana ha percibido que ella no alcanzó la satisfacción con los hombres y, creyendo que ese es el momento exacto de aplacar su inquietud, mete la punta del consolador en la entrada a la vagina y va penetrándola en medio de sus gruñidos por el helicoide que la roza intensamente con suaves remezones hasta casi la mitad. Abriendo las piernas de Clara, se acuclilla sobre ella e introduce el pulido resto saliente en su propio sexo. Comprendiendo su intención y deseosa de comprobar la eficacia de aquella posición y el insólito falo, la médica se abraza a su torso y, besándola tiernamente en la boca, va ayudándola a que enderece el cuerpo.
Instintivamente, colocan sus piernas de manera de quedar cruzadas; la derecha debajo de la izquierda y la izquierda sobre la derecha de la otra como hiciera con Mónica. Abrazadas estrechamente, con los dedos engarfiados en las espaldas, dejan que sus cuerpos sudorosos restrieguen los senos chasqueantes mientras que los cuerpos ondulantes van adquiriendo un cierto ritmo copulatorio, dejándose caer hacia delante y atrás para sentir la contundencia del falo en sus entrañas.
La flexibilidad del doble falo no les permite moverse con la elasticidad de un pene y entonces, apoyándose en los brazos extendidos hacia atrás, imprimen a sus pelvis un movimiento copulatorio que hacia estrellar sus sexos uno contra el otro y sentir más profundamente la satisfactoria dureza fálica. Las dos saben que se encuentran próximas al orgasmo; poniéndose un poco de lado, se aferran a la pierna encogida de la otra para incrementar el impulso de sus caderas y mientras sus ojos famélicos de deseo se funden en una sola mirada, alcanzan sus orgasmos en medio de frases de grosera satisfacción y murmullos amorosos.
Adriana se ha levantado para ir al baño y la figura obscenamente despatarrada de Clara incita a Damián; arrodillándose junto a ella, deja que su larga y gruesa lengua tremole sobre los senos, exacerbando la sensibilidad de los pezones.
Prontamente excitada, Clara no sólo acaricia la cabeza del hombre que martiriza de forma tan exquisita sus pechos, sino que la empuja con suavidad con el deseo loco de que esa boca anide en su sexo.
Finalmente, el hombre accede a ese mudo pedido que ella refuerza con susurrados gemidos en los que asiente repetida y jubilosamente y la boca se desliza morosamente a lo largo del vientre, succionando como ventosas de sonoros chasquidos la piel transpirada y cuando arriba a la zona pélvica, es Clara quien ase sus piernas por detrás de las rodillas, encogiéndolas hasta que estas quedan pegadas a su cara.
Esa posición permite al hombre admirar el lujurioso aspecto de ese sexo que exhibe en un siniestro movimiento de sístole-diástole la apariencia de una monstruosa flor tropical, mostrando la abundancia casi grosera de los pliegues internos, inflamados y oscurecidos por la afluencia de sangre.
Acuclillándose frente a ella, separa con sus dedos las gruesas barbas para dejar expuesta toda la magnificencia de aquel óvalo que los años y las lides dotaran de una especial sensibilidad. Súbitamente tierno, explora con la punta engarfiada de su gruesa lengua cónica los labios mayores de la vulva, escarba sutilmente entre los arrepollados frunces de los pliegues internos y escudriña en la blanca cabecita del clítoris escondida debajo del arrugado capuchón.
La lengua tiene la suave superficie de Adriana pero su tensa rigidez recuerda la de un verdadero pene. Los pulgares que mantienen separados sus colgajos los maceran con ruda intensidad y la lengua comienza un recorrido serpenteante que va, tremolante, desde la elástica carnosidad del clítoris hasta la misma apertura del ano no sin antes fustigar la uretra ni dejar de penetrar la dilatada entrada a la vagina. Varias lenguas han explorado largamente ese sexo pero ninguna con la firme reciedumbre de la del hombre ni mucho menos su tamaño. Damián ase entre sus dedos índice y pulgar los gruesos pliegues y, con una saña que la hace proferir repetidos beneplácitos, los estriega el uno contra el otro en tanto que la lengua envarada penetra el canal vaginal por varios centímetros y, a ese singular coito, se agrega el movimiento circular del otro pulgar sobre el clítoris.
Clara parece estar alcanzando el cielo al ver como se concretan sus más alocadas fantasías y aferrándose con las dos manos a la cabeza de él, inicia un violento hamacar de su cuerpo para así sentir mejor las delicias a que la somete, en tanto que, ya perdido todo asomo de recato, le suplica y le exige al mismo tiempo que no ceje en darle tanto placer y le haga sentir como la rompe toda.
El hombre incrementa los latigazos de la lengua y mientras los labios se aplican a succionar con violentas chupadas al inflamado clítoris, dos de sus dedos se dedican a socavar la vagina.
Ya Clara está totalmente fuera de control y su único deseo es llegar al orgasmo que destroza con sus garras no sólo las entrañas sino también sus riñones y nuca, allí donde se ubica aquella glándula que comanda todas nuestras reacciones químicas.
