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Categoría: Maduras

El que la sigue, la consigue...

Todo empezó hace unos diez o doce años cuando una noche de amor con mi esposa le dije que me encantaría hacerle el amor a Elisa, su propia madre, viuda desde hacía muchos años.



Ella me dijo que estaba loco pero enseguida añadió que decidiera por mi mismo si llevarlo a cabo o no. He de decir que mi mujer no era muy ardiente que digamos en materia sexual; todo lo contrario a mí que soy un hombre muy dado a toda clase de juegos sexuales. Creo que, si deseamos a cualquier mujer merece la pena intentarlo. No importa su condición. Personalmente lo he hecho con algunas, solteras y casadas: tardaremos más o menos tiempo pero las probabilidades que tenemos los varones de conseguirlas son muy altas si nos ponemos a ello sin desánimo. Ellas lo desean tanto como nosotros los hombres pero han sido educadas frecuentemente en el recato y la pasividad. Empecemos por las más cercanas, las mujeres de nuestras propias familias, primas, tías, hermanas, sobrinas ... suegras. La convivencia familiar, a mi entender, también incluye el sexo.



Así que inicié mi plan dejándome ver por ella, por Elisa, en ropa interior. Yo notaba cómo se alteraba cuando, aprovechando que Marisa, mi mujer, estaba al otro extremo de la casa y yo irrumpía donde ella estaba llevando encima tan solo un slip mínimo, blanco y muy finito, semitransparente. Se le mudaba el rostro y hacía como que miraba a otro lado. A mí eso me excitaba mucho: decidir el momento, ponerme el slip o el tanga más provocativo, espiar para que mi mujer no se enterara y acercarme así a mi suegra con cualquier pretexto banal pero con la intención de exhibir mi cuerpo ante ella. Por supuesto que cuando me acercaba ya estaba empalmado y mi paquete ostentaba un bulto considerable. Algunas veces incluso humedecía mi prenda más íntima para que fuera aún más transparente. Yo gozaba con su azoramiento y, a veces, tenía que terminar masturbándome para aliviar mi excitación.



En una ocasión en que estábamos Elisa y yo solos en mi casa me fui a duchar. Lo hice con la puerta del baño abierta y la llamé para que, por favor, me acercara la toalla. Cuando me la tendió a través de las cortinas inicié una conversación lo más natural que pude en la que exponía la necesidad que teníamos los hombres de obtener un continuo alivio sexual, que ella me gustaba y que deseaba hacerle el amor. "Estás loco!" me contestó. En mi interior le di la razón pero yo continué con mi plan de caza.



Entonces íbamos con frecuencia los tres a una casa de campo. La puerta del baño tenía un pequeño agujero por la que veía a Elisa ducharse: tenía un cuerpo atractivo aunque no era ya una mujer demasiado joven. Unas tetas medianas y todavía firmes y el oscuro vello que cubría su chumino no era tan poblado como para no permitir que se le viera perfectamente el corte de aquella raja que tanto deseaba yo penetrar y comerme. Me ponía a cien ... pero me decía a mi mismo que aún no había llegado el momento.



El siguiente paso que se me ocurrió lo llevé a cabo en aquella misma casa. Un día por la mañana me armé de valor y me levanté el primero de los tres. Cuando oí ruido en el dormitorio de mi suegra supe que ya empezaba a levantarse. Me quité el pijama quedándome completamente desnudo y con mi verga dura como un poste me arrimé a una esquina de la mesa del salón sobre la que apoyé mis cojones y, agarrándome con la mano el tronco de mi cipote, empecé a bambolear mi cuerpo en un movimiento de vaivén que imitaba la copulación. Se me saltaba el corazón cuando Elisa salió en bata de su dormitorio como todas las mañanas para ir al baño y se encontró con el espectáculo gratuito que yo había montado para ella. Anduvo unos pasos, se detuvo al verme, dio media vuelta y regresó a su cuarto donde estuvo un buen rato hasta que se atrevió a salir de nuevo. Para entonces yo había regresado a mi cama junto a mi mujer. Como yo miraba en otra dirección mientras agitaba mi miembro en la mano no cruzamos nuestras miradas pero supe que ella se había tragado la visión de su yerno en pelotas masturbándose a un par de metros o tres de ella.



Así, más o menos, sin prisas pero sin pausas, siguieron las cosas durante dos o tres años. Por otra parte nuestro trato era tan cordial y agradable como siempre pero yo sabía que ella sabía, y ella sabía que yo sabía ... ! Fue entonces cuando mi esposa cayó gravemente enferma. Al tercer año de su enfermedad y conociendo que su final estaba anunciado yo me volqué en ella, pero eso no impedía que yo siguiera teniendo necesidades sexuales. Elisa se vino a vivir con nosotros para poder atender mejor a su hija y un buen día decidí dar un paso definitivo. Cuando oí que ella estaba en la cocina preparando el desayuno me levanté de la cama, fui donde ella estaba y sin decirle palabra alguna me acerqué, metí mi mano por debajo de su falda hasta llegar a sus bragas que franqueé y empecé a acariciar su mata de pelo y su tajo.





