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Categoría: Incestos

El inesperado reencuentro con mi tìa

Esto fue hace mucho tiempo, pero no me lo voy a olvidar nunca, lo tengo grabado en mi cuerpo, como si hubiese pasado ayer. Y ahora, estando casado, con dos hijos, no pasa un solo día, sin que, al menos durante unos segundos, recuerde las tardes de pasión que viví con tía Mariela, en aquella habitación pequeña y penumbrosa. Y cuando aquellos recuerdos me acosan por las noches, mi esposa se ve asombrada al encontrarme más tieso y salvaje que en otros encuentros amorosos.



Hoy, quizá por miedo a que el tiempo disfrace los hechos, decidí plasmar fielmente toda esta historia, confiando en que mi imaginación todavía no se haya corrompido por el paso del tiempo.



Yo tenía diecinueve años — Ahora tengo treinta — y había salido de mi trabajo en el call center. Acababa de cobrar mi sueldo, y tenía todos los billetes en un fajo, adentro de la mochila. No ganaba mucho, pero todavía vivía con mis padres, así que todo mi sueldo lo gastaba en ropa, y me permitía algunos que otros gustos. Por supuesto que, cada tanto, colaboraba con los gastos en casa, para no sentirme un parásito, pero eso no viene al caso.



Uno de los lujos que me permitía, era irme de putas, de vez en cuando. No es algo que me enorgullezca, pero tampoco me avergüenza. Siempre me costó relacionarme con el sexo opuesto, así que las prostitutas me ayudaron a ganar experiencia para que, cuando por fin conquistara a una chica que me gustara, no me comportara torpemente. La verdad que dio resultado, si no, habría que preguntarle a mi mujer. En fin, aquella tarde, con el montón de billetes en mi poder, y unas cuantas horas de sobra, me quedé paseando por el microcentro. Si bien hasta el momento solo había conocido dos o tres prostíbulos, me constaba que era el mejor lugar para encontrar mujeres. Eso sí, era bastante caro, y no me podía permitir esas salidas todos los meses. Pero hace un tiempo venía ahorrando, y en casa me esperaba otro fajo de billetes, por lo que, por esa vez, me podía permitir saborear una buena escort. Solo bastó con caminar un poco y ya encontré un teléfono público con un montón de pequeños volantes, en los cuales estaba impresa la imagen de una hembra desnuda, y debajo, un número de teléfono.



Agarré varios de esos volantes, mirando a todos lados, con temor a encontrarme a algún conocido que descubra mi debilidad por las putas. En esos momentos el corazón me latía fuerte, y eso me encantaba, porque era como la fase inicial de un ritual que culminaría en una agradable eyaculación. Luego me fui a la plaza a sentarme tranquilo. Leí con deleite los papelitos, luego los ordené uno detrás de otro, dejando al final el que me parecía más prometedor. Comencé a llamar a esos lugares, usando mi celular, que, según recuerdo, era de esos que parecían un pequeño ladrillo gris —¡ay cuántos recuerdos! — a medida que colgaba, anotaba detrás del volante las tarifas, y alguna característica que me gustaba o me desagradaba del lugar. Por lo general, descartaba aquellos puteríos que eran “tipo bar”, y me decantaba por los “privados” por considerarlos más discretos. Esa tarde también descarté los que eran sospechosamente baratos, ya que sabía que en esos sitios las chicas no eran las más jóvenes y bellas que había en el rubro. Mi lema era que, si había que pagar por sexo, había que elegir lo mejor. Para estar con una chica común, siempre podría levantarme alguna en un boliche. Otra cosa importante era el servicio. Había sitios que solo ofrecían el prebucal vaginal, otros prebucal sin globito — sin preservativo — y vaginal. Estos últimos eran mis preferidos, porque no había comparación entre una mamada sin preservativo, que una teniendo uno puesto. De todas formas, lo que más me gustaba era que me la chupen hasta el final, pero muy pocas putas hacían eso, y además, había que pagar extra. En fin, una vez que analicé todas estas variables, sólo me quedó un volante en la mano, el cual de hecho era el que había dejado detrás de todos — Vaya intuición la mía. — Llamé de nuevo y pregunté cuantas chicas había disponible. Me contestaron que cinco, y ahí me terminé de decidir. La segunda etapa del ritual — los llamados — había terminado, y ahora iba a comenzar la tercera: Elegir a la chica.



