AGUSTINA
Agustina no estaba demasiado conforme con lo que estaba sucediéndole últimamente. En verdad, no lo estaba para nada.
Su vida había transcurrido sin inconvenientes hasta hacía menos de dos meses. Siendo su padre diplomático de carrera, había vivido en tres países sin educación formal ni amistades hasta los ocho años, razón por la que su madre decidió que esa no era vida para una niña de su posición y la internó en un exclusivo colegio religioso.
Al parecer, el standard de vida y la fortuna familiar de los progenitores despertaban la codicia de la Orden, ya que trataban de cualquier modo que en las alumnas se despertara la vocación de ser religiosas, lo que conllevaría substanciosos aportes para la Congregación. De la libertad más absoluta, había pasado a vivir en una especie de enclaustramiento en el cual eran mayores las prohibiciones que las libertades, no obstante lo cual y en la medida en que se adaptaba al lugar, transitó aquellos años no con placer pero por lo menos con cierta rutinaria aquiescencia.
De la niñez inconsciente pasó a una pubertad en la que la severidad espartana de las costumbres fue acentuándose, especialmente cuando las muchachas iban convirtiéndose en mujeres. Tanto en lo cotidiano cuanto en la educación, las religiosas no les escatimaron información pero conjuntamente con el advenimiento de la revolución hormonal, les garantizaron crudamente y sin eufemismos las consecuencias diabólicamente calamitosas del sexo en la confianza de que si les hacían ver las vilezas y aberraciones de esas relaciones, crearían en ellas un rechazo casi natural a practicarlas.
Tal era la represión que las mismas alumnas se auto imponían, que no sólo evitaban tener todo tipo de contacto físico entre ellas sino que hasta esquivaban la posibilidad de verse desnudas o cualquier otro contacto con sus zonas venéreas que no fueran los estrictamente higiénicos.
Transcurrieron en ese ambiente arcaico siete años cuando, sorpresivamente, quedó huérfana. El avión en el que viajaban sus padres había sido objeto de un atentado y ante su deceso, luego de las exequias, su hermano mayor no había dejado que siguiera su vida en el instituto religioso.
Veinte años mayor que ella y, en realidad medio hermano, ya que era fruto del primer matrimonio de su padre, decidió que la jovencita debería llevar una vida normal acorde con los tiempos que corrían.
En rigor de verdad y a pesar de las limitaciones institucionales, Agustina pasaba las fiestas navideñas y un mes de vacaciones al año con sus padres y de ese modo había conseguido conocer algunos de los balnearios más exclusivos del mundo, por lo que estaba a tono con las modas y costumbres mundanas. Lo único de que su madre la privaba, vaya a saberse sí por sus creencias religiosas y morales o por la influencia que ejercían en ella las monjas, era todo contacto con jóvenes de su edad y consecuentemente, con la diversión y el esparcimiento.
Joaquín tenía decidido que su hermana, al término del período vacacional, fuera inscripta en un buen establecimiento educativo pero absolutamente laico y lejano de aquella rigidez casi monástica que la había condicionado para ser una santurrona.
Realmente, era tanta la falta de roce social que tenía la muchacha que, por su timidez y falta de soltura para el diálogo parecía una agreste campesina. Poco a poco iba saliendo de su cascarón de mutismo y comenzó a participar de las conversaciones familiares que Joaquín sostenía con su esposa y con ocasionales amigos que los visitaban.
Lentamente cobraba soltura y confianza, especialmente en las clases de lenguaje cotidiano con que su cuñada Olga la asesoraba. Deslumbrada, la muchacha descubría que había un mundo más profundo del que ella conocía superficialmente y escucha embelesada cuanto Olga quisiera referirle o enseñarle.
Lo que ignoraba, era cuanto había de planificado en la decisión de su medio hermano, ya que había sido su mujer quien influyera en él para que la niña disfrutara de esa libertad que nunca había conocido. Olga era poseedora de una mentalidad casi demoníaca y el aspecto de aquella jovencita de la que desconocía hasta su existencia la había subyugado, poniendo en su magín la obsesión de pervertirla para convertirla en su esclava sexual.
Desde su adolescencia, una especie de compulsión sexual irreprimible, la había llevado a experimentar con todo tipo de relaciones sexuales, motivo para que su incontinencia natural se viera exacerbada hasta el paroxismo. Casada a los diecinueve años con un hombre mucho mayor que ella, había dejado que los dictados de su imaginación fantasiosa se consumaran en plenitud y, aunque disfrutaba del sexo con su marido, cuando la frecuencia de sus viajes de negocios se lo permitían, no se privaba de tener como amante a cuanto hombre o mujer le interesara, transitando indistintamente entre el lesbianismo y el sexo grupal mixto. En esencia no era lesbiana, pero encontraba tal placer en someter y ser poseída por otra mujer, que lo equipara con el goce que le daban los hombres mejor dotados.
Apenas Agustina traspuso la puerta de la casa conducida por su marido, su infantil belleza la impactó de tal modo que se propuso con febril delirio hacerla suya. Sin ponerse en evidencia, sus ojos recorrieron la figura de la muchacha y lo que la vestimenta le ocultaba fue suplido por lo que su conocimiento de las mujeres le permitía imaginar.
Los labios regordetes y llenos de Agustina le prometían indecibles placeres y cuando su vista recorrió el cuello hasta encontrarse con el protuberante bulto de unos senos alzados que empujaban el ajustado tejido del suéter, sintió su boca llenarse involuntariamente de saliva. El cuerpo delgado se hundía en el abdomen y el apretado jean de tiro bajo se ensanchaba en las caderas, dejando adivinar la contundencia de sus nalgas prominentes.
Cegada por la sugestiva fascinación de esa tentadora virginidad, tomó a su cargo la tarea de ir modificando sus costumbres, educándola con precaución para que pudiera ingresar con voluntarioso entusiasmo al nuevo mundo en el que pretendía insertarla su marido.
Congratulada por la atención que le prestaba su cuñada, la jovencita fue obedeciéndola mansamente, condicionada por tantos años de sumisa dependencia. El aprendizaje se daba en todos los campos y, tanto la llevaba de compras para que fuera siendo capaz de discernir entre el buen gusto y la moda repentista, como a una exposición de cuadros, a ver una película de culto o a recorrer librerías. Despaciosamente, la muchacha se iba adaptando y adquiría cada día más soltura, modificando sus criterios, tanto estéticos como sociales. Con esa misma lentitud y sin proponérselo, sentía crecer una admiración hacia su cuñada que fue transformándose en adoración, tanta que hasta ella, con sus menguados conocimientos del mundo, se preguntaba si no estaría enamorada de la otra mujer.
Confundida, azorada por esa manifestación que ni hubiera imaginado sentir tan sólo meses atrás, decidió guardarse para sí aquel sentimiento pero no pudo evitar que un anhelo ingobernable la hiciera tratar de estar siempre cerca de Olga, pendiente de sus menores deseos y regodeando sus ojos con la vista de su belleza.
