La victoria había sido grande y el temor insuflado a los indios se esparciría como la pólvora pues, por vez primera en esas tierras, habían entrado en acción los caballos y las armas de fuego cuidadosamente transportadas desde Cuba.
Dos días habían combatido los esforzados castellanos bajo un sol inclemente, contra los bravos guerreros indios. Dos días, 24 y 25 de marzo de 1519. Los muertos entre sus filas se contaban con las manos, pero había cerca de ochenta heridos y descalabrados, un número de cuidado.
El capitán que los mandaba, un extremeño de pelo en pecho, ordenó la retirada para evitar el desastre, pero aunque la jornada había sido terrible para sus huestes, sabía que los indios no lo habían notado y sabía también que la carnicería que el hierro y la pólvora habían hecho era digna de mejor causa, que el miedo a las feroces bestias (los caballos, no los castellanos), a los truenos (las armas de fuego), al acero que sus compañeros usaban con destreza, correría con rapidez por aquellas tierras. Sabía también que los indígenas se presentarían a negociar antes de que cayera la noche.
Así fue, pero eso lo pueden leer ustedes en los libros de historia, como también pueden leer que el día siguiente se fue en largas negociaciones que terminaron con la conversión de los indios a la fe católica y su sometimiento formal al emperador Carlos. Por supuesto que el capitán era consciente de la falsedad de la conversión y el sometimiento: tan pronto se hiciera a la mar en busca del mítico reino de los Culhúas o Ulúas, los indígenas de Tabasco volverían a sus idolátricas supercherías, pero, de momento, era el símbolo lo que importaba.
Entre los numerosos presentes que los castellanos recibieron de los indígenas había poco, muy poco del oro exigido, pero ese escaso metal era transportado, junto con el jade, las mantas ricas y las plumas de quetzal, por veinte doncellas, entregadas por los vencidos para el “servicio personal” de los capitanes castellanos, lo que quiera que eso significase, lo que fuera que el pío Jerónimo de Aguilar hubiese entendido en sus empedradas traducciones.
El capitán, que entendía muy bien lo que significaba “servicio personal”, repartió a 17 de las doncellas, que sólo lo eran en la insensata traducción del padre Aguilar, entre los capitanes y los ricoshombres que más habían invertido en la expedición y se retiró con las tres restantes al encalado aposento que los vencidos le reservaban. Dos de esas tres serían para los capitanes de los bergantines que habían quedado custodiando la boca del río, según dijo a sus excesivamente susceptibles compañeros. Pero esa noche sería esa noche...
Cuatro siglos después Diego Rivera pintó al capitán sifilítico y deforme, pero los testimonios de sus contemporáneos dicen que era muy buen mozo, gallardo, de buena estatura y mejor planta, ojos vivaces y barba rojiza y tupida. Sus ojos eran crueles e inteligentes, soñadores y dominantes a la vez y, para cuando ocurrieron los hechos aquí narrados tenía la gloriosa edad de 33 o 34 años.
Los vencidos habían dispuesto un amplio aposento de cal y canto para el capitán y hacia allá fue conducido por las tres doncellas. Abriendo la marcha, llevando un sahumerio del que emanaba un hilo de humo de delicado olor, iba una moza que no llegaba a los 20 años, vestida con un amplio huipil ricamente bordado de hilos rojos. Detrás de él, con las manos entrelazadas y la mirada humildemente puesta en el piso, iban las otras dos, una bella india de edad similar a la primera, cuyo vestido era del todo igual salvo que los bordados eran verdes, y una mayor, de 22, 23 años quizá, de andar resuelto a pesar de la fingida humildad. Incapaz de comunicarse con ellas mediante la palabra, el capitán las bautizó provisionalmente como Roja, verde y Mayor.
Una vez en el aposento las doncellas fueron incapaces de descifrar los herrajes de la armadura, pero tan pronto el capitán quedó en camisa y calzón, las dos menores pudieron desnudarlo rápidamente mientras la de mayor edad hacía circular el aire moviendo un enorme abanico.
