Alberto no cejaba de darle vueltas a la cabeza. Desde que la vio en la piscina su mente, su espíritu, sus facultades anímicas se hallaban concentradas en aquella mozuela de quince años, un año más joven que él, que conoció en la piscina del hotel en donde ambos estaban hospedados pasando las vacaciones. Alberto, tan comedido, estudioso, que nunca se había fijado en ninguna chica, al contemplar a Camila en topless sintió un ramalazo por todo su cuerpo que le amedrentó, pues su miembro se puso erecto, a tal punto que acabó causándole daño. De eso hacía una semana, justo el mismo día en que con sus padres llegó al hotel.
Todo aquél día Alberto anduvo nervioso, con un desasosiego incomprensible, pues jamás el sexo le había mortificado para nada. Inmediatamente después de cenar se retiró a su habitación para solazarse con el pensamiento de aquella chicuela que tan vivamente hizo despertara su libido, hasta ese momento inadvertida para él. Desnudo sobre la cama, rememoró cada uno de los detalles que le produjeron tan viva impresión, y su mente se recreo en la rememoración de aquellos muslos gruesos, del culo ampuloso de dura contextura, que conjugaba perfectamente con la ampulosidad de aquellas tetas redondas y firmes que se mostraban desafiadoras y sugerentes. Alberto volvió a sentir la hinchazón del pene y también aquella molestia que la misma le produjo al contemplar en la piscina las tetas de Camila. Inconscientemente, para calmar el daño, abarcó el miembro con la mano y al notar una sensación placentera procedió a moverlo paulatinamente, y cual no fue su sorpresa, que a los pocos instantes notó un goce tan inmenso, mientras un enorme caudal de semen surgía del mismo como un surtidor, que creyó iba a perder el sentido. Pero las formas procaces de Camila no se apartaban para nada de su pensamiento, y al poco aquél adminículo que parecía gozar de vida independiente, volvió a resurgir de su letargo. Pero ahora, que Alberto había descubierto el placer que podía deparar ese trozo de carne tubulosa, no se lo pensó un instante, y volvió a masturbarse gozando mentalmente de aquellas opíparas carnes que encalabrinaban sus apetencias.
Pasaban los días y Alberto, a ojos vista, perdía vivacidad, unas ojeras profundas ensombrecían su semblante, produciendo la sensación de un ser enfermizo. Y de vivaz y extrovertido se había convertido en un ser abúlico y solitario, al punto de alarmar a sus padres, que decidieron acortar las vacaciones.
La noticia sobresaltó al decaído zagal, pues le arredraba la idea de separarse de aquella mozuela de pugnaces curvas, que cada noche alimentaba los concupiscentes pensamientos que facilitaban la consecución de aquella estimulación mansturbadora, a la que cada noche Alberto se entregaba con renovado ardor y gran ahínco hasta dos y tres veces. Aunque temeroso, optó, venciendo su consustancial vergüenza, por escribir a Camila una carta en la que le declaraba su ferviente pasión. Subrepticiamente la deposito en la habitación de Camila por debajo de la puerta. El contenido de la carta no tenía desperdicio. En ella se leía: "Desde el primer día que te vi, estoy que no puedo vivir. De la mañana a la noche no hago más que pensar en tus tetas y en tu culo, tan divinamente hermosos, y por la noche no hago más que recrearme en la idea de que unidos hacemos el amor. Y como es tan grande ese deseo me toco, lo que tu puedes imaginar, una y otra vez, logrando un goce tan inmenso que me hace adivinar el inconmensurable que obtendría si esa ilusión que me domina se llevara a efecto. Dime si antes de que me vaya estás dispuesta a pasar a solas un rato conmigo. De no aceptar mi proposición, me encuentro tan desesperado que estoy temeroso del camino que pueda adoptar. Te desea hasta la muerte, Alberto."
A la mañana siguiente Alberto encontró a Camila a la hora del desayuno. Ella, sin parase, susurró: Esta noche te espero en mi habitación. Da dos golpes suaves para que sepa que eres tú.