Consciente de aquello, Olga le iba tendiendo celadas tramposas con la exhibición circunstancial de su cuerpo y una educación sexual explícita que excedía a la meramente anatómica de las religiosas pero que tenía la misma crudeza en la descripción de los placeres que el buen sexo le procuraría, por lo que el mundo de sus fantasías tomó un giro de ciento ochenta grados e influenciada por la literatura de neto corte erótico de la que Olga la proveía, las noches de la joven adquirían otra dimensión al dejar que sus manos exploraran las regiones erógenas que le describía su cuñada.
Semanas después, su hermano les anunció que había alquilado una propiedad en una villa de la costa para que pasaran allí todo el verano y que Olga terminara con su educación. Ya en el mes de noviembre, él las llevó a la casa que, en realidad una mansión, albergaría la soledad de las mujeres, ya que Joaquín permanecería en la ciudad por motivos laborales y recién en el último mes de sumaría a la familia.
Conocedora de la psique femenina y de cuáles serían sus reacciones con respecto a la sexualidad, Olga se exhibía desenfadadamente en ropa interior o, estando en la ducha, le pedía que le alcanzara alguna cosa, mostrándose efímeramente desnuda a sus ojos. Aprovechando que eran las únicas habitantes de la casa, dejaba al azar y en distintas dependencias, revistas como Play Boy o Hustler que ella sabía encenderían la imaginación de la joven y la guiarían, aunque fuera en forma teórica, a conocer cosas que en su boca sonarían groseras.
No estaba desacertada en sus especulaciones, ya que esas intencionadas apariciones sólo habían contribuido a transformar el sentimiento de admiración que la muchacha tenía por ella en una curiosidad malsana, puesto que por primera vez tenía la oportunidad de ver desnuda a una mujer que no fuera ella. Avergonzada por esa conducta que ella consideraba pecaminosamente lujuriosa, Agustina procuraba no hacer evidente su emoción y simulando una indiferencia que no sentía, espiaba golosamente el cuerpo sólido de su cuñada que, aun cubierto por las prendas interiores, ofrecía un espectáculo maravilloso.
El primer día en que aquella la llamó desde la ducha para que le alcanzara un champú que supuestamente había olvidado tomar, temblorosa y con un aletear de mariposas en su estómago, había aspirado con deleite los aromas que escapaban del cuerpo y paseado su vista con voraz lascivia sobre las carnes doradas y brillantes por el agua.
Con las fosas nasales dilatadas por su respiración ardorosa, había salido presurosa del baño para refugiarse en su habitación. Recostada en la cama, repasaba mentalmente sin poderse contener, una y otra vez las imágenes de la mujer desnuda y las manos recorrieron su cuerpo por sobre las vestiduras como replicando el deslizar de las de Olga sobre el magnífico cuerpo al enjabonarse. Las extrañas cosquillas que recorrieron su cuerpo alojándose finalmente en su vientre y sexo, la asustaron; confundida y como la obligaba su puritana educación ante esas manifestaciones libidinosas, se desnudó para someterse a la ducha helada durante más de media hora,
Más tarde y con los ojos desorbitadamente abiertos por la evidencia de la revelación, tuvo que admitir que ese amor hacia su cuñada se había convertido en una pasión desenfrenada que no sabía como controlar ni como evitar que Olga se diera cuenta de esa compulsión anti natural. Refrenando sus impulsos, al otro día no dio muestras de que aquel momento fugaz la hubiera afectado y su comportamiento fue tan tranquilo y natural como siempre.
Sin embargo, Olga sabía el efecto que había causado en la muchacha su desnudez y horas más tarde, cuando era insoslayable la inquietud de la muchacha espiando sus mínimos movimientos, metiéndose en la ducha volvió a reclamar su presencia pero esta vez para pedirle que le enjabonara la espalda.
Respirando afanosamente por la boca entreabierta y mientras remojaba con la lengua sus labios resecos por la emoción, tomó la pastilla de jabón y frotándola repetidamente entre sus manos, dejó que los dedos temblorosos rozaran la piel humedecida. Mágicamente, el contacto pareció instalar en ella una dulce placidez y sus dedos recorrieron los músculos dorsales con amorosa insistencia.
Obedeciendo ciegamente las instrucciones de la mujer, deslizó la mano por el cañadón que formaba la columna vertebral hasta arribar a la zona lumbar donde se entretuvo estregando aquellos hoyuelos que se formaban en el nacimiento de las nalgas, recorriéndola por unos momentos para luego ascender la musculosa espalda e instalarse muy cerca de la nuca. A instancias de Olga, repitió esa operación por cinco veces y cuando ella sentía como la angustia le cerraba la garganta con el escozor de una fuerte palpitación creciendo en su sexo, su cuñada le dijo que ya estaba bien y mientras ella se retiraba temblorosa, procedió a enjuagarse repetidamente.
Encerrada en su cuarto y provista de un par de aquellas revistas que había escondido subrepticiamente, fue hojeándolas para satisfacerse por primera vez con la vista de aquellos cuerpos lujuriosos que, en actitudes obscenas le mostraban en detalle partes de la anatomía que ella desconocía hasta de sí misma. Se daba cuenta que el minucioso examen a las partes venéreas de las fotografías la excitaban y, sin proponérselo, dejó a la mano acariciar sus muslos para luego comprobar la húmeda consistencia de la sedosa bombacha.
Subyugada por aquellas imágenes donde veía a tamaño tres o cuatro veces mayor que el verdadero los mínimos detalles de un sexo femenino abierto como una flor, dejó que sus dedos, tras estregar repetidamente la tela empapada por sus propios jugos, hicieran a un lado la prenda para aventurarse acariciantes sobre la superficie de la vulva. Inconscientemente, su pelvis comenzó a moverse rítmicamente, acoplándose al perezoso vaivén de la mano. Sintiendo la humedad de los jugos que exudaba la piel, permitió que uno de los dedos explorara tímidamente los labios que se abrieron complacientes ante la delicada presión.
Alucinada por las fotografías y el recuerdo de la aterciopelada piel de Olga rozando sus dedos, escarbó cuidadosamente y las yemas resbalaron sobre las mucosas que encharcaban el interior del óvalo. Nunca había hecho nada semejante y el placer que eso le proporcionaba crispaba sus nervios e, insólitamente, la congoja irrefrenable de un sollozo estalló en su garganta.
Como viajeros temerosos de un camino desconocido, los dedos reconocieron las dimensiones de la lisa superficie identificando el pequeño agujero por donde orinaba, los gruesos y ardientes pliegues de los labios menores e incursionando luego hasta la entrada a la vagina, pero allí se detuvieron dubitativos y, sabiendo que, toda vez que se conservaba virgen su incursión al interior de la vagina podría provocarle inconvenientes que desconocía, retrocedieron rascando las crestas carneas hasta la parte superior donde reinaba la alzada presencia encapuchada de un apéndice de regular tamaño.
