A lo largo de los años, he comprobado que la vida no es una línea continua e infinita sino que está constituida por una ilimitada sucesión de momentos, sólo momentos; largos, breves, suaves, intensos, agradables, melancólicos, aterradores, tristes o alegres.
Todos, absolutamente todos, tanto fugaces como prolongados, risueños como angustiosos, son los que verdaderamente van construyendo el camino de la vida, pavimentándolo con las circunstancias que afligen a nuestro espíritu de manera continua y a las cuales no nos podemos sustraer porque a muchos de ellos no los registramos conscientemente.
También he verificado que todas nuestras acciones adultas están conducidas a atraer; desde el trabajo al vestir, pasando por las relaciones y hasta el aseo personal, responden instintiva y atávicamente, como en ciertos animales, a la perpetuación de la especie y esto se manifiesta exclusivamente a través del sexo.
Personalmente y desde mi pubertad, he transitado por todas las etapas que una mujer puede - y debería - experimentar, comportándome siempre tal y como las circunstancias lo exigían y mi propia sexualidad lo demandaba, enfrentando situaciones traumáticas con el espíritu inquebrantable y aventurero que el momento requería.
En cada una de esas etapas, he hecho cosas que tal vez sumirían en la vergüenza a cualquier mujer más escrupulosa, pero también tengo por cierto, que nosotras - sin distingos sociales, religiosos o étnicos - manejamos la hipocresía con un cinismo total, asumiendo con total sinceridad posturas de decencia o moral ante terceros que nos eleven en su consideración. Sin embargo, en la intimidad de un cuarto, somos capaces de realizar los actos más indignos con total naturalidad e incluso creo que sin tomar conciencia y, aunque sea con nuestro marido, adoptamos el mismo comportamiento que criticamos en las prostitutas.
En esa línea de pensamiento, he podido determinar que nosotras y no los hombres, actuamos en correspondencia con nuestra edad y así como las primeras experiencias manipulatorias son características de la curiosidad adolescente, en nuestros contactos adultos con el sexo, un ansia loca de ir más allá, por conocer nuestros propios límites, nos hace darnos cuenta de ello recién cuando los hemos excedido.
Pasados los primeros años en la meseta de una relativa tranquilidad sexual, es nuevamente la curiosidad la que nos impulsa a cometer ciertos deslices y la seducción se convierte en una elevación de la autoestima, demostrándonos que aun somos atractivas y capaces de competir con mujeres más bellas y jóvenes. Mucho más adelante y en la calmada sapiencia que da la madurez, nos permitimos emprender relaciones de concupiscente perversión con absoluto desparpajo y sin cargos de conciencia.
Mi infancia no fue demasiado feliz, teniendo en cuenta que era "la del medio" entre dos hermanos varones. Hijos de madre viuda y todavía en edad de merecer, fuimos desparramados en distintos colegios internados. Los fines de semana era paseada y exhibida por mi madre en las casas de parientes cercanos, mientras que mis hermanos se divertían jugando con sus amigos, andando en bicicleta o jugando al fútbol.
En las vacaciones esta diferencia se acentuaba, convirtiéndome en "la chica de los mandados" y aprendiz de mucama o cocinera perfecta, sacudiendo colchones o haciendo el trabajo ingrato de la cocina, mientras mis hermanos, considerados los "hombrecitos", eran enviados a colonias de vacaciones en el interior.
En la inconsciente conciencia de que así era como debía ser para las mujeres, aceptaba mi destino no sólo con paciente tolerancia sino con alegría, ya que esto me permitía el raro privilegio de estar todo el día con mi madre. A pesar de eso y, a causa de que ser ella la que no sabía ser madre, cuando llegó la ocasión más importante, la primera y única en que verdaderamente la necesité, no estaba junto a mí. Sin estar para nada preparada, pasé de la angustia a la vergüenza cuando acudí a la casa vecina pidiendo auxilio por lo que yo imaginaba era un suceso extraordinario.
La mujer, que me conocía desde mi nacimiento, no podía concebir como mi madre no me había preparado para esa primera menstruación y con mucha paciencia mientras restañaba la sangre de mi sexo, fue explicándome someramente el funcionamiento ginecológico de la mujer y, sin entrar en detalles que podrían confundirme aun más, me instruyó sobre los periodos fértiles en los cuales debería cuidarme especialmente.
Cuando mi madre regresó de aquel fin de semana en Uruguay, no festejó especialmente mi entrada en la adolescencia y en cambio se ofuscó, haciéndome exclusiva responsable de lo que pudiera ocurrirme en el futuro.
Tres meses después y tras dos reglas profusas y discontinuas, al incorporarme al nivel secundario de un nuevo internado e intercambiando confidencias con mi compañera de cuarto un año mayor que yo, descubrí el verdadero funcionamiento del cuerpo femenino. Deslumbrada por los relatos pormenorizados de mi nueva amiga accedí, por lo menos teóricamente, al conocimiento del sexo. En lo particular, ella también era tan inexperta como yo pero tenía la ventaja de ser la menor de cuatro hermanas que, junto con su madre, la habían interiorizado de todos los pormenores que se necesitan saber para sostener relaciones sexuales con un hombre.
Aunque sólo tenía catorce años, su mente naturalmente perversa había sido influida por la desprejuiciada conducta de sus hermanas y aprendido a masturbarse viéndolas hacerlo en la privacidad de sus camas cuando creían que ella estaba dormida. Sin embargo y a pesar de llevar más de cuatro meses practicándolo con un moderado placer, no lograba como aquellas esas tremendas explosiones de goce que las hacían estallar en sofocados y gimoteantes jadeos al alcanzar sus orgasmos.
A las dos se nos cruzaban idénticos pensamientos, pero la rígida educación sexual de aquellos días, sumada al hecho de que recién nos conocíamos, reprimieron por un tiempo la cristalización de esos deseos secretos. Finalmente y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, comenzamos a verbalizar nuestras inquietudes sobre lo más primariamente básico, como lo es el beso.
Ella tenía la ventaja de haber recibido lecciones prácticas de sus hermanas sobre los distintos tipos y técnicas del beso y en que circunstancia aplicar cada una. Sentadas en la oscuridad que las celadoras imponían, nos juntábamos en la cama de una de las dos y a la luz de una pequeña linterna debajo de las frazadas, lo conversábamos en voz baja, practicando la modulación y succión de los labios y el uso de la lengua sobre el dorso de nuestras manos.
Cierta noche en que esa práctica nos había excitado en demasía, casi al unísono y sin necesidad de consultar a la otra, con sólo una mirada hambrienta, unimos nuestras cabezas cercanas y los labios comenzaron a ejecutar lo mismo que venían haciendo sobre las manos pero con un grado de placer y satisfacción que nos enajenó. Sorber sus labios gordezuelos y sentir los míos succionados con igual deseo, me embriagó de una dulce lasitud y me abandoné en sus brazos, dejando que ella, teóricamente más práctica que yo, hiciera lo que quisiera en mí.
Ansiosa y nerviosa, me acunó durante un rato mientras su boca volvía buscar la mía y al influjo de esos torpes besos, nuestras manos se prodigaron en involuntarias y placenteras caricias que realmente nos excitaron más allá de todo lo conocido. Susurrándonos frases ininteligibles de pasión, estregábamos nuestros cuerpos en procura de dar alivio a esas ansias y cosquillas que se extendían por todo el cuerpo hasta que las manos de ella se alojaron sobre mis senos, comenzando a sobarlos tiernamente al tiempo que su boca se deslizaba por mi cuello y bajando los breteles de la combinación, los liberaba de su encierro para posar sus labios sobre el pezón en tierno mamar.
El shock de placer fue tan inmenso que no sabía hacer otra cosa que quedarme quieta, acariciando su cuerpo a través de la tela sedosa de la enagua. Todo lo que sucedió después fue puramente instintivo y, aunque lo habíamos hablado largamente, nuestros cuerpos, nuestros sentidos y nuestra psique respondieron resumiendo el primigenio saber inconsciente de la hembra.
