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"Una esposa infiel, clasico"
Paola estaba casi lista; su vestido nuevo realzaba su figura como si fuera una segunda piel. Lo único que la demoraba era que no terminaba de admirarse frente al espejo de su dormitorio. Y no era para menos, pues esa noche debía ser la mujer más bella de la fiesta. Se celebraría el aniversario del bufete de abogados en el que trabajaba Juan Carlos, su marido, y él le había insistido en que ese evento sería muy importante para su carrera, porque influiría decisivamente en la posibilidad de convertirse en socio de la firma. Había agregado que no reparara en gastos para ser el centro de todas las miradas, y ella se lo había tomado muy en serio.
Pero se había complicado más de la cuenta para lograrlo. De su cuerpo no necesitaba preocuparse, pues concurría asiduamente al gimnasio de su tío. En cuanto al bronceado de su piel, le bastaron unas cuantas sesiones de solarium para adquirir un exquisito tono acaramelado. La complicación se produjo en la elección del vestido que usaría en esa fiesta. Como a toda mujer, le costó decidirse, aunque no por la misma razón que les cuesta a la mayoría de las mujeres —“Todo me queda mal”—, sino porque a ella ¡todo le quedaba muy bien! Su casi metro ochenta de estatura se erguía como una escultura de curvas perfectas, sus piernas eran largas y torneadas; su trasero, firme y espléndidamente formado; su cintura, muy fina y flexible; y sus pechos generosos, redondos y tersos parecían modelados por un eximio artista. Así, no era su cuerpo la causa de su indecisión, sino la dificultad de elegir acertadamente, entre todos los vestidos que le quedaban bien, el que pudiera convertirla en la invitada más deslumbrante del evento.
No sabía si usar un vestido corto o largo, ajustado u holgado, de colores fuertes o tenues, brillante u opaco, osado o recatado. Pasó tres días buscando en las mejores tiendas de la ciudad; todo la convencía, pero no lo suficiente. Ya casi se había dado por vencida cuando decidió ir al barrio San Esteban.
San Esteban era un barrio de negocios dedicados a vender ropa de importación y productos afines. Debido a sus bajos precios, sus tiendas eran frecuentadas por gente común y corriente, e incluso por las clases bajas de la ciudad. Juan Carlos, clasista y engreído como era, le había prohibido ir a ese sector. Pero Paola había conocido el barrio en sus tiempos de estudiante, y viendo que en las tiendas visitadas hasta entonces no encontraba lo que quería, decidió probar suerte ahí. En todo caso, Juan Carlos no tendría cómo saberlo.
Llegó a eso de las tres de la tarde. Recorrió varias galerías y visitó decenas de locales, pero ya eran casi las seis y no había tenido mejor suerte que antes. El único cambio que había percibido era que muchos hombres la miraban, y algunos descaradamente. Incluso había oído toda clase de piropos al pasar. Pensó que aquel barrio no solía recibir mujeres tan espectaculares como ella. En los lugares que frecuentaba habitualmente no la miraban menos, pero los que lo hacían eran más disimulados. Sin embargo, la situación no la incomodaba; siguió buscando su vestido ideal, dejando que la miraran cuanto quisieran; total, ella era sólo de su marido. “Recojan las migajas, que sólo Juan Carlos se alimenta de esta carne”, pensó orgullosa, y no pudo evitar sonreír al advertir que esa clase de comentarios eran típicos de su adorable pero siempre altanero marido. Recordó que precisamente esa forma de ser de Juan Carlos había provocado ciertos roces entre ellos al comienzo de su relación. El trato despectivo que descargaba sobre las personas humildes o de mal ver, a ella solía molestarle, y generaba discusiones y distanciamientos.
Estaba a punto de irse, decepcionada, cuando vio una tienda nueva en un entrepiso donde solían haber sólo sexshops. En la vitrina había dos vestidos que llamaron su atención, y decidió acercarse. Subió la escalera, y advirtió que para llegar a la tienda debía pasar ante otros negocios dedicados al sexo. Eso la incomodó bastante, pues junto a la baranda que bordeaba el entrepiso había dos tipos que ya habían clavado sus miradas en ella. “No seas tonta”, pensó, pues sabía que no había nada que temer: era un barrio popular, pero no peligroso. Lo que le molestaba era pasar ante tiendas dedicadas a vender juguetes eróticos, ropa interior altamente provocativa y videos pornográficos.
Siguió adelante, ignorando el silbido que dejó escapar uno de los hombres que la miraban. Llegó a la tienda, y vio que no sólo vendía vestidos de fiesta, sino también ropa interior de encajes y uno que otro juguete sexual. Junto a los dos vestidos que le interesaban había en vitrina sendos falos de goma que desviaron su atención por un momento.
Se preguntó si era correcto que una mujer decente entrara en una tienda como esa. Se moriría de vergüenza si algún conocido la viera visitando un antro así. Sin embargo, los vestidos eran realmente llamativos, muy diferentes a los que había visto antes. Uno le pareció muy sexy; era corto y de tela elasticada, rojo y anudado a la espalda. El otro era un vestido largo de color morado, abierto por un tajo que llegaba hasta muy arriba; su tela ligera caía elegantemente por las torneadas formas del maniquí. Miró disimuladamente a su alrededor; los únicos que la miraban eran los tipos que le habían silbado, simples desconocidos que no volverían a verla en su vida. “¡Al diablo!”, pensó, y entró.
Era un local algo oscuro, propicio para el negocio que parecía ser su fuerte. Había un cliente revisando unas películas XXX, tan absorto en su asunto que no se percató de la tremenda mujer que pasaba a unos metros de él. Al fondo, sentado tras un mesón, un viejo de barba hojeaba un ejemplar de Playboy. El sonido de los tacos de Paola hizo que se despabilara. Se levantó de inmediato; no medía más de un metro setenta, por lo que debió levantar su mirada hasta los ojos de su visitante.
Paola notó que los ojos del viejo la recorrían en una fracción de segundo, y experimentó una molesta sensación, que por extraño que parezca no le resultó del todo desagradable. Al recordarla después no sabría explicarla, pero fuera lo que fuera no la hizo dar vuelta atrás. Y en adelante se sintió como una tonta cada vez que le venía el impulso de salir corriendo de ahí. Se le ocurrió que la protección que le brindaba su buena vida la había vuelto temerosa.
―¿En qué puedo atenderla, señorita? ―preguntó amablemente el viejo, que parecía ser el propietario.
―Me gustaría ver los vestidos que hay en vitrina… el rojo y el morado ―dijo Paola, señalando los maniquíes.
―Los tengo en bodega; llegaron hace poco, y todavía no los he ubicado en las estanterías―. El viejo miraba alternativamente sus ojos y sus pechos.
Ahora Paola se sintió insegura, expuesta directamente a una inspección que le pareció invasiva. Sin embargo, el tono amable del viejo, incongruente con sus lascivas miradas, de alguna forma la tranquilizó. Se dijo que ese hombre era como cualquier otro, y que ella provocaba esas reacciones en el sexo opuesto. De pronto hasta lo compadeció, al pensar que nunca podría satisfacer su deseo de gozar a una mujer como ella.
―Pero voy a traer algunos de la bodega —agregó el viejo—. Vienen en tallas europeas estándar, y creo que la de los maniquíes le vendría a la perfección.
Se dio vuelta y desapareció por una puerta que había tras el mostrador.
