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Amistades peligrosas

Un céntrico pub de moda en Madrid era el escenario de aquella fría noche del mes de enero. Mi marido y yo, en compañía de otro matrimonio de amigos, charlábamos animadamente sentados en torno a una de las mesas del local. La música estaba bastante alta, pero se podía hablar sin tener que gritar como ocurre en la mayoría de las discotecas. Por eso nos gustan mas los pubs, amen de que las copas son más baratas. Además, a nuestros cuarenta y tantos años, preferimos ambientes más tranquilos.



En un momento dado se acercó hasta nosotros un chico joven, de unos veinticinco años, acompañado por una preciosa chica, que parecía conocer a mi marido. Tras las oportunas presentaciones aquel atractivo muchacho resultó ser un compañero de trabajo de mi esposo. Ella era su novia. Mientras nos presentaban pude observar que el chaval no retiraba su mirada de mi generoso escote, por el que sobresalían gran parte de mis voluminosos pechos. Aquello me causó dos sensaciones simultáneas, pero evidentemente opuestas. Por una parte estaba muy incómoda y violenta ante las persistentes miradas de aquel chico, pero por otro lado sentí un cosquilleo de orgullo al comprobar que, pese a mi edad, todavía levantaba pasiones entre los hombres, y más en aquel caso, al tratarse de un hombre joven y atractivo.



Una vez intercambiadas las típicas frases de presentación, el chico y su novia desaparecieron entre el tumulto del local. Nosotros recuperamos nuestros asientos y continuamos charlando. Nuestras copas estaban ya casi vacías, así que mi marido y el marido de mi amiga se levantaron para ir a buscar otra ronda. Entonces mi amiga me comentó, entre risillas nerviosas, lo bueno que estaba el compañero de mi marido y las miradas de lujuria que había dirigido a mis tetas. Ambas estallamos en carcajadas. Luego nuestros maridos llegaron con nuevas copas y se sentaron con nosotras.



Al cabo de un buen rato sentí unas tremendas ganas de mear. Apagué el cigarrillo, informé de mis intenciones y me levanté camino del cuarto de baño. Los baños estaban en la otra punta del local, por lo que tuve que ir abriéndome paso entre la multitud hasta alcanzar mi ansiado objetivo. Cuando por fin llegué a mi destino las ganas de orinar eran casi insoportables. Atravesé el umbral de la puerta general de los aseos. El baño de chicas, para variar, estaba a reventar. Había una cola de más de quince mujeres y ya me dolía la vejiga. Mientras esperaba en la cola, del baño de caballeros salió el compañero de mi marido que, al verme, se paró a saludarme. Nuevamente sus ojos se clavaron en mis tetas. Nerviosa y dolorida, sin saber de que hablar con aquel chico, le hice partícipe de mis problemas de vejiga. Al principio esbozó una sonrisa jocosa, pero al ver que mis ganas de mear eran tremendas me propuso una idea. Dijo que el baño de caballeros estaba vacío y que él podía montar guardia en la puerta mientras yo meaba tranquilamente. De esa forma evitaba el suplicio de la cola de chicas que me precedía.



La idea que, en un principio me pareció descabellada, fue tomando forma en mi cabeza, ayudada por la presión de mi vejiga que era ya insoportable. Entonces acepté su ofrecimiento. Aproveché que nadie estaba mirando en ese momento para colarme en el baño de caballeros. Fernando, que así se llamaba el compañero de mi marido, entró conmigo. Había varios urinarios de pared, frente a los cuales se encontraban los lavabos. Al fondo había dos puertas que daban acceso a sendos váteres. Me metí por una de aquellas puertas, la cerré con cerrojo, me baje los vaqueros y las bragas, y me senté sobre la tabla de la taza para dar rienda suelta a mi dolorida vejiga. Mientras Fernando montaba guardia al otro lado de la puerta, un interminable y abundante chorro de pis surgió entre mis piernas, aliviando poco a poco mi vejiga.



Cuando terminé de mear, mi única obsesión era salir de aquel baño lo antes posible, para evitar que alguien me sorprendiera allí. Cuando abrí la puerta del váter, pude comprobar que Fernando seguía montando guardia, tal y como había prometido. De pronto la puerta general del baño se abrió. Fernando reaccionó rápidamente y, empujándome dentro del habitáculo del váter se metió conmigo dentro y accionó el cerrojo tras de sí. Aquella situación era embarazosa y a la vez divertida, por lo que ambos soltamos una carcajada. No había peligro de que nadie oyera nuestras risas, ya que en el interior del baño había altavoces por los que salía la misma música del local. El asunto estaba claro, debíamos esperar allí hasta que el baño quedara libre y así poder salir sin ser vistos.