El lugar en cuestión estaba a tres cuadras de la plaza. Caminé, ya sin nervios, pero con mucha ansiedad. El sólo hecho de poder elegir a una chica, como quien elige de un menú, me hacía agua la boca. Llegué al edificio. Como todos los del centro, era inmenso, y por ende podía estar tranquilo de que nadie sospeche que me iba de putas, habiendo tantos otros departamentos — Qué paranoia la mía —. Subí por el ascensor y cuando llegué al piso, una puerta se abrió y alguien me hizo señas indicándome que esa era la entrada.



No me sorprendió encontrarme en un departamento cubierto en semipenumbra. Con las persianas bajas, con más cortinas de las que se encuentran en un hogar, y con luces mortecinas que convertían todo en un misterio. La chica que me había abierto la puerta era joven, y bastante linda, pero yo sabía que no era una de las putas, pues iba ataviada con demasiada ropa. Me invitó a sentarme en un sofá, y yo me alegré al notar que no había ningún otro tipo en las mimas andadas que yo. Discreción absoluta.



— Te explico, el servicio es prebucal sin globito y vaginal. — Comenzó a explicar la chica —Si querés algo más completo arreglás directamente con las chicas. La tarifa es doscientos pesos la media hora y trescientos la hora.



— Sí, no te preocupes, yo llamé recién, así que ya lo sabía. — le dije.



Cabe aclarar que, en esos tiempos, si mal no recuerdo, yo ganaba aproximadamente cuatrocientos pesos semanales, por lo que la tarifa era muy alta. Por otra parte, la poca diferencia entre pasar media hora o una hora, era normal.



— cuando quieras presentame a las chicas. — agregué.



La recepcionista atravesó una cortina y al rato escuché los taconazos sobre la cerámica. Se me aceleró el corazón de nuevo, como siempre sucedía en esos momentos. Me sentía con un poder que no experimentaba en otras circunstancias de la vida. La primera puta cruzó la cortina y fue a mi encuentro. Me paré para saludarla y me dio un tímido beso en la mejilla.



— Lorelei. — me dijo.



Era encantadora. Pequeña, de piel blanca, y ojos marrones grandes. Era tan joven como yo, o quizá más. Y también estaba igual de nerviosa. Se notaba que hace muy poco empezó a trabajar en este rubro.



— Qué linda sos. — le dije. La agarré de la cintura. Vestía un top banco y una minifalda de leopardo, muy ceñida, que la convertía en un demonio. Me volvió loco su carita inocente y su cuerpo de vedette. Tenía el pelo hasta el hombro, y un flequillo que le daba cierto aire infantil. En ese momento me di cuenta de que la tarifa, si bien representaba mucho dinero, no era cara en absoluto, sino todo lo contrario. Acaricié su cuerpo, sabiendo que estaba haciendo algo incorrecto, pues no tenía derecho a tocarla hasta que pague, pero solo después de que me deleité un rato con sus nalgas se zafó de mí, y se perdió en la oscuridad.



Luego cayeron las otras chicas. En ese momento pensé que era una pérdida de tiempo, ya que prácticamente me había enamorado de Lorelei. Pero quienes tuvieron la suerte de frecuentar estos lugares vips, sabrán que la elección no suele ser tan simple, pues todas las chicas son dolorosamente bellas.



La segunda chica era una hembra más madura. Tenía un cuerpo de infarto, y una mirada penetrante de ojos verdes. Vestía una minifalda y corpiño negro, con transparencias, y una hermosa media negra que le llegaba hasta las rodillas resaltaba la piel que estaba desnuda. La tira del portaligas y los bordes de la pollerita y el corpiño eran rosados. Una combinación de colores exquisita, sin dudas.