Paola se quedó pensando en lo que había dicho el hombre: “La talla de los maniquíes le vendría a la perfección”. Esos maniquíes eran especiales para lucir ropa interior y trajes eróticos. No eran planos como los de las tiendas habituales, sino voluptuosos y torneados. Sonrió al darse cuenta que estaba tomando la curiosa comparación como un cumplido.
El viejo volvió con una gran caja de cartón, de la que extrajo dos vestidos empacados en fundas plásticas, uno rojo y otro morado.
―El probador está ahí ―dijo, indicando una cortina situada hacia el fondo del local. Paola se dio cuenta de que su voz revelaba cierta dosis de ansiedad.
No estaba en los planes de Paola probarse ropa en un antro como ese, pero le gustaban mucho los dos vestidos. Tras pensarlo un momento, los tomó y se dirigió al probador. Encendió la luz, corrió la cortina, y se encontró con un espacio limpio y bien iluminado. Se sorprendió al ver a un costado un espejo de cuerpo entero en perfectas condiciones; no se había imaginado un probador así en un sexshop.
Lo único que la seguía molestando era el tipo de gente que visitaba esas tiendas. Estaba a punto de desnudarse muy cerca de un tipo que estaba eligiendo una película porno. La curiosa situación le pareció cómica, pero le provocó ambiguas sensaciones. Era algo atrevido, algo que nunca había hecho, y de pronto derivó hacia una inesperada excitación, al imaginarse como la protagonista de una película erótica. ¿Qué pensaría Juan Carlos?, se preguntó. Seguramente no le gustaría nada. Pero ya estaba ahí; no echaría pie atrás, y su marido nunca lo sabría.
Cerró la cortina, colgó su cartera en un gancho y examinó el vestido rojo. Le pareció de una talla inferior a la suya, pero recordó que era elasticado; estiró la tela, y comprobó que daba bastante. Lo dejó en una banqueta y se quitó el vestido que traía puesto. Se quedó con su tanga y un brassier ligero que usaba en los días de calor. Se miró al espejo, recordó la comparación del viejo con los maniquíes, sonrió, imitó sus poses y se dio cuenta de que el hombre no estaba en absoluto equivocado. Tomó el vestido rojo y se lo puso con esfuerzo, ya que en realidad era pequeño. Le quedó a reventar en el trasero, y sus pechos parecían querer escaparse del brassier. El espejo le devolvía una imagen extraordinariamente provocativa, sus piernas largas y bronceadas tenían total libertad, puesto que el vestido apenas le cubría un par de centímetros por debajo de las nalgas. Le dio la espalda al espejo y se inclinó con el trasero en pompas; el vestido se le levantó, dejando ver la mitad de su cola desnuda, y el rosado de su tanga aflorando justo a tiempo para cubrir su intimidad. “Parezco puta”, pensó. Se divirtió posando un minuto más, y decidió probarse el vestido morado. No pudo ponérselo; era demasiado pequeño, y al no ser elasticado temió que se descosiera. Se volvió a vestir y salió del probador.
El viejo seguía tras el mesón. Paola lo notó diferente. Tenía los ojos un poco vidriosos, y se veía agitado.
―¿Cómo le fue? —preguntó al verla aparecer.
―Me quedan chicos —contestó ella, tendiéndole los vestidos—. ¿Tiene otra talla más grande?
El viejo buscó en la caja, sacó dos vestidos más y guardó los otros. Paola los recibió y volvió al probador. Sabía que el vendedor la seguía con la mirada, sabía que si se daba vuelta lo encontraría con los ojos pegados a su cola. Caminó felina y elegantemente, no supo qué la indujo a hacerlo, pero le gustó. “Soy la heroína”, pensó, “y las heroínas debemos proporcionar algún agrado a los necesitados de este mundo.”
Aunque el vestido rojo le quedaba mejor, seguía siendo demasiado provocativo. Pero el morado la fascinó: le quedaba perfecto. Ahora que lo tenía puesto, entendió por qué se vendía en ese tipo de tiendas. El tajo del costado, que originalmente llegaba hasta medio muslo, se cerraba sobre un velcro que podía abrirse hasta la cadera. Le encantó la idea de mostrarle esa singular propiedad a Juan Carlos cuando volvieran de la fiesta. No necesitaría sacárselo para mostrarle el esplendor de sus piernas y su trasero apenas cubierto por una diminuta tanga. Ensayó ante el espejo la abertura del vestido. Lo abría hasta la cadera, sacando su hermosa pierna por entre las telas, se daba vuelta, arqueaba la espalda y descubría su extraordinaria cola en pompas. “¡Fabuloso!”, pensaba mientras repetía la rutina. Estaba decidido: se llevaría el morado.
Salió satisfecha del probador. El viejo la miró con más descaro mientras recibía los vestidos.
―Me llevaré el morado ―dijo Paola, y le alargó su tarjeta.
―¿No le interesa nada más? ―preguntó el hombre, en tono insinuante―. Tenemos lencería muy íntima y exclusiva ―y señaló unos colgadores con tangas y brassieres de encaje.
Paola sintió que el viejo se tomaba demasiada confianza. Cómo podía ocurrírsele ofrecer ese tipo de prendas a una dama.
―No, gracias ―dijo con voz un poco cortante, sólo para darle a entender su molestia. Mal que mal, la desubicada en una tienda como esa era ella.
―Pero tenemos grandes ofertas…
—Lo siento; tengo poco tiempo ―lo interrumpió.
―Entonces déjeme darle una tarjeta; si la trae la próxima vez le haremos un buen descuento.
Paola no alcanzó a negarse, porque el viejo empezó a registrar los cajones del mostrador. Pareció frustrado al no encontrar lo que buscaba, le hizo un gesto a Paola para que lo esperase y traspuso la puerta que daba a la bodega. Paola lo vio avanzar por un pasillo que se bifurcaba un par de metros más allá, y seguir hacia el lado derecho. Entonces se le ocurrió que podía conducir a una habitación colindante con el probador que acababa de ocupar, y una oscura sospecha se instaló en su mente.
Escuchó que el viejo abría cajones y revolvía cosas. Al fin no pudo con el presentimiento que la atormentaba, y volvió rápidamente al probador. Se asomó adentro sin descorrer la cortina, y su temor se vio confirmado. Vio al viejo rebuscando en unos cajones justo detrás del espejo, que ahora funcionaba para ella como una ventana.
Al salir del probador ella había apagado la luz. Y el viejo, en su morboso entusiasmo, había encendido la del cuarto que estaba detrás, generando así el efecto contrario. Ahora era ella la que lo espiaba a él. La diferencia radicaba en que Paola no veía nada bueno al otro lado del vidrio, sino sólo a un viejo sinvergüenza que la había admirado furtivamente mientras se probaba los vestidos. “Menos mal que no me saqué el brassier”, pensó con rabia.
Volvió furiosa al mostrador, pero se dijo que no sacaría nada con hacer un escándalo. Ahora comprendía por qué el viejo parecía tan agitado. Después del espectáculo que había presenciado debía agradecer que no le hubiera dado un infarto. También entendió por qué le había entregado tallas más pequeñas, y se indignó más al recordar lo estrecho que le quedaba el primer vestido rojo—. “¡Hasta me incliné para mostrarle la cola!” ―maldijo para sus adentros.
Al fin el viejo volvió, con una expresión triunfal y una tarjeta en la mano.
―¡Sabía que estaban por ahí! ―exclamó mientras le entregaba la tarjeta―. Vuelva con ella y le haré un cincuenta por ciento de descuento en su próxima compra.
