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Categoría: Confesiones

Confesión

Desde niña siempre desee a los chicos mayores. Me gustaba seducirlos y engatusarlos. Ponerlos calientes. Que no me olvidaran. Me gustaba que clavaran su mirada en mis ojos, en mis tetas y en mis bragas. Así, desde muy temprana edad comencé a follarme a los compañeros de mi clase. Los invitaba a hacer tarea a mi casa y cada que podía les mostraba mis bragas. Los calentaba poco a poco. Pero ellos, pubertos sin experiencia, se la pasaban con el pene parado y escurriendo. Y para el momento de los besos, ya se habían corrido. Así que tuve que enredarme con chicos más grandes que no se corrieran a las primeras de cambio. Después de follarme unos quince o veinte compañeros decidí comenzar a cobrar. Aunque lo hubiera hecho gratis, pero que me pagaran me ponía muy caliente. 



Siempre que lo hacía con un chico nuevo, recordaba la pinga de todos con los que me había acostado. A veces quedaba tan exhausta y feliz que me daba pena. La moral hacia lo suyo y me prometía no volver a hacerlo hasta el matrimonio. Pero qué joven e ingenua era. El abstenerme de una rica pinga por dos semanas o tres me convertía en una fiera en celo. Y al chico que le tocará lo dejaba seco por completo. Le exprimía los huevos hasta que no le saliera nada más. 



En esos tiempos me hice un buen dinero. No tenía para gastar. Nunca he sido de esas mujeres que compran cosas obsesivamente. Yo, con unos jeans y un par de blusas estoy más que lista. No podría establecer una cifra de los hombres con los que me acosté, pero sin dudarlo pasan de los cincuenta. 



Cuando entré a la universidad me volví más selectiva. A veces cobraba a veces no. Los hombres a los que les cobraba traían más hombres. Hice una gran cadena de amigos que habían estado conmigo. Mi dinero seguía aumentando y mi apetito sexual no disminuía. Siempre quería probar algo nuevo y mejor. Era una rueda que avanzaba y que no podía detener. Cada vez necesitaba de más cosas para poder sentir placer. Comencé a meterme frutas: pepinos, plátanos y ahhhh, mangos. Ricos y deliciosos mangos entraban y salían de mi vagina. Después de esta etapa de frutas pase al sado. Quería que me amarraran y me trataran como una escoria. Que me escupiera y me destrozaran la vagina. Que me dieran cachetadas y que me tiraran todo su semen y mi cara. Así que busqué hombres que parecieran fieros. La mayoría me decepcionaron. Me follaban con todas sus energías pero no era suficiente. Quería sexo asqueroso, perverso, sucio. 



Un día, en cierta fiesta del centro de mi ciudad. Conocí un chico que era de los barrios bajos. No era fuerte, pero su mirada era penetrante y de inmediato me mojé. Lo quería adentro de mí. Él apenas si me volteaba a ver. Yo tenía un buen trago entre las manos. Me dirigí hacia él y se lo ofrecí. Tomó un poco y lo escupió. Me dijo que era un trago para mujeres, que sabía a perfume. Su rechazo y agresividad me excito. Charlamos toda la noche y me invitó a su barrio. Yo tenía miedo, ansiedad y estaba caliente. Me lo quería coger, coger duro y de verdad. 



Continuará...


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