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Reencuentro con Gladis

Era sábado y el día anterior me habían pagado el tercer mes de trabajo en mi nuevo empleo. No tenía novia ni proyecto a la vista tras el rompimiento con Zuly cuatro meses antes. Era yo entonces esa tarde una hoja al viento y sin dueño. Me sentí un tanto solitario y aburrido. Me fui como cualquier chico consumista a comprar música a un almacén ubicado al interior de un gigante centro comercial que solía frecuentar los domingos de tardes moribundas.



Seleccione dos compactos de música de los años cuarentas que tanto gustaba a mis abuelos y que a mi me fascina. Luego los probé y decidí quedármelos. Cuando los tomaba para dirigirme a la caja de pagos, escuché a corta distancia esa voz tan particular, nasal, fuerte y chillona muy familiar para mí. Era la voz de Gladis. Si, era ella en efecto y lo comprobé cuando giré mis ojos buscando las coordenadas de origen del sonido musical de su voz. Estaba ella de pié en la caja de ese pequeño almacén pagando un compacto que había comprado, seguramente de música salsa que tanto le gusta. Estaba de espaldas a mí con ese físico particular: cabellera lisa, negra y abundante, estatura escasa y esas nalgas redondas y respingadas como almohadones bien dibujados en un pantalón verdoso apretado como los suele usar siempre. Tenía todavía las curvas de sus caderas bien sinuosas como guitarra vieja muy a pesar de su exceso graso típico de mujer en los cuarenta y tantos años y que ha parido tres veces.



Si. Era ella; era Gladis. Tenía puesta una blusa elegante de mangas largas de color verde oscuro y a su derecha colgaba un bolso blanco de artesanía  curiosa de muy fino gusto. Siempre había sido tan vanidosa y elegante. Me alegró encontrármela esa tarde en ese lugar. Pues siempre me había resultado muy agradable, graciosa y llena de sabor como buena mujer caribeña que es hasta el tuétano.  

 



Juguetonamente me hice detrás de ella como un chiquillo travieso y le halé un ramillete de sus cabellos. Sorprendida volteó exaltada y cuando me vio se le iluminó el rostro con esa sonrisa amplia de dientes perfectos. Aún usaba las mismas gafas de monturas gruesas de hacía dos años cuando trabajamos juntos y ella era mi supervisora. Sus cachetes inflados se estiraron con su sonrisa calurosa. Nos dimos un abrazo fuerte y un sonado beso en las mejillas cerca de la comisura de nuestras bocas. Ella y yo siempre nos habíamos caído bien y nos teníamos mucha confianza.



Le dije algunos piropos muy sentidamente, pues la verdad se veía muy linda y sobre todo jovial. A pesar de que su rostro no era precisamente hermoso, la suma total de su persona, lo era de sobra. Esa mujer, brotaba elegancia hasta en harapos. Colgaban de sus orejas unas argollas bellísimas bien grandes y largas con motivo de tortugas que bien le combinaban con el resto de sus atuendos. Sabía vestir muy bien y siempre lograba levantar polvoreadas de cumplidos por donde quiera que pasaba, incluso hasta en los jovenzuelos menos atrevidos.

 



Le propuse, como si se tratara de una mujer contemporánea con migo, a que subiéramos al segundo piso y tomáramos algo en uno de los bares. Ella, gustosa, con gracia y jovialidad de sobra, aceptó mi invitación que cualquier otra señora de su edad y casada no hubiera ni por asomo pensado.



Nos sentamos en una mesa rodeados de jovencitos animosos. Éramos la diferencia en ese sitio. La única pareja no adolescente la constituían Gladis, cuarentona y yo a días de cumplir veintinueve. Nos sentimos bien insertos en ese ambiente. Realmente cos los ánimos de nuestros espíritus parecíamos tan jóvenes como los allí presentes.



Conversamos animosamente poniéndonos al tanto de tantas cosas que habían sucedido en nuestras vidas  a la vez que las botellas verdosas de cerveza Heineken se iban consumiendo, mas por parte de ella que por parte mia. Gladis siempre adoró la cerveza.



Me habló de sus hijos, de su mala relación con su marido infiel hasta el descaro, de sus anhelos, logros y frustraciones; hablamos de todo hasta que el entusiasmo se nos subió a la testa. Nos fuimos entonces a bailar una tonada de salsa romántica vieja que extrañamente sonó en ese sitio acostumbrado a sonar ritmos más contemporáneos. La luz opaca, la música, el trago, la juventud reinante, la novedad de encontrarnos sin planearlo, la gracia de nuestros espíritus inflados, etc., todo estaba allí para que los sentimientos de deseos bullaran hasta estallar. Y eso en efecto sucedería entre dos seres venidos de generaciones distintas que inconscientemente buscaban un escape a la soledad de sus almas.