Paola reprimió todo lo que hubiera querido decirle a aquel viejo verde. Esperó que registrara la compra y le envolviera el vestido. Le pidió que le diera una bolsa sin el logo de la tienda, que era obscenamente erótico, y abandonó el local rápidamente.
Cuando llegó a su auto tiró la bolsa al asiento trasero, subió y golpeó con rabia el volante. “¡Maldito viejo caliente!”, exclamó para sí misma. “Le di el espectáculo de su vida, cómo se debe haber agarrado el paquete”. De pronto recordó su ocurrencia de sentirse heroína, y la invadió una tentación de risa.
Se sentía casi violada; ese viejo había disfrutado de su cuerpo sin su consentimiento. Pero había sido ella la que se había ido a meter en la boca del lobo. Había ido al barrio San Esteban desobedeciendo a Juan Carlos, y por si fuera poco, había entrado en un sexshop para comprar un vestido.
Poco a poco se fue dando cuenta de que lo que había pasado no era tan terrible, y que al final le había hecho un pequeño regalo a ese pobre viejo aprovechador. Al pensar que había sido víctima de un degenerado (y seguramente la mejor presa de su vida), se sintió en extremo deseada, y la recorrió un ligero escalofrió al recordar cómo se veía con el vestido rojo. Sacó de la bolsa la tarjeta que le había dado el viejo; figuraban el nombre de la tienda, la dirección y el teléfono. Sonrió, y la guardó en el bolsillo secreto de su cartera.
***
Paola seguía admirándose ante al espejo de su dormitorio. Lucia un bronceado increíble, el peluquero había hecho maravillas con su hermoso cabello, sabía que sus delicadas sandalias de taco alto hacían un juego perfecto con ese vestido morado adquirido hacía una semana en tan curiosas circunstancias, y se sentía la mujer más enamorada del mundo.
Recordó lo que le había ocurrido en el barrio San Esteban. Extrañamente, aunque al principio la sensación de exponerse le había incomodado mucho, ahora le parecía placentera. Se había convencido de que ella no tenía responsabilidad alguna en lo sucedido. No tenía la culpa de haber caído en la trampa de un viejo sin escrúpulos. Además, era obvio que nunca se habría mostrado semidesnuda ante otro hombre que no fuera su esposo.
―¿Estás lista? ―preguntó Juan Carlos, entrando en la habitación. Cuando vio a su mujer la miró asombrado―. ¡Guauu…! Te ves preciosa, hoy seré la envidia de la fiesta.
―Siempre eres la envidia de la fiesta, cariño, por lo menos para los hombres; para las mujeres soy yo ―dijo Paola, coqueta. Sabía que su marido era muy atractivo. Él también lo sabía, y eso duplicaba su arrogancia. Más de una vez había hecho comentarios que a Paola la hacían pensar que estaba seguro de poder llevarse a la cama a cualquier mujer, incluso a las de sus amigos. Eso a ella no le hacía ninguna gracia, pues, al igual que él, era bastante celosa.
―¿Qué harás si tus compañeros de trabajo me miran demasiado? ―preguntó, en tono juguetón. En realidad, quería saber qué le parecería a Juan Carlos ver a su mujer sobreexpuesta.
―Que miren todo lo que quieran ―y se acercó a ella―. Yo más tarde haré mucho más que mirar ―le susurro al oído, y la besó pícaramente en el cuello. Luego entró en el baño para hacerse el nudo de la corbata.
Su respuesta no dejó conforme a Paola.
―Hablando en serio, ¿no te molesta que me miren? —le preguntó desde el dormitorio.
―Eres tan bella que eres mi mujer —respondió Juan Carlos, con su habitual suficiencia—. Lo único que pueden hacer los demás es mirarte. Y mientras más te miran, peor para ellos —se asomó desde el baño y la miró―. Porque eres sólo mía, y siempre lo serás. De nadie más.
―No deberías ser tan confiado, cariño ―replicó Paola, con una maliciosa sonrisa― Nunca confíes en nadie.
―Oh my love, nunca confío en nadie. Por eso hasta tengo planeada una implacable venganza en caso de ser víctima de tan inexplicable… deserción ―dijo Juan Carlos, asestándole una sonrisa igualmente maliciosa, y volvió a meterse en el baño.
―¿Inexplicable…?
―¿Qué mujer puede necesitar otro hombre teniéndome a mí como esposo y amante?
Tanto engreimiento volvió a molestar a Paola. Pero la curiosidad pudo más que la rabia que empezaba a sentir.
―¿Y cómo te vengarías? Si lo has planeado, lo debes tener bastante claro, ¿no?
Juan Carlos salió del baño terminando de anudarse la corbata.
―Me desquitaría diez veces, con diez mujeres distintas. Pero no con cualquiera; buscaría a tu mejor amiga; después a la enemiga más acérrima de tu escuela; luego a la antigua jefa que odiabas; también al amor platónico de tu juventud, y me encamaría con su mujer—. Hablaba en tono indiferente, como queriendo provocarla, mientras se ponía su reloj y buscaba la chaqueta del esmoquin―. Continuaría con un par de amigas mías que sé que detestas; alguna prima lejana que apenas conozcas; buscaría alguna modelo famosa para que pudiera aparecer en todos esos programas de farándula…. Y bueno, las dos restantes serían una sorpresa.
Paola lo miraba sin decir palabra. Juan Carlos le devolvió una sonrisa ambigua, se le acercó y susurró en su oído:
—Pero no todo terminaría ahí. Me fotografiaría con cada una, y una noche, durante la cena, te entregaría todas esas fotos acompañadas de cartas que te demostrarían el amor que sienten por mí, y lo convencidas que están del amor que yo siento por ellas.
Juan Carlos sabía cómo hacer daño, se dijo Paola. Sus celos no pudieron más: le dio un fuerte empujón que lo hizo caer sobre la cama y se encerró en el baño. Oyó la risa de Juan Carlos, oyó que le golpeaba la puerta y le decía que no fuera tonta, que era sólo una broma.
―¡Pues no me ha hecho ninguna gracia! ―le gritó ella. A veces no soportaba las estúpidas ocurrencias de su marido. Además, resultaba difícil creer que hubiera inventado algo tan rebuscado en el momento. De seguro lo había pensado antes, y meticulosamente. ¿Con que era una broma? Pues ahora le tocaba bromear a ella.
―Te aconsejo que te vayas, o llegarás tarde a tu fiesta —le dijo en voz alta a través de la puerta.
―Vamos, mi amor, no lo hagas por mí; hazlo por todos esos hombres aburridos a los que les espantarás el tedio apenas te vean.
Siguieron así, entre súplicas masculinas y arañazos femeninos. Hasta que las ingeniosas ocurrencias de Juan Carlos hicieron que Paola saliera y le diera un par de besos de paz.
―Uf, guárdate para más tarde, querida, que las reconciliaciones en la cama son las mejores ―dijo Juan Carlos.
Terminaron de alistarse para la gran noche que se avecinaba.
***
Don Julio estaba regando su jardín. Era un poco tarde para eso, pero había tomado la costumbre desde hacía algún tiempo, pues a esa hora, ya oscuro, era más probable ver a la preciosidad que tenía por vecina. Así que mientras manguereaba sus escasas plantas y flores no dejaba de vigilar las iluminadas ventanas de la casa de al lado. Era un hombre algo obeso y ya mayor, estaba jubilado y vivía solo desde su divorcio. Siempre había tenido roces con su vecino, precisamente por el descaro con que miraba a su joven esposa. Era tal el nivel de intolerancia del marido, que nunca había cruzado palabra con su despampanante mujer. Sólo por otros vecinos sabía que se llamaba Paola; hasta el nombre lo excitaba.
