Esa mañana subí al campo a recoger los huevos de las gallinas, como las semanas anteriores. Después de estar encerrado varios días en casa por la pandemia, me pareció un acto de lo más fresco y rejuvenecedor que recordaba. Tras realizar varias tareas de labranza me sentía cansado y agotado, pero una vez más recibí en el móvil un mensaje muy caliente de ella, donde me decía lo mucho que echaba de menos mis caricias y penetraciones virtuales. No lo pude evitar, solo empezar a leer ya estaba empalmado y dispuesto a tocarme, soñando con ella.
La soñé en la ducha, recién limpia, cómo se acordaba de mí y dirigía el chorro de agua tibia hacia su clítoris, sintiendo como las gotas la acariciaban y empezaba a humedecerse por dentro, entonces llegaba yo por detrás, tenso, erecto, la giraba, le levantaba una pierna y empezaba a penetrarla suavemente, pero ella pedía más, entonces fui más rápido y fuerte, mientras la apretaba contra la pared mojada del cuarto de baño, la comía a besos, mordisqueaba sus sensuales labios, la agarraba firmemente, deseando sentir sus jugos en mi pene, llegando cada vez más profundo. Con mi boca alcanzaba todas las partes de su cara y su cuello, sentía como jadeaba y me pedía más, pero yo ya llegué y ella seguía tocándose sin cuartel, excitada, mordiéndose sus propios labios, sintiendo el agua de la ducha cayendo sobre su cuerpo, inagotable, ardiente, poseída por el placer, consumiéndose por dentro, gimiendo de dolor por desconectarse del mundo, por irse extasiada a otro universo, por consumir su energía, hasta que cayó exhausta, abrazada a mí.
Entonces me desperté con el ruido de una gallina poniendo un huevo, tenía mi mano en el pene cubierto de semen y pensé que limpio estaría si ella estuviera aquí.