Instintivamente y necesitada de un estímulo distinto que complemente la bestialmente gozosa penetración, manda una de sus manos a estregar en recios círculos al clítoris, empapado por los fluidos que rezuma la vagina. Al verla tan voluntariosa, el hombre retira la mano del sexo y, luego de incitarla para que sus propios dedos se introduzcan en la vagina, hace que, el todavía dilatado ano, reciba complacido la penetración de tres dedos ahusados.
La sensación es tremendamente placentera para Clara que, mientras da suelta a su verba procaz para incitar soezmente al hombre a que la haga acabar, somete su propio sexo a una carnicería que sólo se detiene al sentir la explosión del orgasmo y los tibios líquidos vaginales escurriendo a través de sus dedos.
Los pedidos de ella se han transformado en sonoros jadeos que terminan de enardecer al hombre, quien la apremia para que chupe su miembro. Actuando como un mecanismo infernal sobre sus sentidos, la orden la saca de la desesperación en que está hundida y en las entrañas siente la histérica necesidad de tener aquel miembro que es la cosa más enorme que cobijara en su boca.
Deslizándose en la cama, se acuclilla entre las fuertes columnas de las piernas encogidas, desciende hacia la entrepierna y la vista de la verga la alucina; todavía tumefacto, ese pene supera seguramente los veinticinco centímetros de largo, pero lo que más la impresiona es su grosor y el aspecto general se le antoja monstruoso.
Acercando temerosa sus dedos, sopesa la carnadura y cae en la cuenta de que semejante grosor no le permitirá ceñirlo totalmente con sus dedos. A pesar del nivel de calentura que el hombre ha despertado en ella, un cosquilleo de alarma corre por su columna vertebral, pero la promesa de que lo la verga le proporcionará al convertirse en rígido falo, borra toda aprensión y en tanto la mano acaricia suavemente la piel del miembro, su lengua viborea sobre los mondos testículos acompañada por sus labios que van sorbiendo los acres jugos de la transpiración.
El aroma acicatea su olfato y una ansiedad loca la lleva a trepar a lo largo de la verga, fustigándola con todo el vigor de su lengua para cubrirla con una capa de espesa baba que generan sus papilas y encerrándola entre los labios como una armónica muda. Los dedos han cercado parcialmente al endurecido falo y acompañan su marcha ascendente con un movimiento de vaivén que los hace arrastrar la saliva hacia el glande y, tras envolverlo apretadamente entre ellos, masturban tiernamente en forma circular el breve espacio entre la uretra y la zona carente de protección.
A una especie de malignidad evidenciada en su cara, se suman los sentimientos de gozosa felicidad y sus narinas dilatadas aspiran con fruición la salvajina del cuerpo masculino. Cuando su boca llega a las proximidades de la cabeza, la mano desciende para que todos los dedos compriman la férrea dureza del príapo y mientras la lengua lame al terso glande, inician un lento movimiento masturbatorio en el que incluso sus cortas uñas se clavan en las anfractuosidades del pene.
Avidamente, los labios rodean la cabeza y deslizándose sobre la capa de baba, succionan levemente la concavidad e, introduciendo lentamente la progresiva masa del pene en la boca, comprueba que sus maxilares parecen dislocarse complacidos por tan tremendo esfuerzo y pronto, gran parte del falo está dentro de la boca.
Los labios se cierran voraces sobre la piel y su cabeza inicia un lento vaivén que complementa con un fuerte succionar, encontrando tanto placer en esa aparentemente traumática inserción que, de forma instintiva, da tres o cuatro fuertes chupones al miembro, para luego retirarlo y tomando aire, volverlo a introducir para que penetre cada vez un poco más.
Una mano masturba enloquecida al príapo mientras la otra acaricia y estruja los arrugados tejidos de los testículos en tanto que la boca ya aloja cómodamente al rugoso tronco, introduciéndolo hasta que la cabeza entra a la laringe sin experimentar el menor atisbo de arcadas. Sus labios casi llegan a rozar el vello púbico de Damián y luego se retiran lentamente, rastrillando con el filo romo de sus dientes la delicada piel del falo.
Esas profundas chupadas ocasionales parecen enloquecer al hombre, cuya pelvis se agita arriba y abajo en una simulada cópula en tanto que la alienta roncamente para que lo haga acabar. Tan exaltada como él, ella acelera la masturbación de la mano mientras la boca se esmera aun más en el vigor de la succión, hasta que ya en el paroxismo, previendo su próxima eyaculación, hunde el pulgar en el ano del hombre y cuando aquel expresa su satisfacción con fuertes bramidos, recibe en su boca el abundante pringue de la descarga seminal.
Abriendo la boca para respirar con más facilidad, sigue estimulando la masa carnea mientras deglute con fruición aquel elixir almendrado que se le antoja inefable. Cuando la última gota deja de manar del falo, ella lo retira de la boca al tiempo que recoge con los dedos restos del semen que excedieran la comisura de sus labios y, tal si beber el esperma hubiese actuado como un brebaje mágico, experimenta la enorme necesidad de volver a sentir el miembro dentro de ella.
Levantándose con prontitud, se ahorcaja sobre él para tomarlo por la nuca y acometer su boca con apetito de naufrago. Aplastando su torso contra los musculosos pectorales y guiando con la mano al todavía erecto falo, lo introduce en la vagina. Al sentirlo totalmente en su interior, inicia una serie de cortos remezones similares a los que ejecutaría un perro y mientras él soba rudamente sus pechos, siente como, merced a las flexiones de sus piernas, nuevamente la recia carnadura fálica rasga sus tejidos para sumirla en una hipnótica sensación de dolido bienestar.
