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Rocío, ama de casa

Esto sucedió un día de caluroso verano, alrededor de las seis de la tarde. Yo me encontraba pateándome las calles de la ciudad, intentando vender una estúpida enciclopedia actualizada con no sé cuántas ilustraciones y no sé cuántos datos de nulo interés. Lo típico para encasquetar a padres preocupados por la educación de sus hijos pero incapaces de prestarles más de diez minutos de atención semanal. Eso sí, con la compra de la enciclopedia, se regalaba una colección en dvd de documentales absolutamente fabulosa como somnífero.



Estaba hasta las narices de aquel curro de mierda, pero los padres son más ingenuos de lo que parece y las comisiones por enciclopedia vendida eran bastante buenas. El recorrido me llevó a una urbanización de chalets, lo cual me auguraba la venta de al menos un par de enciclopedias. Los padres con dinero son los que más necesitan imperiosamente comprar para sus hijos. Tras dos intentos sin respuesta, por fin me abrieron la puerta. Se trataba de un tipo gordo con una calvicie incipiente y cara de pocos amigos. En apenas cinco minutos, ya me estaba echando de su casa. Tuve algo más de suerte en la siguiente casa.



Tras la puerta ostentosamente ornamentada, apareció una mujer de treinta y tantos años, quizá cuarenta. Tenía el pelo largo y negro recogido en una sobria coleta. Su cara sin maquillar ofrecía un buen aspecto para su edad; en sus años mozos seguro que rompió más de un corazón. Su cuerpo no se conservaba tampoco en mal estado. Sus pechos, algo caídos, eran de un tamaño importante y, a pesar de una ligera barriga, su cintura y su cadera no formaban un mal conjunto. Desde la posición no podía ver su trasero, pero el vestido veraniego de tirantes color azul claro sí me permitía disfrutar de unas piernas depiladas y en forma. Bajo el ligero vestido, se intuía una piel cuidadosamente tostada al sol.



Le expliqué brevemente mis intenciones de venta y, con una amplia sonrisa, me hizo pasar al interior de la casa para que pudiera contarle más en profundidad el asunto de mi visita. Por dentro, la ostentosidad y el mal gusto en la decoración se juntaban en un extraño cóctel que casi me hizo tambalear. Cómo es posible que semejante familia de paletos llegue a tener en sus manos tanto dinero como para derrocharlos en algo así? La señora de la casa me hizo pasar a un gigantesco salón de aspecto, yo diría que dieciochesco, con deuvedé, dolbisurraun y sofás de cuero negro y extrañas formas. Compadezco a quien haya dormido en alguno de aquellos sofás.



- Le apetece una cerveza fresquita?

- Claro.



Con el calor que hacía, era imposible denegar una oferta como aquella. En la amplia estancia hacia una temperatura muy agradable gracias al aire acondicionado. En apenas unos segundos, la mujer apareció con una botella de marca holandesa, como poco, y un platito con aceitunas. Dada su actitud servicial, no me hubiera sorprendido oír algo como "Desea algo más el señor?". Parecía claro que aquella mujer resultaba ser una ama de casa bastante ociosa.



- Bien, señora Felipóndez, tiene usted hijos?

- Sí, tengo tres criaturas. Son un encanto. Debería enseñarle algunas fotografías de mis niños.

- No se moleste, no es necesario.

- Si no es molestia, tengo aquí mismo un álbum.



Más que ociosa, parecía que se aburría como una ostra. Se levantó con agilidad insospechada y trotó hasta un mueble del ala este del salón, de donde sacó un grueso álbum de fotografías. Aquella escena me recordó a mi difunda tía, la cual siempre nos atormentaba con las fotos de su vida cuando la visitábamos. La mujer se sentó a mi lado y puso el álbum sobre sus muslos. Lo abrió y comenzó a pasar páginas, destacando aquellas en que sus hijos salían mejor. Tenía dos hijos y una hija. El mayor tenía veintitantos y ya había levantado el vuelo; el menor tenía once y estaba ahora mismo en clase de pádel; la muchacha tenía quince años y una cara de viciosa que no podía con ella. Hubo una foto que me la puso especialmente dura. Parecía ser de una fiesta de fin de año o algo por el estilo. La niña parecía un putón. Lo último que quería era que su madre se diera cuenta de cómo me había puesto su hija, pero cuando la miré, vi cómo su mirada se clavaba en el bulto de mis pantalones. Cuando nuestros ojos se cruzaron, se produjo un embarazoso silencio.



- Ejem, bueno, creo que la enciclopedia sería una herramienta de estudio muy adecuada para su hija - "Aunque tengo otra herramienta que seguro que le haría más ilusión", pensé -, para su hija... y su hijo, naturalmente.