— Brenda. — me dijo la zorrita, y me estampó un beso en los labios.



¡Qué difícil se estaba poniendo la cosa! La actitud de esta era totalmente opuesta a la anterior, tímida, y aparentemente sumisa. Sin embargo, ambas eran igual de apetecibles.



Luego vino una negrita ecuatoriana. Con unos kilitos de más, pero con un cuerpo despampanante. Era la única que iba vestida, y su pantalón de jean parecía apenas poder contener semejante orto. Tenía una risa de dientes blancos, perfectos, que resaltaban maravillosamente en medio de su piel oscura. Y su actitud relajada y su simpatía natural me inclinaban a pensar que iba a ser fácil convencerla de hacer servicios extras. Además, nunca había estado con una negra. Otro punto a favor para la ecuatoriana.



Si faltaba algo para enloquecerme por la indecisión, era una muñequita rubia, vestida en un babydoll blanco, transparente. Tenía cuerpo de modelo. Es decir, no era tan voluptuosa como sus compañeras, pero no dejaba de ser sumamente sensual. Su piel blanca estaba bronceada, y sus ojos celestes brillaban en medio de un rostro de belleza singular. Parecía sueca, pero cuando me saludó y me dijo que se llamaba Camila, su acento de Palermo salió a la luz. No era común encontrar chicas con rostros tan inusitadamente bellos en los prostíbulos. Era un rostro más para la televisión que para cualquier otro lugar. Además, me intrigaba saber cómo una chica que parecía pertenecer a una familia acomodada estaba trabajando ahí. El morbo me carcomía por dentro.



Tenía motivos de sobra para elegir a cualquiera de las cuatro. Me resultó tan compleja aquella decisión que incluso pensé en pasar con dos chicas, media hora cada una. Me costaría más caro, y si a eso le sumaba alguna propina por un servicio especial, podría llegar a gastar casi la mitad de mi sueldo en una hora. Pero bien lo valdría. Ahora bien, elegir a dos no era mucho más fácil que elegir a una. Se me ocurrió elegir a Lorelei, la más joven y tímida. Sería interesante ser partícipe de sus primeros pasos en la prostitución. Incluso hasta podría enseñarle algunas cosas a esa pequeña putita. Pero ¿con qué combinaría ese manjar? ¿Quién sería mi segundo plato? La última chica era muy tentadora. Parecía la típica mujer que miraba a los de mi clase por encima del hombro. Sería espectacular tenerla a mi servicio por media hora. Una especie de revancha de la clase proletaria. Pero luego pensé ¿No sería mejor combinar a Lorelei con alguien muy diferente a ella? Por ejemplo, la negrita, o la puta de ojos verdes, más madura y descarada. Comencé a sentirme realmente incómodo por no poder definirme. Ahora, viéndolo a la distancia me doy cuenta de lo fácil que era la vida en esos tiempos, ya que mi mayor estrés consistía en elegir a qué puta hermosa me iba a coger.



Pero todas esas cavilaciones fueron en vano, porque todavía faltaba la quinta mujer.



Esta chica apareció como un fantasma. Sus pasos fueron imperceptibles y me agarró distraído meditando sobre sus compañeras. Escuché su voz, cuando me saludó, y levanté la mirada, sobresaltado, y un poco avergonzado. Me paré a saludarla, y quedé totalmente petrificado por la visión que tenía frente a mí. Ella rio, divertida, al notar mi aturdimiento. Era una mujer un poco más baja que yo. Morocha. Llevaba un vestido negro, muy ceñido, con escote pronunciado. Su rostro era casi tan bello como el de la rubia. Pero muy diferente. Sos ojos marrones eran rasgados, casi achinados, y risueños. Su sonrisa transmitía un carisma sobrenatural. Su pelo castaño estaba recogido en un rodete prolijo, cosa bastante inusual en las putas, ya que era obvio que pronto podría despeinarse. Pero ese detalle, junto con el collar plateado que rodeaba su cuello, le daban un toque delicioso a ese, ya de por sí, llamativo rostro de piel tersa y pómulos prominentes. Su considerable parecido con la modelo argentina Carolina Pampita Ardohín era otro detalle que la hacía irresistible.