Su boca golosa zangolotea contra la de Damián en una frenética batalla de labios y lenguas que va haciéndoles faltar la respiración y, entonces, el hombre la alza fácilmente para presionar sin cuidado alguno y hundir la verga en el ano en un ángulo inverosímil que incrementa su excitación. Aferrándola por la nuca para inmovilizarla y en tanto que envía la otra mano a restregar el clítoris, su boca se adueña de un seno para lamerlo y chuparlo con tanta intensidad que le hace emitir quejumbrosos gemidos de dolor.
Ya olvidado de por qué lo hace, Damián decide someter a la mujer a sus más bajos instintos. Tomándola entre sus brazos, la coloca nuevamente acostada e inclinando el cuerpo, comienza a besarla rudamente en la boca en procura de una nueva excitación.
Por cierto que la doctora está disfrutando de aquel orgasmo provocado por uno de los más violentos coitos que experimentara en su vida, pero a la vez, la casi demoníaca incontinencia del hombre así como ese afán primitivamente animal por someter tan brutalmente al otro, parecen haberla contagiado y, aunque todavía tiene los ojos empañados por las lágrimas de felicidad y dolor, envía su lengua para responder a los perentorios embates de la de Damián.
Roncando sonoramente como dos animales en celo, se prodigan en besos, chupones y lamidas que sólo sirven para enardecerlos aun más; la implacable decisión del hombre no le da tiempo a pensar, ya que, habiéndose instalado entre sus piernas voluntariosamente abiertas y el restregar del miembro contra la vulva, especialmente sobre el clítoris, deslizándose en la humedad que la excitación pusiera en sus carnes, no contribuye sino a encender viejas sensaciones en el vientre.
Por un momento, Damián detiene el roce de la verga que aparentemente ha cobrado la rigidez que la convierte en un falo y haciéndola arrodillar, la toma por los brazos para cruzar las muñecas a sus espaldas, apresándolas entre los dedos de una mano y elevarlas en una dolorosa palanca, haciendo que mantenga apretado el torso sobre la cama si es que quiere evitar la dislocación.
Ella tiene conciencia de que aquello la lleva a experimentar las mismas cosas que cuando fuera violada en el zaguán pero el sufrimiento sólo le hace balbucir palabras suplicantes mezcladas con gemidos angustiosos que, de pronto, se transforman en un ronco bramido cuando siente apoyarse contra el ano la carnosidad del glande que, de manera violenta e inmisericorde penetra la tripa precediendo al falo enorme, hasta que la peluda pelvis masculina se estrella contra él.
Aquella verga posee una rara consistencia, un calor especial y un largo y grosor que la hace única. Insólitamente, goza con el doloroso estropicio que el tamaño desusado del falo produce en sus carnes, desgarrando y lacerando sus delicados tejidos
Soltando sus muñecas, el hombre la aferra por las amplias caderas e inicia un lento vaivén que la complace por la maravillosa sensación de tener semejante barra de carne en sus entrañas. Apoyando las manos en la cama y elevando un poco su torso, se la ve dándose impulso para que el cuerpo oscile yendo al encuentro de la verga.
A pesar de las expresiones doloridas de ese rostro por el que se deslizan arroyuelos de lágrimas, siente como el sufrimiento se mezcla con los intensos cosquilleos en los sitios más insólitos de su cuerpo pero, el conjunto le resulta tan enormemente placentero que, cuando él repite la maniobra para observar la pulsante caverna blancuzca de la tripa socavada, ella misma comienza a alentarlo para que vuelva a penetrarla por el ano
Exaltado sexualmente, pero con la frialdad asesina de un sicario, Damián desea cumplir con su obligación y someter a aquella mujer que, con tanta experiencia como docilidad, lo inspira a conducirla para realizar las cosas más desquiciadas que, según su parecer, son ansiosamente deseadas por su víctima.
Extrayendo la verga y tomando una de las piernas, la coloca estirada sobre sus hombros para que esa apertura facilite la exposición de la zona genital e introduce progresivamente los cuatro dedos de su mano en la vagina, dándoles un movimiento de vaivén al tiempo que el brazo gira aleatoriamente en un sentido y otro.
Damián vuelve a recostarse para inducirla a jinetear el falo, dando él a su pelvis un vehemente movimiento que acentúa el sufrimiento de la penetración y justo en ese momento excelso de dolor-goce, la consistencia y rápido tremolar de la lengua de Adriana se descarga sobre el ano desde atrás.
Sumándose al cuarteto infernal, Marcelo lleva sus manos a acariciar todo el cuerpo de Clara mientras le hace inclinar el torso hacia adelante pero, pasados unos momentos, son las manos y boca de la otra mujer las que se dedican a acariciar, lamer, estrujar y succionar vorazmente sus senos.
