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Eroticon: Una Apuesta Caliente

Eroticon: Una Apuesta Caliente

Janie, mi mujer desde hace siete años, estaba sentada en nuestra cama. Hacía un gran esfuerzo por mostrarse animada, pero sin mucho éxito. Quizás todo fuera culpa mía por haberle pedido que fuera más sociable en la fiesta a la que habíamos ido la noche anterior. Eso la llevó a putear demasiado con los hombres y tener que escuchar sus obscenas insinuaciones. Y cuando bailó con el imbécil de Frank, dejó que él descaradamente le acariciara el culo. Yo, por mi parte, me encontraba completamente borracho.

Pero lo peor tuvo lugar durante la partida de póquer que hicimos cuando la mayoría de los invitados ya se había marchado. Yo tenía cuatro reyes y le aposté cien dólares a Frank, sólo para que me hiciera una estúpida oferta: su mujer, Marcia, contra mi dinero. Ella es una llamativa pelirroja de treinta años, mientras Janie, es una dulce trigueña de suave carácter. Y Marcia es tan impulsiva como su marido por lo que dejó con una sonrisa que él hiciera semejante apuesta. Para colmo de males, a mi esposa se le contagió un poco de esa impulsividad y repentinamente me dejó con la boca abierta.

En efecto, antes de que terminara de reírme de la apuesta de Frank, mi pequeña y dulce Janie se puso detrás de mi y aumentó la oferta: el ganador pasaría dos horas con la mujer del perdedor o le pagaría doscientos dolares. Me sorprendió su atrevimiento, pero al principio me sentía tan seguro de vencer como ella. ¿Quién podría triunfar contra mi combinación de cuatro reyes? Pronto lo supimos: la escalera real de Frank.

Por supuesto, Frank no quiso ser generoso y al contrario, dio un discurso a viva voz alardeando que Janie querría seguir singando aún después de que él se hubiese corrido. Los otros invitados estaban tan desconcertados que no se atrevieron a mirarme cuando nos marchamos de la fiesta. En cuanto a Frank, que en aquel momento lo odiaba con todas mis fuerzas, nos dio las buenas noches con una mueca burlona. Durante todo el trayecto a la casa, Janie y yo no nos cruzamos palabra, consternados y arrepentidos por la trampa en la que habíamos caído por un exceso de alcohol y un alarde machista.

Llevábamos un buen rato en aquella angustiosa espera cuando sonó el timbre de la puerta de la calle. Mi esposa me miró con los ojos suplicantes cuando me levanté para atender a la temida visita. Frank y Marcia entraron en la sala y desenvueltamente me siguieron hasta nuestro dormitorio, donde Janie esperaba nerviosa.

Mi pobre media naranja había estado llorando antes de que entráramos según pude comprobar por la reciente humedad en sus ojos. Sin embargo, Frank, con su acostumbrada implacabilidad, fue derecho al asunto sin importarle un carajo lo que ella sentía. Con una franqueza rayana en el insulto me dijo que yo podía quedarme en el cuarto bajo la condición de que no hablara con ella. Desgarrado por aquel terrible dilema, opté finalmente por ser un mudo testigo.

Frank, que tiene quince años más que Janie y un tremendo mundo de experiencia con mujeres, se dirigió hacia mi esposa y le pidió que se pusiera de pie y se quitara el rosado negligée que cubría su cuerpo firme y curvilíneo. Obediente, ella enrojeció mientras la prenda caía suavemente al suelo. Vestida sólo con los minúsculos panties y un sostén de encaje, pude apreciar una vez más porqué mi hembra era la codicia de todo el que la conocía. Frank le pidió que se diera la vuelta y ella así lo hizo cerrando los ojos mientras el tipo la miraba de arriba a abajo estudiando cada redonda protuberancia y las tibias oquedades del cuerpo que pronto sería suyo. Con un nudo en la garganta, yo temblaba porque sabía que
ningún hombre excepto yo la había visto así en la intimidad. Ella había sido virgen cuando nos casamos y fui su primer y único amante. Hice
un terrible esfuerzo para no arrojarme sobre el tipo pero me repetí una y otra vez que una apuesta era una apuesta y no me quedaba más remedio que cumplir con mi palabra.