Esa noche estaba especialmente caliente, y ansiaba fervientemente ver algo que le inspirara una buena paja antes de dormir. De improviso vio salir a la joven pareja, y supo que tendría material de sobra para su solitaria sesión erótica. Si al natural su vecina era una belleza, enfundada en aquel ajustado vestido se había convertido en una diosa.
La pareja caminó por su propio jardín hacia el auto, hasta cruzar frente a don Julio. Como era su costumbre, el viejo admiró a la escultural mujer que pasaba a unos metros de él, sin importarle que estuviera acompañada. Sin embargo, esta vez no pudo reprimir un resoplido al verla tan espléndida a la luz de los faroles, y eso colmó la paciencia de Juan Carlos.
―¡Tenga más respeto, hombre! ―le soltó al pasar.
―Tranquilo, vecino, tómelo como un cumplido ―dijo tranquilamente el viejo, sin dejar de regar sus plantas.
Don Julio era mañoso, pero bastante inteligente; nunca perdía la calma, y cuando hablaba lo hacía con sagacidad. Sabía que los arranques de rabia de su vecino ante su inalterable pasividad no hacían más que demostrar su dominio de la situación. Admirar descaradamente a Paola en las narices de su marido era una complicada estrategia en la mente del viejo. Quería que su vecina se sintiera desprotegida, que percibiera la debilidad en la ira de su marido, en contraste con la seguridad de un hombre de experiencia. Esperaba que su evidente superioridad hiciera mella en el instinto de hembra de la adorable joven. Las mujeres, por naturaleza, se sentían atraídas por el macho más fuerte, el macho alfa. Ese era el objetivo del viejo: que Paola “sintiera cosas” al ser admirada por un hombre más macho que su marido. En el fondo, sabía que no pasaba de ser una fantasía, pero disfrutaba imaginándose esas complicadas maquinaciones. Lo que no sabía era que su resoplido y la corta discusión con el marido habían estado muy cerca de cumplir su objetivo.
Paola tuvo una sensación similar a la que experimentaba cada vez que recordaba lo sucedido en San Esteban. Se sintió admirada y en cierto modo indefensa ante los deseos masculinos. No en especial ante los de su viejo vecino, sino ante los de cualquier hombre. Le había pasado días atrás con el propietario de un sexshop, que la había espiado ocultamente mientras ella se cambiaba de ropa en el probador. A ella no le cabía ninguna responsabilidad en eso, pero el hecho era que la había contemplado semidesnuda. Aquel senil degenerado se había excitado mirándola incluso cuando ensayaba poses ante el espejo. Y eso la volvía indefensa, pero a la vez más sensual y atrevida. Pensar que había expuesto su cuerpo para satisfacer los morbosos impulsos de un individuo incapaz de tener nunca una mujer como ella, le hacía sentir un placer extrañamente culpable. Y lo más raro era que recurría a ese recuerdo para hacer más placenteros los encuentros amorosos con su marido. Sin embargo, se mantenía tranquila; no se sentía responsable ni culpable por lo que le pasaba, y jamás le seria infiel a Juan Carlos. Pero no renunciaba a las nuevas sensaciones que había descubierto. Y no le desagradaba sentirse deseada por su viejo vecino.
Llegaron a la fiesta a eso de las once de la noche. Dejaron el auto en el estacionamiento interior de la finca y caminaron por los hermosos jardines que conducían a la mansión. A medio camino se cruzaron con un tipo muy moreno ―casi mulato―, vestido con ropa d trabajo sucia y que empujaba una carretilla. Tendría unos cuarenta años, y su rostro era huesudo y demacrado.
―Buenas noches, señor ―musitó al pasar.
―Omar ―dijo Juan Carlos, alzando una mano para que el hombre se detuviera―, estacioné el auto al costado derecho de la entrada, preocúpate de que ningún idiota me deje encerrado.
Había empleado el tono desdeñoso con que se dirigía siempre a la gente que consideraba socialmente inferior.
―Por favor ―dijo Paola.
Juan Carlos la miró extrañado, y le dio la espalda al jardinero.
―No te preocupes, mi amor, le pagan para eso ―dijo, sin importarle que el hombre lo escuchara.
Después de tanto tiempo, Paola había entendido que no servía de nada llamarle la atención por esos arranques de altanería. Además, esa era su noche, y no quería echársela a perder.
La mansión estaba toda iluminada. Ante la fachada había un grupo de personas ocupadas en recibir a los invitados. Ya en ese momento, Paola advirtió que su figura era como un centro magnético al que concurrían todos los ojos masculinos. Todos los hombres la miraban por igual, garzones, hombres de esmoquin y uno que otro chofer que había logrado colarse en el cóctel. Lo hacían de forma respetuosa y disimulada; los invitados, por su nivel de educación; los demás, por el temor de perder su trabajo. Pero ella lo notaba, y le parecía que sus sentidos y todo su cuerpo ansiaban esa admiración, la exposición a los deseos del sexo opuesto.
Juan Carlos saludó con extrema cortesía a una mujer madura que lucía un fastuoso vestido de corte renacentista, que hacía perfecto juego con las magníficas joyas que traía al cuello y las muñecas.
―Señora Ester, le presento a mi esposa, Paola Mecci.
―Mucho gusto, señora ―saludó Paola, extendiendo una mano.
―Ester De la Piane, el gusto es mío ―respondió la mujer, mirándola de pies a cabeza―. Sean bienvenidos, y disfruten la velada.
Entraron en el salón principal. Era muy espacioso, y tan alto que dejaba ver el segundo nivel, al que conducían dos fastuosas escaleras situadas a cada lado de la gran sala. Parecía sacado de un cuento de hadas, pensaba Paola mientras caminaban entre grupos de personas que disfrutaban de la conversación y de la música en vivo ejecutada por una orquesta instalada entre ambas escaleras.
―Un tanto estirada tu jefecita, ¿no? —le comentó a su marido.
―La gente con tanto dinero tiene derecho a serlo —replicó Juan Carlos.
Paola conocía los sueños de su marido. Llevaba dos años trabajando en el bufete jurídico del clan De la Piane. Una familia poderosa, cuyos negocios se extendían mucho más allá de una oficina legal. Sus miembros controlaban la flota naviera más grande del país, y eran importantes accionistas de los conglomerados más influyentes de Latinoamérica. Se explicaba así el ansia de su esposo por ser socio del bufete, pues ese ingreso le abriría innumerables oportunidades.
Se hicieron parte de la fiesta. Paola temía que su marido se irritara por las lascivas miradas de algunos hombres que parecían empezar a ceder a la influencia del alcohol. Pero Juan Carlos se dedicó a hacer vida social y a sonreírle a medio mundo. Se sintió orgullosa de su desplante y de la forma en que se desenvolvía entre tanto pez gordo. La presentó a un sinnúmero de hombres importantes que le besaban la mano, elogiaban su belleza y le pegaban un vistazo a su escote.
―Ahí viene ese pobre perdedor de Osvaldo ―le dijo de pronto Juan Carlos en voz baja, mientras un hombre bajito pero de aire estirado se acercaba a ellos.