El restregar de los dedos húmedos le produjo un goce inédito y suspirando profundamente, aceleró el movimiento circular mientras sentía que en su vientre se gestaba una revolución convulsiva que la angustió. Una inmensa necesidad histérica de orinar que el cuerpo se negaba a satisfacer, le hizo encerrar el endurecido tubo carneo entre sus dedos índice y pulgar estregándolo rudamente entre ellos hasta que, hundiéndose en la oscuridad de una muerte mínima que la asustó, perdió todo sentido de espacio y tiempo, sintiendo como su vientre convulsionado se sacudía en espasmos y contracciones que determinaron el rezumar de líquidos fragantes que escurrieron hacia la hendedura entre las nalgas.
Decidida a llevar adelante la seducción de aquella jovencita que por virgen se le hacía más apetecible, Olga escatimó las oportunidades en que aquella pudiera verla desnuda o en ropa interior, en el entendimiento de que, una vez cebada, eso incitaría a Agustina a desear estar más tiempo a su lado. Y no andaba descaminada en sus especulaciones, ya que la muchacha se sintió carcomida por las ansias y el deseo de volver a contemplar y tocar aquellas carnes que la obsesionaban. Una angustia reprimida se reflejaba en su mirada y rondaba permanentemente alrededor de su cuñada a la espera del momento de tener oportunidad de satisfacer la licenciosa fascinación que la invadía.
Cierta tarde en que, para su contento, Olga consintiera que la enjabonara y luego de que la muchacha aplacara los ardores de su cuerpo con una ducha fría, la esposa de su hermano la invitó a salir de compras. Tras unas vueltas azarosas por el centro de compras, Olga la condujo a un importante local de lencería fina y estuvieron durante largo rato eligiendo distintos conjuntos, que iban desde elaboradas piezas de recargados bordados hasta las transparencias más provocativas de mínimos corpiños y slips.
Cargadas con grandes bolsas, arribaron a la casa cerca del atardecer y su cuñada insistió en que se probaran las prendas lo antes posible. A pesar de las fantasías que despertaban en la joven las exhibiciones de la mujer, todavía se sentía intimidada como para desnudarse delante de ella, excusándose de que como las prendas no eran para ella, le parecía inútil probárselas.
Con la garganta seca, asistió al espectáculo que Olga convertía el despojarse de la ropa y cuando aquella quedó totalmente desnuda frente suyo no pudo evitar deslizar su angurrienta mirada por los sitios más notables de su anatomía. Con el corazón bombeando en su pecho como un tambor y disimulando el temblor de sus manos, la ayudó a colocarse las distintas piezas, admirando cuanto destacaban con sus colores y diseño la belleza de su figura.
Luego de un rato de aquella tarea, Olga tomó un delicado juego traslúcido de juvenil floreado y diciéndole que era para ella, la invitó a que se lo probara. Agustina no suponía que parte de ese ajuar le perteneciera y, en principio, se negó avergonzada a aceptarlo. Con la voz oscurecida por el deseo, su cuñada fue despojándola de la liviana ropa veraniega y cuando le quitó sus modestas prendas interiores de algodón, entre admirada y divertida, estalló en una alegre carcajada. Ofendida por que ella creía una burla a su cuerpo, Agustina se sentó enfurruñada en la cama, haciendo caso omiso al hecho de estar totalmente desnuda.
Disculpándose por su actitud, Olga le dijo que no se reía de ella en lo absoluto y que su cuerpo era una maravilla pero lo incongruente en esa época era la mata inculta de vello púbico que cubría generosamente su entrepierna. Presurosa, fue hasta el baño en suite que poseía el cuarto y volvió provista de una serie de artefactos y cremas.
Con delicadeza y sin ofenderla, le hizo conocer que, aun sin tener en cuenta la repulsa que causaría a cualquiera que la viera desnuda, el hirsuto pelambre era antihigiénico por donde se lo mirara. En principio e influida por las costumbres arcaicas de las religiosas, se negó a que su sexo fuera tocado por otra mujer, pero finalmente, al influjo seductor de la voz de Olga y el calor que emanaba de su cuerpo, excitada pero sin admitirlo, cedió a las presiones.
Aquella recostó su cuerpo sobre el cobertor y, manteniendo sus pies apoyados en la alfombra, le abrió delicadamente las piernas. Arrobada, contempló con gula la espesa e inculta maraña que, desde el Monte de Venus se extendía frondosa tomando parte de las ingles, alargándose sobre la vulva y perdiéndose hasta los alrededores del ano.
Tomando una pequeña tijera, fue recortando los rizados bucles hasta reducirlos a una hirsuta alfombra vellosa. Lentamente, la jovencita había abandonado la crispación que la hacía respingar inquieta a los menores roces de las manos y la tijera y permanecía relajada, mientras en su vientre se producían extrañas cosquillas que le complacían. Tomando un aerosol, su cuñada derramó una refrescante capa de espuma sobre la entrepierna, extendiéndola suavemente con los dedos.
Aquel contacto terminó de excitar a Agustina y, suspirando ruidosamente, abrió ampliamente las piernas de “motu propio”. Olga esperaba aquella reacción y mientras continuaba masajeando morosamente el pelambre, tomó una maquinilla de afeitar para rasurar los cabellos en forma rudimentaria. El suave deslizarse de las hojas sobre la piel y en regiones por donde nadie había transitado jamás, estremecía el vientre de la muchacha y su pecho se sacudía conmovido por la ansiedad.
Tras otra capa de espuma, su cuñada rasuró totalmente toda la región pélvica, dejando solamente el triángulo de un suave plumón velloso sobre el Monte de Venus, recorrió la meseta de la vulva hasta más allá del agujero vaginal y eliminó hasta el último pelo en los alrededores del fruncido ano. Pasando un paño húmedo por la piel, Olga dejó que su lengua cubierta de saliva refrescara el área recientemente afeitada, colocando en boca de Agustina el reclamo angustioso de una acongojada negativa. Cuando aquella esperaba que la caricia se concretara en algo más contundente, la mujer pegó unos últimos lambetazos a la ahora tersa piel y dándole una palmada en las nalgas, le indicó que ya estaba lista para lucir las sutiles trasparencias de la ropa interior.
Avergonzada por su proceder y tratando de disimular cuanto la había excitado la manipulación de las zonas erógenas, se apresuró a probarse lo que Olga le indicaba. Satisfecha por la elección que había hecho, la mujer le entregó las prendas y le recomendó que, de ahora en más, mantuviera prolijamente higiénico su sexo, tras lo cual le indicó que volviera a su cuarto porque quería descansar antes de la cena.
Confundida por la aparente indiferencia de su cuñada y excitada como no pudiera haberlo previsto, se recostó en la cama y tomando una suave crema humectante, la extendió sobre la zona enrojecida para calmar el ardor y los dedos concurrieron diligentes a sobar el sexo donde concentraron su esfuerzo sobre la protuberancia del clítoris y al poco tiempo, como epílogo a la excitación que había despertado su cuñada, la revolución que sacudía sus entrañas estalló con líquida contundencia y suspirando aliviada alcanzó un nuevo orgasmo.