Conducido por la primera doncella, el capitán se sentó en un solio de piedra cubierto de suaves pieles, descansó su nuca en el respaldo y cerró los ojos, siguiendo las suaves presiones de las pequeñas manos de la doncella. Apenas hubo cerrado los ojos sintió en su cuello la frescura de un trapo húmedo, que despedía el olor de un perfume concentrado y enervante.
El capitán sintió como era frotada delicadamente cada parte de su cuerpo: una doncella inició con la cara y el cuello y fue bajando lentamente, mientras la otra subía desde la planta de los pies. El capitán recordó el viejo romance que reza “nunca fuera caballero de damas tan bien servido/como fuera Lanzarote cuando de Bretaña vino/princesas cuidaban de él/condesas de su rocino”.
Los frescos lienzos que quitaban el sudor reseco, el polvo acumulado de días enteros dentro de la armadura, bajo ese calor infernal, también distendían los músculos del capitán, que sentía como lo invadía lentamente una sensación de paz desconocida: ni siquiera en sus tiempos de estudiante, en Salamanca, cuando era el azote de maridos y dueñas había sentido tal placidez luego de una jornada de dicha amorosa; ni siquiera con la puta de su mujer, ducha en artes amatorias, en Cuba, había experimentado el calorcillo que invadía sus fatigados miembros y se concentraba en el órgano viril, cuya firmeza era ya notoria.
Cuatro gentiles manos recorrían su cuerpo, sin dar un paso en falso, sin ningún movimiento brusco que rompiera el hechizo. La suave corriente de aire que la tercera doncella generaba acariciaba su cuerpo, fresco por el agua perfumada que impregnaba los lienzos.
Las manos que acariciaban su pierna limpiaron cuidadosamente su culo. Nadie nunca había puesto sus manos en el culo del capitán, pero esto era algo especial y siguió sentado, inmóvil, recibiendo el placer que le daban. Con una mano, la doncella acariciaba apenas sus peludas nalgas, jalando los vellitos, pellizcando suavemente la firme piel; con la otra, frotaba con el lienzo la entrepierna, hurgaba en la entrada del ano, limpiaba la suciedad, el sudor acumulado.
Las otras dos manos bajaron por su estómago y, al mismo tiempo, casi, que las otras, llegaron a su miembro viril. Dos manos, el capitán ya no sabía cuales, acariciaban su verga mientras otras dos empezaron a verter en su cuerpo un líquido oleaginoso y perfumado. Sus hombros, su espalda y su pecho eran untados, por sabias manos, con el oloroso aceite, mientras otras dos manos seguían acariciando su miembro viril con delicadeza infinita.
De pronto el capitán sintió el contacto de una húmeda lengua en la cabeza de la verga, al mismo tiempo que dos hileras de dientes se clavaban en su cuello. Era demasiado: la cálida lengua recorría su miembro haciendo subir lenta, muy lentamente la excitación, las ganas, que se sobreponían al cansancio y a la flacidez del cuerpo entero.
Con los ojos cerrados, el capitán sentía la húmeda lengua de la india recorrer su miembro, acariciando, saboreando, despertando con pausa un fuego incógnito. Apenas era consciente de los dientes y las manos de la otra, que recorrían su cuello, sus hombros, su espalda, prodigando placer y dolor a partes iguales.
El capitán no soportó más y abrió los ojos. Era la doncella de las grecas verdes y soñadores ojos la que, humillada la testa, chupaba su miembro viril. Al notar que abría los ojos, la de grecas rojas dejó su torturado cuello y se alejó unos pasos en dirección a la mayor, que seguía abanicando. Dijo algo en su lengua pagana y la mayor dejó el abanico en el suelo y desató los lazos que ataban por el cuello el huipil de la doncella de las grecas rojas. Esta, Roja, como la bautizó provisionalmente el capitán lo veía a los ojos mientras Verde, aparentando no ver nada, proseguía con su trabajo.