Con los puños bien apretados, Janie estaba más tiesa que una tabla cuando las manos avariciosas de Frank desprendieron el sostén y poniéndolo cuidadosamente en el borde de la cama comenzaron a explorar los pechos pequeños pero firmes y bien formados. Vi entristecido como los pezones oscuros y carnosos se endurecían y paraban lentamente e incluso creo que distinguí un suspiro que escapaba de su boca. La rápida y avasalladora reacción erótica de ella me puso a pensar. En aquel momento comencé a preguntarme si yo había sido lo bastante diestro y vigoroso para satisfacer a plenitud todos los deseos sensuales de Janie en los años que habíamos compartido juntos. Traté de sacarme aquella idea horrible de la cabeza.

En seguida Frank bajó la mano derecha para acariciar los muslos esbeltos y de carne firme de mi esposa sin dejar de sobar y palpar por encima de la fina tela de los panties la chocha con la izquierda. De pronto observe allí una mancha oscura y húmeda que comenzaba a extenderse. ¡Janie estaba excitada!

Mire como hipnotizada por un misterioso embrujo a mi mujer retorcerse en la cama mientras Frank alcanzaba finalmente su propósito: acariciarle el bollo a través de la tela mojada. De esa forma, nos demostraba hasta la humillación de que él era capaz con su habilidad de derrumbar las más firmes barreras.

Antes de que Janie perdiera el control, le dio la vuelta y la puso boca abajo. Ella se dejó manejar dócilmente y se retorcía cada vez más ante la llegada de un inminente orgasmo. Finalmente Frank le bajó el bikini y quedaron al descubierto la base de sus firmes muslos blancos y su atrevido culo de nalgas redondas y erguidas.

Me sentí desfallecer y temí que no me alcanzaran las fuerzas para seguir mirando aquel espectáculo. Esas delicadas nalgas y el apretado y virginal huequito entre ellas eran la única parte del cuerpo de Janie que no me había entregado desde que nos casamos. Los turbios ojos de Frank se encontraron con los míos e intuí, supe, cuales eran sus intenciones...

El muy malvado llevó una de las manos al bollo empapado y palpitante de mi esposa y la otra comenzó a acariciarle y pellizcarle el trémulo trasero. Sentí que algo se me rompía por dentro cuando Frank empezó a mover los dedos a lo largo de la raja, hurgando y frotando los puntos más sensibles mientras su otra mano penetraba en las profundidades del canal entre las suculentas nalgas y frotaba en movimientos circulares el apretado ojete con el que yo sólo me había atrevido a fantasear en mis noches de insomnio.

Todo parecía favorecer a mi vencedor. Durante más de una agonizante e interminable hora, observé en silencio y con la boca seca, como el dedo de Frank llevaba a mi querida media naranja a varios potentes orgasmos mientras atormentaba el estrecho agujero hasta hacerlo dilatarse y contraerse espasmodicamente en señal de bienvenida a una anhelada penetración. Su dedo no se había limitado a frotar y presionar contra la puerta trasera y pude observar con desesperación como poco a poco se fue acomodando en las tibias entrañas de mi chica.

Frank había hecho temblar ya todo el cuerpo de Janie cuando me pidió que llevara mi silla a los pies de la cama. Aquella solicitud en nada me hacía feliz pero no me quedaba más remedio que acceder. Una vez más me pregunté si intentaba humillarnos a Janie y a mí o si estaba verdaderamente caliente.

