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Categoría: Incestos

Anita de tus deseos (capitulo 1)

Descubrí el sexo de golpe, de una manera un tanto forzada. Con 18 años descubrí con placer que soy una puta masoquista. En ese proceso una persona muy allegada me llevó de la mano y me introdujo en un mundo nuevo para mí y que me fascino desde el primer momento. Fue el comienzo de un proceso que me convirtió en lo que soy hoy: una mujer feliz y realizada. De golpe, casi pasé de jugar con muñecas y leer novelas rosas, a hacerlo con la polla de mi padre.

Tenía dieciséis años cuándo mi madre murió en un accidente de tráfico. Era una mujer preciosa, joven, y totalmente enamorada de mi padre. En público siempre iba bien vestida, pero habitualmente, en casa, estaba muy ligera de ropa. Yo la imitaba. Desde muy pequeña ella era mi referente: de mayor quería ser cómo ella.

Mi padre, más que un padre es un cómplice, y le adoraba: siempre estaba dispuesto a complacer mis caprichos. Era un ejecutivo de categoría media alta de un gran banco internacional, y sus obligaciones laborales le impedían ocuparse de mí: o al menos eso me dijo. Al poco tiempo me envío a un estricto colegio de monjas en Dublín dónde estuve recluida dos años, hasta que cumplí los 18. La muerte de mi madre supuso un cambio radical en mi vida: pase de ser una niña mimada y caprichosa, a ser una amargada. Esos dos años fueron un infierno: las compañeras eran unas asquerosas igual de amargadas que yo y las monjas unas brujas sin sentimientos ni corazón. En ese tiempo, solo vi a mi padre dos veces, dos ocasiones en que su trabajo le llevó a Irlanda. Incluso en verano me mandaba a una especie de residencia en la costa que también tenían las brujas. Semanalmente recibía sus extensas cartas llenas de amor y cariño, y todos los jueves esperaba impaciente la llegada del cartero: la informática y los correos electrónicos estaban totalmente prohibidos. Ni siquiera tenía teléfono móvil: el primero me lo regalo papa cuándo regrese a Madrid.

Dos meses después de cumplir los 18, papa llegó para la graduación. Después de la ceremonia, recogimos mis cosas y salimos hacia el aeropuerto: no me despedí de ninguna de las amargadas, ni mucho menos de las brujas. Cuando entramos por la puerta de casa era la mujer más feliz del mundo y todo mi anhelo era vivir allí en compañía de papa y no salir nunca más.

Desde el primer momento papa inicio un trabajo psicológico encaminado a convertirme en lo que hoy soy. Desde muy pequeña mi madre me inculcó la obediencia a mi padre: obedecerle, para mí es lo normal y no se me había olvidado.

—¿Nunca has estado con un chico? —preguntó una noche.

—No me gustan los chicos: recuerdo que son unos tontos, —al oírme se echó a reír—. Además, en el internado no había ninguno.

—Bueno, supongo que algún día cambiaras de opinión, —cómo única respuesta me encogí de hombros—. Bueno, no te preocupes que no pasa nada: de todas maneras, yo siempre estaré a tu lado mientras me dejes.

—Papa, yo solo quiero estar siempre a tu lado.

—¿Siempre, siempre? Piensa muy bien lo que vas a contestar, —dijo mirándome con sus penetrantes y seguros ojos.

—Siempre papa, —dije con seguridad a pesar de que me sentía sorprendida, sorprendida porque aunque imaginaba cual era el sentido de su pregunta, respondí sin dudar.

—Muy bien hija, —dijo papa poniéndome una mano en la rodilla—. Cómo te pareces a tu madre: eres clavada.

—Yo siempre he querido ser cómo ella.

—Entonces procuraré que lo seas… en todo. Por supuesto siempre que estés de acuerdo. —yo no dije nada. Supongo que se me puede aplicar lo de quien calla otorga.

Durante el resto del día siguió trabajándome psicológicamente: supongo que en el fondo debía tener alguna duda sobre su control sobre mí. Hay que tener en cuenta que casi no me había visto en un par de años. Me comió el coco de tal manera que esa primera noche, terminé masturbándole mientras seguía sus instrucciones, feliz cómo una lombriz.

