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Categoría: Incestos

Acabé cachonda con mi hermano

La relación con Alfredo, mi hermano dos años mayor que yo, es bastante tensa. Es un chico engreído, malhumorado y amargado de la vida. Según sé (pues íbamos al mismo instituto y conozco algunos amigos y enemigos suyos), Alfredo es un auténtico patoso ligando y con veintiún años, no se ha comido un maldito rosco. Eso me da fuerzas cuando me avergüenza delante de mis padres o cuando hace comentarios salidos de tono delante de alguna amiga. Sé que yo he disfrutado de mi cuerpo mucho más que él y eso me reconforta bastante.

Cierto día, hará dos semanas, me senté en el ordenador que tengo en mi cuarto y lo encendí. El ordenador lo compartimos toda la familia, pero mi padre y yo somos quienes más lo usamos. Ese día quería revisar bien todos los archivos del sistema porque quiero estudiar ingeniería informática al año que viene y me gustaría ir preparada. Por eso, seleccioné en la carpeta que pudiera ver los archivos ocultos y me puse a dar vueltas por los discos duros a ver qué me encontraba y que no conociera. Mi sorpresa fue mayúscula cuando encontré una carpeta titulada «Conversaciones Alfredo». Ni siquiera me di cuenta de que estaba entrando en la intimidad de mi hermano hasta que fue demasiado tarde. En esa carpeta había guardado docenas de conversaciones en un salón de chat y lo que más me alucinó de todo fue descubrir que en todas ellas hablaba de mí.

Le contaba a un amigo suyo que yo era una tía impresionante, que mi cuerpo era escultural y que no podía dejar de pensar en mí a todas horas. Confesaba que se masturbaba dos o tres veces diarias y que siempre lo hacía pensando en mí. Yo estaba flipando, como podéis imaginar. Seguí leyendo, pues, aunque eran conversaciones privadas, si mi hermano era un pervertido yo quería saberlo. Las conversaciones eran tremendas: contaba con todo lujo de detalles cómo entraba en mi cuarto cuando estaba dormida y cómo se pajeaba junto a mí, corriéndose en un pañuelo de papel y acercándose a mi cara al hacerlo. También decía que me seguía a todas partes sin que yo lo viese y que me había pillado haciéndole una felación a un novio mío en el portal de casa. Me estaba poniendo de muy mala leche, la verdad. Las conversaciones estaban ordenadas por la fecha, así que pude comprobar que no eran sus fantasías, sino verdades como puños: efectivamente, en agosto del año pasado alquilamos un apartamento en la montaña mi novio y yo y, efectivamente, el apartamento estaba en una planta baja. El muy cerdo había viajado hasta allí y, por la noche, saltaba la verja de la urbanización y de dedicaba a mirar cómo lo hacíamos una y otra vez. Con todo lujo de detalles. Me prometí a mí misma no volver a follar con las persianas levantadas en mi vida, apagué el ordenador y me fui de allí, dispuesta a montarle un follón en cuanto llegase a casa.

Durante toda la tarde no pude pensar en otra cosa. Alfredo ese día no vino a cenar. Era jueves y tenía una cena con los amigos de la universidad, así que me acosté y estuve a punto de quedarme dormida, cuando recordé lo que él había confesado. Permanecí despierta hasta que lo oí entrar por la puerta de casa, dando tropezones con casi todo. Debía estar completamente borracho. Segundos más tarde, escuché que abría la puerta de mi cuarto y que se acercaba hasta mí. Yo no sabía qué hacer, si esperar a que estuviese a puntito y joderle la paja o salir de mi fingimiento en ese instante mismo. El muy cerdo se desabrochó la bragueta y se la sacó allí mismo. La tenía pequeña, además. El tío siempre vanagloriándose de su gran polla y luego la tiene como todo hijo de vecino... típico.

