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Freeville Capítulo 1

"Ya van más de cuatrocientos kilómetros y la monotonía del paisaje que veo deslizarse raudamente por la ventanilla de coche, sumada el silencio en que ha caído mi marido luego de la efervescencia inicial de la partida, me han hecho entrar en un preocupado análisis de los motivos del viaje, instalando una sensación de temor y desarraigo que las serranías cordobesas no deberían.
Aun recuerdo el día - o mejor debería decir la noche – en el que dos amigos nuestros, ex compañeros de la Facultad y ahora médicos residentes en Bahía Blanca, nos contaran de la disyuntiva en que ese nombramiento los había puesto, ya que desde antes de recibirse habían alimentado de esperanza de poder ir a instalarse para ejercer su profesión en una especie de fundación o colonia de la que tenían vagas referencias; en definitiva, un pueblo privado en cuyo ejido y sin inflingir las leyes, sus habitantes se manejaban con códigos propios, como una gran cooperativa puesta al servicio de la convivencia solidaria y de sus propias ambiciones para desarrollarse en libertad, concretando sus sueños de no vivir bajo las presiones sociales y profesionales de la sociedad les imponía. Lamentablemente, el tener hijos les creaba otras responsabilidades y, al momento de optar entre una aventura incierta o la seguridad de una residencia hospitalaria con desarrollo profesional en una ciudad grande de la provincia, no habían dudado.
Mauro y yo también siempre habíamos elaborado fantasías sobre como sería vivir en una comunidad más parecida a las de Huxley que a las reales y, aunque convivíamos en pareja desde antes de recibirnos, para beneficio del desarrollo profesional habíamos decidido evitar la paternidad.
No lo hacíamos por ambición, sino que comprendíamos que el ejercicio en salas de guardia y las mismas guardias en los pabellones, modificarían sensiblemente nuestras mentes aun no maduras para que, superada la etapa inicial de la sensibilización, afrontáramos nuestro trabajo, sino con indiferencia, por lo menos con escepticismo.
Efectivamente, la práctica cotidiana después de cinco años, había instalado una pátina de frialdad a cuanto hacíamos, justo la necesaria para comentar los problemas humanos de los pacientes sin involucrarlos y como meros datos estadísticos o científicos. Éramos conscientes de aquello y eso colocaba en nosotros un dejo de amargura por esa insensibilidad que nos hacía buscar en lo diferente motivo de distracción.
Esa misma noche nos desvelamos imaginando como sería aquel “mundo feliz” y si, por nuestra edad y profesión, lograríamos ser admitidos. Aunque no lo manifestáramos, tanto Mauro como yo vivíamos con esa idea rondando en nuestras cabezas y progresivamente, fuimos admitiendo que se estaba convirtiendo en una obsesión.
Puestos a analizar nuestra situación, llegamos a la conclusión de que la vocación que nos llevara al estudio se había desvanecido para convertirse en un trabajo más, gastando las horas del día en un hospital y luego correr hacía distintos sanatorios en los que las cápitas de los servicios sociales completaban la suma necesaria para vivir sin emergencias económicas, pero también sin tiempo para gastarla.
Decididos a alimentar la esperanza de poder vivir en aquella especie de kibutz o asentamiento con reminiscencias hippies, dedicábamos todo rato libre en rastrear su ubicación y personas que pudieran darnos datos precisos; finalmente, aquel amigo que nos trajera la primera noticia de su existencia, coincidió con nosotros en un congreso médico y casi a regañadientes, con misterioso aire de complicidad, nos dio la dirección de su intendente y fundador que, sorprendentemente, era un apartado postal de una conocida ciudad cordobesa, aclarándonos que manejáramos esa información con prudencia y que cualquier cosa que resolviéramos al respecto, sería bajo nuestra absoluta responsabilidad.
Extrañados ante tanto misterio, escribimos a esa dirección, aportando datos personales completos como asimismo los antecedentes profesiones, nuestras especialidades y cuáles eran los motivos que nos alentaban a pretender ocupar un lugar en esa comunidad llamada Freeville.
Quince días más tarde recibimos respuesta en una conceptuosa carta sobre lo que aparentábamos ser pero, paralelamente, nos adjuntaba un extenso cuestionario originado en la Junta Directiva y que, de no conformar sus expectativas y requerimientos, no seríamos admitidos ni para una entrevista preliminar.
Eran tan exigentes las condiciones y formalidades, remontándose a datos sobre nuestros ancestros hasta nuestros bisabuelos, sus orígenes, cultura y fortuna, que por un momento tuvimos la impresión de hallarnos ante una élite segregacionista como la de la Colonia Dignidad chilena.
Pero las otras dos partes del cuestionario nos hicieron entusiasmar; una era sobre precisiones específicas de la profesión y especialidad, con un apartado en el que deberíamos enumerar otros oficios en los que nos considerábamos aptos para dar servicio a la comunidad, y la otra, a pesar de ir acompañada por fotografías de cuerpo entero, era una descripción anatómica detallada sobre medidas, peso y color de ojos y cabello.
También se nos pedía qué deportes practicábamos así como nuestra predisposición a lo lúdico y en qué. Finalmente, debíamos explicar por qué habíamos decidido no tener hijos, la opinión que teníamos sobre el divorcio, la cohabitación de la pareja, los matrimonios abiertos, así como nuestra orientación sexual, preferencias y experiencias personales.
El completar el cuestionario nos llevó cerca de un mes, ya que debimos rastrear la información en Migraciones y, simultáneamente, efectuarnos las fotografías solicitadas más los exámenes médicos requeridos para confirmar el estado de nuestra salud, incluidos estudios psiquiátricos, de ADN y Sida.
Veinticinco días largos días tardó en llegar la noticia de que seriamos admitidos en la comunidad por un período de prueba de treinta días al cabo de los cuales el Consejo y la totalidad de los habitantes votarían por nuestra residencia definitiva. La fotografía del chalet que acompañaba la misiva y que figuraba como de adjudicación provisoria, nos eximió de todo comentario y, al carecer de parientes directos en Buenos Aires, tardamos sólo quince días en deshacernos de los bienes físicos, cargando el resto en nuestro auto para emprender el viaje y aquí estamos."

Si tanto Clara como Mauro piensan que acceder al pueblo va a ser como cualquier viaje turístico, están equivocados. Llegados a Tanti, les cuesta dar con el paradero de la persona asignada para conducirlos. Lo primero que el hombre les dice es que con ese coche citadino será imposible recorrer el primer tramo del camino que, por otra parte deberían abandonar para seguir a lomo de mula, así que les recomienda gestionar el alquiler de un garaje donde dejarlo.
Indicándole donde hacerlo, les hace trasladar sus efectos personales que llenan tras amplias valijas a la misma cantidad de mochilas, pidiéndoles que refuercen su vestimenta con abrigadas camperas y borceguíes de montañista. Conduciéndolos hacía una moderna y potente camioneta 4x4, inicia un extenso recorrido por los caminos de ripio de la montaña hasta llegar a un nivel en que el vehículo no puede avanzar más a causa de la carencia de un camino apto.
En ese lugar hay una especie de parador o posta, donde consiguen cuatro buenas mulas. Ninguno de los dos tiene experiencia hípica y subir a esos animales se constituye casi en una epopeya, ya que tras descubrir un oculto vértigo, Clara tiene un miedo cerval a caerse.
De cualquier manera, diciéndose que”la suerte estaba echada”, apechugan y con el guía conduciendo la mula de carga y Mauro conteniendo los vahídos de su mujer mientras trata de mantener un equilibrio precario sobre el animal, andan más de tres horas por las anfractuosidades de la montaña por estrechos senderos que a las mismas bestias le cuesta trepar.
Con el ascenso viene el cambio de temperatura y, a pesar de no haber nieve, el viento frío que azota sus manos y rostro les hace agradecer la previsión del hombre al hacerles comprar las camperas. A llegar cerca de una cueva, el guía desciende de la mula para hacerles cargar con una mochila a cada uno y tomando él la tercera, les dice que en el último tramo deberán escalar.