— Pampita. — se presentó, sin dejar de mostrarme esa sonrisa franca. — Pero no soy la verdadera eh. — agregó, pensando quizá, que mi embobamiento se debía a que la confundí con la verdadera Pampita.



Se dio vuelta, y se alejó de mi. Mientras se acercaba a la puerta disfruté de sus piernas perfectamente torneadas y su culito parado. Ahora sí, me estaba volviendo loco.



Pero mi locura no era debido a su belleza, ni a su parecido con la famosa modelo. Aquí es oportuno recordar el motivo que me impulsó a escribir este relato, el cual enuncié al principio del mismo.



Me senté y me di cuenta de que estaba temblando. Y entonces rememoré algo que había sucedido hacía cinco años: Era una cena familiar en el barrio de Palermo. Yo tenía trece años y me resultaba muy aburrido reunirme con un montón de vejestorios. Había mucha gente. La música y el alcohol fueron las estrellas de la noche. O por lo menos lo fueron hasta que llegó ella. Mariela. Una prima hermana de mamá. Una morochita que contagió de jovialidad a aquel grupo de veteranos. Yo la admiré a la distancia. Era perfecta. Bailaba como ángel con cualquiera que se animaba a invitarla — yo, por supuesto, no lo hice — y no faltaron las bromas por su parecido con la famosa modelo. Me di cuenta, a pesar de mi corta edad, y de mi personalidad despistada, de que yo no era el único que obviaba el vínculo parental, y me permitía mirarla simplemente como la mujer hermosa que era. Más de un tío le acarició las caderas mientras bailaban, mucho más de lo necesario. Y cuando llegó la hora de despedirse, muchos le dieron abrazos, y besos exageradamente efusivos.



Ella no había reparado casi en mi presencia, y nuestro contacto fue un beso dulce que me dio en la mejilla, y que me hizo ruborizar debido a las fantasías que despertó en mí. La recordé por siempre. Pasaron los años. Yo crecía, y maduraba lentamente, y no dejaba de dedicarle pajas a aquella tía joven y preciosa.



Varias veces, traté de indagar sutilmente sobre el paradero de Mariela. No entendía por qué, a pesar de ser prima hermana de mamá, no teníamos una relación fluida con esa parte de la familia. Pero nunca pude enterarme de la verdad. Sólo me quedé con mis fantasías, y ni siquiera cuando, varios años después, se popularizaron las redes sociales, pude dar con ella.



La recepcionista del prostíbulo me sacó de mi ensimismamiento.



— Con quién querés pasar. — me dijo.



— Con pampita. Una hora. — dije sin dudarlo. Dejando de lado a las otras mujeres, que hasta hace unos minutos me habían embrujado. Para ser justos, debo aclarar que, si bien pampita era hermosa, las otras chicas estaban a su altura. Pero las fantasías de la pubertad me inclinaron a elegirla inmediatamente. Y, por qué no decirlo, el morbo de estar con mi propia tía, elevaban mi excitación a niveles que nunca imaginé. Porque no tenía dudas de que esa chica era mi tía. Jamás olvidaría su cara y su figura.



La recepcionista me acompañó al cuarto.



— Ponete cómodo, enseguida viene Pampita.



Me senté en la cama. Mi cabeza era un hervidero de preguntas y fantasías. Me pregunté si acaso me reconocería, pero descarté enseguida esa duda. Ella apenas me había notado aquella vez, y además, yo había cambiado mucho, ya no era un niño desgarbado. Estaba muy corpulento, y sólo me reconocería si hubiese prestado mucha atención en mis facciones, y además debería tener una memoria prodigiosa. Cosa improbable, por no decir imposible.



Pampita — Tía Mariela — abrió la puerta.



— Todavía no te desvestiste. Qué raro. — dijo.



— Me gusta ir despacio. — contesté.