La sensación inédita sume a Clara en una especie de embeleso y cuando Marcelo ocupa el lugar abandonado por la mujer, acuclillándose y penetrándola por el ano, su voz surge roncamente excitada para reclamarles a esos amantes múltiples aun mayor empeño. Acaballada sobre Damián, la boca de Adriana ancla definitivamente en un seno para succionar y mordisquear al pezón en tanto que las uñas de índice y pulgar se clavan sañudamente en el otro mientras el hombre se hace dueño de su sexo con la boca; al responder Marcelo a sus reclamos con el incremento de velocidad en la sodomía, la lleva a emitir alborozadas exclamaciones de placer que atenúa la balbuciente expresión de su orgasmo.
Una vez que los hombres se retiran, Adriana permanece junto a ella en la cama para restañar algunos arañazos demasiado evidentes y con una toalla húmeda limpia el pastiche de sudor, lágrimas, salivas, babas, jugos vaginales y semen que cubren su cuerpo para finalmente y una vez que Clara cae en un sueño reparador, dejarla sola.
La maravillosa recuperación de veces anteriores se repite y cuatro horas más tarde despierta con la sorpresa de encontrar que su cuerpo parece no sólo no haber experimentado semejante trato sino que una rejuvenecedora lozanía la invade para otorgarle nuevos bríos y, saltando de la cama, se dirige al baño para borrar todo rastro superficial.
Impulsada por el entusiasmo de haber disfrutado de semejante acople, cambia alegremente la ropa de cama para, luego de meterla en el lavarropas, preparar la cena y cuando Mauro regresa, lo recibe con un fresco vestido que disimula alguna de sus marcas pero, sin hacer evidente la evasiva, sólo contesta a su pregunta sobre el “turno” de los jardineros con un lacónico “bastante bueno”, sin hacer ninguna evaluación ni la menor referencia a la participación de Adriana.
Con la analítica frialdad de los científicos, llega a la conclusión de que ella tiene mayor capacidad de adaptación que su marido y que, en definitiva, aquellas infernales cópulas con hombres y mujeres la han introducido al mundo que, está segura, le pertenece por derecho propio. No se hace cuestionamientos de género, el goce que obtiene es tan pleno y total, tanto con unos como con otras: puede afirmar categóricamente que el sexo es uno sólo, es eso, solamente sexo y aunque no pretende caer en la zoofilia, está segura que, de intentarlo, obtendría semejantes satisfacciones.
Sabe que esa plenitud reciente no durará mucho tiempo y, casi palpablemente, comprende que su organismo no la dejará en paz hasta ver saciado su hambre infinito, lo que coloca un ansioso escozor intransferible en su angustia por conocer lo que el futuro le depare.
De esa manera y disimulándolo ante su marido y Mónica, arriba al día del examen definitivo. En su mente febril se pregunta cual será la hondura de la prueba, habida cuenta de que todas las relaciones que mantuviera hasta en momento, a excepción de su visita voluntaria a Amelia, han sido coordinadas por el jefe comunal y la última, aunque de resultados estupendos, fue un verdadero infierno.
Beatriz la recibe con toda amabilidad pero sin que en su actitud se refleje el menor atisbo de la tormentosa relación que mantuvieran una semana atrás. Conduciéndola al despacho de su jefe, le dice que espere la llegada de Pablo que, cuando se produce tras unos minutos eternos, lo hace en compañía de otros dos hombres a los que sólo conoce por haberlos visto en las calles.
Atemorizada por su corpulencia, contesta nerviosamente a las intencionadas preguntas de Pablo sobre su condición física luego del segundo turno de los jardineros, sin hacer la menor referencia a su manifestación homosexual hacia la maestra. Por el carácter del interrogatorio, las respuestas son necesariamente ineludibles y específicas, lo que provoca en el hombre un satisfecho contento por el conocimiento de sus casi mágicas recuperaciones.
Presentándole como Román y Javier a los hombres que se desvisten mientras él la conduce junto al redondo butacón donde le pide que aguarde su llegada, se retira hacia uno de los sillones desde donde, al parecer, se convertirá en privilegiado espectador.
Ella ya se ha acostumbrado a usar esos cortos vestidos diseñados para favorecer las relaciones sexuales aun sin quitárselos y que, provistos en la tienda comunitaria, son frescos y prácticos, con sus faldas acampanadas a medio muslo. Con fingida sonrisa de tranquilidad, aguarda ansiosa la aproximación de los hombres que, cuando se colocan una detrás y otro frente a ella, le dejan ver la impresionante musculatura de sus cuerpos.
Confundida y sin saber que hacer, siente el poderío de sus recias manos recorriéndola por encima de la ropa, que demuestra la creatividad de su diseño cuando la amplitud de la falda permite que las manos de Román, a sus espaldas, trepen por los muslos comprobando la contundencia de las nalgas y Javier descorra el largo cierre del frente para que los senos queden expuestos a sus ojos.
Estática como una estatua, siente como un grueso dedo de Román se aventura en la hendidura para escurrir curioso en la hondonada, rozar furtivamente la estrechez del ano y luego seguir hasta pasar el perineo para encontrar la ya húmeda entrada a la vagina. Entretanto, las manos de Javier soban catadoras la contundencia de los senos para que, luego de unos momentos, los dedos rasquen las aureolas y comprueben la flexibilidad de los pezones. Acercando la boca, su lengua tremola ávida sobre aquellos y en tanto los labios los encierran en delicados chupones, una de las manos también alza la pollera para rebuscar en la entrepierna y, hurgando suavemente en el plumón velludo, busca el contacto con el clítoris.