La mujer asintió y dejó que me explayara. Comencé a contarle las virtudes y las mejoras respecto a otras enciclopedias, mientras ella asentía sin decir palabra. No pude evitar fijarme, mientras realizaba la exposición, en que dos vistosos bultitos se habían marcado en la fina tela del vestido azul cielo a la altura de sus pechos. Por si alguien no lo pilla, estoy hablando de sus pezones. Se marcaban con perfecta claridad, era imposible no advertirlos. Por mucho que lo intentara, mis ojos volvían una y otra vez a mirar sus pezones marcados en el vestido, apuntándome de forma descarada. De modo que como resultado de varias cosas juntas, como sus pezones, la cara de zorra de su hija, el morbo de que era la madre de una putilla quinceañera y, por qué no decirlo, su cuerpo entrado en años pero aún resultón, una evidente y molesta erección se instaló en mi paquete y se negó a marcharse.



- Esto, disculpe, podría indicarme dónde está el baño. Será sólo un momentito. 

- Claro, está en el segundo piso, la tercera puerta a la izquierda.

- Gracias. Entre tanto, puede ir mirando el primer volumen de la enciclopedia. Le dejo también este folleto donde se detallan las virtudes de nuestra enciclopedia, que le puedo garantizar que es única. Aquí tiene, y si ahora me disculpa, vuelvo enseguida.



Subí la escaleras rápidamente y encontré con facilidad el cuarto de baño. La pomposidad se extendía incluso allí, donde un increíble jacuzzi semicircular ocupaba el fondo del mismo. Me refresqué la cara con agua fresca y me miré al espejo, intentando relajarme y que mi polla también se relajara. Parecía que lo iba consiguiendo. Bien, porque el plan B consistía en hacerme una paja allí mismo, y no creía que fuera lo más apropiado. Tras esperar un tiempo prudencial, salí del aseo y me dispuse a bajar al salón, decir que me había surgido algo y poner pies en polvorosa. Sería lo mejor. Sin embargo, mi maldita curiosidad no pudo resistir a mirar a través de una puerta entreabierta. Tras esa puerta se encontraba el dormitorio de matrimonio. Un gran vestidor plagado de espejos de cuerpo entero ocupaba el fondo de la habitación. En el centro de la estancia, y bajo una araña de cristal de tamaño considerable, una inmensa cama con sábanas de seda llamaba profundamente la atención. Almohadas y cojines en ingentes cantidades ocupaban la parte superior de la cama, y un consolador de grandes dimensiones descansaba en la alfombra sobre la cual estaba la cama, como olvidado por su dueña.



La erección regresó con aún más vigor que antes. Decidí que ya había visto suficiente. Tenía que largarme allí cuanto antes, por mucho que mi verga deseara quedarse a conocer nuevas amistades. Bajé con prisa y encontré a la mujer absorta en el tomo enciclopédico. La primera vez que yo vi un libro también me causó impresión.



- Bueno, entonces qué le parece, cerramos el trato?

- Pero espere un poco, hombre, todavía no hemos discutido nada acerca de las cuotas.



"Mierda", pensé. Mis neuronas comenzaron a urdir un plan para escapar de allí con rapidez. Lástima que me quedaran tan pocas por culpa de la ingesta de drogas y alcohol en mis años mozos.



- De acuerdo, señora Felipóndez.

- Oh, llámame Rocío.



"Mierda, mierda, mierda". Me obligó a sentarme a su lado y comencé a explicarle las mensualidades, la entrada, el pago final, los intereses, los pagos semanales y los cobros en concepto de otro montón de chorradas, como un fantástico marcador de página hecho con piel de ñú. Tal vez fuera mi ansiedad o mi propia imaginación, pero cada vez parecía estar más cerca de mí. Cuando me hablaba, parecía susurrarme y cuando terminaba de decir algo, juntaba lentamente sus labios prominentes, poniéndome morritos. Me estaba seduciendo, aunque debo admitir que era un proceso que no hacía ninguna falta. Llevaba ya quince minutos empalmado como si estuviera en celo. En un determinado instante, se le calló un tirante del vestido y pude ver gran parte de su pecho izquierdo, el más cercano a mí. Se produjo un incómodo silencio. Treinta segundos más tarde, aquella ama de casa ociosa saltaba sobre mí como una leona furiosa, o tal vez como una leona en celo, no sabría decidirme.



Me estuvo comiendo a besos y dando lametones durante un buen rato. Yo me dejé llevar y mis manos se aferraron a sus tetas con habilidad. Su respiración agitada me iba contagiando a pasos acelerados mientras mis manos seguían gozando de la suavidad de sus pechos blanditos y la dureza de sus pezones erectos, fácilmente accesibles gracias a la livianez del vestido. La boca de Rocío se movía por todas partes. Desde besos directamente en los morros a morderme mis propios pezones, pasando por todo tipo de lametones y besuqueos por mi cara y mi cuello. Casi sin darme cuenta, me había quitado la camisa y sus manos ya pugnaban por hacer lo propio con mis pantalones.