  • Ay, chico, por Dios, déjame ... que Marisa se va a enterar ...




  • No te preocupes que está dormida y tú y yo necesitamos esto, le dije.




  • No, no. Suéltame. Házselo a Marimar (una de nuestras más íntimas amigas). A ella le gustara y seguro que se deja.




  • Ya, pero no está aquí y tú sí estás. Además tú también lo necesitas y sé que te gusta.




  • No, no, yo no quiero esto.





Ella decía que no quería "esto" pero para entonces yo me había sacado ya el cipote y los huevos del interior del pijama y le había hecho agarrármelos a Elisa con su mano. Con la boca decía una cosa pero hacía otra: parecía que le hubieran pegado la mano con cola y no la apartaba del poste de mi verga por nada a la vez que protestaba contra mi acción y se negaba pudorosamente a continuar. Yo sabía de su lucha interna: por un lado necesitaba sexo ella también, por otra parte yo era el marido de su hija ... al que ella deseaba sin atreverse a confesárselo a sí misma.



Ahí quedó la cosa y dejé pasar unos días. Nuestra relación era como si no hubiera pasado nada pero había pasado mucho. Yo empecé a repetir lo de levantarme por la mañana pronto los fines de semana, ir directamente a la cocina al encuentro de mi suegra, desnudarme delante de ella en silencio y abrazarla por detrás. Ella seguía trasteando como si nada pero sintiendo la dureza de mi miembro desnudo apoyado fuertemente en sus nalgas. Le tocaba las tetas, le levantaba las faldas, le bajaba las bragas y pegaba mi miembro contra su culo. Poco a poco le fui enseñando a ponerse detrás de mí, entonces yo separaba mucho las piernas y le decía que me la agarrara desde atrás. Ella lo hacía entre ciertas protestas de inocencia y se veía que le encantaba. Finalmente le metía la mano izquierda por delante, entre las bragas, y le acariciaba la pepita mientras me masturbaba con la derecha. Ella esperaba muy dócilmente a que me viniera y vertiera mi producción láctea para desahogar mi excitación.



Después del doloroso fallecimiento de mi esposa pasaron unos meses hasta que volví la carga definitiva.



Una tarde, al levantarme de una siesta, me aparecí desnudo del todo en el salón donde ella estaba y le dije sin más preámbulo: Elisa, voy a follarte. Me acerqué a ella, empecé a quitarle la ropa y comprendí que iba a ser definitivamente mía cuando no opuso la menor resistencia. La senté en el sofá y le separé las piernas lo más posible. Al fin pude mirarla a mis anchas, recostada ahí con los atributos de su feminidad mostrados en su plenitud y observados por mis ojos con descaro. Luego me dirigí al vídeo y puse en marcha una película porno sentándome a su lado. Ya a las primeras escenas tomé su cabeza y le obligué a mamármela: le encantaba!





  • ¿Te gusta cómo usan a esas hermosas putas de la película?




  • Sí ... sí ...




  • ¿Verdad que están cojonudas?




  • Sí, están muy buenas. Ya lo creo.




  • Saca más fuera el culo para ofrecerme mejor tu chocho, que te lo voy a masturbar.





Seguí haciendo comentarios acerca de la longitud de aquellos nabos que se ensartaban en los orificios de aquellas espléndidas y sumisas hembras, "mira cómo la tiene ése, está para comérsela ... ya me gustaría a mí también que me agarrara un tío así por banda y que hiciera conmigo lo que le apeteciera ...". Nos gustaba especialmente mirar cómo se la sacaban antes de correrse y se vaciaban en las bocas y rostros de las chicas. Ella obedecía en todo. Era, por fin, mía. Y yo me volvía loco mirando cómo crecía su excitación mientras yo le acariciaba su clítoris arriba y abajo por medio de su pelambrera; a un lado y al otro, hasta que le hacía estallar, jadear de placer incontenible ... le faltaba la respiración y no sabía para dónde mirar mientras buscaba ansiosamente el aire que le faltaba para poder soportar las oleadas del gusto que se adueñaba de todo su cuerpo.



Normalmente a mí me gustaba y me gusta prolongar mucho las sesiones de sexo. Siempre me invento cosas para ello.





  • Cuéntame cómo te usaba tu marido.




  • Ay, pues no sé. Lo normal ... no?




  • Supongo que además de joderte a veces te pedía que lo masturbaras, verdad?




  • Sí, claro.




  • ¿Cómo lo hacías?




  • Pues me llevaba al salón cuando no estaban los niños en casa, se sentaba desnudo en una butaca con las piernas abiertas y yo tenía que cogérsela con una mano y se la movía arriba y abajo hasta que no podía más y se le salía toda la leche a chorros




  • ¿Se la chupabas?




  • Claro, claro, como a ti.