El lazo era largo, pues además de sostenerse en el cuello de la doncella ataba el huipil a su espalda y mientras Mayor desataba los complicados nudos de Roja, Verde acariciaba con su lengua, siempre sin prisa, el largo miembro del capitán. Por fin, con un suave movimiento hacia el frente, Roja se desprendió de su huipil, que cayó a sus pies, mostrando a la media luz de las perfumadas antorchas los delicados y redondos contornos de su moreno cuerpo, sus moradas tetas y el sedoso vello de su sexo.
Entonces el capitán se movió por fin. Mientras Mayor deshacía el complicado peinado de Roja, aprisionó la cabeza de Verde con sus fuertes manos y empujó su cadera hacia delante, metiendo el miembro en la boca de la doncella. Tras la sorpresa inicial, Verde entendió lo que se le pedía y succionó con fuerza mientras movía su boca entera a lo largo del tronco del capitán, desde la sensible cabeza hasta la gruesa base.
Cuando la negra cabellera de Roja cayó como una cascada sobre su espalda, la leche acumulada por el capitán en las semanas anteriores, de travesía y exploración, se derramó abundantemente en la garganta de Verde.
Mientras Roja seguía en pie, frente al capitán, Mayor acercó a Verde otra jofaina con agua perfumada con la que Verde lavó otra vez el miembro del capitán, con tal delicadeza y tal acompañamiento de dedos y lengua, que pronto la verga del capitán recuperó su dureza.
Aún hincada, Verde se hizo a un lado, donde Mayor empezó a deshacer el complicado lazo del huipil. Roja, que en su desnudez era a la vez natural y voluptuosa, avanzó hacia el capitán, que seguía sentado en el solio, pasó sus largas piernas morenas sobre las suyas, tomó el erecto miembro con sus pequeños dedos, y lo introdujo despacio, muy despacio, en su húmedo coño.
El capitán sintió cómo las delicadas paredes del coño de la india atrapaban cada uno de los puntos de placer de su verga, hasta envolverla toda. El capitán cerró los ojos y se hundió en esa dulce carne morena, dejándose ir, dejando que la sabia india subiera y bajara a su ritmo por el rígido tronco, que nunca había sido tratado con tal suavidad, nunca, ni en Salamanca por las casadas a las que veía a escondidas, ni en La Española y Cuba, por sus dóciles esclavas, ni por la puta de su mujer, ducha en artes amatorias.
El capitán recargó la nuca hacia atrás, con los ojos cerrados, abandonándose al placer que los movimientos de Roja daban a su verga. La india bajaba y subía, giraba a uno y otro lado, sin ritmo ninguno ni uniformidad, de modo que era siempre una cara distinta, una parte distinta del miembro la que recibía mayor presión, la que hacía mejor contacto con la viscosa superficie del coño. Nunca pensó el capitán que tuviera tanta verga, con tal superficie.
Llegaba el éxtasis, el capitán lo advirtió y ahora sí, abrió los ojos y tomó a la india por la cadera para marcarle un nuevo y acelerado ritmo. La india, sudorosa y agitada, prendió sus rojos labios de los suyos y hundió sus aceradas uñas en su cuello al recibir en su interior el ardiente semen del capitán, acompañado de un hondo gemido de placer. Más heridas tenía ahora el capitán que las recibidas en dos días de duro combate.
La Roja se detuvo. Siguió besándolo y recargó todo su peso sobre las caderas del capitán. Sin moverse apenas empezó a apretar, con los músculos del coño, la verga, que perdía rigidez. La lengua de la india recorría la boca entera, los labios, las encías del capitán y sus pechos se aplastaban contra su cuerpo, pero era esa dulce opresión sobre su verga lo que lo enloqueció otra vez. Nunca había sentido semejante cosa y la verga empezó a responder. Nunca tampoco, se había sentido tan potente.
Cuando Roja sintió que, gracias a los estudiados movimientos musculares, la verga del capitán recuperó dentro de su cuerpo todo su vigor, se salió de golpe y se hizo a aun lado. Entonces el capitán vio ante sí, en primer plano, la espléndida grupo morena y desnuda de Verde, que ofrecía sus redondas posaderas, su negro ano y su roja herida a la vista del capitán, meneando dulcemente el cuerpo, con la cabeza y el pecho recargados en un suave colchón de algodón, y la grupa erguida, apoyada en sus rodillas. Detrás, apenas visible, Mayor también estaba desnuda.