Repetimos la operación varias noches más. Tenía que usar las dos manos para poder manejar la polla más descomunal que nunca había visto, aunque la verdad es que era la primera que veía. Después de muchos años, y algunas pollas más, tengo que decir que jamás he vuelto a ver una cómo la de mi padre. Según iban pasando las noches, avanzábamos en los juegos, pero siempre sin penetración: se la acariciaba, me la pasaba por la cara, se la besaba, lamia la punta e incluso le masturbé con los pies. Mientras, exploraba mi cuerpo con mucho detenimiento, pero en esos primeros días jamás se aproximó a mis genitales. A la segunda noche ya consiguió, sin mucho esfuerzo, que me desnudara, y tumbada junto a su cálido cuerpo, recorrió con las yemas de los dedos mi piel. Yo notaba cómo el calor del deseo me invadía, y él lo notaba también, pero no aceleró el paso, su intención era sembrar para el futuro: ahora lo sé muy bien. Al cuarto día ya me acariciaba fugazmente la vagina, y cuándo veía que me aproximaba al orgasmo, aflojaba, dejaba que me calmara y volvía a empezar. Con mucha habilidad dejaba que creyera que era yo quien decidía, pero la realidad es que yo obedecía todos sus deseos: vio con claridad la sumisa que hay en mí.

Desde el primer momento incrustó en mi mente la idea de la confidencialidad y el secreto, y tengo que reconocer que hizo un trabajo soberbio: jamás hablé con nadie sobre lo que me estaba pasando, aunque la verdad es, que en ese momento no tenía a quien contarle nada. Al contrario, la imagen que daba a mis compañeros cuándo empecé la universidad era la de una mojigata beatona, cuándo la verdad es que era sexualmente muy activa, eso si, con mi padre. Yo me lo tomaba cómo si fuera una actriz interpretando un papel estelar, y me encantaba. ¡Joder! Si hasta me vestía con calcetines altos y rebequitas pijas para ir a la universidad. Pero me estoy enrollando mucho y adelantándome a los acontecimientos.

El gran día llegó con el fin de semana, aunque sería más propio decir: la gran noche. Era viernes, y al día siguiente él no tenía que trabajar y yo no tenía nada especial que hacer. Cenamos pronto, algo que pedimos a un japo. Cuándo trajeron el pedido, mi padre abrió una botella de vino y me pidió que cenara desnuda: con él el tema de la vergüenza hacia días que había pasado a la historia. Cómo en un juego, comencé a quitarme la ropa cómo había visto en un video de Internet. Después cenamos en un mar de risas y confidencia. Me sirvió un poco de vino y cuándo terminamos, tomamos café y un chupito de anís: tres cosas que nunca había probado. Cuándo probé el anís mis pezones reaccionaron poniéndose duros cómo canicas. Si lo que pretendía era animarme, tengo que decir que no hubiera hecho falta: después de los prolegómenos de los días anteriores yo ya estaba totalmente entregada. De todas maneras, me agradó la idea de la transgresión liquida, porque por alguna razón, supongo que psicológica, lo “otro”, no lo consideraba una transgresión. Además, me “ponía” la situación: el vestido y yo desnuda.

Cuándo recogimos la mesa mi padre se sentó en el sillón.

—Anita, ¿puedes venir?

—Sí papa.

—¿Quieres sentarte aquí encima? —yo le obedecí. Me senté de lado sobre sus piernas y me atrajo hacia su pecho. Después, mientras me acariciaba el pelo, preguntó—: ¿Qué quieres hacer ahora?

Yo me límite a encogerme de hombros. Mi padre fue bajando la mano lentamente por la curva de mi costado, y mientras lo hacia el deseo aumentaba gradualmente. Su mano continuó bajando hasta alojarse en mi trasero.

—¿No tienes curiosidad?

—No, —respondí al tiempo que volvía a encogerme de hombros.