Yo fingía dormir y, con los ojos entreabiertos, parcialmente cubiertos por las mantas, lo veía allí, a apenas medio metro de mi cara, meneándosela como un mono, poniendo cara de estar en la maldita gloria. Me daba asco, pero, por otro lado, me empezaba a divertir la escena. Al principio, creí que me divertía pensando en la cara que iba a poner cuando me levantase, pero luego me percaté de que estaba poniéndome bastante cachonda con aquello. Mi hermano empezó a movérsela más y más rápido y, de pronto, sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se acercó, flexionando las rodillas. Me puso su glande como a seis o siete centímetros de la boca y colocó el pañuelo justo debajo. Casi me rozaba los labios. La meneó un poco más y, muy hábil, soltó toda su leche en el pañuelo sin darme ni con una sola gota. Yo me quedé helada de verdad, como nunca había estado. Mis braguitas estaban muy mojadas, sentía una excitación increíble mientras él susurraba que yo era fantástica y que le encantaría correrse en mi boca. Terminó, se limpió la polla con otro pañuelo de papel y se largó del cuarto, dejándome con la duda de si decírselo a mis padres y meterlo en un lío o bien dejarle con sus fantasías.

Por tres días estuve dudando. La verdad es que la experiencia me había puesto cachonda perdida y que luego tuve que tocarme debajo de las sábanas para saciar mi apetito. Fantaseé con un chico de clase que me pone a cien, pero la imagen de mi hermano sacudiéndosela delante de mí volvía a mi mente una y otra vez. Dudaba entre lo que me dictaba mi mente (denúncialo a la poli, que se pudra en la cárcel, es un pervertido), lo que me dictaba mi corazón (no puedes hacerle esto a tu madre, piensa en tu padre, imagínate lo que dirá la abuela) y lo que me dictaba mi sexo (dios, el chico no está haciendo nada malo, no te toca, solo se masturba, mujer, si hasta te gustaba). Pasé los tres días casi sin hablar con nadie. Me ponía cachonda en todas partes, rememorando a mi hermano, al cabrón de mi hermano, corriéndose ante mi cara, diciendo que la chupo de muerte. Y tan salida iba que el sábado por la noche me enrollé a un chico que llevaba tiempo dándome la brasa y me lo llevé hasta un parque, donde le hice de todo. Fue el único momento en tres días que no pensé en mi hermano.

Pero la noche del domingo al lunes, volvió a entrar en mi cuarto y volvió a repetir la escenita. Yo volví a quedarme quieta y hacerme la dormida, pero me puse cachonda perdida cuando él aceleró su mano y me quería morir de ganas cuando se agachó para eyacular en aquel pañuelo de papel. Mientras salía de la habitación, decidí cambiar de estrategia a partir de entonces. Se iba a cagar.

El lunes, cuando llegó él de la universidad, mis padres estaban aún trabajando y yo me paseé por la casa prácticamente desnuda, con una camiseta blanca y unas braguitas únicamente. Su cara era un poema. Después, derramé sin querer un vaso de agua por encima de mis tetas y dejé que las viese transparentándose. Luego me reí y, para disimular, me fui a mi cuarto y me cambié. Yo sabía que estaba en ese momento flipando de cachondo y decidí portarme bien. Me puse el pijama y salí. El martes salí de la ducha con la toalla alrededor y dejé que se cayese un poco, enseñándole mis pechos. Al día siguiente, hice lo mismo con mi coño. El jueves me agaché para mostrarle mi nuevo tanga. También ese día dejé la puerta de mi cuarto abierta y me tumbé en la cama, dejando ver mis braguitas a cualquiera que pasase por el pasillo. Yo fingía leer, o dormir la siesta, pero podía notar su presencia allí, mirándome enloquecido. Poco a poco, mi truco empezó a hacerse más que un juego. Se convirtió en un modo de vida. En una adicción.