Clara está derrengada por aquel ejercicio que les ha llevado tanto tiempo y la sola contingencia de tener que trepar por la sinuosa huella entre las rocas cargada con aquel bulto que parece magnificar el peso de la carga, en su mayoría ropa, la descorazona pero, diciéndose que si a los veintinueve años no es capaz de hacer ese esfuerzo con el sólo propósito de cambiar su vida nada ha valido la pena, clava la gruesa suela de goma de los borceguíes en la primera piedra y dándole impulso a sus piernas agarrotadas por la cabalgata, comienza a trepar.
Después de sortear la cresta del cerro, el descenso se les hace notablemente placentero y, cuando trasponen un ángulo de la ladera, el aspecto del vallecito que se extiende a los pies del monte se les antoja de ensueño; intensamente verde, aparece surcado por un río pedregoso alimentado por el agua procedente de una fina cascada y en un extremo, rodeada por grandes árboles, se muestra una población de singular diseño y moderna edificación.
Media hora más tardan en recorrer el camino consolidado que los conducirá hasta el centro del complejo; rodeando a una florida plaza triangular, se ven tres construcciones que, por su aspecto, deberán ser edificios públicos. Siguiendo el mismo trazado, se proyectan tres calles principales unidas transversalmente por otras tres y en esos espacios se distribuye una cantidad de cincuenta o sesenta chalets cuyo diseño es armónico pero singularmente distinto entre sí.
Admirados por ese pueblo edénico en medio de la más agreste serranía, son conducidos por el guía hasta el edificio que oficia de Intendencia donde les presenta al jefe comunal, de unos cincuenta años y que con más de un metro ochenta de estatura, exhibe la musculatura de un hombre más joven con gallarda apostura. Presentándose a sí mismo como Pablo, sin protocolos de apellidos ni cargo, les pide que tomen asiento en los amplios sillones junto a su escritorio.
Tras hacer que un ordenanza les traiga dos grandes tazas de café para reponer energías luego de la caminata, pasa a explicarles la historia de Freeville y su funcionamiento. En su juventud, ha estudiado Ingeniería y arquitectura con tan altas calificaciones que, al recibir el diploma de honor de esa última carrera, fue becado por el Estado de Israel a pesar de no ser judío.
Claro, la beca no significaba ir a vivir en holganza y sí, por lo contrario, trabajar como experto en la urbanización de los nuevos kibutz. Si bien el no estaba de acuerdo con el clima casi militar en que se vivía en esos asentamientos, la idea de que existiera un espacio, sitio o población cuyas reglas no fueran normadas por un Estado sino por sus propios habitantes, fue calando en su mente.
De vuelta en la Argentina y desarrollando sus dos profesiones, había instalado una empresa constructora e inmobiliaria que, con el auge de las inversiones, prosperó hasta más allá de lo previsto. Junto a dos de sus socios, fueron dedicándole sus escasas horas libres al desarrollo del proyecto y, cuando el último detalle fue resuelto, investigaron la geografía de Córdoba hasta encontrar aquel vallecito aislado físicamente de la civilización.
Les costó convencer a las autoridades para que les cedieran el lugar, pero argumentando que se trataba de un experimento urbanístico y social que en el futuro podría beneficiar a la provincia, obtuvieron el valle, con la condición de que los habitantes pagaran tributos inmobiliarios y en la comunidad se respetaran las leyes, por lo menos las provinciales.
Los tres socios vendieron las acciones que tenían en la compañía y haciendo lo mismo con sus propiedades, iniciaron la construcción del proyecto, cosa casi épica por la falta de caminos, por lo que los materiales debieron ser transportados por helicópteros del Ejército con un costo sideral. Con todo, en un año y medio habían terminado y las casas que, partiendo de un patrón común, eran sin embargo, exteriormente distintas de las otras por materiales y orientación, fueron amuebladas totalmente con el mismo criterio
Como ven, con los edificios del Centro Cívico se había adoptado similar partida para poder alojar cómodamente tanto a la administración municipal como a las demás dependencias de servicios. Sin embargo y como se conocía ciertamente a cada persona que habitaría en el lugar, se hicieron innecesarias tanto la policía como autoridades judiciales.
En lo social y perfeccionando la estructura israelita, todos trabajan el forma cooperativa para la comunidad con la solidaridad como motivación para la interrelación humana. También el hecho de que vivan en casas con similares comodidades, exentos del pago de servicios y con una provisión de alimentos en forma gratuita pero de libre elección en la proveeduría municipal, los hace más iguales. En lo laboral, cada cual desarrolla el trabajo que se corresponda con su profesión u oficio, sin otra remuneración que el derecho de vivir allí pero, igualmente, deben cumplir otras funciones para suplir la falta de trabajadores en otros servicios.
En cuanto a las comunicaciones, no hay televisión ni Internet y, para evitar interferencias al sistema por parte de parientes o amigos, la telefonía ha sido desechada. Para casos de emergencias, él posee en su casa un equipo de telefonía satelital que se complementa, por si existieran fallas, con otro de onda corta.
En general, los habitantes no son afectos a la televisión o la computación y sí más a la confraternización con los vecinos por medio de comidas y festejos familiares que se alternan con fiestas populares en el club. Por otra parte y, a pesar de los cincuenta y tres matrimonios que componen la población, comprobaran que la cantidad de chicos es escasa y esto es porque se desalienta la procreación a fin de no romper el delicado equilibrio de esa comunidad que, en su máxima expresión, no deberá exceder las ciento cincuenta personas.
Como médico especialista en ginecología, Mauro se hará cargo del dispensario en el que, lógicamente, tendría que exhumar sus conocimientos para ejercer como clínico, ya que las mujeres no exceden los treinta y cinco años. Clara, en cambio y al ser pedíatra y psicóloga, atenderá el consultorio algunas horas en la tarde, para dedicarle las mañanas a un turno de la escuela junto con otra maestra que ya efectúa ese trabajo.
Tras conducirlos hacia un chalet distante tan sólo ciento cincuenta metros, Pablo les entrega las llaves, indicándoles que sus cosas ya han sido guardadas en el living de la casa.
Clara aun no puede creer lo que la suerte les ha deparado. De vivir en un oscuro y húmedo departamento en el centro de Buenos Aires, han venido a caer en esa especie de paraíso. Mientras Mauro, más práctico y menos entusiasta de la vivienda lleva sus bolsos al dormitorio, ella recorre cuidadosamente, como con miedo de romper algo, el maravilloso chalet.
El espacioso living posee un juego de sillones de cuero que, junto a una serie de mesitas de distintos tamaños y las dos bibliotecas que flanquean al hogar de leños, completan el mobiliario. Abriendo unas puertas corredizas dobles totalmente vidriadas, se encuentra con un elegante juego de comedor inglés y, revisando los aparadores, comprueba que en su interior hay varios manteles, un juego de cubiertos y una fina vajilla de loza inglesa.
Casi temerosa por lo que ha de encontrar, traspone una puerta para encontrarse con un comedor diario cuya iluminación la brinda la vidriería de una gran bow window por la que se ve parte de un bien cuidado jardín y, a su derecha, un arco conecta con la cocina que parece extraída de una revista de decoración.
Volviendo al living, asciende presurosa la escalera de madera para encontrarse con un vestíbulo al cual dan dos tres puertas. Como una de ellas está abierta, supone que Mauro esta dentro de la habitación y comprueba su presunción cuando lo encuentra acomodando su ropa en un enorme placard que cubre una de las paredes, pero la dimensión del cuarto es lo que la deja sin aliento; de las mismas medidas que el living y el comedor juntos, posee una gran cama sobre el lateral junto al placard y en la otra punta, las grandes puertas corredizas dan a un vasto balcón que recorre en ele la esquina, proveyendo de luz a un jacuzzi redondo en que caben fácilmente más de cuatro personas.