Alternando con crueldad los momentos de exhibicionismo con los de recatada intransigencia y haciendo caso omiso de aquella tarde en su cuarto, Olga comenzó a llevarla a la playa consigo para ver como actuaban el mar y la distracción sobre las inquietudes sexuales de la muchacha. Efectivamente, las largas horas en la arena distraían a la joven pero enfocaban sus fantasías nacientes con las tentadoras figuras casi desnudas de jóvenes apuestos y chicas encantadoras, con algunos de los cuales trababa circunstancial conversación y esa proximidad sólo contribuía a alimentar su desconcertado deseo y ensoñaciones nocturnas.
Siempre atenta a su sometimiento total y sabiendo como la muchacha husmeaba por las habitaciones a la búsqueda de nuevos ejemplares de revistas pornográficas, cierta tarde, Olga le dijo que no irían a la playa porque había recibido una llamada urgente y que debía solucionar algunos problemas en la inmobiliaria, pidiéndole que acomodara un poco el desorden de su cuarto y se fijara si había apagado el televisor. Aquella era la ocasión que la niña había estado esperando ansiosamente y, apenas la mujer dejó la casa, corrió a la habitación y encontró que, efectivamente, el aparato estaba encendido proyectando las coloridas imágenes de un video condicionado.
Nunca había imaginado aquella ventura y se acomodó frente al receptor para absorber con ojos famélicos la cruda realidad de esas imágenes, las primeras en que veía a hombres y mujeres manteniendo sexo. Fascinada por las formas espléndidas de las mujeres y la elasticidad con que realizaban las cabriolas que los hombres les exigían, descubría que esa dureza grosera le encantaba, así como las variadas formas de la cópula y sus alucinantes juegos previos. La deslumbraba el placer con el que las mujeres succionaban los enormes falos de los hombres y las ganas con que recibían las penetraciones, fuera cual fuere la posición.
Lo que le encantó sobremanera, fue una secuencia en que las protagonistas, tres mujeres solas, practicaban un delicado juego de seducción en el que se acariciaban y besaban largamente antes de dejar que sus manos y bocas recorrieran y se alojaran en los inquietantes rincones del placer. Cada una poseía características distintas, tanto de color de piel como de cabello pero todas eran igualmente hermosas y estaban dotadas de atributos físicos que la embelesaron; los senos, igualmente mórbidos, diferían en cuanto a la forma y en sus cúspides, le atrajeron las diferentes características en las aureolas. Mientras que unas eran chatas y rosadas, otras, fuertemente marrones, ostentaban profusión de gruesos gránulos y las de la tercera, se mostraban abultadas como otros pequeños senos pero de una superficie brillantemente pulida.
Absorta, tanteó las suyas y encontró que combinaban las características de las tres ya que, siendo rubia, mostraban un subido color rosa y, cónicamente abultadas, estaban cubiertas de abundantes gránulos. Deleitada por las imágenes y lo que su tacto le dejaba comprobar, deslizó los dedos hasta los pezones para encontrar que eran como los que más le atraían; robustecidos por la excitación, se mostraban gruesos, largos y el agujero mamario de la punta lucía dilatado como en una mujer en lactancia.
Atraída por las sensaciones que el video le provocaba, se entretuvo durante el tiempo que duraron las imágenes, sobando y estrujando sus senos de manera inconsciente, observando como las mujeres acariciaban, lamían y succionaban mutuamente sus sexos, para penetrarse luego, tanto por el sexo como por el ano con unos extrañísimos artefactos de látex con los que obtenían unos orgasmos increíbles en medio de gritos y gemidos de satisfacción, hasta que, a la finalización de la reproducción, la cinta se rebobinó automáticamente.
Temblorosa y mientras aun seguía sobando sus senos, con los ojos fijos en la pantalla vacía y la boca abierta en un intenso jadeo, descubrió que había tenido una abundante eyaculación que rezumaba a través de la delgada tela de la bombacha. Apagando el televisor, descubrió que de un cajón abierto de la cómoda sobresalían algunas prendas que colgaban hacia afuera. Rebuscando entre las finísimas bombachas, trusas y corpiños, olisqueando ansiosamente los refuerzos de las entrepiernas para ver si encontraba vestigios de los olores íntimos de Olga, descubrió que la lencería servía para ocultar varios falos artificiales parecidos a los del video.
Impresionada por su aspecto pero acicateada por la curiosidad, tomó a uno con la punta de los dedos y, levemente asqueada, lo acercó a su nariz para comprobar que sus temores eran infundados ya que, o no había sido utilizado o había sido prolijamente despojado de aromas vaginales, toda vez que el único olor que tenía era el del material sintético que lo componía.
Lo que ella suponía que era un falo, estaba compuesto por una serie de esferas superpuestas de un material semi elástico que, en forma cónica, iban disminuyendo de tamaño. Otra de las vergas le pareció monstruosa, puesto que se trataba de un largo tubo de silicona flexible de más de cuarenta centímetros de largo por cinco de ancho que en cada extremo poseía una cabeza ovalada. El tercero, tenía aspecto formidable y su superficie era variada; la cabeza ovalada esta provista de ranuras helicoidales, concéntricas como los frunces de un ano y tras el profundo abismo del surco, se extendía un área ondulada seguida del ensanchamiento producido por una serie de gránulos elásticos de tosca apariencia.
Azorada por el descubrimiento y lo que aquello le hacía suponer, encontró un último instrumento que terminó de desconcertarla; se trataba de una serie de cintas aterciopeladas que formaban una especie de arnés que se abrochaba con velcro. En lo que aparentaba ser el frente, tenía un triángulo semi rígido del que surgía la replica de un miembro masculino pero de tamaño superlativo. Fuertemente curvado, lucía gruesas venas y abundantes arrugas que se acumulaban hacia el final, donde el falo estaba circundado por una corona de flexibles conitos puntiagudos. Estremeciéndose por las imágenes que aquello ponía en su mente, vislumbró lo que supondría semejante artefacto colocado en la pelvis de Olga y lo soltó impresionada, a tiempo para escuchar como aquella abría la puerta de la casa. Volviendo a tapar todo con la ropa, cerró el cajón y abandonó presurosa el cuarto.
Olga estaba segura de lo que la niña había descubierto y lo que las imágenes y sus”juguetes” despertarían en ella pero había decidido extender el proceso para que la muchacha fuera cociéndose en su propia salsa hasta que las mismas ansias la colocaran abiertamente a su disposición. Y así pasó otra semana en la cual se dedicó a exhibir partes de su anatomía, abonando el proceso de excitación de Agustina. Sabiamente, desaparecía de la casa tras aquellas ostentaciones, dejando el camino libre para que la muchacha pudiera ver abierta y anhelosamente los distintos videos que ella se encargaba de dejar colocados en la cassettera.
