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El semental de Ángela

~~Cuando Ángela me
 llamó y me dijo: «quiero experimentar con tu cuerpo»,
me pareció genial. En aquel instante no se me pasaba por la cabeza
 que aquello pudiera entrañar el menor peligro para mi integridad
 física, más bien lo consideraba como el clímax
 de nuestra relación —que en sí misma era un clímax
 perpetuo—, y sólo empecé a darme cuenta de la gravedad
 de aquellas palabras cuando ya era demasiado tarde para echarse atrás.
 Mi relación con Ángela comenzó a fraguarse en las
 clases de anatomía a las que asistía, de las cuales ella
 era mi profesora, en la facultad de medicina a la que asistía.
 Morena, ojos azules, una edad que rondaba los 34 años, y sobre
 todo la bata blanca de la que nunca se desprendía y que a mí
 me volvía loco, todo esto fue suficiente para que quedara prendado
 de ella en cuanto la vi. Todas sus explicaciones las acompañaba
 con una sonrisa maliciosa que parecía decir: «y esto es
 sólo la punta del iceberg». Una casi imperceptible actitud
 de prepotencia hacía concebir a quien la escuchaba que sabía
 mucho más sobre los temas que explicaba, como si ocultara algo
 que la humanidad sólo debía saber en el momento oportuno,
 y que ella no estaba dispuesta a desvelar hasta entonces.
 De todos era sabido que Ángela era soltera, y circulaba el rumor
—al que yo no daba ningún crédito, aunque la realidad
 habría de poner en evidencia mi incredulidad— de que era
 ninfómana. Sea como fuere, la consideraba completamente inalcanzable,
 a pesar de que mi amor por ella aumentaba en un grado cada vez que la
 veía. Cierto día, en medio de una de las clases, mientras
 estaba imbuido en el papel que tenía delante, ya que me encontraba
 en medio un examen, comprobé que en uno de sus constantes paseos
 se detuvo a mi lado. Mi única preocupación entonces era
 que no se hubiera dado cuenta de la chuleta que acababa de sacar del
 bolsillo de mi pantalón, ocultándola precipi tadamente
 al sentir su presencia. Estoy seguro de que la había visto, y
 yo no dejaba de sudar, haciendo que mi culpa transpirara por todos los
 poros de mi piel. Pasaron casi dos minutos en esta situación
 cuando, en el colmo de mi asombro, vi cómo Ángela acercaba
 su cabeza a mi oído y me susurraba lo siguiente: «que no
 se vuelva a repetir». Mientras intentaba recuperarme del shock,
 sonó el timbré y descubrí con horror que se había
 acabado el tiempo del examen, sin haber respondido ni a la mitad de
 las preguntas, por lo que me consideraba irremisiblemente suspenso.
 Pasaron unos días, y fui a ver las notas al tablón de
 anuncios, más movido por la costumbre que por un interés
 real, y cuál no fue mi sorpresa al descubrir que en mi casilla
 figuraban dos cifras.
 Después de esto, no me quedó la menor sospecha de que
 Ángela quería algo de mí. Sin embargo, no conseguía
 reunir el valor suficiente para ir a hablar con ella, por lo que fue
 un alivio el que ella se me acercara al día siguiente, en uno
 de los descansos entre clases, y me hiciera un gesto para que la siguiese,
 de forma tan imperceptible que ninguno de los que me acompañaba
 pareció darse cuenta. Así que, sigilosamente, me escabullí
 de mis compañeros —lo cual no me resultó difícil—
y me dispuse a seguirla disimuladamente. De vez en cuando ella giraba
 la cabeza para cerciorarse de mi presencia, con lo cual mi excitación
 iba en aumento, llegando al punto de que empecé a notar con preocupación
 que mi miembro quería adelantarse a lo que sin duda sucedería
 en cuanto Ángela y yo estuviésemos solos. Y, afortunadamente,
 no tuvo que esperar mucho, ya que, al abrir una puerta y entrar en un
 pasillo que estaba desierto y en el que yo nunca había estado,
 me dijo en voz baja: «ya falta poco». Al final del pasillo
 había una puerta y detrás de ella una enorme sala repleta
 de camillas y de utensilios para operar que yo no había visto
 nunca. «No sabes cuánto tiempo deseé que llegara
 este momento», dijo ansiosamente, y acto seguido se quitó
 la bata blanca, y yo me quedé petrificado al comprobar que debajo
 de ella no llevaba absolutamente nada. Creí que estaba soñando,
 y, temiendo despertar, me acerqué a ella y la rodeé entre
 mis brazos, prodigándole besos por todo el cuerpo, desde la frente
 a los pies, pasando por sus húmedos labios, su terso cuello,
 sus enhiestos senos, su elástico vientre y su deliciosa vulva.