Paola sabía a quién se refería: un compañero de oficina del mismo nivel jerárquico de Juan Carlos, y con análogas ambiciones. Más de una noche había escuchado las invectivas de su marido contra su archirrival y el enconado detalle de las sucias tretas con que trataba de ganarse la admiración de sus compañeros y el favor de sus superiores. Ella se lo había imaginado como un tipo de gran presencia, seguro de sí mismo, e incluso atractivo y varonil, ya que los únicos hombres de los que su marido recelaba eran los parecidos a él. Pero nada más lejos de esa suposición que el tipo que se les aproximaba: casi enano, con unos lentes de gran aumento sobre su rostro ratonil, y una incipiente calvicie que en vano trataba de disimular peinando ridículamente su escaso cabello.
―Juan Carlos, no pensé que me agradaría tanto verte ―saludó Osvaldo, con una controlada pausa en su afirmación, acompañada por una casi imperceptible ojeada al escote de Paola, que le quedaba casi al nivel de los ojos.
Paola creyó que su marido se alteraría, pero pareció no haber notado nada. De alguna manera, la actitud descarada y a la vez controlada del recién llegado le pareció en extremo presuntuosa.
—Lástima que no pueda decir lo mismo ―atinó a responder Juan Carlos, en un lamentable intento de parecer gracioso. Osvaldo le devolvió una carcajada que demostraba claramente su indiferencia ante el verdadero significado de la supuesta broma.
―¿Debo inferir que esta hermosa señorita viene contigo? —preguntó, dirigiendo a Paola una sinuosa sonrisa.
―La señora Mecci es mi esposa ―replicó secamente Juan Carlos.
―Vaya, qué sorpresa. Un placer conocerla, señora ―saludó Osvaldo, inclinándose afectadamente―. ¿Te das cuenta, querido Juan Carlos, de las compensaciones que nos ofrece la vida? Siempre en busca del equilibrio―. Los vivaces ojos de Osvaldo se fijaron ahora con descaro en el escote de Paola, y sin agregar palabra se retiró para saludar a otras personas.
―Qué curioso lo que dijo, ¿sabes a que se refería? ―preguntó Paola.
―Es su forma de decir que lo harán socio del bufete en vez de a mí ―repuso Juan Carlos, notoriamente incómodo.
Paola entendió, pero le pareció ver más allá que su marido en las palabras de Osvaldo. Además de sugerirle a Juan Carlos que él lo superaría en su carrera profesional, se le había insinuado a ella de tal forma que su marido ni siquiera se había percatado. Los ojos que había detrás de esos gruesos lentes se habían clavado intensamente en la hendidura de sus senos, escudándose en el sentido profesional con que Juan Carlos entendería sus palabras. Paola empezó a sospechar por qué Osvaldo provocaba el rencor de su marido, y sintió un escalofrío al recordar aquellos impertinentes ojillos recorriéndola.
La noche continuó de presentación en presentación. Paola conoció a compañeros y clientes de Juan Carlos, siempre con una sonrisa inmune a las miradas indiscretas de algunos de ellos.
Mientras conversaban con los Cerda, un matrimonio de ancianos dueños de una gran constructora y posibles clientes del bufete, Juan Carlos se excusó y la dejó sola, pretextando que debía ausentarse un momento para consultarle algo a uno de los ejecutivos superiores de la firma. Entonces Paola notó que el señor Cerda la miraba con cierta insistencia. Siguió haciendo el papel de esposa amable y simpática, pero cada vez las miradas del viejo se hacían más evidentes. Su mujer, ignorante del efecto que esa despampanante invitada producía en su marido, le hablaba a Paola de sus numerosos nietos, cuál de ellos más inteligente y amoroso. El señor Cerda agregó que su nieta mayor era toda una belleza, con un físico que parecía calcado del de Paola. Cuando dijo eso, la señora Cerda pareció darse cuenta de lo que le ocurría a su esposo, y no tardó en excusarse y llevárselo lejos de tan peligrosa tentación.
Y Paola se encontró sola, rodeada de desconocidos. Se acercó a la barra y pidió un jugo de frambuesa. Miró a su alrededor, tratando de divisar a Juan Carlos, pero donde fijara los ojos se encontraba con una mirada lasciva o una sonrisa insinuante de algún hombre de esmoquin, aparte de las miradas asesinas de las esposas, que se recomían de envidia por su físico y por la escasa atención que sus maridos les dedicaban.
“¿Cómo se te ocurrió dejarme sola en esta guarida de lobos?”, lo increpó mentalmente. Hasta el barman trató de iniciar un coqueteo que Paola cortó de inmediato. Se sintió tan incómoda ahí, expuesta a esa voracidad, que huyó al privado de damas. Tuvo que esperar un momento, rodeada de mujeres que esperaban su turno, pero al menos se procuró un alivio.
Cuando estuvo a solas en el baño, se sorprendió mirándose al espejo. En verdad no podía culpar a nadie por poner atención a la pronunciada hendidura que se formaba entre sus senos. Los tirantes del vestido se tensaban como sosteniendo dos gigantescas perlas; de perfil era notorio que a los tirantes les era imposible tocar la piel de su pecho, debido al volumen de su carga. Entonces empezó a cuestionar su decisión de haber elegido ese vestido. El escote era precioso, pero excesivamente audaz; demasiada piel a la vista, y sus delicados pezones apenas a un par de centímetros del borde de la tela. Sin embargo, se sintió excitada por su propia figura, algo que nunca le había ocurrido. Al verse tan hermosa y provocativa, al sentirse tan admirada y deseada, se dio la libertad de mirarse con otros ojos, y se encontró increíblemente sensual―. “No puedo esperar para estar a solas con Juan Carlos”, se confesó. Estaba ansiosa de descargar ese tumulto de impulsos que invadía su cuerpo. Sacó su celular de la pequeña cartera que llevaba consigo y marcó su número, pero los tonos de llamado le colmaron la paciencia. ¿Por qué no contestaba?
Salió del baño decidida a encontrar a Juan Carlos y convencerlo de que se fueran a casa. Ansiaba mostrarle las virtudes de su vestido nuevo. Buscó rápidamente en la gran sala y en otras habitaciones dispuestas para el entretenimiento de los invitados. Se asomaba fugazmente a cada una, esperando ver la estatura de su marido destacándose entre las demás. Pero su búsqueda fue infructuosa; no lo encontró en ninguna parte. Pensó que quizás estaría en alguna reunión privada típica de los hombres que no soportan que sus mujeres los escuchen divertirse a sus anchas. Pero su marido no era de esos, aunque posiblemente estaba ahí porque le convenía. Convencida de que pronto Juan Carlos la echaría de menos y la buscaría o la llamaría al celular, salió a los jardines con la intención de escapar de las lujuriosas miradas que la perseguían en todas partes. O simplemente a tranquilizarse, se dijo, pues se sentía tan acosada que empezó a pensar que todo ese asedio era en gran medida imaginación suya.
A esa hora, los jardines de la mansión se encontraban casi desiertos. Se vio rodeada de prados verdes, adornados exquisitamente con árboles delicadamente podados y muros de ligustrinas que trataban de imitar un laberinto natural. Senderos embaldosados con finas cerámicas permitían aventurarse en ambas direcciones para circundar la fastuosa residencia. Farolillos estratégicamente dispuestos hacían visibles ornamentales gráficas dibujadas en el suelo, e iluminaban esplendorosas flores desde los mejores ángulos posibles.
Paola se preguntó por qué no había reparado en esa magnificencia al llegar. Ahora no había casi nadie, sólo uno que otro chofer leyendo un periódico apoyado en alguna limosina. La música de la fiesta se escuchaba como un murmullo, mezclado con los sonidos naturales de la noche. El cielo estrellado la incitaba a recorrer los caminos del jardín; sin embargo, fueron las miradas de reojo que le lanzaban los choferes las que la convencieron de aceptar la invitación de aquella preciosa noche.