Se acercó a la cama. Abrió el cajón de la mesita de luz, y guardó su celular. Se había inclinado un poco al hacerlo, y su culito parado me tentó mortalmente, por lo que metí la mano por debajo del vestido, y comencé a acariciar el glúteo, firme y terso.



— Bueno, parece que no vas tan despacio después de todo. — dijo ella riendo.



— Quedate ahí un rato. — dije, probando qué tan sumisa era.



Ella no dijo nada. Se inclinó más, apoyando las manos en la mesa.



— Cuantos años tenés. — inquirí, deslizando las yemas de los dedos con suavidad, en toda la redondez de su trasero.



— Veinticinco.



— ¿Te gusta mucho la pija? — pregunté, no sin cierto temor a que no tenga ganas de seguirme el juego. A muchas putas no les gusta el juego previo, ni tampoco que les digan frases humillantes. Sólo quieren hacer su trabajo y listo.



— Mucho. — me contestó. — pero acá estoy sólo por trabajo.



— Mi pija te va a gustar. — afirmé. Me paré detrás de ella, la agarré de la cintura y la atraje hacía mí. Sentí su perfume en el cuello.



— ¿ah sí? — ronroneó la gatita. Pegó su nalga a mi bulto erecto, y se frotó con fuerza en él. — ya veo que la tenés grande.



— ¿Te gustan grandes, muñequita?



— Me encantan. — dijo ella, frotándose de nuevo en mi verga.



Yo la abracé. Ella giró y me preguntó.



— ¿Qué querés hacer?



Inesperadamente, tanto para ella como para mí, le comí la boca de un beso.



— Las putas no hacemos eso. — me recriminó, aunque no se la notaba realmente molesta.



— Perdón, no sabía. — Mentí. Luego me agaché, le levanté el vestido y le di un chupón en el culo. — ¿Y ahí te puedo besar?



— Pendejo atrevido. — dijo. — vemos a la cama.



— Quiero que me hagas un pete completo. — dije, después de sacarme las zapatillas y ponerme boca arriba.



— Pero cuantas exigencias tiene el nene. — dijo pampita, mientras me desabrochaba el cinto. — Acá solo es prebucal. Te hago unos mimos y te pongo el preservativo. — Me desabotonó el pantalón, y me lo bajó, junto con el bóxer. — ¡Pero que chanchada es esta! — dijo, fingiendo asco, al ver que mi verga ya chorreaba un montón de presemen— ¿No sabés que te la tenés que lavar antes de estar con una mujer?



Yo agarré mi tronco semierecto y le di un pijazo en la cara, dejando una mancha brillante de semen en su mejilla.



— No me vengas con boludeces putita. — le dije, en tono cariñoso, mientas apoyaba mi mano en su cabeza, con delicadeza, para no desarmar su rodete. —yo vine impecable y ustedes me calentaron la verga. Si no chorreaba leche ahora, no iba a tardar mucho en hacerlo. Mejor decime cuánto cobrás por chupármela hasta el final, y por dejar que acabe donde quiera.



— No hago esos servicios. — replicó, esta vez más seria.



Agarré mi mochila, y saqué doscientos pesos, los cuales, dejé sobre la mesa de luz. Apoyé de nuevo la mano en su cabeza, y la insté a mamar.



— Sos un dominador. — me dijo, como reprochándomelo, e inmediatamente después le dio una lamida a mi verga, haciendo que casi todo el fluido que había largado se impregne en su lengua.



— Y vos sos muy cara Pampita, así que espero que me complazcas. — dije.



Pampita rio.



— Pero mirá cómo está esto. — dijo, con su rostro a milímetros de mi verga, la cual estaba totalmente inyectada en sangre, con las venas marcadas, dándole un aspecto de potencia inusitada. — es enorme. — dijo, y se mordió el labio inferior mientras me miraba a los ojos.



Envolvió el tronco con sus pequeños dedos, sin dejar de mirarme. Se lamió el dedo índice de la otra mano, y la llevó, despacito, hasta el prepucio. Luego lo masajeó, mientras comenzaba a frotarme el tronco.



