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A cielo abierto

~~El cielo cambiaba imperceptiblemente del albaricoque al violeta, y las nubes tersas y lejanas parecían un incendio escarlata sobre el mar. Ante mis ojos, su color crepuscular translucía las esmeraldas, turquesas y zafiros de su embate con un rumor iridiscente.
 Yo lo veía con los ojos entrecerrados, montada sobre el dulce y enhiesto Mariano, cuya dureza y grosor enormes cabalgaba sin ninguna prisa, acariciándome al tiempo que lentamente ascendía y bajaba a horcajadas con los muslos empapados de sudor y de bronceador, resbalosa, sintiéndome como una alta palmera despeinada.
 Mi piel ardía, el corazón se me salía en cada gemido sumándose al murmullo del cielo, al aroma del aceite de coco, al latido anhelante de la marea. Me dolían un poco las ingles, los pezones tirantes se endurecían cada vez más a merced del deseo creciente; el clítoris erecto y a punto de estallar, como una flor de mayo, se deslizaba dócil entre mis dedos cadenciosos.
 Él tenía los ojos cerrados, estaba inmóvil bajo del vuelo de mi peso, semejante a un maravilloso espécimen en el alfiler de su propio sexo, de aquella enorme verga hinchada de dulce pasión por la que resbalosa en mi propio espeso almíbar, yo subía y bajaba; suavemente ascendía, postergando el inminente orgasmo, y descendía derramándome en sus palpitaciones como diosa pagana del delirio.
 No sabía cuánto tiempo llevaba así, clavada y ondulando, con las rodillas acariciadas por los finísimos granos de la arena de aquella playa desierta y cercana a Zipolite, en Oaxaca, donde el tiempo parecía haberse detenido para concentrarse en esa magia suprema que me hacía arder intensamente al igual que una flama contra el cielo encendido de la tarde.
 Me incliné aún más y sobre su rostro dejé chorrear la húmeda negrura de mi cabello enmarañado. Besé su jadeo, sus ojos entrecerrados; su sonrisa abierta tomó alternativa posesión de mis pezones.
 Fue entonces cuando Leopoldo unió sus labios con los nuestros y en voz baja, casi en secreto, me dijo al oído que no me moviera por algunos instantes. Sus manos mojadas por la espuma acariciaron mi espalda tostada, mis nalgas abiertas, y su larga polla morena y altiva comenzó a buscar y a distender los repliegues secretos de mi culo anegado en aceite y crema de coco.
 Con la serena urgencia del mar frente a la tarde, pausadamente Leopoldo comenzó a entrar. Empujaba despacio, lento me iba dilatando; cuidadosamente se abría paso más y más adentro, entre la doble redondez de mis nalgas, aferrado con delicada firmeza a mis oscilantes senos y a mis caderas que temblaban.
 Cerré los ojos.
 Me mordí el labio inferior al comenzar a sentirme duplicadamente alanceada, poseída doblemente en el centro de aquel instante dulce y salvaje de irrepetible plenitud. Dichosa y desparramada, transpirando mi anhelo en estado puro, entré de lleno y gritando en un luminoso cielo ámbar, violeta, anaranjado, que se abría restallante detrás del otro cielo.

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