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Cachonda en la secundaria

~~Caminaba sin rumbo fijo por la amplia avenida. Había oficinas y comercios a ambos lados, pero ninguno atraía mi atención. Perdida en mis pensamientos, los escaparates en vano me devolvían mi imagen: alta para mi edad, cabellera castaña clara, lacia, reunida en una coleta. Vestía falda y blusa negras, y ambas me iban demasiado cortas. Había crecido mucho en los últimos meses y no había contado con dinero para comprarme ropa. Llevaba medias negras y zapatos de tacón, no muy altos, y una chaqueta larga hasta la mitad del muslo. Mi expresión era sombría: hacía poco había muerto mi padre, viudo desde cinco años antes, y mi futuro se perfilaba incierto.
 Mi padre había sido previsor. Yo estudiaba último de secundaria en un buen colegio privado. Él había pagado el año completo desde el principio. También había puesto a mi nombre las escrituras de la casa donde vivíamos y se las había arreglado para dejarme un seguro. Pero mientras lo cobraba, los ahorros que él había hecho, y que me habían permitido subsistir hasta entonces, resultarían insuficientes. No tomó la precaución de habilitarme de edad porque no había tiempo para trámites burocráticos. En cambio, había conseguido que un experto falsificara todos mis documentos: acta de nacimiento, pasaporte, tarjeta de identidad, licencia de conducir.
 Para justificarme una medida tan desesperada, me había dicho: no quiero que tengas que soportar un tutor, ni que alguien pueda estafarte . Desde hacía tres meses asistía al colegio por las mañanas y por las tardes buscaba trabajo. A pesar de que me aplicaba a diario, no había hallado colocación. La principal dificultad era que nadie creía que yo supiera hacer algo. Tenía una cara de niña. Eso era irremediable. Pero por otra parte, la educación que me habían dado en el colegio era muy exquisita, de niña bien, pero no me facultaba para ganarme la vida. Y ni siquiera había terminado la secundaria.
 Esa tarde me sentía al fondo de la depresión. El desamparo y la angustia me agobiaban. Soportar a diario el rechazo es una experiencia desoladora; y para colmo, la última entrevista había sido desagradable de principio a fin. Me había recibido un tipo grande y fofo que clavó sus ojos lascivos en mis piernas. Las tengo largas y bien formadas, y la falda, ya tan corta, las dejaba por completo a la vista. La manera en que me miró me dio un profundo asco. Debí de haber escapado en ese momento, pero la esperanza me hizo resistir.
 A lo largo de la entrevista no me quitó ojo. Y cuando me hizo el examen de mecanografía, se colocó detrás de mí para observar mis pechos por el escote. Para entonces, yo ya estaba muy nerviosa. Por último, le di la mano al despedirme, tiró de ella y me tuvo sujeta, mientras con la otra mano magreaba mis nalgas. Su boca quedó a escasos centímetros de la mía y sentí su aliento aguardentoso. De un empellón me separé, enfurecida, y quedó derrumbado contra el escritorio. Corrí bañada en llanto, convertida en una histérica, hasta alcanzar la calle. Tuve que caminar largo rato para calmarme, pero la angustia no me abandonó. Apenas tenía dinero, no veía la forma de encontrar un trabajo, ni tenía a quién acudir. El tráfico vertiginoso hizo despuntar en mí un intento suicida. Sería más fácil acabar con todo de una vez a que tener que soportar a tipos asquerosos como aquel gordo inmundo.
 Caía la noche, y el aire húmedo anunciaba lluvia. El clima acentuaba mi depresión. Sentí frío de pronto, cuando una ráfaga agitó el borde de mi falda. De mi hombro colgaba el bolso, con los pocos billetes que constituían todo mi capital.
 Mario:
 Hablaba por el celular con Lola. Era mi más reciente conquista, pero cada vez las cosas iban a peor traer. Era caprichosa, interesada y voraz. Hacía rato que me había dado cuenta que estaba más pendiente de mi billetera que de otra cosa. Pero había seguido con ella porque tenía un cuerpo espectacular y follaba de maravilla. Es decir, por motivos tan altruistas como los de ella. Vivo en un mundo regido por los negocios, trabajo muchas horas al día, y de momento no tengo tiempo ni ganas de establecer una relación distinta con una mujer.