Cierta noche especialmente calurosa en la que Agustina se encontraba en su cama, agobiada por la temperatura y entrando en aquel sopor que antecede al sueño, le pareció detectar una presencia extraña en el cuarto. Exhibiendo la magnífica belleza de su cuerpo desnudo, la mujer mayor contemplaba extasiada la figura juvenil que, de espaldas a ella, se veía laxamente desmadejada sobre las sábanas revueltas, cubierta sólo por un escueto camisolín de organza que en su agitado entresueño se había arrollado hasta la cintura dejando al descubierto la contundencia de sus nalgas.
Desplazándose con cautela llegó hasta la cama y se acomodó suavemente junto al cuerpo de la niña. Esforzándose por despegar los párpados cargados por el sueño, Agustina comprobó que su presunción era cierta y que un cuerpo cálido se encontraba a sus espaldas, tan próximo que había establecido una especie de corriente eléctrica que la hacía vibrar. Aunque no lo hacía evidente, interiormente temblaba como una hoja y en su vientre se producía una revolución de tenues aleteos que la desasosegaban.
Acostada junto al cuerpo cuasi infantil, Olga extendió una mano y el filo de sus uñas rozó tenuemente la epidermis a la altura del hombro. Desplazándose con cautela, ascendieron por el cuello hasta el arco formado por el pabellón de la oreja y luego descendieron hasta tropezar con el obstáculo que suponía la presencia del delgado bretel, al que asió entre los dedos para deslizarlo a lo largo del brazo. Con lentitud exasperante, escurrieron hasta la muñeca y luego tornaron a ascender hasta el hombro. Desde allí recorrieron la espalda al tiempo que bajaban el otro bretel, arrastrando la prenda hacia la cintura.
Agustina tenía la certeza de que la mujer no ignoraba que ella estaba despierta y que era la profundidad del deseo la que la mantenía inmovilizada. Jadeando quedamente a través de sus labios entreabiertos, conservaba los ojos cerrados, deleitada por ese acto que parecía incrementar sus fantasías y la sensibilidad del cuerpo. Las uñas trazaban surcos cosquilleantes dejando huellas de fuego por donde pasaban y, calmosamente, se abandonó a la caricia.
Casi con crueldad, Olga demoró el momento en que la mano abandonara su zona renal donde se había cebado en los hermosos hoyuelos para asentarse sobre uno de los glúteos. Alzando es resto de la prenda para unirla a la que estaba arrollada en su cintura, los cinco afilados exploradores rasguñaron levemente la firmeza de la nalga hasta que dos aventureros se perdieron en la sima oscura de la hendedura, resbalando en el sudor allí acumulado hasta rozar el agujero del ano lo que produjo una instintiva contracción de la grupa. Como si se disculparan, los dedos huyeron ágiles para comenzar a recorrer los delgados muslos, se entretuvieron rascando tenuemente la suave oquedad detrás de las rodillas y finalmente, se encaminaron hacia los pies.
Modificando su posición, Olga se colocó arrodillada en los pies de la cama y, bajando su cabeza, inició un vibrante tremolar con la lengua que, deslizándose desde los talones por la planta, la llevó a alojarse en el pequeño hueco debajo de los dedos. Esas cosquillas tan desconocidas como placenteras contrajeron aun más los músculos de la muchacha que boca abajo, se asía férreamente a la almohada, disfrutando con la expectativa de lo que vendría.
Asiendo sus pies entre las manos, los alzó juntos y, en tanto que la lengua fustigaba los huecos entre los dedos, los labios iban chupándolos uno a uno hasta que, al llegar a los pulgares cubiertos de saliva, los succionó como si fueran penes en un acompasado vaivén. Después de unos momentos, dedos y boca escurrieron a lo largo del empeine, incursionaron alrededor de los tobillos y ascendieron por las pantorrillas en una irritante mezcla de rasguños, lengüetazos y chupones. A medida que subía por el dorso de los muslos, fue separando y encogiendo la pierna derecha para dejar el camino libre.
Azotando la arruga que formaba el peso de la nalga, la lengua trepó sobre el terso promontorio y luego buscó el inicio del abismo que formaba la hendedura, sorbiendo los sudores y excitando con insidiosa insistencia los fruncidos esfínteres del ano. Aquello provocó una especie de gañido plañidero en la muchacha y su cuñada se apresuró a dejar el lugar.
Labios y lengua se instalaron en la zona sacro lumbar y desde allí fueron trepando la cuesta de la espalda al tiempo que refrescaban con saliva las estrías ardientes que dejaran las uñas. Concentrándose en la columna vertebral entre los omoplatos, los lengüetazos y chupones llegaron a la nuca y, levantándole el corto cabello, la boca se alojó succionante en su base.
Agustina ya no disimulaba el grado de excitación que la habitaba viendo concretados todos sus sueños y expectativas sexuales por la mujer de la que, sin proponérselo, se había enamorado y con la cual anhelaba tener su primera experiencia carnal. Olga la había asido por la mandíbula al tiempo que empujaba su cuerpo para que quedara recostada boca arriba en la cama. Blanda, mansamente, Agustina se acomodó debajo del cuerpo de su cuñada y esperó ansiosamente la aproximación de su boca.
Acariciando sus cabellos con ternura, la mujer dejó que los labios rozaran la frente de la muchacha y luego se deslizaron con pequeños besos sobre sus ojos, descendieron por las mejillas, mordisquearon delicadamente su mentón y finalmente, buscaron cobijo sobre los entreabiertos de la niña que, con la boca llena de saliva por la intensidad de la angustia, se estremeció como si una descarga eléctrica la hubiera alcanzado. Agitándose como la bífida de una serpiente, la lengua retozó entre los labios, escarbó en la tersura de las encías y debajo de los labios para luego introducirse en la boca a la búsqueda de la suya que, entre temerosa y audaz, esperaba el contacto de la invasora para enfrentarla con similar audacia.
Por unos momentos y mientras Agustina imitaba a Olga asiendo su rostro entre las manos, entremezclando sus salivas las lenguas se trabaron en un singular combate que las agotó. Acezando fuertemente, las bocas se unieron y succionándose mutuamente con rudeza, se entregaron a una larga sesión de besos, chupeteos y lambetazos que sólo incrementaron su excitación.
Semi ahogadas por esa intensidad y extenuadas por la falta de aire, se ensimismaron en un juego lerdo y cansino en el que los gemidos y suspiros eran protagonistas. Olga envió una de sus manos a explorar la superficie de los senos de la muchacha, y aquella sintió por primera vez el contacto de una mano ajena sobando y estrujando sus carnes. Después de palparlos concienzudamente, la mano se extasió rascando las ásperas granulaciones de la aureola y luego, aferró entre índice y pulgar al pezón, iniciando un mortificante restregar que iba instalando un escozor desconocido en sus riñones.