— Mirá toda la lechita que sale. — dijo, mostrándome sus deditos, los cuales se habían impregnado de presemen, que otra vez salía con considerable abundancia.



Le acaricié su carita preciosa. Sus ojitos me hipnotizaban. Rememoré de nuevo la vez que la conocí, y las pajas que le dediqué. Pensé en la suerte que tenía de haberla encontrado. Pensé que todo era una locura, y ahora me doy cuenta de que, a pesar de estar disfrutando como nunca, no terminaba de asimilar lo que sucedía.



Hice un movimiento pélvico y Mariela se metió la verga en la boca. Le cabía casi entera. Sus labios estaban a punto de hacer contacto con mi vello pubiano. Me acarició las bolas peludas con ternura. Un hilo de baba salió de su boca y cayó en mi pierna. Liberó lentamente mi miembro, y mientras lo hacía, la lengua se frotaba con cada milímetro de mi tronco.



— Es muy gruesa. — dijo, mientras tosía y largaba saliva. Luego chupó el glande. Una y otra vez, mientras seguía masajeando las bolas. Pero cuando yo se lo ordené se metió de nuevo la verga entera. La agarré de la nuca, con fuerza, haciendo que se quede con la pija hasta el fondo el mayor tiempo posible. Luego la dejé alejar su rostro, y vi sus ojos lagrimeando, y ella tosiendo con más intensidad, y escupiendo más saliva que antes. — es muy gruesa. — repitió.



— Vos no pares de chuparla que para eso te pagué. — le exigí.



Se comportó sumisamente y siguió mamando. Durante varios minutos lo único que vi fue su nuca, que bajaba y subía, una y otra vez, y su culito levantado que sobresalía un poco más atrás. Erguí mi torso y estiré la mano. Sentí la tela suave del vestido, y magreé su trasero a través de esta. Sentir la textura aterciopelada y resbaladiza de su prenda, mientras percibía debajo de ella sus nalgas prietas y firmes, fue una experiencia táctil de otro mundo.



Pampita balbuceó algo que no entendí. Dejé su trasero por un momento y le pregunté qué me había dicho.



— Donde me querés acabar.



— En la boca. Adentro.



— Está bien. Pero ni sueñes que voy a tragar.



Luego de esas palabras no pude aguantar más. No fue necesario instarla a hacerlo. Cuando notó que mis músculos se tensaban por el inminente estallido, dejó de chuparla y me masturbó frenéticamente, mientras, su lengüita, se movía, arriba abajo, ya sin tocar mi sexo, como si me pidiera que descargue el semen en ella. Pampita me miraba a los ojos mientras mi verga descargó le viscosidad blanca sobre ella. Casi todo quedó adentro, y unas gotas mancharon su piel alrededor de los labios.



Se fue al baño, sin decir palabra. Yo escuché el ruido del agua correr, y luego oí los buches que se hacía.



— Andá a lavarte, así seguimos. — me dijo. — estás lleno de saliva y de semen.



La obedecí. Cuando pasé a su lado le pellizqué el culo con violencia.



— Pendejo atrevido. — gritó, dándome un débil golpe en el brazo.



En efecto, mi verga estaba totalmente mojada, y pegoteada por la saliva de Mariela, y la leche que había largado. Me lavé con abundante jabón, y me enjuagué bien. Cuando volví, ella estaba totalmente desnuda sobre la cama.



— ¿Querés que nos hagamos mimitos mientras esperamos para la segunda?



Yo estaba todavía vestido, y me quité la ropa en un instante. Me acosté a su lado. Ella me abrazó, y apoyó su cabeza en mi hombro.



— Sos muy chico como para ser tan mandón. — me dijo.



— Y vos sos muy chica para ser tan putita. — se había soltado el pelo. Lo acaricié.



— Eso me relaja. — dijo. Y con sus uñas frotó dulcemente mis pectorales, lo que también me relajó. — No me digas que todavía vas a la escuela. — susurró.



— No, ya terminé el año pasado, así que quedate tranquila, no abusaste de un menor.