Ella se apartó de mí, sacándose rápidamente la exigua prenda por sobre la cabeza y, tras despojarme de la mía, se colocó invertida sobre mi cara, volviendo a atrapar los pechos entre sus manos y la lengua se dedicó a fustigar a los pezones, ya excitados y duros. Mi cuerpo ondulaba involuntariamente y abrazándola estrechamente dejé que mi boca tomara contacto por vez primera con un seno femenino. La sensación de dulzura que me invadió pareció llenar mi cabeza por entero, impidiéndome otra acción que estrujar sus pechos con las manos y succionar con brutal intensidad sus pequeñas aureolas.
Respirando afanosamente por las narinas dilatadas, estuvimos aun un rato más en esa espléndida actividad y finalmente movimos nuestros cuerpos con instintiva gula, dirigiendo las cabezas al encuentro con los sexos. Mientras nuestras narices se hundían olfateando ávidamente entre los enrulados e incipientes pelos del pubis, los dedos fueron explorando tímidamente los labios de la vulva, encontrándolos dispuestos y dilatados.
Sin ningún tipo de duda, Mariela deslizó los dedos a todo lo largo de ellos, hundiéndose lentamente en su interior, buscando con la yema hasta tomar contacto con un manojo de mis pliegues, explorando entre ellos hasta encontrar una excrecencia carnosa que, a su exigente estregar, fue cerrándome la garganta de angustia y llenando mis riñones de cosquilleos enloquecedores.
La ansiedad que me golpeaba el pecho como un tambor era tan grande y la vista de su sexo oloroso frente a mi cara tan tentadora que, pese a mis prejuicios y un asco que provenía de conocer las cosas repulsivas que pasaban en mi propio sexo, para dar alivio a mis histéricas ansias de goce hundí la boca entre sus carnes y mis labios succionaron rabiosamente los numerosos, tiernos y retorcidos pliegues, sorbiendo esos jugos con delectación.
Las dos nos hamacábamos en un acompasado vaivén que nos mareaba por la intensidad del placer, cuando ella me dijo que no gritara y con suma lentitud, fue hundiendo dos de sus dedos dentro de la vagina. Esa fue su primera intención pero mi cuerpo virgen de toda virginidad opuso resistencia, manifestándose en lo que años después supe, era vaginismo, una contracción espástica involuntaria de los músculos de la vagina que le cierran el paso a cualquier intruso. Esta disfunción me perseguiría durante toda la vida, siempre en ocasión de una primera penetración. En este caso, merced al trabajo continúo y placentero de los labios y lengua de mi compañera, fueron distendiéndose despaciosamente y finalmente, pudieron ingresar al interior.
Junto con la dilatación e ingreso de sus delgados dedos entre mis músculos apretados, sobrevino un dolor profundo que por su misma intensidad me resultó placentero. Yo sentía como los dedos iban rasgando una especie de piel, algún tejido membranoso y luego, adentrándose por la cavidad pletórica de jugos cálidos, escudriñando, acariciando y rascando sus paredes, iniciaban un delicioso vaivén que me encegueció de dicha.
Me parecía que todo en mi interior iba a estallar. De mi boca surgían roncos estertores mientras jadeaba a la búsqueda de aire fresco para mis pulmones incendiados en tanto que mis riñones lanzaban andanadas de cosquillas y una jauría de lobos con sus dientes afilados tironeaban de mis músculos tratando de arrastrarlos hacia el volcán de mi sexo.
Yo sabía o presentía que algo definitivo tenía que pasar; esa tensión insoportable que me sacudía no podía durar mucho más y en algún momento debería hacer eclosión, pero llegado a un punto cúlmine, como un elástico al punto de ruptura, todo pareció paralizarse en un suspenso infinito y, sin disminuir mi angustia, el cuerpo se relajó mansamente como declarándose vencido ante la inmensa sensación de vacío que ocupaba mis entrañas. Asustada por mis sollozos y el llanto que me bañaba el rostro, mi compañera acudió a serenarme, y así, abrazadas desmayadamente, nos quedamos dormidas.
Junto con el diagnóstico de la vaginitis y de acuerdo a mis descripciones, una ginecóloga determinaría años después que yo padecía de anorgasmia circunstancial, agravada por la contradicción de una inagotable incontinencia sexual, lo cual no me impedía tener buenos, largos y profundos orgasmos, pero algún tipo de inhibición me impedía alcanzarlos en determinadas circunstancias emocionales críticas aunque mi eyaculación fuera intensa.
Después de esa maravillosa y frustrante primera noche en la cual yo había sido protagonista pasiva, con la infinita paciencia de mi compañera no sólo llegué a tener magníficos orgasmos sino que, haciendo gala de mi pasión incontrolable, la poseí y penetré sin desmayo hasta dejarla totalmente satisfecha.
Noche tras noche nos enfrascábamos en la deliciosa tarea de explorar exhaustivamente todas nuestras regiones erógenas, experimentando los límites de su sensibilidad hasta el punto del extravío. Y así, durante tres meses en que la fatalidad nos separó definitivamente. Fallecido su padre de un síncope, la madre, de origen italiano, volvería a Roma llevándola con ella.
Pese al desgarro que me causó su ausencia, sólo tenía quince años y a esa edad las frustraciones son tan tremendas como efímeras. Aunque me llevó algunos meses acostumbrarme a no tenerla más junto a mí, las noches se me hacían cortas cuando en una especie de proyección de cintas viejas, revivía hasta los placeres más ínfimos y explorando mi sexo con las manos, alcanzaba eyaculaciones regularmente abundantes y gozosas.
Al cumplir los dieciséis, ya mi madre me permitía ir a esas reuniones familiares de jóvenes que llamábamos “asaltos”, en las cuales bailábamos hasta poco más de las doce de la noche en que algún familiar nos pasaba a buscar. A mí no me atraían los muchachos más que como pareja de baile y así los tenía calificados. Como era buena bailarina, a veces me excedía en la exigencia de la elección, hasta que, sin estar de novio, formamos pareja con un muchacho de dieciocho años y con el cual asistíamos a los asaltos para bailar durante toda la noche convertidos en una especie de Ginger y Fred domésticos que eran festejados con aplausos, transformándonos en la atracción obligatoria de esas fiestas.
Miguel venía regularmente a mi casa y ensayábamos nuevos pasos para sorprender y deslumbrar a nuestros improvisados auditorios y, a pesar de que mi madre sabía que entre nosotros no había nada o tal vez por eso mismo, propiciaba estas visitas y tenía la seguridad de saberme custodiada por él cuando iba a esas fiestas. Casi en el atardecer de cierta tarde de verano, fuimos a caminar junto con Pedro, su mejor amigo y cuando pasamos frente a su casa nos invitó a tomar una Coca Cola.
Desde chiquita, esa casa me impresionaba por su majestuosidad y ahora, recorriendo sus espaciosos livings y salones, me sentía empequeñecida por el lujo un tanto sobrecargado de los muebles, tapices y cortinados. Aliviada, comprobé que el cuarto de Pedro, aunque también espacioso, estaba amueblado modernamente y cuando él puso en marcha un costoso equipo de audio atronando las paredes con la fuerza de los bajos, me descalcé sobre la mullida alfombra y nos enzarzamos en la práctica de las nuevas combinaciones y complicados giros que habíamos inventado para el rock.
Durante ese tiempo no me había permitido pensar en los muchachos más que como compañeros de baile y amigos, pero también era cierto que, quizás como una etapa de mi maduración como mujer, la adrenalina que despertaba la música en mí y el vigor entusiasta con que la acometía, provocaban ciertos cosquilleos en zonas de mi cuerpo que me desasosegaban y había ocasiones en que miraba a Miguel con pensamientos mucho más lúbricos que los de una mera amiga.
Después del desenfrenado ritmo de cuatro o cinco rocks, nos dejamos caer agotados en el sillón de cuero desde donde estaba contemplándonos Pedro. Con el pecho bombeando como un fuelle y cubierta de sudor a pesar de la delgada tela de la solera, apoyé la cabeza en el respaldo y con los ojos cerrados, me relajé. Todavía reía quedamente por la alegría del baile y respiraba hondamente entre mis labios entreabiertos cuando sentí el roce de una mano sobre los senos y, simultáneamente, mi mano izquierda era tomada por Pedro y llevada a rozar la dureza que abultaba debajo de la bragueta.