A media voz y entrecortada por hondos suspiros satisfechos, Agustina le rogaba a la mujer que la hiciera tan feliz como pudiera y aquella, simultáneamente, desplazó la boca hacia los pechos y la mano hasta el suave plumón del pubis. La primera se adueñó de uno de los senos, chupeteando ruidosamente las carnes conmovidas que se agitaban con temblores gelatinosos y la segunda se encargó de restregar el escaso vello al tiempo que presionaba sobre el Monte de Venus.
Aferrada con los dedos engarfiados a las revueltas sábanas, ahogándose con su propia saliva la muchacha boqueaba a la búsqueda de aire y para refrenar la intensidad de sus ayes complacidos, mientras sentía como la boca de su cuñada que había dejado de depositar intensos chupones sobre la carne del seno y ahora mordisqueaba con sus dientes romos las excrecencias de las aureolas, envolviendo entre los labios al pezón clavaban en él el filo de los incisivos.
La mano se movía en perezosos círculos alrededor de la vulva depilada, arrastrando las uñas sobre los labios hinchados y dejando que un dedo se introdujera entre ellos para tomar contacto con el interior del óvalo humedecido. Tiernamente, el invasor hurgó en todo el perímetro excitando sus aletas carnosas y recalando finalmente sobre el capuchón que protegía al clítoris, frotándolo con insistente vehemencia.
Habitada por una euforia que desconocía, Agustina inició una serie de sacudimientos voluptuosos que indicaron a la mujer que la niña estaba a punto y la boca, abandonando los senos, saltó sobre la tela arrollada a la cintura para reptar serpenteante por el bajo vientre, sorber los sudores del vello púbico y finalmente alojarse en una mezcla de besos y chupones sobre la semi erecta capucha del clítoris. Su contacto le era tan placentero que la jovencita no pudo reprimir la entusiasta expresión repetida de su asentimiento y el reclamo para que la hiciera suya.
Extendiéndole las piernas abiertas tanto como pudo, Olga se arrodilló entre ellas y la lengua comenzó a agitarse vibrátil sobre la ahora abultada meseta de la vulva, que se mostraba rojizamente oscurecida, con los bordes de la raja luciendo oscuras tonalidades. La leve patina que abrillantaba esa superficie era la segregación natural de sus glándulas y las papilas de Olga se solazaron al comprobar la intensidad de ese sabor agridulce, sorbiendo con fruición la inflamada carne virgen.
Lo gemidos de la muchacha crecían en intensidad y abriendo con sus dedos los bordes, la mujer dejó expuesta la maravilla de aquel sexo pubescente; tal como había supuesto por el tacto, el sexo tenía dimensiones más que regulares y el fondo del óvalo mostraba una nacarada iridiscencia que dejaba en evidencia al agujero de la uretra para destacar, por contraste, los repliegues retorcidos de los labios menores que se dilataban hasta la grosería en dos grandes crestas que, en los bordes lucían ennegrecidas.
En su parte inferior, apenas dilatada, se veía la entrada a la vagina que, ella suponía virgen de toda virginidad. Coronando la belleza del conjunto, campeaba el alzado capuchón que dejaba entrever la blanquecina cabeza del pene femenino. Emitiendo un sordo ronquido de ansiedad, Olga empaló la lengua y la deslizó sobre el sexo de arriba abajo enjugando los líquidos que lo barnizaban. Apoyada en sus codos, abría con las dos manos las carnes y la lengua tremolaba insistentemente sobre las distintas regiones, introduciendo levemente la punta afilada en la oscura caverna vaginal y luego fustigaba con saña los pliegues o azotaba con vehemencia la cavidad sensible del clítoris.
Aquello enloquecía a la casta doncella que, inconscientemente, sacudía y meneaba la pelvis en histérico reclamo. Ante ese contacto delicadamente imperioso, tan dulce e intenso como jamás alcanzara con sus mejores manipulaciones, presentía y deseaba experimentar mejores placeres. Sintiendo aun en los pechos los ardores de los chupones y mordidas, sus manos acudieron a sobarlos y la sensibilidad que encontró en los pezones terminó de enajenarla.
Su cuñada había decidido terminar por el momento con el juego lingual y se dedicó a mordisquear remolonamente con castañeteante empeño los retorcidos pliegues. Aquello le resultaba tan inquietantemente placentero, que sintió la necesidad no sólo de sojuzgar a la joven sino de ser poseída ella misma. Lentamente y sin dejar de someter al sexo con su boca, inició una rotación del cuerpo que la llevó a quedar ahorcajada, invertida sobre la muchacha, reclamándole a aquella que la satisficiera con sus manos y boca.
Inspirada por imágenes similares que viera en los videos y por la curiosidad de saber que se sentiría al saborear los jugos internos de otra mujer, todavía remisa y con un poco de asco, dejó a la lengua tomar contacto con aquel sexo que sólo a centímetros de su cara se le ofrecía palpitante, ennegrecido y bañado por fragantes fluidos vaginales. Esa unión y lo que su degustación llevó a sus sentidos terminaron por eliminar en ella todo sentimiento de repulsa. Abrazándose a las nalgas de la mujer y con miedo de exhibir su inexperiencia, dejó que la lengua comenzara a vibrar y el roce pareció darle una soltura tremolante que no esperaba.
Olga, que había tomado sus piernas encogidas para encajarlas debajo de las axilas y acceder aun mejor a su sexo, se dedicaba a macerar entre los labios al triángulo carnoso mientras Agustina se esmeraba en chupetear, lamer y sorber con fruición las rosadas carnes que exudaban los fragantes jugos que la alienaban.
Sin abandonar el chupeteo al clítoris, Olga excitó con un dedo la boca cavernosa de la vagina que dejaba escapar leves flatulencias de aromas uterinos y, lentamente, fue metiéndolo dentro del sexo. También para ella era la primera vez que lo hacía con una virgen y no sabía qué esperar. Su dedo no era grueso y, sin embargo, el canal vaginal resultaba tan estrecho que le costaba introducirlo. No imaginaba cómo sería su encuentro con aquel mentado himen ni cuál sería le respuesta de la muchacha.
Decidida a no dejarse amedrentar por la conciencia, penetró decididamente entre las carnes y, aunque sintió la leve oposición de una delgada telilla membranosa, no cejó hasta traspasarla y sentirlo totalmente en su interior, encerrado entre los músculos cuajados de espesas mucosas. Ante el desgarramiento de su virginidad, Agustina sintió como un fuerte pellizco que la hizo respingar pero aquel fugaz sufrimiento fue sólo el anticipo de una sensación gozosa como jamás había experimentado.
La mujer imprimió a su mano un movimiento giratorio y en tanto que la punta del dedo se curvaba levemente, inició un lento vaivén que con su fricción fue estimulando los músculos a dilatarse y aumentar la exudación de jugos lubricantes. El gusto dulzón de los tejidos del sexo de su cuñada subyugaba a la muchacha que, fascinada y eufórica, arremetió con la boca como si fuera una ventosa y sorbió con deleite esos humores mientras sentía como Olga redoblaba los esfuerzos de sus labios y dientes en someter al crispado clítoris, tirando de él como si pretendiera arrancarlo.
