Y como buen curioso que soy, me encaminé hasta uno de los laterales de las paredes, uno del que solo yo sabía que contenía cierto detalle. Una diminuta, y apenas visible abertura, oculta por una viga. Me recosté con cuidado, suspiré, y me aproximé a mi objetivo, porque ─simples casualidades─, tal visor, daba precisamente a la habitación de Leine. Y con sumo cuidado y una buena dosis de discreción, me acerqué para mira. Y en el contexto de una gran postal, observé que mi preciada gema de trazos coralinos, se encontraba siendo aporreada por un gentil trovador en una posición que hubiera deseado tenerla. De rodillas, con su torso hacia adelante y con sus manos apoyadas sobre el respaldo de su cama, arqueándose hacia abajo, dejaba que un enloquecido caballero se la cogiera; con tal brío que el lecho se sacudía violentamente, entanto, Leine gritaba entrecortadamente atrapada en lo que supuse sería un orgasmo, o tal vez, porque el sujeto la golpeaba y empujaba con fuerzas. Entonces contemplé que ella arrojó su mano hacia atrás, como si le indicara que se detuviera al mismo tiempo que su rostro se tornaba de una expresión dolorosa. El inquilino la vio y con cuidado fue retirando su vil ejecutor del ojal de Leine, y, ¡carajo! ¡Aquello sí era una descomunal herramienta de trabajo, lo suficientemente grande, como para perforar cualquier agujero y agrandarlo tres veces más! No podía imagina el terrorífico momento por el que pudiera estar atravesando mi querida damisela.
El buen ciudadano estuvo a punto de salir; se llegó hasta la mitad de su recorrido, y decidió que no era bueno. ¡Lógico! Su veneno ya había tomado control de sus impulsos y no iba a dejar cabos sueltos, y con un feroz movimiento se la metió de nuevo. Madeleine exclamó, y esta vez su grito se escuchó desde afuera, al punto que me hizo agrandar mis ojos. ¿Debía intervenir? No. No era mi problema. El individuo se apoyó con sus manos sobre la cadera y se la cogió como venía, sacudiéndola salvajemente. Apretado y entumecido de ardor. Leine comenzó a gritar a y llorar, mientras era penetrada por un enloquecido centauro, que, de seguro, y por causa de sus embestidas, aflojó todos los tornillos de la cama, además de, posiblemente, aflojarle el orificio de mi noble abogada.
Y poco después, el enorme corsario terminó con todo y bagaje adentro. Leine estaba sobre la cama, sin fuerzas, y se la veía adolorida. El sujeto la cabalgó por unos minutos más y luego salió, y tras verla por unos instantes, abandonó la habitación, supongo que al restroom. Vaya idea de salir con un tipo de esas características.
Me recosté sobre la pared, y busqué una menta de mi bolsillo. ¡Cuán diferente de esa última vez que ella vestía un desabillé rojizo transparente!, ¿o era negro? Sin lugar a dudas que no será un buen momento para importunarla. He sabido que esa clase de trote lleva un tiempo de asimilar. ¿Cómo fue que vino a dar con ese tipo? Suspiré y me encaminé hacia la casa de Alejandra.