Cuando abrí los ojos y los miré, supe. Supe que aquel mundo maravilloso que exploráramos con mi amiga había sido solo él prólogo de mi vida sexual. Supe que por mi larga abstinencia ya estaba madura para intentarlo con un hombre y con la resignación del condenado, también supe que Miguel y Pedro serían los mensajeros del placer. Yo no tenía ninguna práctica y creo que ellos, aunque aparentaban cierta prepotente seguridad, tampoco, así que me dejé estar, dispuesta a seguir instintivamente lo que ellos iniciaran.
Viendo mi complaciente tranquilidad, Miguel acercó sus labios a los míos y, con tímida suavidad, me besó. Ese primer beso masculino me galvanizó y abriendo la boca, resucité aquella sapiencia que había adquirido con Mariela sintiendo como se gestaba en mi vientre la revuelta hormonal que desataría una tormenta en todo el cuerpo. Dócilmente, dejé que la mano que Pedro había llevado a su entrepierna rozara la carnosidad fláccida del pene y, guiada por la suya, iniciara una temprana masturbación en procura de que aquel adquiriera mayor volumen.
El beso de Miguel fue haciéndose más exigente y su mano derecha bajó los breteles de la solera junto con los del corpiño para dejar al descubierto mis pechos que, ocultos bajo la prisión de tela, no dejaban adivinar el peso y la solidez de sus carnes. Entusiasmado por su sólida abundancia, fue sobándolos entre los dedos y notando como se consolidaban los estrujó duramente, pellizcando tenuemente los pezones. Yo ya estaba realmente caliente y excitada pero no me atrevía a dar rienda suelta a la vehemencia pensando en que si lo hacía, ellos creerían que era una chica fácil y no respetarían límites. Era preferible que cargaran con la culpa de una violación y creyeran que su machismo me había obligado a ceder. En consecuencia, me limité a aceptar lo que me pidieran con condescendiente mansedumbre pero sin demostrar mí entusiasmo.
Aquel esbozo de pene que sostenía dificultosamente en mi mano ya se había convertido en un verdadero falo y rodeándolo apretadamente entre mis dedos fui masturbándolo, ya sin la guía de la mano de Pedro que, habiendo alzado las anchas faldas, acariciaba los muslos y restregaba duramente la tela mojada de la bombacha.
A mi pesar, me estremecía por el goce de las caricias y, casi sin proponérmelo, guié la cabeza de Miguel hacia mis senos que este comenzó a lamer y chupar con golosa fruición sin dejar de macerarlos entre los dedos. Su lengua tremoló sobre las aureolas que habían aumentado el volumen de sus gránulos y sometiendo a los gruesos e hinchados pezones. Involuntariamente, mi mano libre buscó la botonadura de su bragueta y rápidamente extraje el pene que ya estaba fuertemente congestionado.
Yo no sé si a los hombres les pasa lo mismo y supongo que si, pero las mujeres parecemos dueñas de una sabiduría ancestral, instintiva y animal que nos lleva a afrontar las cosas del sexo con total naturalidad, ejecutando actos de los que nosotras mismas nos asombramos. Como si toda mi vida hubiera masturbado a hombres, mis dedos encerraron la gruesa carnadura y sobándola con habilidad fui haciéndola endurecer. Cuando adquirió cierta rigidez, comencé con un vaivén que iba desde la ovalada cabeza hasta la espesa mata de vello púbico y apretando sañudamente, le di un movimiento giratorio que lo hizo prorrumpir en agradecidas exclamaciones de goce.
Por mi cuerpo se expandía en oleadas de maravilloso bienestar, la dulce sensación del placer total y mientras en mis entrañas un borbollón de pájaros asustados me torturaban con sus aleteos, desde los riñones y a lo largo de la columna vertebral un punzante rayo de benéfica electricidad mandaba mensajes alucinantes al cerebro, haciendo estallar detrás de mis ojos deslumbrantes corpúsculos de luz.
Los dedos de Pedro restregaban la tela del refuerzo de la bombacha contra los labios exteriores de la vulva y ese roce, incrementado por las guedejas de mi descuidadamente largo vello inguinal, elevaban su intensidad hasta lo indecible, provocando que mis manos arreciaran en la aleatoria y discontinua masturbación a ambas vergas. Con un vaho ardiente saliendo de mi boca y en medio de angustiosos gemidos de placer, clavaba la cabeza en el respaldo del sillón y arqueaba el cuerpo a la búsqueda de mayor satisfacción, cuando sentí como Pedro se separaba para enrollar la pollera hasta la cintura y con cierta rudeza me despojaba de la bombacha. Instintivamente yo había ido abriendo y encogiendo las piernas y, cuando él deslizó su lengua vibrátil sobre los labios de la vulva que ya había separado con los dedos, mi jubiloso disfrute fue inefable.
La lengua escaramuceó de arriba abajo por el sexo, desde el encapuchado clítoris hasta la cerrada apertura del ano y mis carnes se fueron dilatando para recibir a los labios que encerraron los pliegues para succionarlos duramente y alternándose con los aviesos lamidos de la lengua. Instintivamente mi cuerpo había impreso un lento hamacar a la pelvis y facilitaba el trabajo de la boca cuando Miguel dejó de chupar los senos e incorporándose, apoyó la recia carnadura del pene sobre mis labios abiertos.
Siempre había asociado cualquier referencia al sexo oral a un hombre con cierto asco y mi primer movimiento fue de repulsa, pero la húmeda tibieza de la cabeza del falo actuó como un disparador de mi deseo y, separándolos desmesuradamente, la aprisioné entre ellos. Asiéndola entre los dedos, fui introduciendo la verga en la boca hasta que la presión me provocó nauseas y succionándola con angurria, la retiré con exasperante lentitud al tiempo que dejaba a los dientes rozar levemente la suave piel del tronco.
Corriendo con los dedos la piel del prepucio, dejé al descubierto el profundo surco que sustenta al glande y mi lengua fustigó con gula su interior para después hacerlo con la cabeza. Cuando estuvo lo suficientemente humedecida por la saliva, volví a introducirla, repitiendo lo anterior pero con mayor fuerza y velocidad, exaltada por la prepotente intrusión de dos dedos que rascaban inclementes el interior de mi húmeda vagina.
Miguel me recostó a lo largo del sillón, introduciendo nuevamente la verga en la boca y en tanto yo volvía a sorberla con frenesí, él dejó que sus manos amasaran mis senos, atrapando entre los dedos a los pezones y tirando de ellos mientras los apretaba con dureza. Pedro, entretanto, se había arrodillado entre mis piernas abiertas y con verdadero cuidado, fue introduciendo la verga en la vagina. A pesar de que hacía rato ya no era virgen y había sido largamente penetrada por los dedos de mi amiga y los míos, el grosor y la rigidez de la verga me infligió tal dolor que abandoné el falo de Miguel para dejar escapar un reprimido grito de dolor. Sin agredirme pero firmemente, él se asió de mis muslos y penetró hasta que sentí golpear al miembro en el fondo de las entrañas.
El dolor me alienaba pero a la vez incrementaba mi excitación y, a favor del inició de un suave menearse de su cuerpo y de los insistentes manoseos de Miguel a los pezones, aferré nuevamente la verga e introduciéndola en la boca, reanudé el vehemente chupar mientras mi cuerpo se hamacaba estrellándose contra la pelvis de Pedro en chasqueantes encontronazos.
Rugiendo, gimiendo y bramando, fuimos encontrando un ritmo a la cópula hasta que, luego que mi cuerpo se envarara por la impetuosa expulsión de los jugos vaginales, ellos se masturbaron hasta derramar saltarines chorros de semen que yo trataba de atrapar con la boca para deglutir el sabor agridulce de su masculinidad.
Tras mi reacción descontrolada, parecí cobrar conciencia de lo que había hecho; a pesar sentirme satisfecha y ahíta de sexo, no pude evitar mi avergonzado arrepentimiento y largándome a llorar, me vestí de prisa. Con los rastros del esperma todavía pegoteando mi rostro y cabello, huí de la casa y nunca más los volví a ver.
Abrumada por la pesadumbre y la humillación, me encerré en una especie de mutismo hierático, indiferente a lo que pasara alrededor, construyendo los muros infranqueables de mi cápsula. Tres años después, egresaba del colegio con el mismo flemático hastío con que había ingresado.