Y siguió su camino, impertérrita, sin prestar más atención al enardecido chaval. La emoción que éste sintió, hizo que se pusiera rojo como la grana. A partir de aquél momento estuvo en un estado de nerviosidad inaguantable, con el sentimiento de que el tiempo se había detenido. Pero como inexorablemente la acción que marca el cronómetro no se interrumpe nunca, la hora de la cita llegó para Alberto, y decidido llamó levemente por dos veces con los nudillos abriéndose de inmediato la puerta que daba acceso a su más anhelado deseo. Como un poseso se abalanzó sobre Camila, besándola con tal pasión que Camila tuvo que plantarle cara, amenazándole con despedirlo si no se reportaba.
Alberto, más calmado, y deseoso de complacerla, pidió que le perdonara y que en lo sucesivo se mostraría más paciente. Y ella, agradecida, le sugirió que se desnudara, mientras ella hacía lo propio. Y de esa guisa se acostaron juntos en la amplia cama. Fue ella, la que a pesar de su corta edad, inició las caricias. Y a tal punto se mostró activa y conocedora de las artes sicalípticas, que Alberto no pudo resistir el placer por más tiempo, llenando la boca de Camila con su viscosa secreción testicular.
Derrengado, pues la ilusión del momento le condujo a un paroxismo sin límites, quedó postrado, sumido en un sopor benefactor. A los pocos momentos, pues su incipiente juventud salió por sus fueros, se repuso e intento poseerla de la forma normal. Camila, sin embargo, se opuso aduciendo que ese conducto lo reservaba para el matrimonio, que si lo deseaba podía hacerlo por el aledaño reducto. Alberto, desconocedor de esa práctica se maravilló de que aquél pequeñito agujero pudiera servir para ese menester, pero todo ilusionado por ese descubrimiento se avino a complacerla. Ante la dificultad que encontró para introducirse en su interior, ella le aleccionó que debía antes besarlo y lubricarlo con su saliva. Aunque en principio sintió Alberto que tal acción le repugnaba, al fin se plegó a las indicaciones recibidas y con meritorio arrojo se lanzó a la labor, y, hasta de su cosecha, procuró introducir la lengua en tan diminuto compartimento. Al intentar horadar de nuevo aquella cavernosa morada, tal vez porque el esfinterismo había desaparecido, que el pene del oficiante entró con toda suavidad. El embate duró escasos minutos, pero el placer de ambos fue tan manifiesto, que no pudieron reprimir el grito que salió de sus gargantas. Roto el abrazo, ambos quedaron sumidos en un reconfortante sopor que les condujo al sueño.
No había transcurrido una hora, que Alberto despertó sobresaltado, sin saber donde se encontraba. Ya despabilado y consciente de los acontecimiento pasados, se incorporó para contemplar el cuerpo desnudo de la mujer que tanta pasión le había despertado. Y cual no fue su sorpresa, al comprobar la serie incalculable de imperfecciones que formaban el conjunto de aquél cuerpo por el que tanto había suspirado. Las tetas y culo, que tanto le obsesionaron, resultaban tan monstruosas que incidía con lo deforme, sobretodo por causa de que no se apreciaba cintura. La boca, de labios abultados y mal dibujados al contemplarla de cerca causaba repulsión. El cutis granuloso, unido al conjunto antiestético del resto del cuerpo, le confería un aspecto zafio y vulgar. Y como colofón de tanta imperfección, el aliento que ahora se infiltraba por las fosas nasales de Alberto, era fétido, al extremo que le causaba vómito. Perplejo de haber deseado aquel ser deforme y con la sensación de repugnancia que su presencia le causaba, procedió de inmediato a vestirse, y con la rapidez del ladrón que se ve descubierto, huyó de aquella habitación como alma que lleva el diablo.
Al hallarse en su habitación, Alberto sintió la vergüenza de quién se ha visto descubierto en una acción innoble, y la desazón de quién ha sido burlado y engañado en su más íntima concepción de lo que fuera su mayor pasión y deseo. Y con gran alegría piensa en que tal vez mañana mismo desaparecerá de este lugar, donde ha padecido el mayor de los espejismos con que le ha engañado el despertar de los sentidos al entrar en la pubertad.