Todavía incrédula, se dirige a la otra habitación que parece haber sido acondicionada especialmente para ellos, pues ha sido convertida en un estudio o escritorio con cómodos sillones y una computadora provista de todos sus periféricos. Finalmente, la otra puerta la conduce a un baño totalmente instalado.
Esa noche y posiblemente por las peripecias del viaje, el trajín para acomodar sus efectos personales, tener que improvisar una frugal cena para los dos, pero especialmente por el shock que representa para ella ese cambio tan drástico en las costumbres y el habitat, casi no le permiten pegar un ojo pensando con expectativa si conseguirá amoldarse a la convivencia con los demás habitantes.
Sin embargo, su concurrencia a la mañana siguiente a la pequeña escuela contribuye a tranquilizarla, ya que tanto los alumnos como la circunstancial maestra a la cual asistirá, la reciben con la misma cortesía y simpatía que si fuera vecina de antiguo.
Tal como le dijera Pablo, el alumnado era heterogéneo y acotado, ya que los quince chicos que lo componen, van desde los siete hasta los quince años y los distintos cursos y materias se dictan por un sistema de tarjetas temáticas personalizadas. Ella no sabe nada de educación más que como alumna y le cuesta un poco comprender el uso del sistema, pero Mónica tiene la paciencia necesaria para que no se sienta incómoda.
Siendo ella misma experta en marketing y comercialización con la misma inexperiencia que Clara manifiesta tener, al no tener cabida en otra estructura de la comunidad, se dedica desde la fundación a la enseñanza y, como esta no tiene otro objetivo que facilitar el desarrollo intelectual de los chicos sin la exigencias de una Secretaría de Educación, se convierte en una especie de juego del que todos salen felizmente beneficiados.
Ya al tercer día comienza a adaptarse a ese nuevo ritmo de vida asistiendo a Mónica en la escuela, haciendo las compras básicas para abastecer de a poco las necesidades de alimentos y artículos de la vida cotidiana, concurre durante dos horas al consultorio médico al cual casi no recurre nadie y, a partir de la media tarde, va dándole a la amplia casa esos toques personales que la convertirán en un hogar.
Justamente esa noche, al regresar Mauro del consultorio, la encuentra un tanto desasosegada y preocupada. Todavía confusa, no acierta como explicarle que a ella le parecen un tanto extrañas algunas actitudes de los pocos vecinos con los que ha tenido contacto. Quizás sea un exceso de prejuzgamiento, pero aquel relajamiento en las relaciones; esa descategorización, ese “somos todos iguales” le resulta no sólo un poco chocante sino raro y lo que viera esa tarde parece confirmar sus presunciones.
Es la primera vez que Mauro la ve tan nerviosa y cómo le cuesta encausar el tema para relatarle lo sucedido. No es que Clara sea una santurrona pacata, pero le cuesta convertirse en cronista de tal suceso sin caer en la chabacanería y la grosería.
El caso es que, mientras acomodaba cosas en las alacenas de la cocina, se entretuvo en mirar como un jardinero trabajaba en el jardín vecino. En aquel sector, las dos casas están separadas escasamente por unos siete o ocho metros y eso le permitió observar como Analía, a quien conoce por haber asistido con su bebé al dispensario, salió de la casa para dirigirse adonde estaba el hombre.
En tanto el jardinero se encontraba agachado cortando ramas secas de un rosal, Analía parecía conversarle de algo tan interesante que hizo al hombre levantarse para quedar a su frente, insólitamente, mientras ella extendía una mano para rozar en una leve caricia su cara tostada por el sol, llevó la otra hacia la entrepierna del jardinero para palpar desembozadamente la consistencia de su miembro.
A despecho de que alguien pudiera estar observándolos y mientras ella incrementaba los toqueteos a la verga que ya dejaba ver su abultamiento, las bocas se acercaron con un leve tremolar de las lenguas extendidas para trenzarse en una incruenta batalla entre los dos órganos. Azorada por la audacia de la pareja, vio como se acercaba a la casa un repartidor de pan montado en una bicicleta en la que llevaba su mercadería.
Aun más asombrada, observó como la pareja no parecía inmutarse por su presencia y, apenas despegándose, esperaron a que aquel llegara junto a ellos portando dos largas “vaguettes”. Con un brazo aun rodeando la cintura del jardinero, ella saludó con un afectuoso beso en la mejilla al otro hombre y mientras los tres se encaminan hacia la casa, este dio cariñosas palmadas en el trasero de Analía.
A pesar de su estupefacción, Clara comprende qué tipo de relación vincula a las tres personas y antes que escandalizarla siente que aquello la excita. Por eso procura seguir observando lo que sucederá y ha querido la suerte o el desparpajo de su vecina que aquella encienda las luces del living, una de cuyas ventanas da directamente frente a ella.
Con la boca reseca por la emoción, ve como los hombres han rodeado a la mujer en una especie de sandwich y en tanto que uno de ellos se va desnudando sin perder la posición, el otro la somete a un apasionado toqueteo y besos fugaces a los que ella responde entusiastamente. Cuando el primero ha terminado para reemplazarlo en los abrazos, el otro efectúa similar operación, con la diferencia de que al alcanzar la desnudez, se acuclilla delante de Analía para ir desprendiéndola con parsimoniosa lentitud del vestido y como aquella esta totalmente desnuda, él la aferra por los glúteos mientras su boca busca el sexo en la entrepierna.
El jardinero también ha seguido trabajando con las manos y sus dedos soban y estrujan los pesados senos mientras la mujer busca su boca ladeando la cabeza. Por unos momentos los cuerpos ondulan en procura de mayor contacto hasta que, en un momento dado, el rubio jardinero toma el pene entre los dedos para escarbar con él en la hendidura a la búsqueda del sexo e, inclinándola un poco hacia delante, lo emboca en la vagina para penetrarla con exasperante lentitud.
Aunque no la escucha, ella presume su jadeo por la forma en que abre la boca y mueve los labios, seguramente expresando su satisfacción. Tras un corto período en el que los hombres continúan con aquello, el panadero deja de juguetear en el clítoris para subir a lo largo del vientre y, al encontrarse con los senos bamboleantes, deja a las manos comprobar su sólida masa por medio de suaves sobamientos, en tanto que la boca busca los gruesos pezones para encerrarlos entre los labios y someterlos a hondas succiones.
Aparentemente ese ha sido sólo el prologo, una especie de precalentamiento y ve que a poco, Analía se desprende de ellos para acuclillarse en el piso a tomar entre sus manos las dos vergas;, tras una serie de apretujones a imitación de leves masturbaciones, las acerca a su boca para comenzar a chupetearlas alternadamente hasta que los falos adquieren consistencia de tales.
Haciéndola acostarse en el sillón que está junto a ellos, la acomodan de tal manera que sus hombros y cabeza queden apoyados en el brazo acolchado y así, mientras el rubio le levanta las piernas para hacerse lugar y arrodillado sobre el asiento la penetra largamente por el sexo, el panadero se aproxima a la cabeza y echándosela hacia atrás para que quede colgando del mueble, introduce la verga en su boca mientras sus manos estrujan los senos.
Sintiendo como sus entrañas generan esos humores que sólo otorga la calentura, se ensimisma observando al trío que ha invertido las posiciones; ahora es Analía quien está arrodillada sobre el sillón y en tanto que el morocho la va poseyendo en esa posición desde atrás, ella masturba y chupa el falo del jardinero cubierto por sus propias mucosas vaginales.
El coito se prolonga durante un tiempo que Clara no alcanza a mensurar, en el cual ve como la mujer alcanza su orgasmo pero aquello no incide para que los hombres cesen de satisfacerse en ella.
Sentándose en el sillón con los pies asentados firmemente sobre el piso, el hombre moreno la hace subirse al asiento para que, con los dos pies sobre los almohadones, se aferre al respaldo y flexionando las piernas, vaya descendiendo para que el miembro se introduzca en la vagina y, en tanto el rubio que descansa a un costado, hace una carnicería en los pechos con manos y boca mientras ella jinetea enloquecida al enhiesto príapo.