Agregando otro dedo al primero, comenzó con una cadenciosa penetración, rebuscando en la cara anterior de la vagina hasta que encontraron una pequeña protuberancia a la que comenzaron a restregar con empeño. Agustina sintió en sus entrañas la explosión tumultuosa de la eyaculación orgásmica y, hundiendo la boca en el sexo como si quisiera devorarlo, hincó los dientes en el sexo mientras sentía manar sus jugos a través de los dedos de la mujer.
A pesar de la profunda modorra que la iba invadiendo, continuó lamiendo y sorbiendo las carnes amoratadas en hipnótico vaivén que, a su tiempo, rezumaron un líquido agridulce que degustó con deleitada satisfacción, toda vez que Olga también dedicaba su boca a trasegar la humedad de su sexo. Embelesadas por el placer, fueron cayendo en un profundo sueño del que Agustina saldría rato después. Aturdida por la intensidad de esa relación que había esperado por tanto tiempo pero suponiendo que sería a manos de un hombre, se encontró agradeciendo al destino que la hubiera conducido a los brazos de aquella mujer de la que se había enamorado en forma insensata.
Levantándose de la cama, se dirigió al baño y, llenando la bañera de agua tibia, derramó en ella fragantes sales de baño, se sumergió hasta el cuello y cerrando los ojos, recordó una a una las caricias que su cuñada le proporcionara, rememorando con impúdica fascinación el momento en que aquella la había penetrado y su reacción incontinente ante el sexo que succionara con verdaderas ansias y la sensación de ahíta plenitud que la invadiera luego del orgasmo.
Tras la relajante ablución, vació la tina y metiéndose debajo de la ducha helada, lavó cuidadosamente su cuerpo, pero en la medida que las manos recorrían su anatomía encontrando cobijo en los recónditos lugares de la sensibilidad, su mente recobró la memoria de lo que hiciera con Olga y en el fondo del vientre volvió a arder el fogón inagotable del deseo.
Luego de lavar y enjuagar con crema su corto cabello rubio, refrescó la piel con cremas humectantes e, ignorante de que había pasado más de una hora, volvió al cuarto envuelta en un albornoz de toalla para encontrarlo vacío. Buscando la presencia de Olga por la casa, la encontró en su cuarto. Evidentemente, mientras ella reposaba sumergida en el agua, su cuñada se había duchado prestamente y ahora yacía recostada sobre la enorme cama matrimonial sin más prenda que la larga melena que ocultaba parcialmente sus pechos.
Con una sorda pulsación en la vagina, pasó largos minutos observando fascinada el cuerpo maravilloso de Olga. Las largas y torneadas piernas encontraban remate en las rotundas caderas que, por detrás, dejaban vislumbrar la contundencia de las abultadas nalgas, redondas, perfectas y, por delante, el promontorio de la vulva. Ascendiendo a lo largo del vientre, musculoso y moldeado por la gimnasia, arribó a los senos y ahí, tragó saliva para poder digerir tanta perfección; sin ningún tipo de cirugía, lucían como si así fuera. Tersos y redondos, de tamaño más que regular, caían laxos sobre el pecho para mostrar al respirar su gelatinosa plasticidad. En su vértice, no demasiado grandes, las aureolas marrones mostraban una serie de concéntricas arrugas que culminaban en largos y suaves pezones de color rosa.
La cara necesitaba de una mención especial. Comenzando desde el voluntarioso mentón en el que se destacaba la hendedura de un hermoso hoyuelo, se accedía a la boca que, amplia, de labios generosos y maleables, dejaba entrever la blancura de unos dientes perfectos. A continuación, las vibrátiles aletas de las fosas nasales daban marco a la punta apenas respingada de una nariz recta y pequeña y a cada lado, con una equidistancia perfecta, los ojos de largas pestañas, ahora cerrados, que resplandecían habitualmente con su claridad de aguas caribeñas. La espesa melena ondulada color caoba, creaba el entorno perfecto a la piel suavemente dorada por el sol.
El movimiento de la mujer revolviéndose en el lecho sacó a Agustina de su arrobamiento y, acercándose, recorrió golosa con los ojos la magnífica figura para después, liberada ya de todo prejuicio, arrodillarse junto a ella en reverente contemplación. Una especie de fuego iba subiendo por su cuerpo desde las entrañas y un ramalazo de deseo le nubló la vista al tiempo que su boca se llenaba de una saliva sabrosamente dulce. Sin atinar que hacer primero, extendió temerosa una mano pero, arrepintiéndose de aquel gesto, acercó su cara a uno de los temblorosos senos. Vibrando como una hoja por los nervios, especuló por un momento en retirarse pero la excitación y el aroma que brotaba de la piel de Olga pudieron más que la moral y la vergüenza.
Medrosa, la lengua palpitante se extendió hasta tomar contacto con la tersa piel y deslizándose sobre un sendero de saliva, inició un lerdo periplo en derredor del órgano globoso. Con un gruñido mimoso pero sin abrir los ojos, Olga se arrellanó mejor en las almohadas y una mano indolente se alojó sobre sus cortos cabellos, acariciándolos. Alentada por la complacencia de la mujer, dejó a la lengua la libertad de engarfiarse y tremolar en círculos concéntricos cada vez más cerca de las aureolas hasta rozar las delicadas arrugas y ascender por el largo pezón hasta fustigar su extremo rosado.
Ahora, Olga gemía quedamente y su mano sujetaba firmemente la cabeza contra sus pechos. Avida, con voracidad animal, buscó con los labios la piel alrededor de la aureola y con una crueldad que no creía poseer, fue succionándola en chupones tan fuertes que dejaban tras de sí marcas rojizas que más tarde se convertirían en moretones. El voraz apetito sexual que sentía acumularse en su bajo vientre la desconcertaba pero a la vez parecía retroalimentarse con aquellas succiones y, sin proponérselo racionalmente, una de sus manos buscó la entrepierna de su cuñada que, ante la exigencia de los dedos, abrió las piernas con desmesura.
Con recientemente adquirida agilidad, dejó que las yemas de sus dedos resbalaran suavemente por la pátina de mucosas que rezumaban entre los labios de la vulva, iniciando un lento recorrido acariciante que fue dilatándolos paulatinamente. Su boca ya no martirizaba más al seno sino que los labios habían rodeado la rosada excrecencia del pezón y, encerrándolo entre ellos apretadamente, permitían a los dientes raerlo al tiempo que lo succionaba con irritante insistencia.