Como lo había imaginado, más allá de la primera curva, tras un alto seto, quedó completamente oculta a las miradas de cualquier extraño. Un cristalino rumor de agua la indujo a seguir el sendero de farolillos, deseosa de encontrar una fuente que estuviera a la altura de tan mágico edén. No tuvo que avanzar mucho más, pues al siguiente recodo surgió ante sus ojos una hermosa caída de agua, compuesta en parte por una estructura de mármol y en parte por un conjunto de rocas ornamentales. Justo al borde de la mansión la fuente adoptaba la forma perfectamente geométrica de los muros, y luego la de una caprichosa creación de la naturaleza repartida en finos riachuelos, que finalmente convergían hacia una alberca llena de flores flotantes.
Paola imaginó lo fabuloso que sería compartir con Juan Carlos ese espléndido espectáculo, y dar rienda suelta a los deseos que la invadían. Ahí, dentro de la alberca, cambiando su vestido por unas pocas flores que cubrieran lo justo, entregada a los besos de su marido sobre las rocas. Sus pensamientos la impulsaron a cruzarse de brazos por debajo de sus pechos, rodeándolos y apretándolos, notando que sus pezones resaltaban bajo la tela del vestido, como si le rogaran que los dejara zambullirse en aquella superficie esmeralda.
―Si su merced sigue este camino puede llegar a una laguna ―la interrumpió una voz rasposa a su espalda—. La señora de la casa cría patos y algunos cisnes.
Paola se sobresaltó, y al verse sorprendida en aquellos excitantes pensamientos se volvió avergonzada. Se encontró frente a un hombre delgado y extremadamente moreno, al que reconoció como el jardinero Omar.
―Si quiere, Omar puede mostrársela —siguió el hombre, con voz monótona—. Está apenas un poco más lejos de la casa.
Paola se quedó muda; aún se rodeaba los pechos con sus brazos, acentuando su escote y enmarcando sus erectos pezones como si se tratara de las flores de un cuadro.
―La noche está un poco fresca —agregó Omar—. Quizás la señora prefiera abrigarse antes de seguir su paseo.
Paola se dijo que acaso se burlaba de ella. Ese hombre había descubierto las pequeñas coronas de sus senos luchando con la tela de su vestido, ¿y lo atribuía al frío de la noche? Pero aquel sujeto no parecía como los demás. Su actitud era indiferente, y su mirada no se apartaba del paisaje, sin ningún desvío hacia su escote o sus piernas. De pronto Paola se dio cuenta de la posición que mantenía, rodeándose el torso con los brazos, y pensó que era natural que aquel hombre supusiera que tenía frío. Así como había pasado de la sorpresa a la vergüenza, para luego irritarse al suponerse burlada, terminó relajándose en una sonrisa ante la equivocada suposición del jardinero. “¿Frío? Todo lo contrario; estoy increíblemente acalorada”, le habría gustado confesarle.
―En verdad no tengo frío; la noche está bastante cálida ―respondió al fin―. Pero no creo que a estas horas se pueda ver algún cisne. Las aves se guardan temprano.
Se preocupó de sonar amable, para evitar que su sonrisa se interpretara erróneamente. A ese pobre trabajador ya lo había tratado despectivamente Juan Carlos al llegar, y no quería volver a hacerlo sentir mal.
―Le ruego a la señora que disculpe a Omar. Omar no pretendía interrumpirla ― repuso el jardinero, dirigiendo la vista al suelo, como avergonzado. Llevaba una vieja camisa de franela debajo de la sucia jardinera de trabajo, que se veía muy ancha y muy corta para un hombre tan delgado, al punto que daba la impresión de ser más alto de lo que era.
Debido a su nerviosismo, Paola no había reparado en el curioso modo en que se expresaba el hombre.
―¿Por qué habla como si Omar fuera otra persona? —le preguntó, algo confundida—. Usted es Omar, ¿o me equivoco?
―Omar le pide disculpas si le molesta cómo habla. Omar sabe que es raro, por eso prefiere estar solo―. El jardinero rehuía la mirada de Paola, como si no se atreviera a mirarla a los ojos mientras confesaba lo que consideraba un defecto.
―No me molesta; sólo me extrañó un momento. Pero ahora que me lo ha aclarado me parece normal; usted tiene pleno derecho a hablar como quiera.
La precariedad de aquel hombre despertó la compasión de Paola; recordó el trato que Juan Carlos le había dado, y se sintió culpable, aunque no le cabía ninguna complicidad en la actitud prepotente de su marido.
Incómoda ante el silencio del jardinero, tomó la iniciativa.
―Creo que aceptaré su invitación a visitar esa laguna; quizás tengamos suerte y encontremos algún cisne sonámbulo ―bromeó.
El hombre desplegó una cándida sonrisa, dejando en evidencia la falta de algunas piezas dentales. Paola se convenció de que aquel decrépito personaje sufría algún tipo de incapacidad mental, lo que aumentó su compasión. Pensó además que todos los tipos de esmoquin que estaban en la mansión la habían devorado con los ojos, mientras que Omar se había portado como un caballero. Decidió que ante la ausencia de su marido podía compartir unos momentos con aquel ingenuo jardinero.
Se dejó guiar hasta un frondoso cerezo cubierto de flores rosáceas, a partir del cual el sendero se bifurcaba en dos direcciones. Omar le señaló el que se alejaba de la mansión. Gracias a los farolillos que iluminaban el entorno, pudo ver a unos veinte metros múltiples brillos intermitentes; no supo distinguir si eran luces artificiales, o los reflejos de las estrellas en la rizada superficie de la laguna. Avanzó maravillada hasta la orilla, flanqueada por innumerables piedras de muchos colores. El jardinero se mantenía detrás de ella; por un momento imaginó que el pobre hombre aprovechaba su fascinación para admirarla a sus anchas. Pero rechazó tal idea, diciéndose que continuaba influenciada por la experiencia de la fiesta. “Omar se ha portado con sumo respeto. Incluso debería premiarlo de alguna manera”, pensó, y se inclinó como si lo hiciera inocentemente, dejando su cola en pompas para el presunto deleite de su modesto guía.
Siguió admirando el maravilloso paisaje nocturno, e ingeniándoselas para adoptar una que otra pose sensual como gesto caritativo hacia aquel desafortunado trabajador. De pronto volvieron los recuerdos del barrio San Esteban, específicamente la idea de sentirse una heroína erótica, y eso la motivó para seguir con su buena obra, y comprobar si era aprovechada por la “inocente víctima” a la que trataba de aliviar de una vida entera sin ninguna experiencia extraordinaria que pudiera recordar en sus noches de soledad. Así se las arregló para sorprender un par de veces a Omar mirándole las piernas y la cola, lo que no le molestó en absoluto. Mal que mal, aquel humilde mulato era un hombre, y ella le estaba haciendo un regalo; ¿a quién no le gusta que sus regalos sean apreciados y aprovechados por las personas que los reciben? Incluso se las ingenió para acuclillarse frente a unas rosas junto al jardinero, de modo que éste tuviera un primer plano de su desproporcionado escote. Y pudo detectar de reojo cómo Omar inclinaba la cabeza para admirar su generoso busto casi desnudo.
