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Ante el prolongado silencio, la curiosidad hace que mire por el espejo retrovisor que me desvela el misterio. Es sintomático que la punta roja de la lengua de Cristal siga golosa el perfecto dibujo de sus sexuales labios, tal como ha explicado lo hacía su madre. Su cabeza se recuesta con fuerza sobre el respaldo y la forzada posición resalta la tersura inmaculada del perfecto cuello y pone de manifiesto la pureza de líneas de senos pugnaces que se alzan bajo tenue celaje que escasamente los encubre. Tiene los ojos entornados, y lo escaso que de ellos muestra está nimbado por un tegumento blanquecino y etéreo.
Corrijo la posición del retrovisor para ver lo de abajo, y el ángulo visual solo permite distinguir las manos que sujetan voluntariosas, sobre su cavidad pelviana, la testuz del sumiso corderillo que con deleitoso refocilo, según remueve la cabeza en círculos, liba feliz, en el rosado alambique de quién la atenaza, los flujos fruitivos y enervantes que ávida y licenciosa estimula y promueve su propia lengua.
Aún a trueque de sufrir accidente no puedo apartar la vista del espejo que refleja tan tentadora escena. Respondiendo a la voz de la prudencia aparco el coche en el arcén. Embebidas en su seráfico extravío no se percatan de la maniobra, ni tan siquiera que de rodillas y a calzón quitado ofrezco a Cristal la pujanza de mi hombría. Ësta advierte mi presencia, en cuanto chupo y mordisqueo sus ubres con la afición y dulzura que puede hacerlo un niño de teta. Proclive como soy al placer, y cuanto más inusitado y difícil mejor, amaño para que ella, de la misma manera que yo actúo con sus pezones, proceda con la verga que le ofrendo. Como el hervor engendra vapor, así la pasión genera este jadeo que cadencioso emerge de la garganta en diapasón creciente. Apenas descuido, la esencia vital brota con un goce increíble. La francesita la traga, al tiempo que tensa el cuerpo, queda rígida y de su boca escapa el grito ritual que anuncia el cenit. Opino que en la obtención de este orgasmo influye más el recuerdo de sus padres uncidos en el coito acrobático, que acaba de relatar, que las caricias que Paquita y yo le hayamos podido prodigar.
Satisfecho y feliz, reintegro a mi asiento de conductor. Pongo el vehículo en marcha, y a velocidad rápida para compensar la demora de esta parada no programada, circulamos en dirección al punto de destino. Al reintegrar el retrovisor a su posición normal, el espejo refleja la imagen de las amigas que han cambiado sus sitios y ahora es Paquita quién en sus partes íntimas recibe la ternura de Cristal. Desinteresado en absoluto de cuanto entre ellas ocurre, concentro en la conducción del coche para llegar a tiempo al restaurante.
Al pasar Hyéres, para que tengan tiempo de componerse,les aviso estamos a punto de arribar. Al mirar por el espejo percato sobra la advertencia, pues ambas están compuestas y modosamente sentadas. Al parecer han culminado su desfogue lésbico. En escasos minutos llegamos a Le Lavandou y directo dirijo al restaurante Auberge. Está lleno, no obstante pruebo suerte, arrimo el vehículo a la acera y sin descender requiero la presencia del maitre, al que soborno con una propina que produce su efecto, pues promete que sobre las dos estará la mesa preparada. Al no encontrar aparcamiento cerca, lo buscamos en la playa, por cierto bastante lejos. La distancia que separa del restaurante irá bien para que podamos desentumecer los miembros.