Como si previera que aquello sólo será el prólogo de algo delicioso, Clara se estremece conmovida mientras de su pecho escapa un involuntario suspiro de ansiedad. Notando la trepidación, Javier hace que el vestido se deslice hacia sus tobillos y, arrodillándose a su frente, le separa las piernas para que la lengua vibrante escarbe sobre la diminuta alfombrita peluda y luego estimule serpenteante al tubo que se yergue en el nacimiento de la vulva.
De forma totalmente involuntaria, los reflejos condicionados de Clara hacen que coloque su pierna encogida sobre el hombro de Javier y separe aun más la otra mientras flexiona la rodilla y de esa manera facilita el camino a los hombres que hunden sus bocas en la entrepierna, uno en el sexo y otro sobre el ano. Ella ensaya un tenue adelante y atrás, que se acentúa cuando ellos alternan los lambeteos y chupones con la introducción de sus gruesos dedos en ambos agujeros en una masturbación conjunta que extravía los sentidos de la mujer.
El vaivén se convierte en un verdadero galope en la medida en que ella flexiona cada vez más la pierna y ellos incrementan la penetración con el auxilio de otro dedo. El conjunto de los cuatro dedos es semejante al de verdaderos falos e, inconscientemente, de su boca salen histéricas súplicas de penetración sexual. Evidentemente los hombres aguardan esa reacción suya, ya que, obedeciéndola, aproximan sus vergas aun no del todo erectas a ella para, guiándolas con sus dedos, iniciar un frotar externo a ambas hendiduras, provocando histéricos sí de Clara y con el roce sobre los húmedos tejidos, se produce la rigidez definitiva de los falos.
Rodeando el talle con sus grandes manos, Javier la alza como a una pluma para después hacer descender su cuerpo e, indicándole que abrace sus caderas con las piernas, penetra hondamente la vagina. Clara aun no se repone del transito inicial de aquel miembro, cuando es Román el que acomoda el cuerpo para que su falo emboque y penetre despaciosamente el ano.
Todas la dobles penetraciones que sufriera y disfrutara hasta el momento han marcado el momento cúlmine de los acoples y cuando el cuerpo ya se encontraba relajado con sus órganos dilatados como para recibir las penetraciones, pero esta la encuentra sin otra preparación que un acelerado sexo oral y manual. Ya sea por tamaño, forma o dureza, la verga que se hunde en el sexo, aunque su glande roce despiadadamente el fondo vaginal, va haciéndosele más cómoda y acentuando la fuerza con que ciñe las caderas, aferrándose al cuello de Javier colabora con él alzando su cuerpo y dejándose caer, pero la que en verdad la hace sufrir es la que mete Román en el ano.
En tanto que Javier la sostiene con sus dos manos separándole las nalgas, Román se aferra a su cintura, agachándose para darse impulso con la flexión de las piernas y en ese ángulo vertical, la introducción del falo al recto la lastima. Sus ayes doloridos parecen conmover a los hombres y haciéndola descender, la sientan arrodillada en el borde del asiento mientras ellos se colocan parados a cada lado y, sacudiendo las vergas humedecidas por sus jugos, le exigen que las chupe.
Acomodándose mejor para que sus glúteos se apoyen en los talones, se inclina primero hacia Javier y la conocida fragancia de su vagina le hace recuperar el humor. Acariciando los genitales oscilantes, su boca busca el glande del falo para, después de dos o tres pequeñas chupadas, enviar la lengua a recorrerlo glotonamente. Unido al aroma, el sabor familiar de sus mucosas hacen que escurra la boca a lo largo del tronco hasta los mismos testículos que soba cuidadosamente para después ascender en voraces lamidas y chupeteos e introducir la cabeza en la boca, ejecutando un corto meneo que la hace tragarla por entero, ciñendo apretadamente los labios contra la sensibilidad del surco.
El placer que expresa el rostro de su amigo, hace que Román tome a la mujer por la trenza para hacerle dar vuelta la cabeza y enfrentar a su miembro. En ese preciso momento, Clara resuelve que si los demás han decidido convertirla en una maquina sexual, asumirá con gusto ese rol pero como protagonista principal, no más como un pasivo instrumento.
Sin que su mano deje de masturbar a Javier, hace que la lengua recorra presta el ovalado glande y una vez que su saliva cubre toda la cabeza, la mano se hace cargo de encerrarlo en cortos y rápidos movimientos envolventes, liberando a la boca que, con sañudos chupeteos, desciende hasta la base, succiona el escroto y vuelve a ascender cubriendo de saliva al tronco y, tornando a tomar posesión del vértice, lo introduce sobre la alfombra de la lengua mientras los dedos índice y pulgar formando un aro, ciñen reciamente al falo para deslizarse arriba y abajo sobre la saliva.
Repite el movimiento tres o cuatro veces y cuando se dispone a satisfacer a Javier, ve como Pablo se ha colocado entre los otros dos hombres con la verga en ristre. Anticipándose a lo que pudiera hacer, este sostiene con ambas manos su cabeza para introducir el miembro en su boca y, con un prudente hamacar de la pelvis, penetrarla como si fuera un sexo.