De pronto le volvieron las ansias de encontrar a Juan Carlos y llevárselo a casa. Se divirtió pensando en lo que había hecho con aquel pobre hombre, pero le remordió un poco la conciencia al admitir que esa experiencia la había excitado. Realmente se había excitado; no podía mentirse a sí misma. Y no sólo con Omar; todo se remontaba a lo ocurrido con el viejo del sexshop en que había comprado su vestido. Había continuado mientras era admirada en la fiesta, mientras mojaba su diminuta ropa interior con sólo mirarse al espejo después de escapar al baño. Y se había prolongado ahora, hacía un momento, con el espectáculo de lujo que le había brindado a aquel curioso jardinero.
¿Acaso eso la convertía en una mujer infiel? Era algo exclusivamente suyo, herméticamente íntimo; nadie lo sabría nunca. Entonces, ¿debía sentir culpa? Pero el hecho era que, debiera o no, la estaba empezando a sentir. Se dio cuenta de que con esas conjeturas no llegaría a ninguna conclusión. Lo que debía hacer era encontrar a su marido y largarse, y amarlo y desahogarse de una vez por todas de lo que estaba sintiendo. “Convierte todo lo que te parezca malo en algo fabuloso”, se dijo.
―Ya es tarde, Omar, debo volver a la fiesta —le advirtió al jardinero. Sacó el celular de su cartera y marcó el número de Juan Carlos, pero la llamada volvió a quedar sin respuesta—. ¿Dónde se habrá metido? —preguntó en voz alta, como hablándole a su acompañante—. Lo busqué por todos lados antes de salir.
―Puede estar en las salas privadas —sugirió el jardinero—. Si la señora lo desea, Omar la puede llevar a buscarlo ahí—. A Paola le hicieron gracia las ansias del pobre hombre por ayudarla. Seguramente quería permanecer un poco más de tiempo con ella, o quizás agradecerle el espléndido espectáculo que le había brindado.
―Sería imprudente irrumpir en esas salas buscando a mi marido —replicó—. Suponiendo que estuviera en alguna, creo que lo avergonzaría ante sus amigos si interrumpiera su reunión―. Y se encaminó por el sendero que llevaba de vuelta a la residencia, seguida por Omar.
―Las ventanas de las salas que le mencionó Omar dan a ese costado de la casa —insistió el jardinero, señalándolo—. Y la señora puede asomarse por ellas para ver si está don Juan Carlos.
Paola sopesó la idea. Podía volver a buscar a su marido en la fiesta: si lo encontraba, tanto mejor, pero si no, seguiría estando sola, y sin saber qué hacer con todos esos lobos acechándola. Por otra parte, si lograba ver por las ventanas en qué sala estaba Juan Carlos, podría esperar a que saliera, o por lo menos sabría en qué salón hallarlo, sin andar abriendo puertas a ciegas.
―¿Y si nos sorprenden espiando? ―le preguntó a Omar.
―Las ventanas dan al parque de setos, nunca va nadie por ahí a esta hora —respondió el hombre—. Y tienen vidrios esmerilados muy gruesos, que no dejan ver de adentro para afuera. La señora puede estar tranquila, no correrá ningún riesgo.
Habían llegado justo a un punto en que el sendero permitía acercarse a ese costado de la casa. Paola seguía dudando, cuando de pronto sintió que la áspera mano de Omar se posaba en su espalda desnuda, invitándola a seguir. “Otro detalle de este vestido”, pensó, “la espalda completamente desprotegida”. Durante un segundo se sintió ultrajada al ser tocada por un hombre como ése, pero se calmó al ver la candorosa sonrisa que le dedicaba aquel mulato; se dio cuenta de que sólo quería ayudarla. Entonces, para no hacerlo sentir mal, se dejó guiar en la oscuridad por entre los arbustos, pues ya no había farolillos que alumbraran el camino.
Omar la guío presionando suavemente la espalda de Paola con su callosa mano. Ella le permitió hacerlo, pues apenas podía ver dónde pisaba. Fueron recorriendo ventanas a oscuras, hasta llegar a una que se encontraba iluminada. Como el jardinero había dicho, a unos tres metros de la casa corría un largo seto que formaba una valla visual para cualquier espectador que se hallara en los alrededores.
Paola aproximó su rostro a la ventana para mirar. Pero el vidrio tallado no permitía ver lo que estaba pasando dentro de la sala.
―Tenía razón, Omar, los vidrios son un problema —dijo Paola en voz baja—. Parece que no podré saber si Juan Carlos está aquí.
―Si la señora mira por las uniones de los vidrios podrá ver bastante ―dijo Omar.
Paola decidió examinar más detenidamente la ventana. Se ubicaba a poco más de un metro del suelo, y estaba empotrada a unos treinta centímetros de la superficie del muro exterior, por lo que necesitó inclinarse un poco para inspeccionar de cerca los vidrios y comprobar lo que decía el jardinero. Adoptó así inconscientemente una pose muy sensual, con su espalda curvada y su cola en pompas.
Efectivamente, en la unión de los cristales que formaban las distintas figuras geométricas del ventanal, había finas terminaciones lisas que permitían ver el interior como si fueran pequeñas ranuras.
Paola miró por una de esas terminaciones, y quedó petrificada por lo que vio. Sobre un fino taburete de terciopelo se encontraba sentada la señora Ester De la Piane, recostada contra el muro de la habitación y con las piernas indecorosamente abiertas. Un hombre de esmoquin tenía metida la cabeza bajo su abultado vestido renacentista.
Paola se retiró bruscamente de la ventana, asustada ante la posibilidad de ser sorprendida espiando una escena tan escandalosa. Necesitaba irse de ahí de inmediato.
―Debo volver a la fiesta ―le dijo a Omar, con voz alterada. Temía que aquel hombre pudiera ver lo que ella había visto.
El jardinero pareció extrañado.
―¿El marido de la señora no está en esta sala? —preguntó—. Pero parece que no hay otra ocupada; es la única donde hay luz.
Paola se quedó inmóvil. ¿Sería posible? Aquel hombre… bajo las faldas de la señora Ester… ¡Cielos! Todos los invitados a la fiesta usaban esmoquin, incluido su marido… ¿Cómo poder distinguirlo? Con la cabeza oculta bajo ese vestido, haciendo quién sabe qué cosas entre las piernas de aquella prepotente mujer… Miró fijamente la ventana, y se abrazó otra vez inconscientemente, mientras la recorría un largo escalofrío.
―La señora debería tener un poco de paciencia —oyó que susurraba Omar detrás de ella—. Don Juan Carlos puede estar en un rincón, y quizás de pronto se levante y pase frente a la ventana…
Paola sintió que el jardinero volvía a posar su rugosa mano sobre su espalda, presionándola para que mirara otra vez por la ventana iluminada. Ella no se apartó, pero las dudas la atormentaban; tenía miedo de mirar, y miedo de irse sin saber. “¡No!, no puedo irme, no podría vivir con esta incertidumbre”, se dijo al fin. Volvió a inclinarse sobre el ventanal; esta vez el jardinero no retiró su mano.
La señora De la Piane seguía entregada al placer que aquel desconocido le producía. El rítmico vaivén de su vestido evidenciaba el entusiasta ajetreo de la cabeza perdida entre sus piernas. Era una mujer mayor —rondaría los cincuenta años—, pero la opulencia económica le había permitido conservar en cierta medida los atractivos físicos de su juventud. Tenía los ojos cerrados y los finos labios abiertos, como si estuviera desconectada de toda realidad ajena a su propio deleite.