Quiso la casualidad que un hombre, relacionado vagamente con la familia de mi madre visitara excepcionalmente nuestra casa y estableciendo rápidamente una profunda empatía, comenzamos a compartir gustos comunes. Amantes los dos de la música y la literatura, perdíamos el sentido del tiempo en animadas conversaciones que hasta llegaban a la discusión amable cuando disentíamos.
Curiosamente y como si me reservara cual una rara especie de su coto privado, ese hombre de mundo de treinta y dos años ni siquiera intentó sugerirle a esa jovencita de diecinueve otra relación física que fuera más allá de los besos y los abrazos.
Andando el tiempo, me di cuenta que él sospechó desde el primer día la erotomanía que me habitaba y que yo sepultaba bajo la apariencia inocente de pudorosa colegiala. De esta manera transcurrieron varios meses en los que me dejó cocinarme en mi propia salsa, haciendo reverdecer mis prácticas manipulatorias al influjo de desvaídas sensaciones e imágenes de aquella fugaz relación sexual de tres años antes, mezcladas por las fantasías que nuestros breves contactos físicos me permitían elaborar sobre él, hasta que la estrategia le dio el resultado esperado.
Regresando de una salida al cine, encontramos una nota de mi madre diciéndome que había sido invitada a una reunión y que no retornaría hasta pasada la medianoche. Dejándolo en el living, me cambié rápidamente y haciendo café lo llevé allí. También él había buscado la comodidad de esa noche calurosa y, tras sacarse los zapatos y el saco, me esperaba recostado en el amplio sofá.
Una vez que dejé la bandeja sobre la mesita ratona, él me sujetó de un brazo para hacerme sentar en su falda. Más que dispuesta, acepté enseguida sus caricias, correspondiéndole con encendidos besos que fueron cobrando mayor intensidad, hasta que me descubrí respirando afanosamente agitada.
Mientras me besaba de una forma inusualmente profunda en la que su lengua parecía querer someter a la mía, dejé que sus manos fueran desabrochando los botones del holgado camisero de entrecasa y con el simple movimiento de empujar el corpiño hacia arriba, dejé en libertad a mis pechos ya endurecidos y trémulos de deseo. Mientras sometía las aureolas al intenso rascar de sus uñas, él comenzó a retorcer con ternura entre sus dedos mis largos y gruesos pezones. Acostumbrada a las masturbaciones, mi mano se dirigió a la entrepierna estregándola fuertemente a través de la satinada tela de la bombacha y luego, notando la humedad que la mojaba, se deslizó dentro de ella para comenzar a rascar al excitado clítoris. Manteniendo su nuca aferrada con la otra mano, me entregaba a un lento galope que evidenciaba la ansiedad que me embargaba.
Fue entonces que él, extrayendo su miembro de la bragueta y apartando mi mano junto con la tela de la bombacha, fue penetrando muy lentamente a través de ese estrecho pasadizo con una suavidad increíble. Mi apretada vagina pareció querer volver a repetir aquellas contracciones de sus esfínteres cerrándose pero, ante la medrosa angustia que me cerraba el pecho, se dilataron mansamente y la verga fue invadiéndola con la inexorabilidad de una máquina monstruosa. Cuando estuvo enteramente en mi interior, él terminó de liberarme los brazos del vestido y manejó mi cuerpo para que quedara ahorcajada encima suyo.
El falo iba destrozándolo todo a su paso y su grueso tronco laceraba mis carnes pero al mismo tiempo, el sentirlo crecer en mí escurriéndose sobre las espesas mucosas lubricantes, me proporcionaba tal sensación de placer que, a pesar del dolor, aumenté el ritmo de mí jineteada al príapo; macerando fuertemente al clítoris con los dedos y flexibilicé las piernas con los pies apoyados en el piso, dando espacio para que él impulsara duramente su cuerpo contra el mío.
Con sus manos engarfiadas en los senos, estrujándolos y retorciendo duramente mis pezones entre los dedos, él intensificó el empuje de su pelvis hasta límites inaguantables, reviviendo en mi cuerpo aquellas sensaciones de angustioso vacío y despertando los filosos colmillos que arrastraban mi carne y vísceras hacia las brasas incandescentes del sexo, tras lo cual un río caudaloso de jugos cálidos refrescó el ardor de la vagina junto con las espasmódicas descargas seminales de su eyaculación.
Estremecida en jadeos entrecortados por los sollozos y balbuceando frases amorosas de agradecimiento tras ese primer orgasmo completo, me dejé estar recostada en sus brazos mientras él, acompañando a mi mano, satisfacía al clítoris con la suya y los dedos jugueteaban en la vagina de la cual seguían rezumando las mucosas del útero. Cuando su miembro fue perdiendo rigidez deslizándose fuera del sexo, él me reclinó sobre el sofá y, desnudándose, se acostó a mi lado.
A pesar de la gozosa satisfacción que sentía, no podía hacer caso omiso al pulsar de mi vagina ni al dolor que las excoriaciones me producían pero las sabias caricias de sus manos fueron calmando los nervios que me tensionaban y, más relajada, recibí con ternura los dulces besos que él fue depositando sobre mis ojos y frente.
Conmocionada por las caricias que sus dedos producían sobre la piel a lo largo de todo el cuerpo, sentía como una arrebatadora fascinación volvía a encender mi cuerpo con las llamas del deseo más voluptuoso y encerrando su cabeza entre mis manos, hundí la lengua en su boca buscando ávidamente la suya, succionando ansiosamente sus labios entre los míos.
Respondiendo a mis besos con el mismo frenesí, me despojó del corpiño enredado al cuello. Sabiéndome desnuda ante sus ojos, sentí crecer mi excitación y abrazándome al cuerpo musculoso me estregué contra él en inequívoca imitación a una cópula. El entusiasmo febril de mi cuerpo joven lo volvió a excitar y desprendiéndose de mis manos, se escurrió entre mis piernas para abrirlas encogidas y hundir su boca en el sexo.
Las más furiosas arremetidas de Mariela eran roces de pétalos comparadas con la fortaleza de los labios que escarbaron los todavía doloridos pliegues del interior y la lengua exploró impunemente todo el óvalo, alojándose finalmente sobre las delicadas pieles que cubrían al clítoris. Obtuvo su erección tremolando como la de una serpiente y entonces fueron los labios que lo rodearon, succionándolo apretadamente y tirando hacia fuera como si pretendieran arrancarlo.
Embelesada por esta maravillosa e insuperable excitación a mi sexo y en tanto le pedía me hiciera gozar aun más de esa manera pero que no volviera a penetrarme por los dolores que sentía en la vagina, dejé que mis manos se apoderaran de los senos, ensañándome con los pezones. Después de retorcerlos durante un momento y conforme la espléndida succión iba enajenándome, fui clavando en ellos los afilados bordes de mis uñas. El dolor que yo misma me provocaba aumentó la angustia que cerraba mi garganta y comencé a gemir descontroladamente.
Ante mi tumultuosa respuesta al deslumbrante goce que me embotaba la cabeza y exacerbaba mis sentidos, él fue excitando la zona que rodeaba al ano con la discreta caricia de su pulgar empapado por los jugos que fluían de mi sexo. Lentamente, se alojó sobre los fruncidos pliegues del esfínter logrando que este fuera relajándose paulatinamente y, conforme a esta dilatación, presionando suavemente, logró que el pulgar se adentrara en el intestino.
La situación, que en otro momento me hubiera resultado molesta e insoportable, se convertía en una nueva fuente sensorial que se añadía al éxtasis que me invadía. Entre trémula y estupefacta, recibía el cansino vaivén del dedo con una tan falsa como insistente negativa mientras que en lento ondular sacudía la pelvis y una tensión intolerable se iba clavando en mi nuca, al tiempo que desde los riñones, oleadas de burbujeante placer subían por mi columna.
El se incorporó y, arrodillándose frente a mí, me encogió las piernas casi hasta los pechos, suplantando al dedo con su verga erecta. En un envión ciclópeo, lo hizo penetrar en toda su extensión dentro del recto y yo no pude reprimir el grito estridente que el dolor inmenso me causaba. Llorando a los gritos mientras me revolvía con desesperación, le suplicaba que dejara de hacerlo, pero esto pareció enfurecerlo más y su cuerpo comenzó a hamacarse en terribles remezones que convirtieron al espantoso dolor en magníficos borbollones de placer que comenzaron a recorrer todo mi cuerpo, transformando esos sollozos en lúbricos reclamos de más sexo.