En un momento dado, es el jardinero quien ocupa ese lugar pero en vez de repetir la posición, la hace parar de espaldas a él con las piernas separadas para que apoyada en sus rodillas ejecute una nueva cabalgata que ella acomete con entusiasta vigor hasta que él saca el miembro del sexo para, apoyarlo en el ano y entre sus clamores, que ahora sí trascienden la ventana, parece exigirle que reanude el galope, cosa que ella hace lentamente hasta que el goce la excede y retoma la misma velocidad y fortaleza que antes.
Ya no es la pulcra y bien arreglada ama de casa que saliera al jardín y semeja haber sido poseída por una bestial pasión que desfigura sus bellos rasgos; cubierta de sudor, con el largo cabello castaño pegándose a su piel como serpientes lujuriosas, se da impulso con la flexión de las piernas para que el falo penetre aun más la tripa mientras se escuchan sus histéricos chillidos que, aun con los dientes apretados, expresan una mezcla de sufrimiento y goce.
Y entonces se produjo lo que jamás Clara hubiera imaginado; tomándola por los hombros, el hombre va haciéndola recostar sobre su pecho para luego someter los senos al vigoroso estrujar de sus manos en tanto que el rubio panadero se aproxima y, acuclillándose sobre ella, se acomoda de tal manera que su falo vaya introduciéndose en esa vagina que parece ofrecérsele.
Lentamente, todo el miembro va desapareciendo en el canal vaginal y entonces, los tres cuerpos adquieren una singular cadencia en la que los dos falos parecen moverse cómodamente en sus respectivos agujeros hasta que el ritmo se hace tan vehemente que asusta pero, de pronto, los dos hombres salen de ella para dejar que los espasmódicos chorros de sus eyaculaciones se derramen sobre las manos que los han masturbado apretadamente.

El relato a su esposo es tan veraz que ella misma se ha excitado al recordar las imágenes y él tiene que esforzarse en calmar su conmoción; estrechándola contra su pecho le dice que no sea prejuiciosa y que seguramente, aunque un tanto desaprensiva, la mujer no ha hecho otra cosa que serle infiel a su marido, aunque, sí esa licenciosa conducta fuera una de las nuevas costumbres que Pablo les dijera afrontaran sin escrúpulos, tendrán que esforzarse en adaptarse a ese grado de amplitud de criterios.
Ni Clara ni Mauro jamás fueron referentes con respecto a una continencia virtuosa; por el contrario y formando parte de ese cinismo hipócrita del que hacen gala los médicos, antes y después de juntarse se han permitido libertades sexuales a las que la unión no puso coto. Sin convertirlo en rutina o costumbre, cada uno de ellos cometieron hasta poco antes fugaces deslices sexuales que sólo contribuyeron a consolidar su relación por comparación.
No obstante, no puede quitar de su mente el bestial acople y con un extraño presagio carcomiéndola, tarda en conciliar el sueño y ya en la mañana, con la luz del sol, todo eso parece carecer de importancia; el cerco montañoso otorga al valle un micro clima muy especial y a lo agradable de las temperaturas hay que añadir la feracidad de su fauna y flora, evidenciada en la abundancia de flores y pájaros que otorga a la frescura matinal perfumes y cantos como jamás tuviera oportunidad de conocer.
Diciéndose a sí misma que es una imbécil por tener aquellos pensamientos morbosos, se dirige de cara al sol camino a la escuela, sin siquiera presentir que su marido será el primero en ser sometido al proceso de aclimatación.
Cercano al mediodía, Mauro recibe una llamada en la salita, por la cual, una mujer que dice llamarse Carolina y ser su vecina de la esquina, le solicita una visita a domicilio por unos desórdenes ginecológicos que le impiden moverse.
Como realmente la mujer parece dolorida y acongojada y a la salita no ha concurrido nadie, decide efectuarle la visita lo antes posible. Dejando a la enfermera a cargo, concurre a la casa de esa nueva paciente.
Respondiendo a su llamado y cubierta con una ajustada bata de sedosa consistencia, acude una mujer que lo deja impactado por su belleza; de casi un metro con ochenta de estatura, una melenita color caoba nimba un rostro excepcional en el que se destacan con hipnótico fulgor dos rasgados ojos verdes rodeando a una fina nariz bajo la cual se abre la rosada morbidez natural de los labios.
Presentándose a sí misma como Carolina, lo toma de la mano y mientras conversa despreocupadamente sobre el gusto que le da conocerlo y que deben intercambiar visitas con el matrimonio, lo conduce a un juego de sillones exactamente iguales a los suyos sólo que forrados con distintas texturas.
Poniéndose súbitamente seria y en tanto lo hace sentar a su lado, le confiesa que desde su primera adolescencia sufre de lo que la gente denomina despectivamente como fiebre o furor uterino y casi denigrándola, ninfomanía. Como profesional, él sabe que aquello, sin ser común, tampoco es una seria anomalía y que muchas mujeres la padecen sin saberlo, atribuyéndolo a su concupiscencia.
Ella sí ha conocido siempre de su existencia y ha procurado satisfacerla de distintas maneras que a través de los años ha modificado en su expresión. Antes que él y durante los dos años anteriores, el médico que lo precediera ha morigerado esas manifestaciones mediante distintos medicamentos y exámenes íntimos personales, pero con su ausencia, los reclamos de sus entrañas parecen ir “in crescendo”.
Aunque un tanto incomodo por la vulgaridad en el lenguaje utilizado por la mujer, la manifestación de sus desarreglos no le es extraña y tratando de recuperar una compostura que lo abandonara cuando Carolina comenzara su relato, le dice que si seguramente su antecesor elaborara el tratamiento basándose en un diagnóstico como resultado de un minucioso examen, aquel no es el momento y mucho menos el lugar para que él haga lo propio.
Para su asombro, la mujer deja caer de sus hombros la lujosa bata y quedando absolutamente desnuda ante él, se repantiga en la esquina del sillón para luego de abrir y encoger las piernas y, al tiempo que su mano derecha se apoya en inequívoca masturbación sobre un sexo tan voluminoso como depilado, con una mirada profundamente lasciva y la voz enronquecida por la pasión, le señala que precisamente aquel era el tratamiento con el que el médico consiguiera apaciguar sus frenéticas ansias.
Tartamudeando sonseras acerca de la ética médica y sobre que ella debería refrenar sus impulsos para conservar su imagen de respetabilidad, Mauro no puede quitar su vista de aquella figura esplendorosa pero cuando hace un movimiento para levantarse del asiento, la mujer se adelanta para atraparlo por una mano y tirando hacia ella de la ropa, hace que se desplome sobre su torso.
De la suave piel emana un aroma de natural almizcle y exquisitas fragancias de costosos perfumes hieren su pituitaria, nublándole el buen sentido y, en ese momento, las dos manos de Carolina toman su cabeza para acercarla a la suya.
La mujer parece poseedora de un fuerza excepcional y en tanto que él cede para no sufrir una tracción mayor a su cuello, una lengua larga y vibrante hurguetea entre sus labios semi abiertos para introducirse entre ellos. Casi instintivamente, la lengua de Mauro responde a los invitadores embates de la invasora y sus labios se cierran para ceñirla entre ellos.
Por su profesión y particularmente su especialidad, Mauro no ha hecho oídos sordos a insinuaciones semejantes a lo largo de su carrera, pero ahora, tal vez a causa del ámbito íntimo del lugar o porque la belleza de la mujer lo alucina, todo contribuye a excitarlo y llevando sus manos a los hombros de Carolina, la acomoda para dejar a su boca satisfacerse en aquellos labios de soberbia factura.
Mientras él se solaza en besarla con una mezcla de delicadeza y violencia, las manos de ella no permanecen ociosas para ir despojándolo de la ropa que cubre su torso. Cuando lo consigue, desabrocha hábilmente la hebilla del cinturón y en tanto se cuelga apretadamente de su cuello, le pide que termine de sacarse los pantalones.