 La pécora de Lola venía dándome cortón desde hacía una semana, haciéndose la interesante. Yo sabía que lo que deseaba era que la cubriera de regalos antes de compensarme con una sesión espectacular de sexo, pero a mí ya me cargaba ese trajín. Hacía rato que estaba harto de ella, de modo que en ese momento la mandé a paseo sin pensarlo mucho. Cerré el teléfono, furioso, y lo colgué de mi cinturón. El espejo me devolvió mi imagen: yo vestía como siempre: un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata ocre, ambas de seda italiana. Unos mocasines negros completaban el conjunto.
 En ese momento bajaba por el elevador desde el décimo piso del edificio céntrico donde tengo mi oficina y la expresión de mi cara era de cólera a duras penas contenida. Con una estatura arriba del metro ochenta, noventa y cinco kilos, bronceado natural, cabello negro, un poco más largo de lo conveniente, y ojos grises, el hombre del espejo estaba tan furioso como yo.
 En realidad, en aquel instante yo estaba fuera de mí. Me sublevaba la actitud de Lola. Aunque sentía alivio de haberla cortado, tenía que confesarme que lo que entonces me estaba enloqueciendo era la inexistente pena de perderla, sino las simples e intensas ganas de follar. Hacía rato que la muy arpía venía regateándome los encuentros.
 En resumen: yo tenía en ese momento una erección monumental y un hambre de coño atrasada como para quererme pasar la noche entera follándola. Lola se había encargado de acostumbrarme a hacerlo con bastante frecuencia Y debo reconocer que en la cama era muy buena, la muy puta. Claro, lo que perseguía era que yo, por querer afianzarla, diera el paso de pedirle matrimonio, cosa que no estaba dispuesto a hacer ni por el último coño del mundo. Y sin embargo, ardía de deseo.
 Estás tan desesperado que te follarías a la primera tipa con la que te cruzaras en tu camino , pareció decirme, burlona, mi imagen en el espejo. Yo sonreí con una mueca de ira. Justo entonces la puerta del elevador se abrió y salí al vestíbulo. Atravesé el piso de mármol iluminado por una araña y crucé la entrada. El conserje me saludó, servicial.
 Oscurecía. La noche se anunciaba tormentosa. En ese momento pasó a mi lado una jovencita. Casi se tropezó conmigo. Tenía un aire distraído y triste. De mis labios salió una expresión subida de tono. Tenía unas piernas preciosas, enfundadas en unas medias negras de colegiala. Su figura grácil y joven era exquisita. Me miró con expresión gélida. No sé por qué, tal vez por la cólera que sentía contra Lola, y de rebote contra todas las mujeres, se me ocurrió preguntar con toda la intención de insultarla:
 ?¿Te quieres ganar una bonita suma? ?el tono era desafiante. Ella abrió mucho los ojos y me miró atónita. Me abismé en sus pupilas. Eran verdes, enormes y profundas, como un par de lagos de montaña: la cosa más bella que he visto. Entonces me fijé mejor. Tenía una carita de niña y un aire de desamparo enternecedores. A través de lo mal vestida y arreglada que iba, era imposible no advertir su belleza. En menuda mujer iba a convertirse en poco tiempo. Pero lo más evidente era su juventud y lo mal que andaba de dinero. La ropa le venía pequeña. Una faldita que apenas cubría la parte superior de las medias, sostenidas con ligas, y una blusa donde los senos pugnaban por abrir los botones, todo muy gastado. ¿Cuántos años tendría? ¿Quince? ¿Dieciséis, acaso? Parpadeé varias veces, asombrado ante aquella mirada verde clavada en mis ojos. Pero ya la chica, más dueña de sí, o repuesta antes que yo de la impresión, movía los labios y decía algo. Tuve que prestar más atención y ella repitió sus palabras, como si le hablase a un retrasado mental:
 ?Dije que cuánto. cuánto ofreces. ?tardé unos instantes en comprender el sentido de la pregunta. Pensé en el último regalo que le había hecho a Lola, un broche de brillantes bastante caro, y todavía doblé la cifra, que fue lo primero que se me ocurrió. No me costó sentirme generoso de pronto. Tenía frente a mí aquella boca sensual, de fino dibujo, el cutis fresco, sin apenas maquillaje, y unas cejas perfectas sobre aquel par de esmeraldas vivas.