No podía dar crédito que reaccionara de tal forma ante ese sufrimiento espantoso y en medio de la brumosa satisfacción que iba envolviéndome, volvió a instalarse en mi vientre aquella sensación de vacío y unas tremendas ganas de orinar fueron creciendo en mi vientre hasta que, como si un embalse se hubiera roto, un liquido torrente se escurrió por mi sexo y con sensual regodeo sentí los tibios chorros de su eyaculación derramándose en mí.
Con lágrimas en los ojos e hipando los dos; yo, por el llanto que aun sacudía mi pecho y él, por el violento esfuerzo que había hecho al poseerme, nos estrechamos en una apretado abrazo que concentraba toda la dicha y el agradecimiento que ambos sentíamos por el otro. Susurrándonos al oído enloquecidas promesas de amor, fuimos cayendo poco a poco en esa languidez que epiloga una satisfactoria cópula.
Muy tarde en la mañana, desperté sin sombra de cansancio y, aunque un sordo latir en la entrepierna se encargaba de recordarme que en sólo dos horas había pasado de modosa señorita a realizar con un hombre los más viles actos para ser penetrada hasta la sodomía, la sensación de apetito saciado, de ahíta satisfacción y jubilosa dicha, me hizo arrebujarme entre las sábanas y cerrando los ojos, recordar con obscena impudicia el goce delirante de la noche anterior.
Fue como si una nueva mujer se hubiera corporizado en mí, Repentinamente la ingenua y retraída muchacha que había sido se transformaba en una mujer en plenitud, deseosa de vivir la vida como nunca había sospechado que fuera posible. Ese tibio pulsar de mis entrañas ya no me abandonaría jamás, convirtiendo a la sinrazón de mi existencia en un canto al placer sexual y el amor.
Compartiendo esa misma necesidad, él agilizó los trámites legales para obtener la licencia matrimonial y dos meses después me convertía en su esposa. Realmente parecía que el destino se había encargado de reunir dos almas gemelas y el matrimonio se convirtió en una sucesión de hechos felices de insospechada profundidad.
Despertada a la vida sexual en aquella única noche de nuestro noviazgo, parecía haberme metamorfoseado en el espíritu de una bacante, ansiosa por conocer del sexo todo lo que él me quisiera enseñar y así fuimos construyendo el camino de la vida, pavimentándolo con las circunstancias que afligían a nuestro espíritu de manera continua y fue tan eficiente en la transmisión de cómo sentir y practicar el sexo en todas sus variantes, que me hizo experimentar el verdadero goce del orgasmo, convirtiéndome en experta conocedora de sus más leves vibraciones de deseo. Sin hijos y dueños de una posición económica envidiable, nuestras noches solían ser el epílogo de cotidianas salidas a cenar o a divertirnos en fiestas y clubes nocturnos en las cuales vigorizábamos el fermento del deseo.
Cierta noche, de vuelta de una de esas fiestas y con unas copas de más pero sin estar embriagados, matizábamos con bromas risueñas el viaje cuando en un golpe de súbita inspiración, mi marido desvió el auto y enfiló hacia la "zona roja".
Con los cristales discretamente alzados, nos divertíamos viendo los patéticos esfuerzos de las mujeres tratando de convencer de sus virtudes a los hombres y a estos, desde sus lujosos vehículos, discutir una diferencia económica miserable como si se tratara de una inversión bursátil, hasta que algo en una de ellas, no sé si fue su rostro, su cuerpo o alguna reminiscencia de mi antigua compañera, hizo que la señalara con vehemencia a mi marido diciéndole que esa era.
El no entendió de momento mi exaltación y me preguntó que era lo que quería decirle. Demudada y trémula, balbuceando por los nervios y la agitación, le pedí casi con vergüenza que la lleváramos con nosotros. Mirándome fija y seriamente, me preguntó si realmente estaba segura de querer eso y yo, como un chico empecinado con un juguete, lo obligué a detener el coche y negociar con la mujer.
Cuando esta ascendió al coche para sentarse a mi lado, se dio cuenta de mi turbación por lo demudado del rostro y el tembloroso saludo. Prudentemente, permaneció en silencio mientras yo sentía el calor de su muslo restregándose contra el mío, comenzando a encender las brasas de aquel fogón en mi vientre.
Llegados al departamento y cuando entramos al dormitorio, ella me dijo si quería que se duchara pero yo le dije enfáticamente que no, admitiendo explícitamente que era su olor a mujer y maquillaje lo que me excitaba. Dejándonos solas, mi marido sí se fue a duchar y, sentándose en la cama, ella me hizo señas para que lo hiciera a su lado mientras me preguntaba si era mi primera vez con una mujer, a lo que asentí sin animarme a mirarla a los ojos. Apoyando una mano de especial tersura sobre mi rodilla, colocó esas viejas cosquillas conocidas en la columna y ni siquiera atiné a moverme.
Tomando mi quietud como aquiescencia, la mano desapareció debajo del ruedo de la falda y los dedos se deslizaron acariciantes sobre la piel del muslo interior. Jadeando levemente por la excitación y el miedo a lo que esa desconocida pudiera hacerme, fui recogiendo la falda para acomodarme mejor en la cama y, mientras sus dedos ya alcanzaban a rozar la bombacha humedecida rascando suavemente con las uñas sobre mi sexo, la mano derecha se aplicó a desabotonar totalmente el vestido.
Con la lengua reseca y una sofocante angustia cerrándome la garganta, me parecía observar todo desde una extraña distancia, como si se tratara de otra persona, viendo los finos dedos de ella terminando de abrir el vestido y aplicándose a despojarme del corpiño. Ahogándome con mi propia saliva que la excitación me obligaba a secretar en abundancia, acezaba con ronca inquietud hasta que vi aproximarse la cara de la mujer.
Con los labios entreabiertos, dejando escapar el vaho fragante de su aliento, la boca de ella se acercó lentamente. Yo conocía que las prostitutas se niegan a besar en la boca a sus clientes pero no sabía que con las mujeres hacían una excepción. .Aunque traté de esbozar una falsamente tímida resistencia, rozó tenuemente mis labios temblorosos y fue a ese contacto etéreo que un raro magnetismo me aproximó a ella con mi boca buscando la suya.
La mano izquierda de la mujer se posesionó de la nuca y la derecha acarició apenas con la palma mis pezones ya duros, provocándome un fuerte escozor en el sexo e impulsándome hacia delante con un fuerte gemido. Finalmente nuestras bocas se unieron y encajando en un perfecto ensamble, comenzamos con un lento succionar iniciado por ella e imitado por mí con una disposición y angurria que creía olvidadas.
Repentinamente dúctil, mi boca se adaptó fácilmente a sus caricias y la lengua recibió alborozada la presencia de la de ella que, ávida como un reptil, recorrió cada recoveco e inició una dulce batalla en la que respondí a sus embates con una firmeza inusitada.
La mano de la mujer aferrada a la nuca y acariciando el cabello presionó rudamente para aumentar la intensidad del beso y la otra mano comenzó a enardecer mi ánimo, sobando y estrujando entre los dedos las carnes del seno y excitando con el filo de las uñas la arenosa superficie de las aureolas. Incapaz de mensurar la hondura de ese placer, volví a sentir el recuerdo de la cosa más maravillosa que había pasado en mi adolescencia.
Murmurando palabras cariñosas, dejé que mi mano presionara también su nuca, arrastrándola conmigo al deslizarme lentamente hasta quedar acostada. Las bocas se unían y desunían en sonoras succiones y, sin dejar de besarme apasionadamente, ella se desprendió de la blusa y la mini falda debajo de las cuales no llevaba otra cosa que la piel y, arrodillándose junto a mí, deslizó la boca a lo largo del cuello cubierto de transpiración, ascendiendo las colinas de los pechos en medio de pequeños besos y rápidas succiones a las carnes.