La gula la domina por completo y en tanto recibe jubilosa la verga que se introduce hasta el fondo de la garganta, sigue masturbando a los hombres para, luego de un momento, sacudir la cabeza para liberarse de las manos y emprenderla nuevamente con el falo de Javier. Ella siente como en su entrepierna y vientre crece el fuego de ese volcán que la habita desde hace poco más de treinta días y cuya erupción la conduce a obtener las mejores eyaculaciones y orgasmos de su vida.
Totalmente fuera de sí, quiere acelerar esa explosión y que sea el semen de los hombres el mejor extintor; en un enloquecido juego de labios, lengua y dedos, succiona rápida y vorazmente los tres falos, alternándose con sus hábiles manos en la masturbación hasta que, en medio de sus angustiosos gemidos y pedidos de que la llenen con su leche, los hombres comienzan a eyacular en contenido orden en el que, cada cual a su turno, vuelca el esperma dentro de la boca.
Deglutiendo con fruición la perfumada cremosidad de cada uno, mantiene erectos los falos con lentas masturbaciones y la boca golosa inicia una ronda final de succiones para eliminar hasta la última gota que mane por la uretra, tras lo cual y agitada por el productivo esfuerzo, se deja caer boca arriba en el asiento.

Pablo se arrodilla y tomándola por las piernas, la atrae hacia el borde y colocando los pies sobre sus espaldas, deja que la boca se aloje sobre el sexo. La lengua empalada recorre el trecho entre el clítoris y el ano en lerdas lamidas que contribuyen a incrementar la dilatación de los labios mayores para que la abundancia de los fruncidos labios menores aflore en todo su esplendor.
Con la colaboración de los labios, la vibrante lengua realiza una deliciosa carnicería en la entrepierna, sojuzgando, lamiendo, chupando y mordisqueando cada oquedad o saliente del sexo para enfocarse luego en la irritante introducción del clítoris a la boca, sometiéndolo entre labios y dientes al tiempo que dos dedos encorvados se introducen a la vagina en cadenciosas penetraciones.
Los otros hombres no permanecen inactivos y dejan que sus bocas y manos recorran en deliciosos vagabundeos todo el cuerpo de la mujer y, en la medida en que Pablo avanza en su accionar, cada uno se dedica a un seno, sobando, lamiendo y succionando primero las aureolas y luego los irritados pezones a los que chupan y mordisquean tan lentamente que provocan nuevos y particulares cosquilleos en la columna y nuca de Clara.
Finalmente, Román es quien permanece estimulando los senos, mientras que Javier se coloca arrodillado sobre el asiento para introducir la verga todavía tumefacta entre sus labios. Una de las cosas que más excita a la médica es convertir al flojo pellejo de un pene en un verdadero falo y, tomando entre sus dedos aquel despojo carneo, lo introduce en su boca casi en su totalidad, macerando con lengua y dientes la tierna blandura.
Para ella es un disfrute el sentir como el tierno colgajo va cobrando consistencia y en la medida que eso se produce, lo sostiene con los dedos mientras la lengua tremolante lo recorre por entero hasta los mismos genitales. Tanto lo que hace Román en sus pechos como el increíble trabajo que ejecuta Pablo en su sexo, le hacen volver a sentir la necesidad no sólo de acabar, sino de saborear los almendrados jugos de los hombres.
Naturalmente, aquellos recién lo han hecho y necesitan recuperarse, pero su inquietud se ve satisfecha de alguna manera, ya que los hombres inician un carrusel, alternándose para que cada uno no deje de hacer lo mismo que sus compañeros. A pesar de que todo aparenta ser igual, cada cual tiene sus particularidades en la forma de recorrer y martirizar su sexo, lo mismo que el manoseo y mordisqueo a los senos que se hace más evidente cuando ella mantiene su falo en la boca.
Luego de completado ese circuito, Pablo toma entre sus manos las piernas a la altura de las rodillas para alzar su pelvis hasta el nivel de su miembro, penetrándola en un ángulo tan distinto que la cabeza del pene parece querer perforar su vientre, pero es ese mismo sufrimiento el que la eleva un grado más allá de la cordura y atacando al falo que en ese momento tiene dentro de la boca, prácticamente lo mastica para sorber los jugos que ella ha generado y cubren toda su extensión.
Aunque ella ha alcanzado el orgasmo o por lo menos ha eyaculado un par de veces, los hombres aun no están listos para hacerlo y cansados de tanto esfuerzo, van sentándose en los sillones cercanos desde donde le ordenan que los gratifique ejecutando para ellos una buena masturbación utilizando alguno de los objetos que han dejado a su lado en la butaca.
Ella sabe que de su actuación depende su permanencia en esa comunidad y habiendo evaluado el cambio drástico en su calidad de vida, no sólo en lo mental y espiritual sino en las necesidades del cuerpo, para las que encuentra una respuesta tan apasionante que no desea perder la oportunidad de vivirla con la mayor intensidad posible.
Retornando a la posición arrodillada, comienza por un nuevo sobamiento a los pechos que la actividad de las bocas ha sensibilizado hasta el punto que el menor roce de la palma de su mano sobre ellos la sacude como estuviera realmente herida. El vaho de su pecho ardiente ha resecado los labios de tal manera que la lengua se dedica a refrescarlos con la humedad de su espesa saliva y, cuando una de sus manos recorre presurosa el vientre para excitar en repetido estregar al clítoris, la histeria del deseo hace que hunda el filo de los dientes sobre el labio inferior.