Casi maquinalmente él la obedece y cuando el cuerpo desnudo se restriega contra la cálida contundencia de Carolina, ella empuja su cabeza hacia abajo al tiempo que le suplica que chupe sus pechos. Ya olvidado de su rol profesional y dejando aflorar la masculinidad que lo habita, lleva sus manos a estrujar delicadamente esos magníficos senos al tiempo que la lengua se agita tremolante sobre las aureolas que, amplias y oscuramente marrones, se ven cubiertas por aquellas excrecencias sebáceas que funcionan como mensajeros de alta sensibilidad para las glándulas.
La punta escarba sobre ellas en círculos concéntricos que lentamente fijan su atención en la carnosidad de los flexibles pezones. Engarfiada, los va sometiendo a alternados remezones para luego, centrándose en uno de ellos, fustigarlo duramente hasta verlo inclinarse ante las arremetidas y, ya en el paroxismo del deseo, mientras los dedos índice y pulgar de una mano encierran al del otro pecho en recios pellizcos, los labios colaboran con la lengua con agresivos chupones.
Las piernas de Carolina han rodeado sus muslos al tiempo que el cuerpo ejecuta una moroso ondular que lleva a su sexo a rozar fuertemente el bajo vientre del hombre y por consiguiente su miembro. El calor de los senos en contacto con su boca y dedos, juntamente con los vehementes remezones pélvicos de la mujer, terminan por sacar de quicio a Mauro quien, sin contemplación alguna, se incorpora para poder manejar el cuerpo poderoso de la mujer y colocándola de costado sobre el asiento, le encoge la pierna superior dejando al descubierto el sexo y, como enajenado, emboca la verga en el agujero vaginal para penetrarla con tanto vigor que despierta un sordo bramido dolorido en Carolina.
Tras la entusiasta respuesta del médico, la mujer se repone y adaptando mejor sus miembros para hacer de aquella penetración todo lo agradable que esperaba, colabora con el meneo de sus caderas coincidente al ritmo que él le da a la cópula. En la medida que los dos encuentran placer con el acople, van modificando sus posiciones y pronto Carolina se encuentra con una pierna arrodillada en el borde del sillón, en tanto que la otra se apoya firmemente en el piso para permitirle flexionarla en obtención de una lenta cadencia ondulante.
Aferrada con las dos manos al brazo del sillón, se impulsa aun mejor contra la pelvis de Mauro quien, asiéndola fuertemente por las caderas, hace que el falo penetre totalmente en la vagina. Y así, en un coito de demencial fortaleza, ambos ponen todo de sí en aquellos embates que despiertan rugidos de satisfacción en sus gargantas hasta que ella sale abruptamente de debajo de Mauro para arrastrarlo sobre el asiento de manera que quede boca arriba y con él en esa posición, ella se ahorcaja sobre el miembro.
Guiando la verga con sus dedos hasta que roza los inflamados tejidos de la vulva, inicia un lerdo descenso que sólo se detiene cuando todo el miembro desaparece en su interior y en esa posición, apoya ambas manos sobre el respaldo. Las rodillas a cada lado del torso de Mauro, hacen de eje para el movimiento de vaivén que va imprimiéndole al cuerpo y en tanto que ella se hamaca para conseguir que el miembro se estrelle en el fondo de la vagina, el todavía atónito médico sojuzga con manos y boca aquellos senos espléndidos que oscilan tentadores frente a su cara.
Ninguno de los dos pronuncia palabra y solo los ayes de ella y los ronquidos satisfechos del hombre pueblan el caldeado cuarto hasta que él le anuncia la inminente llegada de su eyaculación. Deteniendo un instante el coito, ella se escurre entre sus piernas y aferrando en falo mojado por sus mucosas, lo introduce en la boca para someterlo a largas y ansiosas succiones en tanto que una de sus manos masturbaba frenéticamente al tronco.
La felación es tan honda y perfecta que Mauro impulsa su pelvis hacia arriba para acrecentar la mamada y cuando de la uretra comienzan a brotar los espasmódicos chorros de esperma como de una fuente, ella se apresura a no dejar que una gota siquiera escape de su boca encerrando a la verga entre los labios e, incrementando la intensidad del vaivén de los dedos sobre el tronco, convierte a la masturbación en frenética mientras deglute golosamente el almendrado semen.
Luego que ambos recuperan el aliento, el médico trata de ensayar una torpe disculpa por su comportamiento, pero Carolina, mientras vuelve a envolverse en su bata, le dice calmosamente que no tome aquello como una actitud de liviandad por su parte ni porque aquello presuponga el inicio de alguna relación extramatrimonial, sino que, como irá dándose cuenta con el transcurrir de los días, aquello forma parte de la existencia misma de la comunidad.
El críptico mensaje de la mujer pone aun más confusión en Mauro, pero como por su actitud ella da la impresión de que aquel acople es casi un trámite que él debe realizar como parte de su adaptación al sistema, termina de vestirse para despedirse de Carolina con la amistosa espontaneidad de una vieja amiga.
Volviendo a la salita, se encuentra con Clara pero solamente le explica que ha concurrido a una emergencia que no revestía cuidados especiales, guardándose muy bien de dejar deslizar el mínimo detalle de la consulta ni, lógicamente, la cópula que sostuviera con la paciente.
Aunque Mauro ha tomado casi con naturalidad aquella actitud de la mujer para con él, habida cuenta que en los años que lleva como medico muchas mujeres han acudido a la consulta con el único propósito de seducirlo, Clara, con esa percepción especial o sexto sentido que tienen las mujeres, ha captado que en la villa flota un clima de extraña camaradería que, excediendo lo fraternal, une a los habitantes en una cofradía anormal.
La tarde siguiente al episodio de Mauro, a ella no le toca atender el consultorio, por lo que, luego de realizar las mínimas tareas domésticas y para borrar de su cuerpo la pegajosa transpiración que la calurosa tarde ha colocado en su cuerpo, se da una rápida ducha y vistiendo tan sólo una larga camiseta que oficia de camisón, decide recostarse en la frescura del living.
Ya la modorra que provocan el cansancio y el calor la va invadiendo, cuando escucha sorpresivamente un discreto golpeteo en la puerta de calle. Extrañada por aquel llamado en un lugar donde no conoce prácticamente a nadie y aun somnolienta, acude a abrir para encontrarse con la figura ya familiar de Mónica quien, junto a una esbelta muchacha, le sonríe alegremente mientras exhibe una decorada torta en su mano.
Aprovechándose de su sorpresa y sin esperar que ella las invite, las dos mujeres se introducen en el sombreado frescor de la habitación. Sin darle tiempo a reaccionar, tras depositar el pastel sobre una mesita, Mónica la arrastra a tomar asiento con alegre agresividad en el largo sillón en tanto le presenta a la joven como la esposa del contador de la villa y que junto con ella compone el “comité de adaptación” de la comunidad, comentándole que han venido para aclararle ciertas cosas.
Tal y como habrá podido observar, aquella es una comunidad cerrada en todo sentido y cada persona que es admitida no lo hace solamente por su filosofía solidaria ni conocimientos seudo científicos, sino por la edad que tiene, el estado físico, el estar libre de enfermedades genéticas, venéreas o sida y, fundamentalmente su belleza.
En apariencia se guardan las formas sociales tradicionales pero las parejas no están formalmente casadas a excepción de las que ya ingresan siéndolo. Por otra parte, cada hombre y mujer puede mantener relaciones con quien se le antoje y estas pueden ser individuales o grupales sin distinción de género, pero todos, sin excepción, tienen la obligación de responder positivamente ante cualquier requerimiento sexual de quienquiera. Planteada esa situación desde el mismo momento de la fundación, no se han dado casos de enamoramientos tan profundos que suscitaran escenas molestas de celos y, si así sucediera, los causantes deberán abandonar inmediatamente la comunidad sin tener derecho a reclamar los bienes que le hayan sido adjudicados.