La lengua tremolante acompañó ese camino hasta llegar a las aureolas que, inflamadas y oscuras, recibieron la frescura del órgano con deleite. La boca se extasió en diminutos chupones, dejando a su paso minúsculos hematomas que me excitaban dolorosamente y, mientras la mano se ocupaba del otro seno envolviendo al pezón entre los dedos índice y pulgar para retorcerlo suavemente, sentí como mi marido, abriéndome las piernas, sometía mi sexo con su boca.
Los labios en la vulva me estremecieron violentamente y asiendo la cabeza de ella, la presioné fuertemente contra mis senos haciendo que incrementara la actividad de labios y lengua a los que ahora se sumaban sus afilados dientes en torturantes y deliciosos mordiscos a los pezones. El separó con sus dedos los labios externos y los pliegues con forma de mariposa fuertemente rosados, buscando con la lengua vorazmente ávida los tiernos plieguecillos que protegían al clítoris, azotándolo con violencia, alternándolo con la sañuda succión de los labios.
El placer que los dos me estaban proporcionando excedía mi capacidad para soportarlo y mientras ondulaba la pelvis instintivamente, dejé que la boca prorrumpiera en fuertes gemidos que fueron enronqueciendo mi garganta. Un diplomático dedo de mi marido se aventuró hasta la entrada a la vagina. Allí jugueteó con la corona carnosa que festonea la cavidad y, muy lentamente, fue penetrando el canal vaginal, convirtiendo esa penetración de inefable dulzura en la más excelsa sensación que experimentara jamás.
Conseguida la dilatación inicial de mi aleatoria vaginitis, él sumó otro dedo al primero, iniciando un suave ir y venir que me complació y mi útero respondió con la abundante efusión de sus mucosas lubricantes. Los dedos escarbaron curiosos, escudriñando todo el interior a la búsqueda de esa pequeña callosidad que poseemos todas las mujeres y que ejerce como disparador de las más deliciosas sensaciones. Cuando la halló, se esmeró sobre ella, haciéndome estallar en estridentes invocaciones a Dios y la Virgen, pidiéndoles que no cesaran nunca con esa exquisita profanación a mi cuerpo.
La mujer también había alcanzado un grado de excitación superlativo y, ahorcajándose sobre mi pecho, me estimuló a viva voz, con imperativa impudicia para que le chupara el sexo. Jamás había tenido la oportunidad de ver un sexo femenino adulto de esa manera y, lejos del asco que suponía me provocaría después de tanto tiempo ese aroma característico de las mujeres y por el hecho de ser una prostituta, él sístole-diástole del pulsante succionar casi siniestro que ella le imprimía manejando a su antojo los músculos vaginales, me atrajo hipnóticamente.
Aferrando con las manos las nalgas de la mujer, mi lengua se agitó en forma atávica y tal como mi marido lo estaba haciendo conmigo, penetró la depilada vulva para adentrarse en las delicias de su interior. Gratamente sorprendida por el pulcro sabor agridulce de sus jugos, los labios colaboraron y se entregaron a la succión del sexo femenino con verdadera fruición.
Satisfecho con la labor de sus dedos, mi marido se incorporó y guiando al falo con la mano, lo apoyó en la entrada a la vagina comenzando a presionar firmemente y sin pausa hasta que todo él estuvo alojado en mi interior. Enloquecida por esos placeres unificados en una sensación única, hundí aun más la boca en el sexo de la mujer sumando la actividad de mis dientes contra su crecido dedo carnoso.
Al cabo de unos minutos, sentí como aquellas cosquillas que vibraban en mi columna subían hasta la nuca y desde allí se derramaban a todo el cuerpo en un espléndido arco multicolor de explosiones que ponía lágrimas en mis ojos. Gloriosamente, sentía como cada uno de los músculos de mi vagina se adhería a la verga mojada y mi pelvis se agitaba en bruscos remezones de placer hasta que él la sacó del sexo y apartando a la mujer, me instó a chuparla y deglutir la blanca cremosidad del esperma. La mujer no había dejado que se detuviera la obtención de mi orgasmo y suplantándolo entre mis piernas, su boca se aplicó en la succión del sexo mientras el dedo pulgar maceraba en círculos al ya erecto clítoris.
El placer que me producía succionar la verga de mi marido era, como de costumbre, inenarrable, e imprimiendo a mi cabeza un ritmo más intenso, sentí como él se envaraba y en medio de sus rugidos volcaba en mi boca el caudaloso chorro del cálido semen, con ese fuerte sabor almendrado hartamente conocido que tragué sin vacilar, lamiendo luego la cabeza del miembro que me había hecho tan feliz.
Sumida en esta dulce tarea, sentí que la actividad de la mujer en mi sexo estaba provocando el alivio de aquellas cosquillas y desgarros internos y entonces fue como si superado un embalse, mis afluentes internos manaran expulsados en violentas contracciones del vientre a través del sexo, humedeciendo sus fauces que, por unos momentos siguieron traqueteando en la vulva. Todavía convulsionada, me agité por unos momentos más sobre la cama con aquella inmensa sensación de vacío en las entrañas. El violento ejercicio me había fatigado y mis ojos se cerraban en la búsqueda del sueño reparador que, sin embargo, no llegó.
Observando a través de una bruma rojiza que me obligaba a pestañear para recobrar el foco el cuerpo desnudo, alto y musculoso de la mujer que se movía con total desparpajo por el cuarto, vi como depositaba sobre la cama su bolso para extraer toda una batería de elementos que evidentemente, eran para el sexo. Había una replica exacta de un miembro pero de tamaño descomunal y otros dos de tamaño "normal".
Acostándose junto a mí, volvió a abrazarme y besarme tan profundamente que por un momento perdí el aliento. Estrechamente abrazadas y en tanto recuperaba el aire, volví a asombrarme de mi adaptación a ese sexo múltiple. Como si leyera mis pensamientos, ella comenzó a acariciarme tiernamente mientras me susurraba al oído que, más allá de sus hábitos profesionales, la satisfacía tener sexo con una muchacha tan joven, hermosa y voluntariosa como yo y por eso iba a darme una “propina” que sólo daba a clientes muy especiales. Uniendo nuestras bocas, volvimos a sumergirnos en un marasmo de besos, chupones y lengüetazos que terminaron por agotarnos.
Todavía con su boca en la mía, ella deslizó sus dedos por mi vulva y el indescriptible contacto de sus uñas instaló nuevamente ese inquieto cosquilleo en los riñones con la involuntaria respuesta de mi mano que se ubicó sobre el sexo de la mujer y comenzó a penetrarlo alocadamente, como si el restregar duramente y salvajemente a los fruncidos pliegues de su interior me aliviara en alguna forma de la angustia que se acumulaba en mi pecho.
Junto a ese afán por calmar mis ardores, me di cuenta que la masturbación a la mujer me complacía elevando mí placer a un nivel más alto, cercano a la perversidad. Gozaba con el supuesto dolor que le infligía y eso colmaba mis expectativas sensoriales. Extraviada por el placer que yo le procuraba, ella volvió a empujarme sobre la cama y tomando aquella verga inverosímil, la lubricó primero con su saliva y luego comenzó a penetrarme. La intensidad del dolor cercenó el grito que se paralizó en mi garganta, quejándome entrecortadamente mientras el aliento ardiente gorgoteaba con la saliva acumulada por la tensión en mi boca.
El imponente falo de látex iba destrozando, lacerando y lastimando los tejidos que poco antes cedieran complacientes a la penetración de mi marido, no pudiendo concebir como mí vagina, largamente sometida en estos años, aguantaba gozosamente semejante portento haciendo que todos sus músculos se distendieran exultantes ante la agresión.
Imprimiendo a mi cuerpo una suave ondulación y disfrutando del roce insoportable del falo, comencé a sobar entre las manos las carnes firmes de los grandes senos de la mujer que oscilaban sobre mi vientre al ritmo del vaivén conque me intrusaba. Cuando mi marido vio que ambas habíamos llegado a una nueva eyaculación pero seguíamos enfrascadas en el tiovivo escalofriante del placer sin retorno, nos separó y tomándome por los cabellos, me hizo parar frente a la cama.