El paseo nos permite contemplar a placer un muestrario variadísimo de senos al natural de las bañistas. Los hay de todos los tamaños, formas y texturas. Si la libídine no te acucia, resulta cómico ver tetas que son igual a ubres de cabra, otras semejantes a tartas con guinda en medio, muchas con aspecto de taleguilla medio vacía, las más correctas, pero todas, al tratarse de bolas glandulosas que crecen en el pecho, estéticamente consiguen distorsionar la simétrica estructura que éste compone con la espalda, rompiendo la armonía del conjunto. ¡Cuan distinto al correcto tórax masculino! Con la confianza que se ha establecido entre nosotros, comento:
-¡Hay qué ver, de que modo tan distinto el hombre juzga a la mujer, según tenga o no, ganas de fornicar! Si acucia este deseo, cualquier partícula femenina, por ínfima que sea, hace vibrar y te excita como un cerdo. Por el contrario, cuando estás ahíto, saciado, harto, atiborrado de sexo, te conviertes en exigente y duro crítico, e inmisericorde descubres defectos e imperfecciones por doquier, supongo que en venganza de la esclavitud qué, de por vida, el hombre sufre por el coño femenino. Ahora, por ejemplo, las tetas que tan profusamente exhiben estas mujeres, me resultan tan deprimentes y al propio tiempo jocoso, que no sé si llorar o reír. ¡Y, de ningún modo, quiero que os sintáis aludidas, ya que nada va con vosotras!
Cristal, sin ningún recato, extrae por la cabeza la blusa y, con acritud, increpa retadora:
-¿Qué tienes que decir de mis tetas? -Y eleva el pecho en actitud de desafío, resaltando la pureza de líneas de unas semiesferas tan perfectas como la copa de oro que usaba Gaminedes para servir a Júpiter.
-¡Qué son divinas! -alabo convencido
Me dirijo a Paquita y la instigo a mostrarlas, y sin hacerse de rogar, de forma natural y despreocupada, aligera de las prendas que las cubren. Las suyas son más voluminosas que las de Cristal. Las diferencias entre las de ambas, sin embargo, no estriban precisamente en el tamaño, sino en algo sutil que escapa a toda definición: mientras las de la española se muestran receptivas, en tanto que deseables, que vaticinan son asequibles, las de la francesita son tan sumamente perfectas y esculturales que inciden con la concepción de lo artístico y, por ende, despiertan la admiración pero no excitan la libido.
-¡Mirar esa que viene! -les advierto con disimulo-. ¡No negaréis que sus pechos parecen dos higos descomunales a punto de reventar!
Nos miramos confabulados y esbozamos una discreta sonrisa. La interfecta, al cruzarnos, lanza una despectiva mirada cargada de rencor. Yo la saludo ceremonioso, lo que aumenta aun más su encono. Comento compungido:
-¡Pobrecilla, se ha enfadado! -Y en vías de parlanchín diletante, suelto el rollo.- Yo me pregunto: ¿acaso es decente y permisible que la mujer muestre públicamente imperfecciones o defectos que al Creador se le hayan podido deslizar en lo que constituye su obra magna? El respeto que debe sentir la mujer por el Sumo Hacedor, en caso de que cualquier parte de su cuerpo no responda a los cánones de belleza que rigen esta sublime y preciosa creación, le obligan a disimularlos lo más posible, y no, descocada, exhibirlos cometiendo irreverencia como la que acabamos de ver, que ponga en entredicho la habilidad del autor de la obra.
-Entonces, ¿qué?, ¡la fea a la guillotina! -se engalla Cristal, soliviantada.
-¡Oye, preciosa, que nada va contigo! -le replicó en el propio tono vivo de voz.
Se plantifica delante, pegándose literalmente contra mi pecho que sirve de trinquete en el que rebota sus hemisféricas y duras delanteras, y da un beso en la punta de la nariz, costumbre que al parecer tiene arraigada.
-¡Anda, riquín, no te enfades! -seduce zalamera.
Salta a la vista que es dual como su signo zodiacal preconiza: agresiva, y al instante siguiente mimosa como una gatita.
-No me enfado, lo que me ocurre es que soy como el espejo, que reflejo fielmente lo que recibo, igual sea cariño que enojo. Pero, así como el primero lo atesoro y no olvido, la cólera me dura el tiempo justo de manifestarla, y al segundo siguiente desaparece como por ensalmo, sin que en mi interior quede pervivencia ni de una brizna de rencor.
(Continuará)