Generalmente y para evitar la deformación que agoste la belleza y el tiempo que las marginaría del intercambio, las mujeres tratan de no quedar embarazadas pero, los veinticinco chicos de los cuales es maestra y cuyas edades oscilan entre los siete y los dieciséis años, son fruto de aquellas cópulas multitudinarias y, aunque en realidad se desconoce quienes son realmente sus padres, viven con su madre y la circunstancial pareja masculina. Criados en ese ambiente de liberalidad responsable, los chicos saben que son hijos de todos y ellos mismos, al llegar a la pubertad, decidirán cómo, cuándo y con quien mantener relaciones sexuales, habiendo ya una pareja de dieciocho y dieciséis años que conviven desde un año atrás.
Viendo el azoramiento con que la mujer recibe las novedades, le dicen que no la obligarán por la fuerza a tener sexo con quien no quiera pero que ello sería traicionar el espíritu casi dogmático del lugar y que, cuanto más amplio sea el ánimo de solidaridad, confraternidad y amor con el que ella se brinde sin cortapisas no sólo a quien se lo solicite sino hacia quien se siente libremente atraída, tanto más grande será la generosidad de los demás habitantes, que se preocuparán por hacerle vivir una vida plena y madura.
Uniendo la acción a la palabra y luego de acercar sus cuerpos a ella, reprimiendo con vigorosa suavidad sus movimientos de rechazo y protesta, envuelven su torso por detrás con los brazos. En tanto que la otra mano de Mónica la inmoviliza al manosear sus pechos a través de la tela, la de la joven, que recuerda vagamente haberle sido presentada como Amelia, busca su entrepierna.
Su experiencia sexual no es poca pero, aunque ha sido tentada en varias oportunidades a mantener relaciones con otras mujeres en las prolongadas guardias hospitalarias, no ha aceptado porque sus principios le provocaran algún rechazo a esa sexualidad, sino simplemente porque, admirando la belleza de otras mujeres, no siente la necesidad de tener sexo con ellas.
Conmovida pero no sorprendida por las reglas de convivencia de la comunidad y mientras las mujeres deslizan juguetonamente las manos por su cuerpo, comprende que en realidad las vías de acceso para ese”mundo feliz”, por raras o extrañas que le parezcan, son las que los han compelido secretamente a iniciar aquella aventura.
La débil resistencia de la médica envalentona a las mujeres; en tanto Mónica acerca su boca a la suya y todavía por encima de la tela, los dedos no sólo estrujan los senos sino que buscan encerrar entre ellos la excrecencia de la mama con delicados pellizcos, la esbelta Amelia se va despojando del escueto vestido que viste para quedar totalmente desnuda.
El cálido y fragante vaho del aliento de Mónica coloca una temerosa ansiedad en Clara, emocionada por la inminencia de aquel beso prohibido. Inconscientemente, ante el roce casi imperceptible de los húmedos labios de la mujer, los suyos se abren para que los respiros se fundan en uno solo e insinúan el esbozo de un beso.
Con etérea ternura, los labios de la mujer responden a sus movimientos con agradables succiones que van transformándolos en verdaderos chupones en los las salivas ponen sonidos chasqueantes a los entrecortados jadeos de Clara. Realmente, ella no esperaba que ese besuqueo homosexual pudiera producirle tanto placer y murmurando vaya a saberse qué cosas, envía su lengua en misión exploratoria hacia la boca de Mónica.
Eso parece marcar para la mujer el comienzo de una nueva etapa, ya que convocando a Amelia para que ocupe su lugar, procede a desnudarse mientras extrae del bolso que portaba la joven una serie de elementos que Clara no puede ver y que deposita en una mesa cercana.
Mientras ella ejecuta esas maniobras con toda tranquilidad, Clara comprueba la diferencia que puede existir de una a otra mujer con un simple beso; los de la espigada pero excelentemente bien formada muchacha poseen una enérgica insolencia que los acerca bastante a los bríos masculinos y en tanto encierra sus labios para mordisquearlos con fogosa insistencia, los dedos acuden directamente a encerrar entre ellos a los pezones ya excitados por Mónica para restregarlos en duros retorcimientos que colocan en sus labios gemidos en los que expresa esa confusa mezcla de sufrimiento con goce.
Colocada nuevamente a su lado, Mónica también acerca sus labios para que las tres bocas y lenguas se trencen en un combate desigual en el que las dos veteranas, atacan y sojuzgan a la novel de Clara que, no obstante la novedad de ese beso múltiple, se aplica en recibir y también fustigar a las invasoras con goloso deleite. De manera involuntaria, sus manos buscan las espaldas de las mujeres y los finos dedos recorren en apasionada caricia las columnas vertebrales hasta perderse en las hendiduras de los glúteos.
Posiblemente incitada por esa mansa aceptación a ese sexo lésbico, Mónica despega su boca para hacerla deslizarse a lo largo del cuello, chupeteando y lamiendo los sudores que habitan los huecos de las clavículas y aquel triángulo entre ellas, mientras sus manos se dan maña para bajar los breteles de la musculosa por los hombros. Después, morosamente, casi con desgano, la lengua tremolante escurre sobre la rubicunda urticaria del pecho y precedida por una mano que atrapa el seno, asciende perezosamente la colina que la dejará junto a la aureola.
Cuando se excita, las pulidas aureolas de Clara tienen la peculiaridad de alterarse, alzándose prominentes a imitación de otro pequeño seno para exhibir en su centro el largo, rosado y redondeado pezón. Subyugada por la vista de ese prodigio, la mujer envía la lengua engarfiada para recorrer el montículo en toda su extensión y en tanto que índice y pulgar de su mano vuelven a retorcer la mama del otro pecho, esta vez en contacto directo con la piel, los labios atrapan la excrecencia mamaria para comenzar a sorberla delicadamente.
Clara ya no disimula el placer que está obteniendo y en tanto sujeta firmemente la nuca de Amelia para reforzar el vigor del beso, con la otra mano busca y acaricia la cabeza de la mujer que la satisface de esa manera. Ese goce tan nuevo y tan distinto la obnubila pero no tanto como para no percibir como la mano que no está sometiendo a su seno, se desliza a lo largo del vientre para alzar el ruedo de la camiseta y finalmente, escurriéndose por debajo de la breve trusa tomar contacto con el leve triangulito velludo del Monte de Venus. Tras explorarlo como para comprobar su consistencia, se aventura a lo largo del sexo en acariciantes toques de las yemas.
Los dedos poseen una habilidad especial que se manifiesta en una tenue fricción individual contra los tejidos y así, en tanto que unos se encargan de separar los labios mayores de la vulva, los otros se encargan de estregar el interior del óvalo en un subir y bajar que los llevan desde el alzado clítoris hasta el mismo agujero de la vagina, verificando el húmedo barniz que exudan las glándulas.
Totalmente olvidada de sus prevenciones y atendiendo sólo al reclamo animal de sus entrañas, Clara recibe esa caricia con un estremecimiento que la induce a menear casi imperceptiblemente la pelvis en imitado coito, dejando que su boca pronuncie enfervorizados asentimientos en medio de los chupones y lengüetazos que propina con voraz lujuria a la boca apremiante de Amelia, quien, dejando de besarla, desaloja a Mónica para continuar con el chupeteo y manoseo de los senos en tanto que la mujer se desplaza levemente para que su cabeza quede encima del sexo.
En tanto que con sus manos corre a un lado la entrepierna de la bombacha y separa los muslos de Clara, inclina aun más la cabeza para que la lengua empalada tome contacto con el clítoris y desde allí se deslice hacia abajo en procura de la apertura vaginal. El suave y tibio contacto coloca un escalofrío en la columna vertebral de la médica y, aunque ese es uno de los mejores placeres que le proporciona Mauro, la consistencia de la lengua - tal vez por el hecho de ser mujer - conlleva una sensación inédita que la hace desearla con angustiosa necesidad.
