La persona que, en el vagón del metro, pedía una aportación económica para una casa de enfermos de sida era un travesti, pero con más rasgos femeninos que masculinos. Ríos lo había visto varias veces y siempre había tragado saliva; le encantaban travestis y transexuales, aunque nunca había tenido una experiencia con uno. Sabía que en Tlalpan hay muchas putas que en realidad son transexuales, pero no se atrevía a acercárseles por temor al qué dirán y a ser emboscado en un hotel, para ser asaltado o asesinado. Puras imaginaciones suyas. Creyó, sin embargo, que con el travesti del metro podría tener suerte, sobre todo porque el pretexto de ayudarlo para su causa parecía prometedor.
Una tarde, Ríos vio entrar al puto en el vagón y se estremeció de emoción. Le dio por primera vez unos pesos y, al verle la cara de cerca, se imaginó besándolo apasionadamente, al tiempo que él (el travesti) lo preparaba para penetrarlo (Ríos era virgen pero pretendía ser sólo pasivo). El puto se acercó a las puertas, señal de que bajaría en la siguiente estación. Ríos se dispuso a seguirlo, abordarlo y prometerle una cantidad razonable para su causa a cambio de un rato de sexo.
El travesti bajó y Ríos casi perdió la oportunidad de hacer lo propio; los nervios lo traicionaban. Se vio en el andén y, para su sorpresa, notó que el puto se detenía a contar sus limosnas. Ríos carraspeó, se acercó subrepticiamente al cabrón aquel y, tras mirar en derredor (el andén estaba casi vacío), le dijo, con tanta firmeza como pudo, que le interesaba apoyar a su organización. El travesti se volvió a mirarlo, y sus ojos encantaron a Ríos. “Gracias”, dijo el puto y se acicaló un poco al largo pelo. Ríos no pudo más y le planteó la cuestión: “Acuéstate conmigo y te pagaré algunos miles de pesos”, dijo. “Bueno”, dijo el puto, para sorpresa de Ríos.
Echaron a andar rumbo a la salida. Como estaban en Tlalpan, los hoteles sobraban. Quién sabía en cuál permitirían la entrada de travestis. Ya no había vuelta atrás, consideró Ríos, quien se dejó llevar por Jessy (el puto dijo que así se llamaba) al hotel Princesa.
El recepcionista (un tipo algo musculoso y con el pelo muy corto) ni se molestó en mirarlos; dijo el precio del cuarto (baratísimo) y extendió una llave. A Ríos le gustó que no lo vieran fijamente con el travesti.
Parecía que todo estaba listo para el cumplimiento de su fantasía. Llevaba años esperando aquel momento. Y, como lo iba a hacer con el travesti al que anhelaba desde hacía meses, su excitación era todavía mayor.
Se metieron a un cuarto poco ventilado; Jessy abrió una ventana, pero dejó la cortina corrida. Ríos contempló a quien estaba por estrenarlo: el cuerpo era razonablemente sinuoso, sobre todo en las piernas; era evidente que las tetas eran implantes; la cintura era perceptible y los pies, calzados con sandalias, exhibían cuidados concienzudos y buenos arcos. Ríos se le aproximó por detrás y lo abrazó, al tiempo que se ponía a besarle el cuello; nunca esperó que Jessy le retribuyera con un codazo en el estómago, que le sacó el aire.
—Pinche cabrón —dijo Jessy—, no soy puta. Ya te había visto en el metro. Siempre supe que al final te atreverías a pedirme esto. Otros lo han hecho y los he tratado como te voy a tratar, pendejo.
Ríos empezaba a recuperar el aire cuando un puntapié se impactó en su cara, mandándolo de espaldas a la cama. Seguro de que le pasaría algo horrible si no escapaba en el acto, se levantó de un salto y pretendió alcanzar la puerta, pero ya Jessy estaba ahí, lista para recetarle un puñetazo en la mandíbula. Ríos se tambaleó y, al chocar contra la cama, volvió a caer; evidenció entonces que el tratamiento lo excitaba sobremanera. En un instante creyó que, quizá, aquello era un juego que el puto gustaba de practicar con sus clientes antes de encularlos.
Ríos empezó a desvestirse con rabia, al tiempo que, de rodillas, se arrastraba hacia Jessy y le rogaba que lo cogiera. Ella lo tomó por el cuello para ponerlo de pie, le aferró los huevos con una mano y, mirándolo fijamente, le aseguró: “No estoy jugando.” Ríos palideció, sufriendo apenas al dolor que Jessy le causaba.
Ella lo proyectó contra el clóset y le propinó una espectacular patada en la cara, que lo hizo rebotar contra el mueble y caer al piso de cualquier forma. Estaba casi inconsciente. Jessy se acercó para terminar de desnudarlo con extrema violencia, y en algún momento le dijo al oído: “Ya verás cómo te cojo.”
Ya desnudo, Ríos, siempre guiado a jaloneos por Jessy, acabó de rodillas en el centro de la habitación; aquélla usó las agujetas del infeliz para atarle las manos a la espalda, cosa que fascinó al esclavo. Enseguida ella se abrió el pantalón y dejó al aire una verga de 18 centímetros, circuncidada y bien parada. Ríos cumplió con felicidad la orden de mamarla; como no lo hacía con el debido cuidado, se ganó algunas bofetadas que lo maravillaron.
Jessy lo obligó a chupar hasta venirse en la boca de Ríos, quien nunca creyó que su humillación llegaría tan lejos. Casi se atragantó con la abundante lecha que eyaculó el travesti. Jessy sacó por fin el pito de la boca de Ríos y dijo que no había estado mal, pero que otros lo habían hecho mejor. Tras darle una bofetada con el pito que empezaba a perder dureza, lo levantó por la barbilla para tirarlo bocabajo en la cama, sin desatarlo y con las piernas abiertas. Hizo trizas una sábana para atar los tobillos de Ríos a los soportes de la cama, así como para atarle el cuello a la cabecera y amordazarlo. Todo esto era soportado por Ríos, quien creía que ésa era la posición en que, por fin, sería enculado por un delicioso travesti.
Pero no. Jessy llevaba siempre un consolador en el bolso. Desde hacía tiempo quería reemplazarlo por uno nuevo, así que decidió dejárselo al puto aquel. Se lo metió por el culo con pocos miramientos, haciéndolo gemir y retorcerse con vehemencia; sin embargo, las ataduras le impidieron oponer resistencia. El consolador quedó metido hasta el fondo.
Jessy robó la cartera y el reloj de Ríos, a quien recomendó soltarse pronto para que la atadura del cuello no lo ahorcara, y se fue. Había ganado poco más de tres mil pesos y dos tarjetas de crédito, suficiente para irse de reventón esa misma tarde.
Ríos fue rescatado a duras penas por el recepcionista, quien subió al cuarto cuando pasó el tiempo permitido y tras no recibir respuesta a varias llamadas. El recepcionista liberó el cuello de Ríos y le sacó el consolador del culo, para enseguida meterle su propia verga dura y palpitante. Ríos, para qué negarlo, lo disfrutó.
Hoy es huésped habitual de ese hotel.
Bueno y variado, quizás un poco largo pero, las situaciones eran excitantes, me encantan los potitos ricos y calientes, sean de quien sean, besos en los labios anales 7895