Sin poder evitarlo, no quitaba los ojos de la chocha inflamada de mi mujer, con sus pliegues rosados y encharcados de crema y la insinuación del erecto clítoris protuberante en medio de la raja abierta y lista para ser embestida. Frank se dedicó nuevamente a la tarea de manosear y sobar la entrepierna de Janie y para mi extrañeza, sentí que se me paraba la picha. En efecto, un bulto empezó a crecerme entre las piernas y pronto fui sacudido por intermitentes latidos en la enrojecida cabeza que pugnaba por escapar del encierro de la tela. Tragué en seco y continué mirando. Esta vez el hombre de la escalera real no iba a desperdiciar ninguna oportunidad: yo lo sabía por la mirada lasciva de sus ojos por la forma en que se inclinaba observaba fijamente el cuerpo desvalido, pero lleno de lujuria, de Janie. Mientras sus caderas comenzaron a moverse reaccionando a la presión de la mano de Frank en su chocha, él metió dos dedos de la otra en el ojo del culo y se puso a bombearlo a cada vez más
velocidad.

Como ella sabía que yo estaba allí y era testigo de como su cuerpo era invadido por otro hombre, en un último esfuerzo le suplicó a Frank que no siguiera. Este no se dio por enterado y ella comenzó a sollozar pero el meneo de sus cadera la traicionaba y decía algo más. Le gustaba lo necesitaba, y maldecía una y otra vez a Frank si él se detenía sin permitirle venirse una y otra vez. Los duros y puntiagudos pezones, la humedad de su vientre, los giros y contorsiones de su cuerpo, los gemidos que escapaban roncamente de su garganta era señales inequívocas de lo ardiente que se encontraba. Comprendí que mi mujercita me engañaba con aquel veterano jodedor y, de contra, le encantaba y no podía simularlo.

Ciertamente, a aquella altura, Janie ya no podía ocultar más la verdad. Sus ojos, brillantes de pasión, encontraron los míos durante un breve instante, pero me miró como si no me reconociera. Como el tipo continuaba atormentando su cosita, los sollozos de Janie se transformaron en profundos gemidos de placer.

Mientras yo miraba como Frank conquistaba con sus dedos el culo de Janie, Marcia atravesó silenciosamente el cuarto y se arrodilló frente a mi entre la silla y la cama. Puso la mano sobre mi abultada entrepierna, me miró suplicante y luego al comprobar que no había resistencia de mi parte, me abrió la bragueta del pantalón y me lo bajó hasta las rodillas.

Con delicadeza Marcia tomó en sus suaves y tibias manos mi morronga, que estaba tiesa, grande y a punto de estallar. Sus dedos la recorrieron de arriba a abajo y tiernamente me acaricio los cojones. Después de bombearme varias veces con deliberada lentitud, se inclinó y le pasó la lengua a la palpitante cabeza. Sus lamidos descendieron a lo largo del nervudo tronco y súbitamente sus labios se abrieron por completo y de una sentada se engulló mis ocho pulgadas. Me estremecí al sentir la punta de mi polla tropezar con el fondo caliente y aterciopelado de su garganta. Ella me dio un chupón y dejé escapar un sordo gemido. Entonces se la sacó hasta solo dejar la cabeza entre sus labios y se puso a bombearla de arriba a abajo sin dejar de chupar y darme lengua en el interior de su boca. Tengo que admitir que en cierta manera eso compensaba lo que me había visto obligado a observar en la cama. Marcia podía competir seriamente en un concurso de mamadas de pinga. Mientras su cabeza recorría en rítmico movimiento la longitud de mi rabo, la tomé por los cabellos obligándola a métesela a cada engullida hasta los cojones. Era una especialista y su garganta profunda se estrechaba en torno a mi carne haciéndome sentir delicias nunca entes experimentadas.

Sorprendentemente, Marcia no se quitó ni la más mínima prenda de vestir. Al igual que Frank. La pareja permaneció completamente vestida mientras le dedicaban sus atenciones a mi mujer y a mí. Era como si solo quisieran hacernos saber que no éramos otra cosa que el pasatiempo de una noche.