Amelia ha suplantado a la otra mujer con ventaja para ella, ya que le vehemente joven no se contenta con chupetear los pezones, sino que, mientras los dedos apretujan las carnes en duro maltrato, hace que los dientes se confabulen con los labios y, en tanto aquellos succionan fuertemente la mama, estos establecen un deliciosamente insoportable raer que cobra aun mayor protagonismo cuando los dedos de la mano que sojuzga al otro seno, clavan en el pezón los filosos bordes de sus uñas en martirizante retorcimiento.
Como médica, Clara sabe que el dolor y el placer forman parte de una misma sensación y aunque no posee antecedentes masoquistas, sabe reconocerlos cuando aparecen, por eso es que su boca deja escapar los hondos suspiros satisfechos que la inundan mientras alienta fervorosamente a las mujeres para que la lleven a la cima del éxtasis.
La lengua tremolante fustiga delicadamente los colgajos que forman sus labios menores cuando la excitación los nutre de sangre para que luego los labios de Carolina los ciñan entre ellos en goloso chupar de la saliva mezclada con sus jugos en profundas succiones. Casi de manera inconsciente, sus manos han buscado a la otra muchacha y con la vista nublada por las lágrimas que el goce coloca en sus ojos, ve como el cuerpo encogido de esta le permite acceder a la entrepierna.
Nunca ha tenido contacto manual con otro sexo que no fuera el suyo, pero ahora, los dilatados labios humedecidos por el tibio flujo que escapa hacia ellos parecen invitarla y los dedos los separan para establecer un delicado restregar que pone un gruñido satisfecho en boca de quien esta sometiendo tan deliciosamente sus pechos.
Mónica ha cambiado de posición y desplazándola para que quede en forma oblicua al asiento, se acuclilla en el piso entre sus piernas. Tras quitarle la bombacha, colocándole la pierna izquierda encogida sobre el asiento, separa la otra que está asentada sobre el suelo y con esa dilatación del sexo, hace que la lengua tremolante inicie un vibrante periplo desde el inflamado clítoris hasta la oscura depresión anal, en la que escarba sutilmente provocándole escozores desconocidos en la zona lumbar.
Ahora sí la mujeres parecen haberse decidido a llevar el acto hasta su máxima expresión y, en tanto que Mónica se adueña del clítoris para sorberlo y mordisquearlo con angurria, Amelia ha abandonado los senos para colocarse sobre ella de tal manera que su entrepierna quede directamente sobre su cara. Jamás ha visto un sexo femenino tan cerca y su aspecto le provoca una repulsa natural; depilado totalmente, no existe el menor vestigio de pelo en toda la entrepierna incluyendo el ano. Como un feraz jardín de corales surgiendo entre los labios mayores, los arrepollados tejidos del interior cuelgan sobre ella, cubiertos por una brillante pátina de jugos y la misma entrada a la vagina aparece dilatada como una boca hambrienta.
Esa repugnancia es insólitamente desplazada por un deseo salvaje que provoca la maestra ya no sólo con su boca sino con lo que los dedos hacen en la vulva; dejando a labios y dientes la tarea de someter al clítoris, índice y pulgar han aferrado las aletas de sus pliegues para estregarlas duramente entre ellos y cuando Clara estremece su pelvis con incontrolables sacudimientos, hace penetrar índice, mayor y anular al canal vaginal para iniciar un movimiento de rascado al encogerlos y estirarlos sobre los lubricados tejidos.
Enajenada por el placer y con las narinas dilatadas por las tufaradas que emergen del sexo femenino que ya roza sus labios, deja que la lengua se extienda en cuidadosa inspección., La punta se engarfia para alcanzar remisa los colgajos, pero al momento de sentir las papilas gustativas invadidas por un gusto que de agridulce torna a un néctar inexplicablemente delicioso, se aferra a los muslos de Amelia y hunde la boca toda en la succión al sexo.
Observando la respuesta positiva, Mónica ha hecho que sus dedos ya no sometan únicamente al Punto G, sino que imprime a la mano un movimiento de vaivén semejante al de una cópula mientras da al brazo un movimiento basculante que lleva a las uñas a rastrillar en interior en ciento ochenta grados.
Aquel es el más significativo, excitante y placentero coito que Clara practicara en su vida, manifestándolo en los hondos bramidos que sacuden su pecho y, expresando vivamente la inminente llegada de su orgasmo, le suplica a las mujeres que la conduzcan a él. Amelia se inclina invertida para colaborar con la boca de Mónica en la fricción al clítoris cuando aquella arrecia con el vigor de la penetración y entonces la joven médica, que no puede controlar los movimientos espasmódicos de su cuerpo ondulante, sintiendo romperse los diques de la satisfacción, hunde la boca en el sabroso sexo como si quisiera devorarlo para que así, como fundidas una en la otra, se debatan en un furioso acople que culmina con el envaramiento de Clara quien, en medio de voraces chupeteos al sexo de Amelia, expele los escupitajos de su orgasmo entre los dedos de la mujer que va reduciendo lentamente la velocidad del brazo hasta que los líquidos cesan de manar.
Al separarse las mujeres de Clara, es evidente la profundidad del orgasmo que ha alcanzado, no sólo por los líquidos que han mojado el borde del asiento sino también las contracciones de su vientre y los sollozos que la sacuden mientras trata de recuperar el aliento por tan fatigoso trajín.
Cebándose en su cuerpo, Mónica aun permanece unos momentos más recorriendo toda el área venérea con la lengua para sorber y deglutir con gula el pastiche de mucosas, saliva y sudor mientras que Amelia se ha dirigido al baño para traer un manojo de toallas. A la maestra parece hacérsele difícil refrenar sus impulsos y en tanto que la otra muchacha la despoja de la camiseta arrollada en su cintura para esmerarse en enjugar piernas, entrepierna y vientre de Clara, ella se precipita sobre su boca entreabierta para catar el gusto al sexo de Amelia y esta recibe a su vez los sabores más íntimos de sí misma.
A lo largo de todos sus estudios y la práctica de su marido, al tema del lesbianismo se lo ha clasificado en dos vertientes; la primera y la que realmente se constituye como tema de estudio, es la homosexualidad no buscada por sus protagonistas y que misteriosamente configura un galimatías como el del huevo y la gallina, ya que algunos atribuyen su origen a disociaciones mentales influenciados por el entorno social y otros, exhiben pruebas contundentes sobre un desorden hormonal semejante a los cromosomas de los enfermos Down que verdaderamente ubican a un género determinado ocupando el cascarón de un cuerpo equivocado.
Por otra parte, está el lesbianismo social que no sólo obedece a desviaciones perversas sino a un no ponerse límites en cuanto a las prácticas sexuales y así como hay hombres que tienen hábitos homosexuales tan sólo por el gusto de hacerlo y personas de ambos sexos aficionados al sadomasoquismo o la zoofilia, existen mujeres a las que les resulta más grato y cómodo mantener relaciones con otras, seducidas por su belleza, la delicadeza de sus maneras y, especialmente, la discreción que las distingue.
Mientras en su mente rebullen esas conclusiones, degusta con fruición el aromático y dulzón sabor de sus entrañas y concluye que las que constituyen ese último grupo mayoritario no están desacertadas en su elección, terminando por admitir el placer inédito que las mujeres le están proporcionando y que, si ese es el juego que hay que jugar para vivir en aquel paraíso alejado de las mezquindades de la sociedad externa, está dispuesta a competir hasta sus últimas consecuencias.
Ignorando las vaguedades en que está sumida la mujer, Mónica se encuentra realizando una verdadera obra de arte sobre ella; en tanto que encierra con sus manos acariciantes la carita sonrojada por el esfuerzo, los labios envuelven con plástica ductilidad a los temblorosos de Clara para comenzar una delicada succión que los hace desaparecer entre los suyos y luego de unos momentos de ese sensual intercambio de alientos, la lengua sale de su encierro para afinar la punta como la de un lujurioso áspid para introducirse debajo de los labios para explorar ese cosquilleante espacio entre los belfos, las encías y los dientes.