 Ella se dejaba hacer, como si fuera un juguete entre mis manos. La levanté
 con mis brazos y la conduje a una de las camillas, sin poder refrenar
 la pasión que inflamaba todo mi ser y que sólo aquel ser
 angelical podía apagar. La posé con suavidad sobre la
 camilla y abrí aquellas piernas sedosas como si fueran las puertas
 de dos hojas tras las cuales se ocultara un tesoro de inapreciable valor.
 Aproximé lentamente mis labios hacia su entrepierna y empecé
 a lamer, con una fruición desesperada, aquella almendra exquisita.
 Acaricié sus senos, los agarré con fuerza y deposité
 mi pene entre aquellas dos montañas, moviéndolo hacia
 adelante y hacia atrás, con progresiva rapidez. Cada vez que
 la punta de aquel misil contactaba con la superficie de su lengua, en
 mí se producía una explosión de placer. No sé
 cuánto tiempo duró aquello, sólo que me corrí
 en su boca, mientras el semen desperdiciado manaba de aquella gruta,
 que se ajustaba a la perfección a mi polla, como si fuese la
 resina de un árbol al que se le practica una incisión.
 Aquella escena se repitió, con múltiples variantes, en
 los lugares más insos pechados. Lo hicimos en los probadores
 de unos grandes almacenes, en un lugar poco transitado de una estación
 de metro, en un ascensor, en la azotea del edificio donde vivía.
 Pero parecía que nunca quedaba satisfecha, porque en cuanta acabábamos
 de hacerlo, y por lo tanto yo estaba exhausto, ella ya quería
 repetir de nuevo, y se abalanzaba sobre mi miembro como si fuese una
 naranja a la que aún se le pudiera sacar jugo después
 de exprimirla por completo. ¡Era insaciable! Lo que decían
 de ella resultó ser dolorosamente cierto, ya que yo empezaba
 a sentirme agotado sólo con pensar en la posibilidad de acostarme
 con ella. Aquello no podía durar. Y poco a poco dejé de
 asistir a sus clases, no contestaba a sus llamadas, e intentaba por
 todos los medios no cruzarme con ella. No me quedaba más remedio,
 si quería llegar a viejo, ya que sentía que ella me estaba
 quitando la vida. Empecé a tener un sueño que se repetía
 con una malsana frecuencia, en el que unos ojos se me acercaban en la
 oscuridad y, sin tiempo de gritar, unos afilados dientes, se clavaban
 por todo mi cuerpo, causándome un dolor que no me abandonaba
 hasta unos segundos después de despertar. Pasó el tiempo,
 y llegué a olvidarme de ella. Yo había conseguido acabar
—no sin muchas dificultades— la carrera de medicina, y había
 instalado una consulta en mi propia casa. Profesionalmente no me iba
 mal, aunque en el plano personal la cosa era distinta. Aunque las mujeres
 se peleaban entre sí para conseguir una cita conmigo, ninguna
 duraba en mi mente más que algunas semanas, y eran indiferentes
 a mi exacerbado deseo. Ángela había puesto el listón
 demasiado alto. No obstante, todos mis deseos convergían hacia
 el mismo objetivo: casarme y fundar una familia. Pero Ángela,
 desde luego, estaba descartada para mi noble y social proyecto de vida,
 aunque por las noches, en mis fantasías, ella volvía a
 aparecer, y aquel primer encuentro en la enorme sala de la facultad,
 al fondo de aquel misterioso corredor, constituía el único
 alimento que mi libido hambrienta aceptaba.
 Y llegó el día. Quién sabe lo que motivó
 aquella llamada intempestiva, a las dos de la mañana, pero el
 caso es que reconocí su voz, su delicada voz que no parecía
 ocultar el monstruo sexual que era su dueña. «Hola Miguel,
 ¿cómo estás?». Y sin que me diera tiempo
 a responder, una vez recuperado de mi inicial sorpresa, me dijo con
 un tono decidido aunque pausado: «Quiero experimentar con tu cuerpo.
 Te espero este domingo, a las cuatro de la tarde en la puerta de la
 facultad. Adiós.»Llegó el domingo. A la hora convenida
 me acerqué con mi coche a las proximidades de la facultad, y
 lo aparqué en la entrada. Allí estaba ella. Un escalofrío
 recorrió todo mi cuerpo mientras caminaba a su encuentro, aunque
 lo atribuí al frío de aquella tarde del incipiente otoño.