  • ¿Tienes fantasías sexuales?




  • Pocas. La más habitual es que estoy paseando sola en un parque, se me acerca un hombre y me fuerza. Yo me resisto pero él me obliga y acaba violándome.




  • Y ¿te masturbas?




  • Sí. En la cama y a veces en un sofá.




  • ¿Te has masturbado pensando en mí?




  • Por supuesto, muchas veces.




  • Eres una puta, una zorra! ¿Lo sabías?




  • Sí pero no más que cualquier mujer. Todas somos por dentro unas putas y estamos locas porque nos jodáis.




  • ¿Cuándo empezaste a usar tu mano sobre tu raja?




  • Tendría diez u once años. Una vez, con el movimiento del tranvía, me excité y me corrí allí mismo.




  • ¿Te gusta cómo te uso sexualmente?




  • Sí, mucho.




  • Bésame.





Y abría su boca de para en par y yo me la comía entera. Y su coño. Y sus tetas. Y toda ella hasta que volvía a explotar de gusto.





  • ¿Te acuerdas de Isabel, nuestra amiga?




  • Sí, me acuerdo.




  • Otra zorra. ¿Sabías que durante años fue mi esclava sexual?




  • No, no lo sabía. ¿Qué le hacías?




  • De todo. Teníamos hecho un pacto por el cual ella se dejaba usar por mí. Me gustaba especialmente mandarle masturbarse frente a mí recostada en un sillón. Cada vez que la visitaba en su apartamento le pedía que me trajera un cinturón de goma que ella tenía. Sabía muy bien para qué.




  • No la pegarías ...




  • Oh, sí, justamente es lo que hacía. Y siempre antes le explicaba las razones aunque se las sabía de memoria: que era doloroso pero que ella lo necesitaba mucho y era imprescindible para que se sintiera esclava; y que cuando hubiera terminado no olvidara darme las gracias. 




  • Luego le mandaba ponerse en posición y ella se iba dócilmente siempre frente al mismo armario, se colocaba de pie con las piernas abiertas, en ligueros y calzada con zapatos de tacón alto, las manos atrás en la nuca y a esperar la lluvia de golpes que se le venía encima. Antes de empezar le anunciaba cuántos y dónde se los iba a administrar. El miedo se le traslucía en los ojos pero ello no impedía que yo le diera unos cincuenta correazos repartidos por el bajo vientre, las nalgas y la cara interior de los muslos que son muy sensibles y era donde más le dolía. Cuando terminaba ella me daba las gracias, yo la abrazaba y la besaba para consolarla y acto seguido la penetraba hasta satisfacerme.




  • Vaya ... la muy guarra ...!




  • ¿Hace años que tú me deseas a mí, verdad? le pregunté.




  • Pues claro ...




  • ¿Y tú sabías que yo iba a por ti cuando me aparecía en slip delante de ti dejándome ver algunos pelos de mi vello púbico?




  • Hombre, claro, no soy tonta. Lo notaba todo. Como cuando te pusiste a hacerte una paja allí en medio del salón ...




  • Y luego tú te masturbabas recordándolo, no?




  • Lógicamente. Cuando volví a mi habitación asustada por haberte visto así me tumbé en la cama, me subí el camisón y me puse a masturbarme como una loca.




  • A ver, Elisa, me voy a rasurar toda esta molesta pelambrera de la polla y de los cojones, ven y mira, le dije.





Fui al baño y volví con todo lo necesario. La puse bien cerca de mí para que contemplara cómo iba cortándome primero con unas tijeras la larga y espesa mata de pelos que recubría mis genitales y luego le mandé que fuera sujetando cada zona mientras yo iba lentamente afeitándomelo hasta quedarme como un niño impúber pero completamente limpio (y me ha gustado tanto ir afeitado que ya no soporto desde entonces tener mi sexo en medio de tan espesa selva y sólo me dejo un centímetro de pelo sobre el vientre, el resto tan limpio como mi cara y sólo puedo usar tangas pequeños que me sujeten el paquete por delante y una cinta ceñida a la raja de mi culo). Ve a la cama y espérame allí boca arriba y con las piernas bien abiertas, le dije finalmente. Ella obedecía ya sin rechistar todas mis órdenes. Después de lavarme y secarme bien fui a donde ella me esperaba en la posición que le había mandado y me monté encima, "ábrete bien esa raja de puta que tienes, que te voy a clavar la polla en ella". "Sí, sí, húndela en mi coño ...", la penetré y comencé el vaivén, dentro y fuera para masturbarme la verga en el interior de su chocho mientras ella me acariciaba la espalda y el culo. "Así me follo a las furcias como tú, guarra ...!" y la culeé hasta inundar su coño con mis chorros de esperma.



De ésta o parecidas formas he venido utilizando a mi suegra Elisa para mi placer durante estos cinco o seis años últimos hasta que por circunstancias de la vida ella ha tenido que irse a vivir a una ciudad muy distante.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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