El habitáculo era bastante estrecho, por lo que el espacio libre entre Fernando y yo era muy limitado. Entonces oímos un ruido de puertas y Fernando se giró, abrió con cuidado la puerta y tras mirar hacia fuera por una rendija volvió a cerrarla, informándome de que todavía había gente. Al girarse hacia mí, como el espacio era pequeño, sin querer me rozó los pechos con una de sus manos. Los dos nos quedamos algo cortados mirándonos fijamente a los ojos. Yo esperaba la típica disculpa jocosa, pero Fernando, esta vez intencionadamente, acarició la parte superior de mis tetas con una de sus manos, mientras acercaba sus labios a los míos. Acto seguido, sin darme tiempo a reaccionar, comenzó a besarme en la boca. El muchacho, al ver que yo no oponía resistencia, me metió la lengua en la boca y comenzó a estrujar mis pechos con fuerza.



Segundos más tarde me sacó las tetas fuera, por encima del escote, y empezó a lamerme los pezones. Instintivamente llevé mis manos a su bragueta y comencé a frotarle el paquete. Estuvimos besándonos y acariciándonos un buen rato, y nuestras respiraciones fueron aumentando. En plena excitación Fernando comenzó a desabrocharme el vaquero. Luego, nos separamos un poco y cada uno se quitó sus propios pantalones entre miradas lujuriosas. Me quité también las bragas y él hizo lo propio con su slip. Tenía la polla inmensa y erecta, con el capullo totalmente fuera de su prepucio. Entonces colocó una de mis piernas sobre la taza del váter, apuntó su capullo entre mis piernas y me la metió en el coño. Mi primera sensación fue de dolor, ya que mi vagina no estaba habituada a ese calibre y a la dureza extrema de su pene, pero cuando comenzó a follarme, poco a poco la sensación de dolor se fue tornando en placer infinito.



Y de esa manera, de pié, me follaba sin parar al mismo tiempo que su lengua inspeccionaba mis encías y sus labios chupaban los míos. A los pocos segundos me sobrevino un tremendo orgasmo. Su polla me taladraba las entrañas con una fuerza increíble, mientras sus manos estrujaban mis tetas y su boca y lengua me morreaban sin parar. La tenía tan dura que el segundo orgasmo no se hizo esperar. Luego experimenté un tercero y hasta un cuarto casi seguidos.



Entonces Fernando me anunció al oído su inminente corrida. Como no teníamos condones, y ante el peligro de que se corriera dentro y me dejara preñada, me senté en la taza del váter y me metí su polla en la boca. Le cogí los huevos con ambas manos y empecé a mamársela con el único contacto de mis labios en su pene, mientras que con mi lengua le lamí en círculos el capullo. En menos de quince segundos su leche empezó a salir como una exhalación inundando mi boca. Cada vez que le apretaba los huevos me obsequiaba con un nuevo chorro de semen espeso y caliente. Por descontado que me tragué hasta la última gota de su jugo sexual, mientras él se retorcía de placer con mi mamada.



Cuando terminó de correrse estuvimos un buen rato, desnudos, de pié, besándonos como dos quinceañeros. Luego nos vestimos y, tras comprobar que el baño estaba vacío, abandonamos los aseos. Cuando llegué a la mesa, mi marido me preguntó que como había tardado tanto. Yo le dije que había tenido que guardar una interminable cola en el baño. Mi marido pareció conformarse con aquella explicación, pero mi amiga no se lo creyó. Entre otras cosas porque cuando nos marchamos del pub me dijo que ella había ido también al baño y no me había visto en la cola. Cuando le conté a mi amiga la verdad me felicitó por aquella experiencia, pero también, entre risas, me echó la bronca por no haberla avisado.



Desde aquel día, cada vez que recuerdo el polvazo que me echó Fernando no tengo más remedio que hacerme un dedo en el cuarto de baño de mi casa, aunque es difícil emular el tamaño y la dureza de la polla de aquel chico, y su forma tan intensa de follar. En fin, ojalá mi marido me presente nuevas amistades peligrosas como la de aquel día.



 



Fin


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