Colocándome las manos a la espalda, las ató con su corbata y obligándome a apoyar la cabeza sobre las sábanas, me hizo abrir de piernas para penetrarme violentamente desde atrás por el sexo. En esta oportunidad no lo hacía deslizándose dentro del mío en un cadencioso vaivén sino que, cuando la cabeza del miembro golpeaba el fondo de mis entrañas, la sacaba y después de un momento, volvía a penetrarme duramente.
El pene de mi marido no tenía ni comparación con la enorme verga artificial que había soportado poco antes, pero la forma brutal con que me poseía hacía que los esfínteres y los músculos de la vagina se contrajeran aprensivos cuando salía de ella, convirtiendo a cada vez en la primera y el dolor, que terminaba por hacerse insufrible, se iba convirtiendo en un placentero ejercicio.
Con todo el peso de mi cuerpo sobre la cabeza, apoyando las rodillas en el borde del colchón, abrí aun más las piernas para permitir que la penetración fuese total y profunda mientras él levantaba hasta el límite de la dislocación mis brazos atados en la espalda, obligándome a alzar la grupa para soportar el dolor.
Apoyando un pie en la cama, formaba un arco de increíble potencia, hamacándose fuertemente para estrellar su pelvis contra mis carnes que chasqueaban sonoramente por la abundancia de los jugos vaginales que rezumaban al sacar la verga. Cuando finalmente él inundó las entrañas de semen, la cálida marea en mi vientre y las caricias de la mujer me llevaron a desplomarme de rodillas, obnubilado mi entendimiento por el placer del orgasmo.
Liberándome de la corbata, la mujer secó de mi rostro las huellas de las lágrimas, mocos y saliva para luego pasarme una toalla por todo cuerpo empapado de transpiración. Acostándome sobre la cama, todavía hipante y mezclando en una conmovida confusión los sollozos con pequeñas risas de nerviosa alegría, fue calmándome por la ternura de sus caricias y los tiernos besos que depositaba en mis ojos y boca. Relajada por la satisfacción de saberme deseada por esa hermosa extraña, me dejé ir y acompañé cada gesto de ella cuando me pidió suavemente que la imitara en todo lo que hiciera.
Poniéndose invertida encima mío, comenzó a besarme delicadamente hasta que, al influjo de lo que las manos hacían con los pechos, el beso fue haciéndose más ardoroso e intenso. El besarla a ella y estrujar sus senos entre mis manos rascándolos tenuemente con mis uñas cortas y afiladas, iba incrementando la excitación que la mujer provocaba con sus caricias y en una espiral inacabable de retroalimentación sexual, comenzamos a gemir roncamente para dar alivio a la histeria que se acumulaba en nuestros vientres.
Con una especie de rugido animal, la mujer se desprendió de mis manos y se abalanzó sobre la entrepierna. Abriéndome desmesuradamente las piernas, las encogió y colocando mis muslos bajo sus axilas, la lengua reptó a todo lo largo del sexo inflamado y sus labios atrapaban glotonamente los enrojecidos pliegues succionándolos con maestría.
Con los ojos dilatados por la alienante caricia, me aferré a sus muslos y, como ella, comencé a succionar suavemente todo su oscurecido y barnizado sexo, dilatado en oferente exhibición. Formando una amalgama física impresionante, nuestros cuerpos ondulaban y se restregaban sobre la fina capa de transpiración que los cubría, revolcándonos sobre la cama, ora abajo, ora arriba. Fue entonces, que mi marido puso en nuestras manos aquellos objetos fálicos, replicas exactas de los verdaderos.
La fogosa mujer, que había quedado debajo, comenzó a penetrarme sin dejar por ello que su boca abandonara el solaz del clítoris. Fuera de mí por la desgarradora caricia del príapo en las entrañas, la penetré salvajemente con todo el vigor de mis manos, inaugurando la magnífica sensación placenteramente cruel que da poseer sexualmente a otra persona. Bramando como dos bestias en celo, incrustábamos las bocas en la vulva de la otra y nuestros brazos se movían como pistones de una maquina descarriada acelerando la penetración de las vaginas.
Cuando él comenzó a distribuir sobre mi ano la pastosa consistencia de algún tipo de crema, acepté complacida la refrescante caricia, dándome cuenta que alguna virtud especial de aquella relajaba mis esfínteres anales y un calor de quemante inquietud se instalaba en el recto. Aceptando mansamente la intrusión de un dedo amistoso que se deslizó en la tripa para untarla con la crema, sentí que mi deseo iba en aumento e incrementé la penetración de la mujer.
Casi imperceptiblemente, el dedo fue suplantado por la suave punta de otro consolador y fui disfrutando de su introducción paulatina. Cuando estuvo totalmente dentro de mí, él comenzó un cadencioso vaivén que me obnubilo de dolor y goce y, acuclillada, fui arqueándome al tiempo que recibía sus intrusiones al ano y las penetraciones del falo de ella en la vagina. Apoyándome en los codos, sostuve el arco y la penetración de ambas vergas me fue llevando a un grado de desesperación tal, que los insultaba y los bendecía simultáneamente, suplicándoles que me hicieran acabar cuanto antes.
Comenzaba a sentir que en el vientre se gestaba la tormenta de órganos y fluidos que precedían al orgasmo, cuando él pasó alrededor de mi cuello la corbata y mientras ella me penetraba con vesánica violencia incrustando su boca golosa sobre mi clítoris, él comenzó a apretar firmemente la corbata, estrangulándome.
Juntos habíamos leído de esa técnica oriental para provocar el orgasmo y juntos habíamos fantaseado con tener el atrevimiento de ejecutarla alguna vez. Cuando mi cuerpo comenzó a sacudirse en una violenta serie de convulsiones espasmódicas y mis piernas se agitaban vanamente, boqueando ansiosamente en busca de un poco de aire para mis pulmones ardientes, él soltó abruptamente el lazo y alcancé mi más violento y satisfactorio orgasmo en medio de una bruma morada que nubló mi entendimiento y el cuerpo relajado se desplomó exánime mientras por los esfínteres dilatados escapaba la riada de mis humores internos.
El agotamiento me venció y caí en un profundo sueño del que despertaría en la mañana, tan fresca y feliz como si en la noche anterior no hubiese sucedido nada. El satisfactorio acople había actuado como un bálsamo para mis siempre despiertas urgencias y en las siguientes treinta y seis horas me moví como si pisara en una nube, con una sensación de dulce plenitud, saciado mi voraz apetito sexual. Dos días mas tarde reanudamos con mi marido nuestras siempre complacientes relaciones con el mismo excitado interés que cuatro años antes.
Yo estaba concluyendo mis estudios de derecho y comencé a trabajar como pasante en un Estudio de unos amigos suyos. La experiencia inédita de permanecer todo el día fuera de mi casa compartiendo problemas legales y sosteniendo reuniones con clientes del Estudio, agregó una dosis inesperada de adrenalina a mi conducta, poniéndome en un estado de euforia que exageraba esa sensación de independencia. Actuando como si ya fuera una profesional, me enzarzaba en discusiones legales con mi marido, que también era abogado, con la misma soberbia y desfachatez de una experimentada jurista.
El hecho de que trabajara, había modificado nuestras costumbres y la novedad hacía que mis necesidades se vieran relegadas a un segundo plano. Sólo cuando la angustia poblaba de demonios mi entrepierna, recurría al auxilio de mi marido quien siempre estaba dispuesto para satisfacerme.
Restablecido el ritmo de nuestras relaciones, siempre libres y abiertas y con un poco más de calma laboral, volvimos a esas gratificantes sesiones exploratorias en las que, tomando ejemplo de videos porno, nos agotábamos en perversas penetraciones, experimentando con las reacciones de nuestros cuerpos como si fuéramos científicos.
Como para confirmar mi independencia en cierta ocasión que mi marido se encontraba ausente por un viaje de negocios, tal vez influida por la soledad que alimentaba las fantasías de mi mente o a causa de los pájaros que desgarraban mi vientre, tomé el coche y pasando lentamente por la "zona roja", encontré en la misma esquina a aquella mujer que meses antes nos hiciera disfrutar tanto. Casi tan contenta como yo por el reencuentro, ella vino a la casa y transformé a la primera noche que tenía a solas con otra mujer en una de las mejores de mi vida.