—Si lo fueras, igual tendría que cogerte.



— ¿Por qué trabajás acá? — le pregunté, mientras deslizaba lentamente mi mano por su espalda.



— No me hagas esas preguntas. — me dijo, y luego me dio un mordisco en el pezón, lo cual me encantó.



— Nunca me hicieron eso. — dije, y mi mano llegó a su nalga. La pellizqué. Ella me mordió de nuevo.



— Viste que buena que soy. Y eso que no me pagaste para eso.



Luego deslizó la mano hacía abajo, hasta llegar a mi tronco.



— Ya se está endureciendo. — susurró.



— Pajeame despacito. — ordené. — Me encanta estar acá con vos. Mucho más de lo que imaginás. — dije, mientras sentía como mi verga se hinchaba a medida que me masajeaba.



— A mi también me gusta. No siempre me la paso bien con los clientes.



Su semblante se tornó sombrío. La agarré del mentón y levanté la cara, para que me mire a los ojos.



— Me encantan tus ojitos. Sos muy hermosa.



— Gracias. — dijo, sin dejar de masturbarme. — Y vos tenés una hermosa pija. ¿Cómo me querés coger? — preguntó, y sus palabras me parecieron mas dulces que la miel.



— Subite arriba mío.



Pampita agarró un preservativo, y en cuestión de instantes me lo colocó en la verga que ya estaba totalmente erecta. Apoyó sus manos en mi pectoral y me montó. Yo apunté a su cráter.



— Despacito. — pidió.



La verga hurgó con paciencia. Primero la cabeza. Vi el rostro de mi tía, que parecía algo asustada por el tamaño, pero no hizo gestos de dolor, así que hice un movimiento y se la enterré un poco más.



— Es muy gorda. — dijo ella, con cierta aprensión, pero con mucha curiosidad. — dejame a mi, vos quedate recostado, no me la metas que me vas a lastimar. Yo manejo el ritmo.



Se acomodó, y comenzó a hamacarse. Sus ojos se cerraron, y sus labios sonrieron. La agarré de las caderas, mientras sentía como mi tronco se frotaba con las paredes vaginales. Sus tetas estaban hinchadas y sus pezones increíblemente puntiagudos. Se los chupé, y mordí uno con mucho cuidado. Ella se estremeció y abrió los ojos.



— Aprendiste algo nuevo hoy. — me susurró.



Me agarró de los hombros. Yo me erguí, y nos abrazamos. Su sexo ya se estaba acostumbrando al mío, así que me permití penetrarla con movimientos cortos y fuertes. Nuestros cuerpos, cálidos y jadeantes parecían uno solo. Ella no paraba de acariciarme la espalda mientras gemía en mis oídos. Yo aproveché la proximidad para manosearle el culo como si la vida se me fuera en ello, mientras sentía en mi propio cuerpo sus tetas, pequeñas pero firmes, y hermosas. Me mordió la oreja y me largó su aliento cálido y húmedo. Le apreté mas fuerte las nalgas, como si las estuviese amasando. Me besó el cuello, haciéndome sentir el cosquilleo mas excitante que experimenté hasta el momento.



Cogimos, como dos animalitos silenciosos durante un buen rato. Mi verga estaba firme como mástil adentro suyo. Se animó a regalarme un beso en los labios, y fue entonces cuando me di cuente de que nuestra historia no iba a terminar ahí.



Eyaculé, con mi sexo adentro suyo, y ahí se quedó, aun cuando ya estaba fláccido. Quedamos abrazados, ella encima de mí, con su rostro hundido en mi cuello, en silencio, acariciando nuestros cuerpos desnudos, mientras disfrutábamos de los últimos minutos que nos quedaba. Luego la recepcionista tocó la puerta. El tiempo se había acabado. La magia había terminado. Al menos por ese día.


Datos del Relato
  • Autor: Gabriel B
  • Código: 55381
  • Fecha: 01-08-2019
  • Categoría: Incestos
  • Media: 8
  • Votos: 3
  • Envios: 0
  • Lecturas: 8073
  • Valoración:
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