 Me sentí incrédulo. ¿Cómo era posible que aquella tierna niña follara por dinero? Al oír la suma, había abierto mucho los ojos. Era una cantidad importante, aun para mí, y mucho más de lo que gana una puta de lujo en una noche completa. Seguro sus clientes habituales no pagaban tanto. Pero, en realidad, yo pretendía sacarle todo el jugo a mi inversión. Tan altruista no era. Sonreí con malicia al pensarlo. El desconcierto de la chica duró sólo unos segundos. Recuperó la calma y su cara se convirtió en una máscara pétrea. Al verla me asombró su sangre fría. A lo mejor había empezado muy joven. ¿Pero cuándo? ¿A los trece o a los catorce? Increíble. Cada vez empiezan más jóvenes, pensé, observándola con descaro.
 ?¿Qué hay que hacer? ?dijo, con una voz que habría congelado un mar de lava hirviendo. No había duda: estaba ante una profesional.
 ?Quiero que me la mames, luego quiero darte por el culo, y terminar en tu boca ?expliqué. No sé qué me tenía entonces más fuera de mis casillas, si la cólera o el deseo. Ella me escuchó hecha una estatua. Siguió impávida, con aquella cara de jugador de póquer, y preguntó:
 ?¿Sólo eso? ¿Nada más? ?yo asentí. Esos eran mis gustos. En realidad, un plan comenzaba a formarse en mi cabeza. Tal vez habría forma de vengarme de la imbécil de Lola, y de paso saciar mis ganas. Yo tenía una erección mayúscula y, no estaba de ánimos para reflexionar demasiado en la tontería que iba a cometer.
 ?No te tomará mucho tiempo, te lo aseguro ?dije, para ayudarla a decidirse. Yo veía cómo su cerebro parecía funcionar a mil por hora, detrás de aquella cara angelical y dulce. Cómo pueden engañarnos las apariencias, pensé, al ver su carita de niña buena. Parece una muñeca de porcelana y no es más que una cualquiera. Los botones de la brevísima blusa estaban a punto de reventar. Tenía unas tetas redondas, aunque no excesivas, y los pezones ciegos se marcaban debajo de la tela. A través del escote los senos se adivinaban pesados y firmes. La cintura breve se abría en la suave curva de las caderas, y bajo la falda las nalgas redondas ocultaban el agujero del culo, que con seguridad sería una ricura. Comencé a imaginar qué placer me proporcionaría derramarme en el estrecho canal, y al pensarlo, mi polla terminó de empalmarse.
 ?Está bien ?dijo por fin, decidiéndose?. ¿Adónde vamos?
 Yo tenía aparcado mi coche en el sótano del edificio. La tomé por el codo, cortés, y la llevé hasta el elevador. Bajamos en silencio. Su figura se reflejaba en el espejo, pero ella evitaba mirarse y mirarme. ¿Tímida? La observé con descaro: era jovencísima. Tuve el temor de que fuera ilegal tener sexo con ella, pero lo descarté enseguida. Había reaccionado como una profesional, con aquella expresión gélida en la cara. En ese momento la puerta se abrió y salimos al nivel donde había dejado el vehículo. Era un Mercedes del año, negro. Abrí la puerta de la derecha y la ayudé a subir. Luego abrí la puerta del conductor, abordé y me puse al timón. Di vuelta a la llave y el motor rugió de inmediato. Pocos minutos después salíamos del estacionamiento y rodábamos por las calles, atestadas a esa hora.