Apoyándose en un codo, lleva los dedos a un exquisito roce en toda la vulva e introduciéndose dentro del óvalo, ase entre ellos las barbas carnosas para friccionarlas entre sí y mientras aceza como una bestia en celo, introduce dos de ellos en la vagina en una furiosa búsqueda de su Punto G.
Las anteriores cópulas lo han inflamado y al rozarlo levemente con una uña, pega un respingo que la hace tomar conciencia de hasta donde puede llegar su excitación. Tomando un artefacto de aspecto casi instrumental, ya que se trata de un tubo plateado, absolutamente liso y que, al tocar un botón en su base le transmite una sorda vibración, va introduciéndolo en la vagina hasta que los dedos chocan con el borde congestionado de la vagina.
Inaugurando una nueva etapa de la sensorialidad, el tubo se desliza como si fuera de vidrio, transmitiendo a su piel y músculos una sensación inefable, producto de ese tenue vibrar que parece extenderse desde las entrañas a todo el organismo. Dispuesta a darlo todo en esa demostración, se da vuelta para que su grupa quede en dirección a los hombres y apoyándose en un hombro, doblada para que, con la cabeza ladeada pueda observar sus reacciones, elige un consolador cuyo tronco exhibe una sucesión de sinusoides.
Al acercarlo a los labios para cubrirlo de saliva que actúe como lubricante vaginal, descubre que la superficie del sólido miembro está totalmente cubierta por una capa de gránulos semejantes al de una gruesa lija y que, seguramente, estimulara de forma inédita su piel. Después de sacar el vibrador, sostiene al consolador por la base en tanto separa aun más las rodillas para ir descendiendo la pelvis penetrándose con él y, manteniéndolo contra el asiento con la mano, ejecuta un subir y bajar que, al sentirlo tan plenamente, le hace emitir un reprimido sollozo y con un hilo de baba escurriendo por la comisura de los labios abiertos, toma el consolador cromado.
Pasando la mano por sobre la zona lumbar, lo hace recorrer la hendidura y la tersa punta ovalada encuentra al agujero apenas dilatado del ano. Presionando despacio, consigue que el vibrador se adentre paulatinamente en el recto y sus vibraciones en la tripa la exaltan tanto que, al tiempo que se balancea estregando los senos contra el tapizado, se somete a una doble penetración que jamás hubiera imaginado realizar.
Debido a la reciedumbre de los hombres, no ha podido disfrutar de sus orgasmos anteriores y olvidada por completo de todo lo que no sea procurarse satisfacción, se alienta a sí misma con groseras palabras mientras menea la pelvis en un imaginario coito, sodomizándose tan maravillosamente con el vibrador que, en medio de ayes y maldiciones, recibe en la mano los jugos que drena su sexo por el tronco del falo hasta que la fatiga la vence y cae desplomada sobre el asiento, todavía con los dos artefactos dentro de ella.
Pablo le recuerda que esa prueba es de capacidad física y debe permanecer activa hasta que él le indique lo contrario. A pesar de la capa de lágrimas, saliva, sudor y semen que cubre distintas partes del cuerpo, ella se siente como renovada por esa nueva experiencia y eligiendo al azar, se aproxima al sillón individual en el que se encuentra Román, toma la dormida verga en sus manos y con sabios movimientos y caricias hace que, lentamente, recupere su volumen.
Contenta por haberlo hecho solamente con los dedos sin necesitar de lengua y labios para lograr su objetivo, dejar caer una respetable cantidad de saliva sobre el pene y la mano se dedica habilidosamente a la masturbación al tiempo que la otra explora más abajo para que un dedo escarbe travieso en el ano y, solazándose con el goce que expresa sonoramente el hombre, introduce el dedo a la búsqueda de lo que como médica sabe se encuentra allí. Ubicada la próstata, incrementa la velocidad de la masturbación al tiempo que la yema estimula vigorosamente la glándula masculina hasta que Román le pide que cese en ese martirio y lo monte.
Ayudada por él, pone sus pies a cada lado del hombre para luego flexionar las piernas e iniciar el descenso del cuerpo hasta que la punta del falo roza los abultados tejidos. Asiéndose del respaldo y en tanto le pide que manosee sus senos, va hundiendo el falo dentro de la vagina tan hondo que lo siente ocupar el cuello uterino y sus nalgas estrellarse en la mata peluda del Román.
Dándose envión, cabalga largamente al falo hasta que él le pide que se detenga ya que no quiere acabar todavía. Tal vez esa falta de semen en su cuerpo la incentive, porque, dirigiéndose decididamente a Javier que ocupa el sillón vecino, procede a hacer lo mismo, con la variante de que no se penetra con el falo dándole la cara al hombre sino que, de espaldas a él y sostenida por sus manos, se para firmemente sobre la alfombra para agacharse y jinetear intensamente al falo, con la recompensa de que sobre el final, el hombre la penetra con un dedo por el ano. Esta vez sí, ella continúa hasta experimentar su alivio líquido y como vigorizada por la eyaculación, se dirige hacia Pablo con el mismo propósito, pero aquel no sólo no quiere esa posición sino que la hace pararse frente al escritorio próximo y colocándole una rodilla sobre el tablero, la excita manualmente por sexo y ano para después introducir la verga en la vagina.