—¿No quieres saber lo que va a ocurrir?

—¿Qué va a ocurrir? —pregunté mientras levantaba el rostro para mirarle.

—Nada que tu no quieras, —respondió mientras se inclinaba y me besaba en los labios—. Por eso te pregunto.

—¿Cómo estos días anteriores?

—Sí, pero más y mejor. Pero solo si quieres y confías en mí. —mientras hablaba continuaba acariciándome el trasero— ¿Te gusta lo que hemos hecho hasta ahora?

—Sí, —contesté. Se inclinó y volvió a besarme en los labios mientras su mano se alojaba entre mis piernas. Saboreando su aliento noté una descarga que me impulsó a aproximar mi vagina a su mano.

—Y esto, ¿te gusta? —preguntó casi sin separar los labios y moviendo la mano hasta alcanzar mi vagina. Se me escapó un gemido que fue en primero de muchos que llegaron a continuación. Me tumbó bocarriba sobre sus piernas, separé las mías y me entregué totalmente. Mientras me acariciaba la vagina con la derecha, con la izquierda me sobaba mis incipientes tetitas. Fue subiendo esa mano mientras me acariciaba el cuello hasta que finalmente me introdujo un par de dedos en la boca. Continuo hasta que casi estuve a punto de alcanzar un orgasmo, aunque eso era algo de lo que no tenía ni idea: nunca había tenido uno. Apreté los muslos aprisionándole la mano.

—Sí, te gusta y mucho, ya lo creo: eres una pequeña zorra, —afirmó. Imaginé que sonreía satisfecho, aunque no podía mover la cara ni contestarle porque mantenía sus dedos dentro de mi boca. Si hubiera podido le hubiera gritado que si con todas mis fuerzas—. Ahora vas a empezar a hacer lo mismo que me hacia tu madre cuándo vivía. Me harías muy feliz. ¿Te parece bien?

—Sí, sí, papa, —dije con la voz entrecortada cuándo sacó los dedos de mi boca. Me ayudó a incorporarme, me beso apasionadamente en los labios durante un rato largo y finalmente me puso de rodillas entre sus piernas.

—¿Estás de acuerdo en obedecerme en todo?

—Sí papa.

—¿Sea lo que sea? Piénsalo bien antes de contestar.

—Sí papa.

—Muy bien hija: desabróchame el pantalón y sácamela.

Solté el cinturón y comencé a desabrocharle los botones. Metí la mano en la bragueta y después de apartan el calzoncillo, le agarré la polla y la saque.

—Abre la boca, —me ordenó mientras me sujetaba la cabeza con las manos. Le obedecí mientras me hacía inclinarme hasta que su descomunal polla comenzó a entrar en mi boca. Tuve que abrirla mucho para que entrara y apretó tanto hacia abajo que me dio una arcada cuándo llego al fondo de la garganta y me toco la campanilla, y eso que la mitad se quedó fuera.

—Papa, no me entra. ¿Todas las pollas son cómo está?

—Te aseguro que pocas pollas vas a ver cómo esta. A tu madre le gustaba mucho, y era capaz de metérsela entera en la boca.

—¿Sí? ¿Cómo?

—No te preocupes hija, te ira entrando: te lo aseguro. A tu madre también la tuve que enseñar: a esto y muchas cosas más. Era cómo un diamante en bruto y lo tallé a mi gusto: cómo haré contigo, —volvió a sujetarme la cabeza y me guio hasta que me la volví a introducir—. Quiero que chupes despacio, muy despacio y sin manos.

Le obedecí y lentamente descubrí que sacando la lengua la polla entraba más profundamente. Reconozco que el comentario que hizo de mi madre me incitaba a querer emularla y eso me excitaba mucho. Aun así, de vez en cuando tenía alguna arcada más. Mi padre permanecía quieto, disfrutando el momento, consciente de su triunfo total sobre mí aunque yo no me daba cuenta. En ocasiones se incorporaba y me acariciaba la espalda y el trasero, y me gustaba.