 Había comenzado a caer una lluvia menuda y fría. Puse la calefacción y la atmósfera se tornó muy grata. El aroma y la textura de los asientos, tapizados en cuero, nos arroparon convertidos en un placer casi pecaminoso. Los limpia parabrisas barrían el cristal con ritmo hipnótico, y yo me concentré en lidiar con el tráfico. Esquivé las calles impracticables y pronto salí a la autopista. A pesar de la concentración que me exigía el camino, iba muy pendiente de la figura sentada a mi lado. Dejé atrás el distrito céntrico y enfilé hacia el vecindario donde tengo mi apartamento. Es mi pied à terre en la ciudad. Me quedo ahí cuando se me hace tarde y no deseo conducir hasta la villa en las afueras. Lola la llamaba, burlona, la garçonniere. Ella vivía en el edificio de enfrente, pero tenía prohibido pisar mi apartamento sin que la llamase. Yo la conocía lo suficiente como para saber que no iba a dar señales de vida en ese momento, pero estaba seguro que permanecería con los visillos entornados, muy pendiente de mi llegada. Desde su balcón se dominaba toda la entrada del edificio. Sonreí y me felicité por haber escogido cristales claros para el Mercedes. Me detuve a la entrada y de inmediato Mateo se acercó. En la mano llevaba el paraguas, precavido. Estaba acostumbrado a mis acompañantes femeninas y sabía ser un tipo discreto, luego de tantos años a mi servicio. Abrió la puerta. La chica bajó y pasó al portal escoltada por el conserje. Este dio entonces la vuelta al coche y abrió mi puerta. Salí y le entregué las llaves.
 ?No estoy para nadie. ?dije, con tono firme. Él se limitó a inclinarse respetuoso. Me dio el paraguas, subió al coche y lo condujo al estacionamiento. Yo caminé la corta distancia que me separaba del portal y dejé el paraguas donde Mateo pudiera recogerlo. Toda aquella ceremonia estaba dedicada a Lola, que observaba con los visillos entornados. Miré con descaro hacia arriba, y sonreí al ver la sombra que justo entonces se alejó de la ventana con rapidez. La figura de la chica que me acompañaba era sensacional, y Lola seguro la había visto. Imposible que no apreciara cada curva. O mucho me engañaba o mi ex amante estaría en esos momentos muerta de celos. Que te aproveche, pensé.
 Subimos hasta el último piso, que yo ocupo en exclusiva. Algunas ventajas tiene el ser el dueño del edificio. Vivo solo desde hace años. Aún en la villa de las afueras, yo ocupo un área ajena a la de mis padres a la cual ellos muy pocas veces se asoman. Abrí y la hice pasar. Puse el volumen de la contestadora al mínimo y sin preguntar le serví una copa. Yo me serví otra. La chica se sentó en el borde del sofá de la sala sin quitarse la chaqueta. En aquel momento parecía más cohibida que al principio, pero a pesar de su inesperada timidez, tenía en la mirada una especie de decisión fatal. Tras ese rostro de niña, intuí, había todo un carácter. Tomó el vaso con ambas manos y apuró un trago. El licor debió de quemarle el paladar, pero no se quejó. Yo encendí la chimenea y puse música. No encendí más que un par de luces indirectas. En realidad, la atmósfera estaba gélida ahí dentro, así que esperé que caldeara un poco.
 En todo caso, yo no tenía ninguna prisa. El haber advertido a Lola en la ventana, y sobre todo el saber que en ese momento ardería de celos, me había proporcionado una enorme satisfacción y mi cólera se había desvanecido como por encanto. Fui hasta el dormitorio y me quité el saco, la corbata, los zapatos y los calcetines. Sin que ella me viera, oprimí un botón oculto. Me puse las pantuflas y volví donde la chica, que seguía bebiendo su trago. El licor y el fuego comenzaban a poner algún color en sus mejillas, de una palidez de mármol. Debe de ser el frío , concluí. Toqué sus manos y, en efecto, estaban heladas.
 ?Ven, siéntate cerca del fuego ?sugerí. Me obedeció como una autómata y se dejó caer en un sillón a un lado de la chimenea. El vaso estaba casi vacío. Se lo quité de las manos y fui a servirle otro. Al parecer, lo necesitaba. Lo llevó a los labios y lo paladeó despacio, hurtándome los ojos. Yo me senté frente a ella, muy cerca, di un trago a mi vaso y la miré con atención reconcentrada.
 ?¿Cómo te llamas? ?pregunté.

Datos del Relato
  • Categoría: Varios
  • Media: 7
  • Votos: 1
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  • Lecturas: 1973
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