Los dedos habían penetrado dentro del óvalo, encontrándolo pletórico de líquidos que le permitieron recorrerlo con las uñas sin herir la delicada piel, rascando en el pequeño cráter de la uretra, removiendo las dilatadas aletas que lo rodeaban y buscando debajo del capuchón epidérmico el rosado glande femenino. Clavando la cabeza en la almohada, con los músculos del cuello tensionados por el esfuerzo, Olga sacudía la pelvis en perezoso ondular y, en tanto que con los dientes apretados le suplicaba que descendiera, sus manos presionaron fuertemente la cabeza hacía su sexo.
Resollando fuertemente por sus hollares dilatados, Agustina la obedeció ciegamente y su boca se escurrió, lamiendo y succionando la leve capa de transpiración del vientre hasta tropezar con la vellosidad del mínimo triángulo en el Monte de Venus. Atraída por el fuerte olor almizclado que emanaba el sexo y tal como si estuviera haciéndolo con un helado, empaló la lengua, pasándola como un pincel desde el clítoris hasta la dilatada entrada a la vagina de la cual manaban gotas de fragantes jugos.
La alienación del deseo nublaba su entendimiento y, arremetiendo con la boca sobre el sexo que sus dedos habían abierto como a una flor, lamió y succionó con apasionamiento las crestas ennegrecidas, escarbó el hoyuelo insolente de la uretra y finalmente atrapó la capucha epidérmica que cubría al clítoris cuyo volumen había aumentado considerablemente. Olga gemía con fuertes resuellos y fue elevando la pelvis hasta que las nalgas quedaron apoyadas en sus manos. Sosteniéndose en los codos, hacía que sus brazos dieran sustento a las caderas, contribuyendo a que la boca tuviera el lugar necesario para someter al sexo oferente.
Acomodándose al acompasado ondular, la boca de la muchacha se abrió desmesuradamente atrapando gran parte del sexo como si fuera una ventosa y succionó. Succionó tanto y tan duramente que arrancó sollozos a la mujer quien pedía angustiosamente que la penetrara con los dedos.
Al tiempo que metía el largo triángulo del clítoris en su boca y, apretándolo con la lengua contra el paladar y los dientes lo sometía a una succión tan profunda como demoníaca, la obedeció e introdujo uno de sus dedos dentro del canal vaginal. La sensación era extraña, ya que el dedo se abría paso facilmente sobre la carne lubricada por las espesas mucosas del útero pero el intenso calor y su palpitar, le hacían sentir una emoción nueva cual era la de estar dentro del cuerpo de una mujer, sometiéndolo a su antojo y disfrutándolo como si fuera una diversión perversa y malsana.
El dedo entraba y salía lentamente, arrastrando los jugos hacia el exterior mientras buscaba aquella tumescencia con que la mujer había despertados sus emociones más salvajes. Como en definitiva no sabía lo que buscaba, el dedo se movía alocadamente y la uña rascaba dolorosamente la vagina. Gruñendo como un animal, Olga propiciaba el trabajo de Agustina indicándole que la penetrara con más dedos. Cuando la muchacha hubo añadido uno más, le pidió otro y cuando los tres se introdujeron en toda su longitud dentro de ella, sin que su cuñada le diera orden alguna, comenzó a moverlo en un suave vaivén que se incrementó al darle un giro de ciento ochenta grados a su muñeca.
Suplicándole que le diera más fuerza a la penetración, su cuñada sostuvo el peso de su cuerpo arqueado apoyada firmemente en sus pies y, asida con las dos manos al respaldar de bronce, se dio aun mayor impulso para que su cuerpo fuera al encuentro de la mano que la socavaba. El esfuerzo de penetrar a la mujer succionando al mismo tiempo el clítoris conmovían a la muchacha y, comprendiendo que su cuñada estaba a punto de alcanzar el orgasmo, aumentó la velocidad con que sus dedos giraban en la vagina, emocionada ella misma por la excitación.
Como Agustina la sostenía por las nalgas, Olga levantó sus piernas para apoyar los pies en las espaldas de la muchacha y, a medida en que sentía la proximidad del orgasmo, fue encerrando entre los muslos la cabeza de la niña. Cuando la marejada tumultuosa de sus líquidos escurrió entre los dedos, la presión de las torneadas piernas asfixió a Agustina quien, al desplomarse su cuñada después de la eyaculación, cayó sofocada sobre su vientre.
Tanto esfuerzo y emociones juntas habían agotado a las mujeres, especialmente a Agustina quien, desmayadamente satisfecha, creyó sentir como su cuñada la acomodaba en la cama. Al despertar en la mañana siguiente, estaba sola en la cama matrimonial. Vistiendo la bata de toalla y mientras reprimía sus bostezos, se dirigió a la cocina para encontrar que Olga estaba preparando el desayuno. Por un momento estuvo tentada de darle un beso junto con los buenos días, pero la amable indiferencia de su cuñada la desconcertó y, puesto que aquella procedía como si nada hubiera sucedido, guardó un recatado y prudente silencio.
Confundida y cargada de culpas por lo que ella estimaba una desaforada manifestación de su sexualidad reprimida, la muchacha se mantuvo durante todo el día sumisamente expectante a los mínimos deseos de Olga, que se comportaba como si la noche anterior no la hubiera desvirgado.
Distraída con el día de playa, sólo las pequeñas revoluciones y un latir que se manifestaban aleatoriamente en su vientre le recordaban de vez en cuando lo sucedido. Cuando volvían al atardecer, Olga compró comida preparada en una rotisería y, llegadas a la casa, cenaron tempranamente. Juntas y comentando la especial temperatura del día, lavaron los utensilios de cocina y, mientras Agustina se encargaba de acomodarlos en sus respectivos estantes, Olga desapareció misteriosamente.
Estaba terminando de ordenar los cubiertos cuando aquella reapareció cubierta por un mínimo camisolín de gasa y tomándola de la mano la condujo hacia su dormitorio. La suave luz de unos velones iluminaba ambarinamente el cuarto, suplantando la luz del sol que se ocultaba rápidamente en el horizonte y en esa penumbra incierta, la muchacha alcanzó a divisar sobre la mesa de noche aquellos artefactos que descubriera en la cómoda. Cuando llegaron junto a la cama, Olga se dio vuelta y acercándose, la estrechó con ternura. Turbada y perpleja por su comportamiento de todo el día, no respondió al abrazo, pero era tal la contundencia de las carnes contra la suyas, cubiertas sólo por la pequeña bikini de playa, que no pudo resistir el impulso y se ciñó apretadamente a ella.
Durante unos momentos se mantuvieron así, restregándose suavemente una contra la otra y sus manos se deslizaron acariciantes sobre espaldas y nalgas. Poco a poco, el deseo las iba invadiendo y Olga separó levemente su cara. Enfrentándola, dejó que los ojos de la muchacha se sumieran en la cristalina pureza de los suyos, cautivándola hasta el punto de hacerle proferir un leve sollozo. Era tal la belleza de su cuñada, o al menos su amor se lo hacía parecer, que la muchacha no podía creer la dicha de que la hiciera suya y al mismo tiempo ser dueña de ese cuerpo y ese rostro maravillosos.