—Sigue, no pares. Dentro de poco me voy a correr, y cuando lo haga quiero que te lo tragues, y quiero que lo hagas sin titubeos. ¿Lo harás hija? —hoy reconozco que esa mezcla de imposición y pregunta me ponía a cien. Sin sacármela de la boca afirme con la cabeza. Mi padre se incorporó nuevamente para acariciarme el trasero—. Buena chica. Muy buena chica.

Su corrida fue tan abundante que parte se me escapó por la comisura de los labios y me hizo toser un poco. Aun así, tragué todo lo que pude. Complacido, mi padre se incorporó y con el dedo fue rebanando con cuidado las gotas que tenía por la cara y me las metía en la boca: yo chupaba el dedo con deseo, feliz por haberle complacido. Cuándo terminó, me beso en los labios y otra vez me sentó de lado sobre sus piernas y me atrajo hacia su pecho.

—Buena hija. ¿Te ha gustado?

—Sabe raro.

—¿Pero te ha gustado?

—Sí papa, me ha gustado.

—A tu mama le gustaba mucho chupármela: lo hacía a diario. Tenía una boca maravillosa. ¿Sabes? Me gustaría mucho que tú también lo hicieras. ¿Qué opinas?

—¿Chapártela a diario?

—Sí.

—Yo quiero que seas feliz papa. ¿Si lo hago lo serás?

—Claro que si mi amor. Seré enormemente feliz.

—Entonces lo haré: haré todo lo que me tú pidas.

—Tu mama me hacía muchas cosas…

—Yo también las haré.

—Y yo la hacía muchas cosas también: cosas que la gustaban mucho.

—Ya me lo has dicho antes papa, —dije incorporándome—. Voy a sustituir a mama en todo: no seas pesado.

—Y me vas a obedecer en todo, sea lo que sea.

—Que sí pesado, que te voy a obedecer en todo, sea lo que sea.

—Muy bien. Voy a preparar un contrato para que lo firmes. En él quedara reflejado que estás a mi disposición para lo que yo quiera, —al principio pensé que estaba de coña, pero luego me di cuenta de que no lo estaba: lo decía muy en serio—. Redactarlo es fácil, solo tengo que copiar el de tu madre.

—¿Mama también lo firmó? ¿Por qué?

—Porque el contrato crea un vínculo muy especial entre las dos partes. Todavía eres muy joven y seguramente no lo entiendas, pero lo harás.

—Vale, si quieres que lo firme…

—Tu también tienes que quererlo y confiar en mí ciegamente.

—Yo también quiero firmar.

—Perfecto. El contrato tiene un anexo que es una lista de normas concretas, que serán de obligado cumplimiento a partir de mañana cuándo te levantes. Por ahora solo te voy a decir tres. La primera: en casa siempre estarás desnuda. Siempre. Tu madre lo hacía cuándo tu no estabas en casa.

—Recuerdo que siempre iba muy ligera de ropa.

—La segunda: siempre estarás perfectamente depilada, totalmente depilada: ya me entiendes. Y la tercera: nunca pesaras más de cincuenta kilos. Está claro que te sobran algunos, —cuándo oí las dos primeras una punzada de placer que atravesó el chocho y ya no fui capaz de decir nada de la tercera—. El resto lo leerás mañana. Ahora, mientras preparo el contrato, vete al baño y depílate. Y dúchate, que no quiero encontrarme pelos sueltos.

Cuando regresé, el contrato estaba sobre la mesa. Cogí el boli que me tendía mi padre y sin leerlo lo firme. Lo guardó en una carpeta y dejó la copia encima de una mesa auxiliar. Después, colocó una manta sobre la mesa del comedor, me cogió en brazos y suavemente me deposito encima. La incertidumbre de lo que se proponía a hacer hizo que el deseo se me disparara. Trajo una caja de madera que dejó sobre la mesita, la abrió y se puso a rebuscar en su interior. Sacó un par de cosas que no pude ver y cogiendo una silla se sentó a la mesa.