El capitán, verga en ristre, se acercó a Verde y la montó, más cuando dirigía su acerado instrumento al oloroso coño, lo detuvo Mayor, que, vestida todavía, acarició el miembro, lo bañó con perfumado aceite y dirigió la sensible cabeza al orto de su joven compañera.
Gracias al aceite y al trabajo de Verde, tres o cuatro embates bastaron para que el capitán introdujera la verga, cuan larga era, en el estrecho canal prohibido expresamente por la Biblia. Con su mano derecha estrujó con fuerza el morado pecho que colgaba bajo Verde, y atacó con furia, metiendo y sacando la verga con violencia creciente, mientras la india gemía bajo su peso y movía su cadera en pequeños círculos.
Si no hubiera sido exprimido antes de la manera en que lo había sido, la exquisita presión sobre su verga y la violencia de los embates lo hubieran hecho terminar en breve, pero el capitán gozaba sin fin, sin sentir la cercanía del orgasmo, gozando y sufriendo a cada embate. Atacaba de esa manera cuando sintió a la Roja subirse a su espalda y acariciarla con sus pechos, sus muslos. La sintió ¡otra vez!, morder su cuello, soplar su nuca y conforme más sentía a la Roja, con más fuerza penetraba a la verde, que gemía a cada embate.
Por fin llegó, por tercera vez, su leche, su orgasmo, esa muerte chiquita que trae consigo la culminación del placer sexual. No fue una inundación como las anteriores, pero algo dejó en el intestino de Verde, que se desplomó. La Roja le hizo algunas caricias más mientras su verga se ponía flácida y, de pronto, se puso de pie y ayudó a Verde a incorporarse a su lado, marchando juntas hacia el rincón donde habían quedado sus ropas.
El capitán creyó que la noche había acabado, que sólo restaba dormir para reponer en parte las energías gastadas, cuando se le acercó la Mayor con suave andar. Acostado boca arriba, el capitán sintió las caricias de Mayor por todo su cuerpo, dándole un cuidadoso masaje que hizo regresar a sus músculos la placidez que Roja y Verde les habían dado al principio.
Las sabias manos de Mayor recorrían cada uno de sus músculos dando placer y calor y, sorpresivamente para él mismo, el capitán sintió cómo su verga empezaba a crecer, otra vez. El capitán veía con cuidado a la india, sus voluminosos pechos redondos rematados por grandes pezones morados, su estrecha cintura, sus anchas y generosas caderas, la suave piel de sus muslos como otras tantas columnas del templo, sus ardientes ojos negros como carbunclos, sus labios gruesos, rojos como la grana y, sobre todo, el viscoso fluido que escurría, literalmente, del lampiño coño de la bella moza.
No tan dura como debiera, pero el capitán estaba firme y la india se colocó sobre él, lo abrazó, arrellanó su cuerpo entero encima del cuerpo del capitán e introdujo dentro de su empapada y acogedora cueva el ahíto miembro.
Esta vez no hubo violencia ni prisa, solo placer pausado y paz. Trabajado con sabiduría por la bella india, el capitán se fue perdiendo, hundiéndose en la inconsciencia, en la delicia de poseer a semejante mujer y, de golpe, comprendió que el bravo hidalgo Gonzalo Guerrero hubiese cambiado su Dios, su rey, su Honra, por sus tres jóvenes esposas indias, en el ya lejano Yucatán. No, alcanzó a decirse antes de caer dormido, con él no pasaría eso, Dios y Rey, ambición y gloria, no tenían por qué estar reñidos con el gozo Él se quedaría con esta real moza, Malinalli, había creído oír que se llamaba, aunque la había ofrecido ya a Hernández Portocarrero. No esta... Marina, sería suya.
Otro día contaré su historia, porque es una de las más extraordinarias mujeres nacidas en estas tierras... y la más vilipendiada e incomprendida.