Esa postura desconocido la excita tanto que una de sus manos se dirige a estregar rudamente al clítoris que por la posición la verga no alcanza y, pidiéndole aun más a Pablo, demuestra su elástica fortaleza, cuando aquel va haciéndola poner de costado y estirándole la pierna verticalmente la coloca contra su pecho.
Manteniendo precariamente el equilibrio apoyada tan solo con un brazo en el mueble, pasa la otra mano por la nuca del hombre y así, se deja estar en la magnífica cópula en la que el falo penetra totalmente en la vagina. Cadenciosamente Pablo la penetra durante unos momentos tras los cuales es reemplazado por Javier que, haciéndole apoyar el torso sobre el escritorio, le abre las piernas para hundir su verga en el sexo desde atrás pero solamente lo hace como para lubricarla en sus mucosas y luego, separándole las nalgas, penetra el ano en medio de los quejumbrosos lamentos de Clara que, sin embargo, se transforman en agradecidos jadeos por recibir tanto placer.
A su turno, Román la acuesta boca arriba sobre el tablero con parte de su grupa sobresaliendo y directamente la sodomiza en esa posición mientras sus manos se ceban en los pechos se mueven desordenadamente al ritmo del coito. Demostrando su fortaleza, cuidándose de no eyacular, el hombre la alza aun empalada para trasladarla nuevamente al butacón, en el que se acuesta boca arriba y sacando la verga del ano, la hace acuclillar encima suyo para penetrarla por el sexo.
Con las manos en los soberbios pectorales masculinos, flexiona las piernas para conseguir que el falo la penetre a ese ritmo que coincide con el de la pelvis de hombre elevándose en fuertes remezones. Y así, perfectamente acoplados se mueven armoniosamente hasta que Pablo detiene por un instante el ritmo de la cópula para apoyar una pierna sobre el asiento y de esa manera, con delicados movimientos, introducir su miembro en el ano.
Como en cada oportunidad, la doble penetración la obnubila de dolor pero al mismo tiempo la introduce a un mundo de sensaciones en las cuales le es difícil discernir cual le procura mayor satisfacción, si el sufrimiento o el placer. De cualquier manera y mientras su cuerpo se hamaca instintivamente para amoldarse al rítmico coito de los hombres, con los ojos cerrados por el goce, percibe como sobre su boca abierta se apoya la carnadura del miembro de Javier.
Esta se distiende complacida para dar cobijo al falo y las manos del hombre asen su cabeza para, utilizándola como si fuera en sexo, someterla al cansino vaivén de sus caderas. Verdaderamente, el goce de la mujer es indescriptible con los tres falos subyugándola simultáneamente; ese placer se potencia cuando ellos van turnándose para ocupar el lugar sobre su grupa y ya en el paroxismo de la excitación, obedece mansamente a Pablo cuando se acuesta boca arriba, pidiéndole que se coloque ahorcajada, de espaldas a él.
Ella cree saber lo que pretende y, apoyándose en sus rodillas, va flexionando las piernas para descender hasta sentir como él la aferra por las caderas con una mano mientras con la otra guía al falo que no busca como ella supone la traqueteada vagina sino que se aloja y penetra sin inconveniente alguno el ano ya dilatado. Complacida, ella da comienzo a un lerdo galope sobre el falo, sintiendo como su cabeza golpetea en sus entrañas pero el hombre tiene decidida otra cosa, ya que aferrándola por la gruesa trenza a sus espaldas, va tirando de ella con el propósito de que su torso se incline hacia atrás.
En la medida que eso sucede, el ángulo en que la verga la penetra va haciéndosele cada más recio, obligándola a abrir las piernas, con lo que su flexión se torna trabajosa y cuando Pablo la toma por los hombros e incrementa la velocidad de la penetración, ella ve como Román se acuclilla sobre su entrepierna e introduce totalmente el falo en la vagina.
Nuevamente, el martirio del coito múltiple se hace dolorosísimo pero, apretando los dientes con determinación, expresa entre bramidos de satisfacción su anhelo de que no cesen jamás de penetrarla. Paralelo a esas exclamaciones, Javier se acuclilla sobre el asiento frente a su cara e incitándola a separar sus labios, los roza con el glande. Aquella apoteosis del coito la sobrepasa y sabiéndose sostenida por los poderosos brazos de Pablo, rodea con los dedos el tronco del falo para que, en tanto lo introduce a la boca en un verdadero festival de lamidas y chupones, masturbarlo apretadamente.
En esta ocasión y entre el sonoro chapaleo de las carnes estremecidas, los hombres proclaman su próxima eyaculación, lo que actúa como un disparador de la suya y enviando sus manos a restregar reciamente al clítoris, incrementa las succiones al falo de Javier hasta obtener la recompensa de su esperma llenándole la boca y en tanto lo deglute con fruición después de saborear su gusto a almendras dulces, su tripa y vagina reciben el tibio baño del semen.
Datos del Relato
  • Categoría: Intercambios
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