Mi hermano estaba todo el día cachondo perdido y salía bastante menos de casa. En vez de irse con sus amigos a emborracharse, se quedaba allí, mirándome. Yo cada vez era más descarada y él cada vez se azoraba más. Iba incontables veces al cuarto de baño, yo pegaba la oreja a la puerta y escuchaba cómo se pajeaba, una y otra vez. Cuando salía, yo estaba dispuesta a volver a calentarlo. Lo que pretendía era ponerlo tan cachondo que no pudiera volver a pensar en mí de puro agotamiento. Dos sábados después, yo ya me había acostumbrado a calentarlo a todas horas. Su único respiro era cuando se iba a la universidad y yo a instituto, pero cada día él llegaba antes a casa para poder disfrutar de mí. Ese sábado mis padres salieron a cenar fuera y nos quedamos los dos en casa. Le dije que tenía una película por ver y dijo que quería verla conmigo. Se sentó en uno de los sillones y yo me tumbé en el sofá, vestida únicamente con un camisón negro que tengo y levanté la rodilla izquierda, permitiendo que me viera completamente la entrepierna. Durante toda la película, yo pude sentir sus ojos clavándose en mí como si estuvieran a un palmo de distancia. Entonces, empecé mi plan más maquiavélico.

Fingí quedarme dormida y, cuando llevaba un rato así, él empezó a tocarse en el sillón. Debía darle corte hacerlo como de costumbre, pues el sofá no es tan cómodo como mi cama y yo podría despertar de repente. Se hizo una paja y se quedó más tranquilo. Entonces empecé yo. Empecé a hablar en voz baja, como si hablase en sueños, pero poniendo una voz de putón verbenero increíble. Fingí tener un sueño erótico y comencé a frotar mis piernas una con la otra, lentamente, mientras susurraba obscenidades al oído. Mi hermano estaba alucinando y no tardó en pasar completamente de la película y mirarme obnubilado. Yo solamente abría los ojos lo justo, viéndolo a través de mis pestañas. Me lo estaba pasando en grande y, de veras, me estaba poniendo muy cachonda con aquella fantasía erótica. Pude escuchar el roce de su mano contra su polla, machacándosela otra vez. Entonces, justo en ese momento, mi mano cayó desde el costado y se alojó en mi entrepierna, que empecé a tocar, manteniendo la mascarada del sueño. Mi hermano se quería morir de gusto.

Cuando ya estaba muy caliente, exageradamente caliente, me moví de golpe, gimiendo, colocándome boca arriba y aparté mi mano de mi vulva, para pasarla por mis pechos y dije «Cómemelo, por favor». Mi hermano dejó de meneársela y se quedó quieto. Yo continuaba con los ojos cerrados, pero podía sentir cada movimiento que hacía. Repetí mi petición diciendo que era lo que más deseaba en el mundo, que me correría en su boca si lo hacía. Mi hermano no se pudo resistir. Agachó la cabeza, la metió entre mis piernas que estaban totalmente abiertas y apartó las bragas con mucho cuidado. Primero me tocó con uno de sus dedos y yo dije "Por favor, por favor, dame tu lengua".

Obedeció y me empezó a volver loca. Yo gemía mucho, y esta vez era de verdad. Mi hermano, mi virginal hermano que se hacía pajas mirándome a mí porque no tenía a quien usar de recipiente, mi hermano que era el tío más despreciable del universo, estaba comiéndome la almeja y dándome un placer salvaje. Siguió durante mucho rato hasta que, por fin, me corrí y se lo hice saber. Estaba exhausta, derrengada. Mis muslos estaban mojados con el flujo que salía de mi coño y yo notaba un calor tremendo saliendo de mi entrepierna. Mi hermano se la peló rápidamente y no tardó ni medio minuto en correrse, pero esta vez no le dio tiempo a poner ningún pañuelo y las gotas cayeron directamente sobre el sofá y el suelo. No me importaba. Casi me daba pena que no me hubiera dado, con su leche caliente, en las nalgas o en las tetas. Su comida había sido deliciosa. No sé si hago bien o hago mal. A mí, por ahora, no me molesta. El próximo día volveré a fingir sueños eróticos y le diré que me la ponga en la boca. Me juego euros contra pesetas a que se corre antes de un minuto... Es tan cándido, que no podrá aguantar ni un asalto.

Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
  • Media: 9
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