Evelyn - supongo que ese sería su nombre de guerra - realmente disfrutaba conmigo, al punto tal que se negó a cobrarme un solo centavo y nunca lo haría en los dos años durante los cuales, por lo menos una vez al mes, la llevaba a mi cama. Sólo tenía dos años más que yo y no sé si a causa de su belleza todavía no agostada por su vida promiscua o del tierno entusiasmo que ponía en todas nuestras relaciones, me enamoré de ella como ella lo había hecho conmigo desde aquella primera noche.
Ese amor no se manifestaba en las usuales relaciones empalagosas de los enamorados comunes sino en el placer inmenso que nos daba el sólo hecho de acariciarnos, llegando a la satisfacción sólo por el amor con que festejábamos el goce de la otra o de enfrascarnos en las más fervientes vilezas.
El paso del tiempo no sólo no disminuyó el entusiasmo de nuestras cópulas sino que pareció sublimarlo, haciendo que en cada oportunidad nos entregáramos una a la otra con tal denuedo que el esfuerzo nos sumía en un estado de postración tal, que tardábamos días en recuperarnos totalmente. Mi marido no sólo no estaba en desacuerdo con estas relaciones sino que era el beneficiario indirecto, ya que después de cada encuentro con Evelyn, yo parecía salir reconfortada, como si me retroalimentara con su sexo y luego lo proyectara en él, modificado y mejorado.
El día en que yo cumplía veintiocho años, mi marido organizó una fiesta para mí en la casa de uno de sus socios, quien disponía de más amplias comodidades para una ocasión así, incluyendo una fantástica pileta de natación.
La casa era una vieja mansión reacondicionada y, realmente, nuestro pequeño chalet no hubiera dado cabida a tanta gente, casi todos ex compañeros de estudio o profesionales amigos de mi marido. A las dos de la mañana y transcurrida la primera parte protocolar en la que la mayoría de los circunspectos abogados mayores que habían concurrido con sus esposas se habían ido retirando, quedó un selecto grupo más íntimo que, al ritmo suave de la música, se fue desperdigando en acaramelados abrazos por los oscuros rincones de la casona.
Otros, todavía contagiados por el entusiasmo que las abundantes libaciones ponían en nuestro espíritu, nos reunimos para entretenernos en refrescantes juegos en la pileta que, si bien nos aliviaron físicamente, contribuyeron para que demandáramos aun más bebida.
Como siempre que me embriagaba, perdí el control de mi motricidad pero no el de la lucidez y era consciente de todo lo que hacía a pesar de mis más torpes tropezones o tambaleantes pasos. Una vez refrescada y vistiendo todavía mi bikini, me deslizaba por las mullidas alfombras del living colgando del cuello de mi marido en un burdo simulacro de baile. El alcohol contribuía a mantener encendidas las ascuas de mi vientre, incrementando el sempiterno pulsar de la vagina que me ponía en un estado de oferente gracia y haciéndome estrechar con voluptuosidad contra la abultada masculinidad de su ingle.
Con su boca en la mía, mi marido me arrastró hacia una de las gruesas puertas de roble y, empujándola, me introdujo a un dormitorio en el que había una enorme cama matrimonial. Conduciéndome hacia ella, me acostó en su centro y luego, desnudándose, se echó a mi lado. A esa altura de los acontecimientos y de mi ebriedad, yo estaba completamente encendida, pero era incapaz hasta de esbozar el menor movimiento.
Despojándome del mínimo corpiño y el reducido slip, sacó del cajón de una cómoda varios pañuelos de seda. Juntando mis manos, que pendían laxas como las de una muñeca de trapo, las ató con uno de los pañuelos y, estirando mis brazos hacia arriba, lo anudó a los trabajados barrotes de la cama de bronce.
Como de costumbre, el alcohol me ponía de una chispeante alegría y recibí esa ocurrencia de mi marido que me recordaba a videos sadomasoquistas con risitas y bromas sobre su extravagancia. El recorrió con las yemas de los dedos mi piel ardorosa haciendo que las cosquillas que despertaba pusieran un leve jadeo de ansiedad en mis labios. Pidiéndome silencio, tomó los otros pañuelos y tras taparme los ojos con uno, me hizo abrir la boca para colocar el otro, anudándolo apretadamente.
Diciéndome que íbamos a jugar al secuestro, comenzó a lamer y besar mis senos mientras las manos los estrujaban morosamente. Rápidamente alcancé el nivel de excitación que me hacía desearlo y, a pesar de esa semi parálisis, mi cuerpo comenzó a agitarse en leves ondulaciones involuntarias.
Yo ignoraba sus verdaderas intenciones y disfrutaba de ese sexo exótico, sin saber que dos de sus amigos habían entrado silenciosamente a la habitación y que, ya desnudos, esperaban las indicaciones de mi marido.
Abandonando mis pechos, él usaba su voz sugerente para endulzar mis oídos con vagas promesas de placeres nunca experimentados mientras sus manos se entretenían acariciando toda la zona baja del vientre para aumentar mi excitación, que yo manifestaba con angustiosos gemidos, sofocados por la mordaza del pañuelo.
Realmente, lo insólito del juego había fogoneado el horno de mis entrañas y esperaba con curiosidad cual sería su próximo paso. Cuando sentí que él separaba mis piernas, prometiéndome vehementemente el mejor sexo oral de toda nuestra vida, contribuí con mis escasas fuerzas para que fueran encogidas.
Al deslizarse la lengua por todo el entorno púbico, agitándose suavemente sobre las canaletas de las ingles y el depilado Monte de Venus, realmente sentí que mi sexo se encendía y recibí con alegría la lengua tremolante en los apretados meandros de los pliegues que, como una gruesa puntilla de piel bordeaban todo el entorno del óvalo.
La sensación era tan altamente perturbadora que, recuperando un poco de mis fuerzas, aferrándome con las manos de los barrotes a que estaba atada, iba retorciendo mi cuerpo e imprimiéndole un suave menear a las caderas. Unos dedos gentiles separaron las pieles que cubrían a mi clítoris y la lengua, hallándolo ya semi erecto, fustigó duramente su diminuto glande hasta que dos dedos penetraron lentamente la vagina. Luego, ya empapados con las espesas mucosas que rezumaban de su interior, se internaron forcejeando levemente contra la característica estrechez inicial de mis músculos.
Sus toques y roces me resultaron tan placenteros que aflojé la tensión de mi vientre y, a la dilatación del conducto vaginal, la cervical y el mismo útero comenzaron a extenderse a todo lo largo y ancho de esa región que, ante mi inminente orgasmo comenzó a expeler abundantes jugos lubricantes.
Yo impelía mi cuerpo instintivamente en la búsqueda de alivio a los intensos cosquilleos de mis riñones con esa sensación dolorosamente placentera de que algo está por romperse inexorablemente dentro de uno y no es posible hacer nada por detenerlo, cuando los dedos se retiraron de mí y una verga, majestuosamente grande, los reemplazó dolorosamente.
El roce brutal del miembro era intenso y ese sufrimiento se mezcló con el placer inenarrable que sentía al alcanzar mi eyaculación que, impetuosa e incontenible, se derramaba desde mis entrañas y chasqueaba líquidamente al escurrir por los intersticios entre mis carnes y la verga.
Mi marido me alentaba con palabras cariñosas y yo al creer que era él quien me poseía, me esforcé en satisfacerlo mientras de mi cuerpo manaban los fluidos fragantes. Buscando con las piernas alzadas sus hombros y enganchando mis talones en ellos, elevé el cuerpo con ímpetu para favorecer la penetración.
La verga realizaba un trabajo extraordinario en un movimiento de lenta rotación que la hacía estregarse contra mis carnes desde distintos ángulos, haciéndome retrepar la cuesta del deseo a otro de mis orgasmos múltiples cuando aun no agotaba la culminación del primero.
Nuestras pelvis se estrellaban sonoramente en un delicioso coito casi animal y, en medio de los alaridos de satisfacción que sofocaba el pañuelo, escuché la voz de mi marido pidiéndome calma. Luego de sacarme la mordaza de la boca, el sexo que me socavaba salió de mí. Sentí el peso de su cuerpo ahorcajándose sobre mi pecho y la punta del miembro chorreante de mis jugos alojándose entre los labios. Siendo el sex
este relato parese real pero lo malo es que a sido contado por un hombre