Paola sintió una oleada de rabia contra esa mujer, principalmente porque el hombre que tenía a su merced podía ser su marido, pero también por la envidia que empezaba a provocarle. Qué daría por estar en una situación análoga; en su casa, y con Juan Carlos comiendo de su entrepierna.
Divagaba en esos pensamientos cuando advirtió que la callosa mano que Omar mantenía en su espalda empezaba a acariciarla, describiendo lentos y torpes desplazamientos sobre su piel desnuda. Absorta en el espectáculo que presenciaba, no se había dado cuenta de la osadía del jardinero. Al verse manoseada por aquel sujeto, y además en la sugerente pose que se había visto obligada a adoptar para espiar por la ventana, cogió la mano intrusa y la apartó de la forma más cortés que pudo, aunque sin perder detalle de lo que pasaba al otro lado del vidrio.
Vio cómo Ester De la Piane liberaba sus voluminosos pechos y empezaba a acariciárselos con salvaje lujuria. De pronto se llevó varios dedos a la boca, los humedeció y luego se pellizcó cruelmente los erectos pezones, como si tratara de compensar con una dosis de dolor las oleadas de placer que le provocaba el hambriento amante que tenía entre sus piernas.
Omar volvió a apoyar su mano en la espalda de Paola, pero esta vez ella la apartó sin darle tiempo para empezar sus caricias.
―Don Juan Carlos viene muy seguido por acá… —le susurró de repente el jardinero.
Paola se volvió a mirarlo, intrigada. El tipo tenía la mirada vidriosa, y esbozaba una sonrisa entre bobalicona y morbosa. A Paola le dio la impresión de que ahora podía compararlo con los lobos que había dejado atrás en la fiesta. ― ¿Qué sabe este palurdo? ¿Qué pretende?―, se preguntó.
―Omar siempre lo ve venir a visitar a la señora Ester… ―siguió el jardinero, volviendo a poner la mano sobre la espalda de Paola, y empezando de inmediato a acariciarla. Ella se la apartó de nuevo, ahora rudamente, y el hombre se calló.
―¿Qué es lo que sabes, Omar? ―le preguntó Paola, con voz trémula. El hombre no dijo nada, pero su mano volvió a posarse en su espalda.
La joven comprendió que no le entregaría la información gratis. Exigiría algo a cambio. ¿Cómo había podido equivocarse así con aquel retardado?
Las caricias recomenzaron; la callosa mano volvió a recorrer su espalda, como si fuera un precioso trofeo de caza. A Paola le entraron ganas de salir corriendo y olvidarse de todo, como si sólo hubiera sido una pesadilla. Pero no podía; debía saber, debía conocer la verdad, por el bien de su matrimonio.
―El señor Juan Carlos viene por lo menos una vez a la semana… ―continuó Omar. Sus curtidos dedos recorrían ahora la columna de Paola, seguían la forma de sus omóplatos, bajaban por su sinuosa cintura, incursionaban bajo la tela de su vestido. Ella miraba cómo el hombre seguía el recorrido de su mano con una concentración morbosa que nunca habría imaginado en un sujeto así. Ahora los ojos del jardinero se clavaban fijamente en la redondez de su cola obligadamente parada, emitiendo destellos inequívocamente pervertidos. Dentro de su angustia, Paola decidió que no necesitaba mirarlo para oírlo; resignada, volvió a espiar por la ranura del ventanal―. “Sólo es una mano… sólo una mano”, se repetía, tratando de consolarse.
―Casi siempre viene solo… A Omar le extraña… porque a las reuniones de trabajo de… de la señora Ester… vienen muchas personas… ―escuchó murmurar al oportunista jardinero. Su agitada respiración revelaba que le costaba enhebrar las ideas.
De improviso Paola vio que Ester De la Piane tomaba una fusta que estaba junto a la pared y asestaba violentos golpes a las nalgas que asomaban de su vestido. Esa morbosa escena de sadismo, y la torturante posibilidad de que el hombre castigado fuera su marido, hicieron que Paola dejara de oír al mulato que la manoseaba. Hasta que de súbito el jardinero aventuró un par de dedos por su curvilíneo trasero.
Apenas sintió ese contacto, Paola le apartó rudamente el brazo y le dirigió una severa mirada, para darle a entender que había límites que no le permitiría traspasar.
Omar pareció desistir de sus intentos, y Paola volvió a mirar por la ventana. Estaba segura de que la verdad estaba dentro de esa sala. Ya no le interesaba lo que le pudiera contar el oportunista sujeto. Si lo dejaba seguir tocándola era sólo para ganar tiempo, hasta ver con sus propios ojos el rostro de ese hombre sometido a una abyecta servidumbre sexual por Ester De la Piane.
La dueña de la mansión seguía golpeándole las nalgas con la fusta, mientras su rostro contraído evidenciaba el perverso placer que experimentaba. Paola casi no podía contener la excitación que la había rondado toda la noche. Y lo que estaba contemplando a través de la ventana empezaba a provocar estragos en su autocontrol.
Estaba decidida a negarle cualquier otro avance al jardinero, pero no podía ignorar lo que aquel insano estaba sintiendo, manoseando a una mujer inalcanzable para él. Y sabía que se moría de ganas de propasarse aún más… Al fin no pudo con toda esa carga. Las caricias de Omar, por muy torpes que fueran, cumplieron su cometido. Paola sintió crecer una tibia humedad en su entrepierna. Se mordió los labios para evitar los estremecimientos que su cuerpo solicitaba desesperadamente. Y ni se daba cuenta de que su preciosa cola se erguía cada vez más, como si respondiera a los acosos que la apremiaban más arriba.
Además, la escena altamente lujuriosa que estaba espiando le provocaba sensaciones opuestas que se potenciaban entre sí: la excitación de presenciar ocultamente el placer ajeno; la ira contra aquella vieja ricachona que humillaba de esa manera a su amante; el miedo de que ese amante fuera su marido.
Estaba perdida en esas contradictorias sensaciones cuando el misterio llegó a su fin.
Ester De la Piane alzó su vestido, dejando ver de espaldas al hombre que hurgaba entre sus piernas, y cogió una correa cuyo extremo pendía de su cintura. Estaba unida a un collar que el hombre llevaba al cuello; tiró de ella, y el individuo se vio retirado de su golosa tarea, como un perro apartado del plato que está devorando. Entonces la mujer le cogió la cabeza con las dos manos y le paseó minuciosamente todo el rostro por su vagina, empapándoselo con su secreción, mientras Juan Carlos lamía y se tragaba el abundante líquido que manaba de ese orificio.
Paola sintió que estaba viviendo una pesadilla peor que todas las que hubiera podido imaginar. Ahí dentro estaba el hombre con el cual se había casado, el amor de su vida, sometido como un animal al insano dominio de otra mujer. Logró controlar un grito de desesperación, las lágrimas inundaron sus ojos y corrieron por su rostro. Quería gritar “¿Por qué?” “¿Por qué, maldito mentiroso, te has metido con esa vieja, teniéndome a mí?” “¡Desgraciado, mil veces desgraciado!” Pero en el fondo sabía por qué. La ambición de su marido no tenia limites, y esa bruja del demonio había sabido aprovecharla.
La aplastaban la ira, la pena, la culpa. ¿Acaso ella misma no había alentado a Juan Carlos en sus ansias de escalar hacia la cumbre del poder, pensando que si él la alcanzaba ella compartiría su triunfo? ¿Y si no era así, si Juan Carlos quería ascender sólo él, para entonces desembarazarse de ella? Pero ¿cómo iba a ascender, si se sometía com
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