Mi verga, para entonces, ya aguardaba ansiosa su puesta en escena. Con tanta baba diseminada por mi cuerpo, se diría que la aburrida ama de casa iba a ser una experta en el arte de la felación. No me equivoqué, y en cuanto mi miembro salió a la luz, su boca se concentró en él brindándole todo tipo de atenciones y caricias. Rocío me miraba directamente a los ojos, lo cual incrementaba el morbo unos cuantos puntos más. Sus ojos derrochaban vicio por doquier y sus manos acariciaban con habilidad mis huevos peludos.



- Supongo que sabes cómo comer un coño, no?



Me soltó de repente en una breve pausa, antes de volver a llevarse la polla a la boca. La pregunta me pilló de sopetón y casi no supe qué responder. Asentí ligeramente y ella sonrió. Instantes después, se incorporó y se deshacía con rapidez de aquel vestido veraniego. Ante mi pude ver el cuerpo completamente desnudo de Rocío. Saltaba a la vista que no era una top model, pero aquel cuerpo tenía un no sé qué que qué sé yo. Era completamente morboso. Cada curva, cada centímetro de más.



Su monte de venus estaba cubierto por una cierta pelusilla, señal del afeitado reciente algunos días atrás. Rocío se acarició el coño y se abrió los labios, tentándome. Se recostó en el sofá y esperó a que le demostrara mis habilidades lingüísticas, las cuales son estupendas, puedo afirmar sin modestia alguna. Su coño irradiaba una suave fragancia entremezclada con los efluvios naturales de la excitación. Pude comprobar de primera mano (o lengua, debiera decir tal vez) lo bien que lubricaba aquella ama de casa, un flujo que debo añadir era de un sabor ciertamente agradable. Mi lengua se desplazó de forma aleatoria por los alrededores de sus labios en un primer momento para, más tarde, comenzar a rozar su clítoris de manera cada vez más frecuente. Mis manos no permanecían ociosas, y procuraba ocupar mis dedos en acariciar ya fueran sus labios o el interior de su coño, según se diera e improvisando sobre la marcha.



Fruto de esa improvisación, un dedo se escurrió más allá de su raja y se encajó en el agujerito de su ano, donde penetró con facilidad. Lejos de quejarse, Rocío aulló aún más en respuesta a la escaramuza dactilar. Con dos dedos en su culo, mis labios amorradas a su coño y mi lengua retozando con su sensible clítoris, Rocío dio la bienvenida a un intenso orgasmo. Me aparté discretamente para dejarla recobrar el aliento y saborear el clímax. Me dejé caer sobre el mismo sofá y, con los ojos centrados en su cara, me pajeé lentamente, aguardando su recuperación. Una amplia sonrisa iluminaba su rostro. Me dirigió la mirada y me dijo sonriente:



- No está mal... no está... nada mal.



Poco más tarde, su mano sustituyó a la mía en la lenta masturbación. Según recobraba fuerzas, su mano aceleraba el ritmo. Después, su boca sustituiría a su mano y, algo más tarde, mi verga se encontraba prisionera entre sus dos tetas abundantes, en una sensación pocas veces igualada. Mi polla se deslizaba con facilidad por la suave piel de su pecho, arriba y abajo, arriba y abajo, y su lengua rozaba el prepucio en ocasiones. Tras un rato bastante interesante de diversos masajes, Rocío se situó sobre mí, sujetó mi verga con una mano, haciendo que apuntara hacia el techo, y fue acercando su cálida cueva hacia mi erecto apéndice.



Entró sin ningún problema, como la seda. Cuando mis pelotas hicieron tope, ambos dejamos escapar un suspiro al unísono y nos mantuvimos unos segundos en espera. Rocío se acomodó ligeramente. Poco después, comenzaba a cabalgarme. Rocío se dejó llevar fácilmente por la situación y sus gritos y jadeos comenzaron a invadir toda la casa, y puede que les llegaran aún nítidos a los vecinos. Mis manos intentaban aferrarse a sus pechos incitantes, pero era tal el ritmo de su galope que los mismos oscilaban de un lado a otro sin que pudiera alcanzarlos. Aquella visión me excitaba todavía más.



Cuando se detuvo y se sacó mi verga de su interior, se puso a cuatro patas y me indicó que ahora me tocaba a mí marcar el ritmo. Situé mis manos en sus nalgas y acerqué mi polla a su cavidad húmeda y caliente. Rápidamente, recupérabamos el ritmo y seguíamos follando como salvajes. Volví a juguetear con su ano, aunque para mi desgracia, no logré dilatárselo lo suficiente como para penetrarla por allí. Sin embargo, no puedo quejarme del tremendo polvazo que echamos. Cerca del final, me costó decidirme por dónde echarle mi corrida, y finalmente opté por sus tetas. Ella misma se restregó y se llevó mi esperma a la boca para saborearlo.



Aquel día no vendí ninguna enciclopedia, ya que Rocío me dijo que me pasara otro día para echar cuentas, pero mereció la pena.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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