Clara no concibe que esos cosquilleos que normalmente le resultarían molestos, coloquen en su nuca y columna una carga eléctrica que, al desplazarse al bajo vientre, la desasosiegue de tal manera. Con un sordo bramido de asentimiento, aferra la cabeza de la mujer para sentirla intensificando la exploración mientras toma cuenta de que la comedida Amelia se ha desplazado al torso y termina de secar amorosamente sus senos y los cuencos que se forman debajo del cuello.
Mientras enjuga el rostro de Clara, Mónica murmura a su oído que ha llegado el momento de convertirse en protagonista activa. Retirándose de encima de ella y en tanto la otra muchacha seca sus espaldas hasta alcanzar la profunda hendidura entre las nalgas, la maestra se recuesta en el ángulo entre el brazo y el respaldo para abrir las espléndidas piernas en oferente entrega al tiempo que le reclama acudir junto a ella.
Corriéndose sobre el asiento, llega al lado de esa mujer tan hermosa a quien no ha evaluado adecuadamente en la escuela. Aparte del brillo seductor de los ojos color miel, su boca es un paradigma para cualquier exegeta de la belleza; con maleable morbidez, los labios se abren en una amplia sonrisa cómplice para dejar ver la perfección de su menuda dentadura dando paso al lascivo movimiento conque la punta de la rosada lengua los humedece.
Los ojos de Clara recorren el fuerte cuello para contemplar con una gula que ignoraba poseer la masa carnosa de los pechos. No demasiado grandes, tienen esa perfección de lo que no ha sido deformado por la maternidad, alzándose duros y erectos, solamente con la natural comba que les proporciona su peso. En cada vértice, se extiende una aureola de más de cuatro centímetros que, profundamente amarronada, está coronada por una plétora de pequeñas excrecencias sebáceas y allí en su centro, se yergue la fortaleza del grueso y corto pezón que muestra una insólitamente abierta ranura mamaria.
Esa involuntaria inspección la conduce a observar la superficie del abdomen que exhibe la firmeza de su musculatura y debajo de la medialuna del bajo vientre, se alza la prominencia de un huesudo Monte de Venus totalmente desprovisto de vello al igual que el voluminoso sexo al cual Mónica acaricia en incitantes roces de su mano.
Viendo la fascinación que pasma a Clara, la toma por un brazo para guiarla en sus movimientos y así, pronto se encuentra arrodillada sobre el asiento, ahorcajada sobre el vientre de la mujer. Un desconocido y diabólico habitante nubla su entendimiento y el calor del cuerpo de Mónica rozando contra su sexo dilatado por la posición, le hace desear poseer de alguna manera a la otra mujer. Asiéndose a la revuelta melena, aproxima su boca a de la maestra mientras su lengua vibrante tremola contra los labios entreabiertos que se ciñen sobre ella como si de un pene se tratara.
Envarándola, con en leve vaivén de la cabeza acrecienta esa gozosa sensación en tanto que los labios prensiles actúan a imitación de una vagina y en ese coito bucal se abandonan al placer hasta que Mónica separa su cabeza para pedirle que se desplace hacia sus pechos. Todo es inaugural para Clara que, sin embargo, no sólo ha recibido complacida el sexo inicial de las mujeres sino que ella misma experimenta en lo más profundo de su cuerpo y mente, la necesidad de dar satisfacción a angustias que sin su intervención no se hubieran manifestado.
Salvo los suyos, nunca ha estado tan cerca de un seno femenino y aquella corona de gránulos sebáceos en las aureolas la atraen como un imán; tan elásticamente como cuando su punta se aplica a estimular el surco debajo del glande de su marido, la lengua recorre ese círculo y su aspereza parece conminarla a incrementar el roce. Ella misma recuerda el goce que le han dado a sus senos todos los hombres con los que ha tenido sexo y actuando en consecuencia, alterna de un pecho al otro con la boca en tanto que sus manos se solazan sobando y estrujando los pechos.
Los murmullos agradecidos de la mujer la compelen a incrementar su actividad y en una regresión casi infantil, los labios comienzan con succiones que se van tornando cada vez más duras mientras los dedos se refocilan retorciendo las excrecencias mamarias, hasta que sintiendo cuanto la satisfaría a ella que le hicieran aquello, rae con los dientes el grueso cuerpo de los cortos pezones, en tanto que los dedos, a imitación de lo que le hiciera Amelia, clavan sus uñas sobre la carne estremecida de la mujer.
Inconscientemente ella deja escapar apasionadas palabras por lo que hacerle eso a Mónica le provoca en tanto que aquella, jadeando fuertemente mientras su cuerpo se sacude en cortos remezones pélvicos, la incita a que baje a su entrepierna. Sin dejar de restregar los pezones con sus manos, deja que la boca se interne en el surco que nace en el esternón, relamiendo el casi invisible vello saturado de sudor. Ese perezoso deambular la lleva hacia el cráter del ombligo, en el que satisface su sed con febriles chupones para luego ascender la colina del bajo vientre y descender por la depresión que antecede al Monte de Venus.
Traspone la huesuda elevación para comprobar la magnificencia de aquel traqueteado sexo; los pulidos labios mayores se yerguen como dos carnosos cerros que custodian el abra oscuramente rojiza de cuyo interior asoman los festoneados bordes de los labios menores. Siendo ella una diletante fervorosa del sexo oral, sabe lo que una boca hábilmente utilizada puede proporcionarle a una mujer y, ya sin la repugnancia inicial que le provocara el sexo de Amelia, se instala entre las dos piernas para acercar la cara y dejar que la punta de su lengua roce tremolante al erguido tubo carneo del clítoris.
Aunque similar, ese sabor la excita aun más que el de Amelia y en tanto la lengua se aplica a fustigar el pene femenino escondido debajo del capuchón, los dedos se dedican a abrir la vulva para tomar contacto con las barbas carneas que se despliegan como groseras alas de mariposa. La cuna perlada del óvalo da cobijo a la honda depresión de la uretra y, casi inmediatamente debajo, se abre la boca de la vagina, orlada por multitud de pequeños repliegues.
La excitación tiene un efecto disímil en Clara, ya que, mientras un fuego interior parece resecar su garganta, una súbita secreción llena su boca de abundante saliva. Respirando afanosamente por la nariz, empala la lengua y entonces esa saliva se funde con los almizclados jugos que emanan los tejidos del sexo, compulsándola a realizar un calmoso periplo que la lleva desde el mismo clítoris hasta tomar contacto con el fruncido ano. Ese meneo arriba y abajo de la cabeza, se complementa con una dura fricción del pulgar sobre el triangulito sensible, arrancando en Mónica los más fogosos gruñidos de satisfacción
Arrodillada frente a la mujer, su grupa se alza propiciatoria y es Amelia quien toma provecho de ello; sumida en la embriaguez que le produce saborear los fragantes líquidos, Clara siente como una boca que no puede ser otra que la de la muchacha trepa a lo largo de los muslos para luego alojarse sobre el sexo así expuesto, entremezclando besos con suaves succiones y rápidos escarceos de la lengua que luego extiende su recorrido para incluir el rosadamente oscuro agujero del ano y aquello incrementa de tal modo la excitación de la médica que sus chupones a las carnes de Mónica la hacen prorrumpir en doloridos ayes.
Viendo como su intervención la ha azuzado, Amelia se aplica a estimular con la punta afilada de la lengua los frunces de la tripa. A pesar de no disgustarle el sexo anal, Clara no lo ha convertido en uno de sus más dilectos actos sexuales y como a Mauro tampoco parece entusiasmarlo, después de dos o tres intentos en ocasiones muy especiales, han dejado de practicarlo.
Su primera penetración, no consentida y forzada a hacerlo por un hombre mucho más vigoroso que ella, trajo aparejado el descubrimiento de no resultarle dolorosa y, aunque el hacerlo la remita ineludiblemente a esa situación violenta, la flexibilidad del recto le ha revelado que alcanza sus orgasmos con la misma intensidad que por el
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