—No quiero que cierres las piernas, —dijo mientras las separaba suavemente con las manos. Yo estaba muy excitada y se dio cuenta. Mi caja torácica se expandía con la respiración marcándome las costillas, y eso, que tenía un poco de sobrepeso. Colocó sus manos sobre mis tetas y comenzó a chuparme la vagina: suavemente, solo con la punta de la lengua. Fue un trallazo de placer tan fuerte, que instintivamente cerré las piernas aprisionándole la cabeza. Con una sonrisa volvió a separarlas y comenzó de nuevo con el mismo resultado.

—Te he dicho que no las cierres.

—Papa no lo puedo remediar, —dije mientras unas lágrimas rodaban por mis mejillas. Mi padre se levantó y abrazándome me estuvo consolando.

—Bueno venga, no te preocupes mujer, que no pasa nada.

—Lo siento papa, lo siento.

—Si no quieres que siga lo dejamos, pero ya estás incumpliendo el contrato, —dijo con su melodiosa voz mientras me acariciaba—. Yo estoy deseando seguir y no te voy a engañar: va a ser durante mucho tiempo. Estoy deseando comerme tu chochito.

—Pero no lo voy a poder soportar, —dije haciendo unos pucheros.

—Si quieres complacerme yo lo puedo solucionar, pero tienes que estar de acuerdo. Sé que te va a gustar, y mucho. Pero lo que más me molesta es que no cumplas con tu palabra.

—¡Si quiero cumplirla!

—Pues entonces ¿Qué hacemos?

—Quiero que lo hagas, —mi padre se levantó, y rebuscó en la caja de dónde sacó una madeja de cuerda. Con ella me ató a la mesa con las piernas bien separadas, y para evitar manotazos también me ató las manos por encima de la cabeza.

Cuándo volvió a sentarse y empezó a chupar, yo ya estaba cardiaca perdida. Mis esfuerzos por soltarme y evitar lo inevitable me excitaban aún más y a los pocos minutos ocurrió algo que nunca me había ocurrido. Fue cómo si se me fuera la vida en una vorágine de placer. Todos los músculos del cuerpo se me tensaron y durante unos segundos fui incapaz de articular el más mínimo sonido para finalmente desembocar en una oleada de gemidos y chillidos. Mi padre no paró, continuó incansable mientras yo forcejeaba inútilmente con las cuerdas e imploraba al mismo tiempo de parase y continuase. Al poco tiempo llegó otro, y luego otro, mientras el continuaba incansable, recorriéndome ya la vagina de arriba abajo y mi patética resistencia desaparecía. Cuándo se cansó de chupar, se incorporó y vi en su rostro cara de satisfacción, pero cuándo pensé que todo había concluido me di cuenta de que en realidad acababa de empezar. Con un vibrador siguió estimulando el clítoris mientras con un dedo empezó a explorar mi ano. Un par de orgasmos después fueron dos dedos y luego tres. Finalmente, me metió un plug muy mono decorado con un cristal tallado. Para entonces yo ya estaba derrotada y mi resistencia era nula. Me desató y cuándo creía que todo había terminado comprobé hasta qué punto estaba errada: faltaba el epílogo. Me llevó a la cama, me tumbó, se arrodilló junto a mi cara, me la metió en la boca y comenzó a follármela. Se corrió en mi boca mientras gritaba cómo un poseso, y me tragué su semen cómo pude. Cuándo se tranquilizó, me cogió en brazos y se sentó en el sillón.

—¿Estás cansada? —contesté que si con la cabeza. La verdad es que estaba agotada. Me incorporó y me cubrió de besos. Inerte, le deje hacer hasta que se cansó. Después, se levantó llevándome en brazos y me deposito suavemente sobre la cama—. Bueno, ya está bien por hoy: mañana más. ¡Ah! Y no quiero que te quites el dilatador del culo.

Y entonces dijo algo que me convirtió en la mujer más feliz del mundo.

—¿Sabes? Vas a superar a tu madre. Cuando termine de enseñarte vas a ser una máquina. Lo de hoy solo ha sido el aperitivo: mañana te vas a cagar.

Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
  • Media: 1
  • Votos: 1
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