De cualquier modo, los labios y la lengua de Marcia y esa bomba de succión que era su boca, lograron finalmente llevarme a la locura. Me mamó hasta que alcance un orgasmo alucinante y, luego, esa pelirroja diabólica extrajo hasta la última gota de leche que yo tenia en los cojones. Mi impresionante polla quedó completamente muerta. Marcia se pasó su lengua larga por los húmedos labios, miró atenta mi flácida picha devuelta a su tamaño diminuto y sonriendo seductoramente regresó a su sillón sin decir una palabra.

Aún agitado y jadeante por aquella avasalladora mamada, puse de nuevo mi atención en lo que estaba ocurriendo en la cama. Frank continuaba trabajando en el bollo y en el culo de mi mujer y esta estaba a punto de enloquecer. Se revolcaba y meneaba como una poseída y le gritaba y rogaba al tipo que se diera prisa. Su vientre saltaba espasmódico atrapado por los dedos que tenía clavados en sus dos orificios. Pero él, sin la menor piedad, se dio la vuelta y mirándome me preguntó si yo quería terminar la faena, ya que las dos horas pactadas en la apuesta habían transcurrido.

¡Todo lo que yo podía hacer era mirar mi morronga muerta y agotada entre mis piernas! Y en ese momento comprendí en la trampa que habíamos caído, supe que lo habían planeado todo, incluso la mamada de Marcia, que ahora extraía un pote de vaselina de su bolso.

Incapaz de moverme, vi como Frank se bajaba los pantalones y colocaba a Janie en cuatro patas en el borde de la cama. Tomando el recipiente con el lubricante, le untó una generosa porción en el palpitante ojo de culo y sus alrededores y entonces se aplicó una capa sobre su morronga que estaba grande y tiesa como un asta de bandera. Con los ojos entrecerrados, contemplé como guiaba su mandarria hasta la entrada del culo y de un suave empellón le metía la protuberante cabeza por el vencido esfínter. Janie lanzó un pequeño gemido y reculando meneó las caderas tratando de aprisionar y sumergirse hondo el taladro que le perforaba las entrañas. Entonces Frank la agarró con sus manos por las inquietas caderas y de una firme embestida se la metió hasta los cojones. Mi mujer la recibió con un largo suspiro y dejó que su cabeza se desplomara sobre la almohada. De esta forma y con el culo parado al aire, empezó a menearse mientras Frank metódicamente se la metía y sacaba a un ritmo cada vez más violento y rápido. Mi mujer sacudía la cabeza y golpeaba el colchón con las manos a cada arremetida de la tranca. Vi como una de sus manos se deslizaba hasta su vientre y los dedos penetraban en la chocha para frotarse frenéticamente contra el hinchada y latiente clítoris. Frank, sin dejar de bombearla empezó a golpearle las nalgas y decirle indecencias a las que mi Janie respondía con gemidos cada vez más estertóreos. Por último el tipo se la clavó durísimo hasta el fondo y un torrente de hirviente leche le inundó el culo a mi mujer. Entre aullidos, esta se vino y convulsionadamente se dejó caer en la cama. Lentamente, Frank le extrajo la pinga y tomando una toallita se la limpio con la mayor compostura. Mi mujer yacía jadeante y aún estremecida por los espasmos del monstruoso orgasmo. Finalmente, el espectáculo había terminado. Mientras Janie y yo permanecíamos de pie ante la puerta, completamente agotados, Frank y Marcia se despidieron, pero no sin que antes el muy cabrón le prometiera a mi esposa que regresaría pronto. Cuando cerramos la puerta, Janie acarició su vapuleado culo y me confesó:

"Espero que la próxima vez no tenga que suplicarle..."

Datos del Relato
  • Autor: jripley
  • Código: 28759
  • Fecha: 02-02-2014
  • Categoría: Infidelidad
  • Media: 9
  • Votos: 5
  • Envios: 0
  • Lecturas: 11479
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