 Por fin estuve frente a Ángela, y la contemplé fijamente,
 intentando descubrir en su rostro alguna señal que me pudiera
 indicar la razón de tan extraña e inesperada invitación,
 al mismo tiempo que recordaba, no sin nostalgia, todos los placeres
 que aquella cara que una vez había amado me brindó en
 una época de mi vida que se perdía en el laberinto de
 mi memoria. Su semblante, que todavía seguía pareciéndome
 angelical, haciendo honor a su nombre, reflejaba satisfacción,
 y una sombra de maldad que no presagiaba nada bueno. ¿Querría
 vengarse de mí, después de haberla dejado plantada cuando
 su trastorno obsesivo compulsivo de follar estaba a punto de alcanzar
 su punto culminante? ¿Querría rememorar los viejos tiempos,
 experimentar el polvo final con quien le había dado tantos momentos
 de placer? Pronto lo sabría, sin embargo una sensación
 de malestar me invadía mientras entrábamos en el edificio.
 Mi estómago empezaba a darme vueltas. ¿A dónde
 me llevaba esa mujer, que guardaba un sepulcral silencio? No tardé
 en descubrirlo, al divisar a lo lejos la misma puerta que atravesáramos
 la primera vez, la cual conducía al misterioso pasillo, al final
 del cual se encontraba la gran sala repleta de camillas y de extraños
 aparatos para operar. Cuando estábamos atravesando el pasillo,
 a pocos metros de la última puerta, la luz se apagó repentinamente,
 y un grito de horror se escapó de mis labios al observar dos
 ojos que se acercaban a mí, y un dolor intenso por todo mi cuerpo,
 provocado no por sus afilados dientes, como en el sueño, sino
 por una jeringuilla cuya aguja parecía multiplicarse a su vez
 en cientos de agujas.
 Cuando desperté me encontré en medio de la famosa sala,
 atado de pies y manos por gruesas correas que mantenían inmovilizado
 todo mi cuerpo, acostado sobre una de las camillas. Pero incluso aquella
 situación se me hubiera hecho soportable si no fuera porque debajo
 de una especie de traje blanco que me habían puesto abultaban
 unas cosas que parecían adheridas a mi cuerpo. Estaban por mis
 brazos, sobre mi pecho y en mis piernas. ¿Qué era aquello?
 Intenté moverme, pero. «No te esfuerces, guarda tus fuerzas
 para más tarde, las necesitarás», dijo una voz detrás
 de mí. «¡Ángela!, ¿se puede saber qué
 demonios significa esto? Sácame de aquí, y quítame
 estas cosas que. » Pero antes de que pudiera terminar la frase,
 ella dijo: «esas cosas, como tú las llamas, forman parte
 de mi último experimento. ¿Sabes? Siempre tuve la sospecha,
 que hace unos meses se convirtió en certidumbre, de que si amputamos
 un órgano a un ser vivo y lo insertamos en otra parte de su cuerpo,
 automáticamente, y por medio de una sustancia que he preparado
 en laboratorio, mezcla de. » Se interrumpió abruptamente
 cuando escuchó llamar a la puerta, y dijo: «ya están
 aquí. ¡Pasad!, ¡pasad! Ahora podré comprobar
 si el experimento es un éxito total. Ahora todo está en
 tus manos; espero que no me falles.» Mientras hablaba de cosas
 que para mí no tenían el menor sentido, empezaron a entrar
 las mujeres, todas desnudas. Ya nada podía sorprenderme, y decidí
 encomendar mi suerte a un ser en el cual nunca había creído.
«Que sea lo que Dios quiera», pensé para mis adentros.
«Acercaos, no seáis tímidas», dijo Ángela,
 y las cerca de quince mujeres que ocupaban el fondo de la sala empezaron
 a aproximarse adonde yo yacía tendido.
 ¿Qué me estaba pasando? Empecé a experimentar una
 sensación mezcla de dolor y placer que sin duda procedía
 de aquellos bultos que se extendían por todo mi cuerpo. Era como
 si estuviera experimentando algo así como veinte erecciones simultáneas.
 Y así como el mago levanta la tela que cubre la cabina vacía
 que antes estaba ocupada, Ángela desató las correas que
 me aprisionaban y me quitó la bata que me cubría. Levanté
 mi vista y lo comprendí todo, en la medida en que se puede comprender
 lo incomprensible. Pero la razón no tenía nada que hacer
 ante la evidencia palpable de que ¡quince penes se alzaban sobre
 mi cuerpo, como el trigo sobre el campo, mientras las mujeres se turnaban
 para gozar de un placer tan poco usual, y las carcajadas demoníacas
 de Ángela se elevaban al techo de aquella habitación,
 trasunto del infierno!

Datos del Relato
  • Categoría: Varios
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