Bailé con ella bien apretadito como novios. Ella correspondía sin reparos a mis abrazos recostando contra mí, sus pechos grandes que se asomaban por el escote redondo. Me abrazaba con fuerza como manifestación clara de desear mi cuerpo dentro del suyo. Mi pene creció inevitablemente, pero el jean ancho por fortuna no lo hacía notar mucho. Sentí de pronto una oleada de deseo puro y simple hacia esa mujer que bailaba entregada y gozosa. No me contuve y como si fuéramos otra pareja más de jovencitos nos besamos dulcemente. Fue un beso breve con el temor de Gladis de ser vista. Decidimos ir a la mesa una vez finalizó la pieza Pedimos la séptima ronda de cervezas de la tarde. Sería la última, porque el sexo tocaba nuestras puertas.



- “Gladis, gracias por el beso y perdona de antemano mi atrevimiento, pues la verdad no pude contenerme .Se que ha sido atrevido de mi parte” 



- “No tranquilo, de todas maneras yo también quise. Siempre hace falta el cariño de un hombre. ” – Me respondió con algo de timidez muy rara en ella.



- “Como quisiera que no terminara nunca esta tarde, Gladis”



- “No ha terminado aún. No te preocupes precioso”



- “Podemos seguir divirtiéndonos entonces muñeca?”



 Y me expresó luego sensualmente una respuesta tan reveladora como provocadora.



-“Todo lo que quieras, donde quieras y como quieras”



-“uyy, cuidado con lo que dices porque dándome carta blanca puedes terminar boca arriba en una cama y sin ropa”



-“Carajo!, ojala”-  Respondió riendo



No sabía bien si era por broma, o por los alcoholes; lo cierto es que le tomé las manos, le acaricié las mejillas y pegué mi boca en la suya. Esta vez si nos besamos despacio. La penumbra de nuestro puesto nos permitía cierta intimidad. Nos sonreímos otra vez después del beso y luego dijo con esa forma de expresarse tan caribeña:



-“¡ajá y entonces!, Acá en esta mesa no me puedo acostar boca arriba y sin ropa ¿o si?”  



Parecía que se había tomado bien en serio el comentario indecente que la había hecho sobre hacerle el amor. No desaproveché la oportunidad y la volví a besar intensamente, esta vez deslizando una mano por encima de la blusa hasta posarla en uno de sus grandes senos. No objetó ese hecho; más bien lo agradeció acariciándome la cara con muchos mimos.



-“Busquemos un colchón”- le dije



-“Por fin lo dices, Pero, espérame, que estoy que me meo”- comentó con felicidad mientras se levantaba para dirigirse al baño de damas.



Motivado, anonadado e incrédulo pedí la cuenta y cancelé las catorce cervezas que bien caliente me habían puesto mis orejas. Luego fui al baño de hombres y frente al orinal tuve que concentrarme mucho para que mi pene erecto se ablandara un poco y poder orinar. Lo hice a cuentagotas tratando de no pensar en Gladis ni en nada cercano al sexo, aunque era muy difícil. Terminé de hacerlo y aproveché que solito estaba en ese lugar. Tomé un poco de jabón líquido y me lavé bien mi pene que hasta perfumado quedó para ella. Cuando salí ya Gladis me esperaba de pie en la mesa en donde habíamos estado. Se había quitado sus lentes medicados y se los había cambiado por unos de sol para que no se le vieran los ojos Salimos del recinto a los pasillos atestados de gente.



Caminamos hasta el puesto de los taxis diciéndonos obscenidades y sonrientes. Nos subimos al que estaba de turno en la fila y una vez dentro, el conductor nos preguntó:



-¿“Hacia donde vamos?”



Yo le contesté con confianza y ante su sorpresa que expresó alzando sus cejas que pude mirar por el retrovisor.



-“Llévenos a “La Cueva del Edén” por favor”



El taxista casi no daba crédito a lo que oía, pues seguramente a ese motel que alquilan por horas a parejas ansiosas, él no estaba muy acostumbrado a transportar a un joven con una señora que bien podría ser su madre, su tía o su profesora.



“La Cueva del Edén”, era un motel cinco estrellas a tres kilómetros por fuera de la ciudad por la avenida paralela al río, constaba de hermosas y amplias habitaciones equipadas para el amor y la intimidad. Los taxis ingresan y dejan a las parejas instalados en los garajes individuales de cada habitación. Solía frecuentarlo con mi antigua novia. Me sentí raro yendo con una mujer distinta.



Por fin llegamos y Gladis se mostró maravillada. A sitios como ese van jóvenes y parejas infieles, no señoras casadas con sus maridos. Jamás había ella estado en un motel de parejas. O por lo menos en uno así. Se sintió fascinada.



Cerramos la puerta elegante de caoba y contemplamos esa alcoba perfumada amplia, como de casas de millonarios, con una cama grande con almohadones blancos, había una pequeña nevera llena de toda clase de bebidas y pasabocas de diferentes sabores, un espejo biselado bien grande empotrado en el techo y otro en una de las paredes laterales a la cama. Había un sofá ancho de dos puestos de cuero negro y una silla con una estructura metálica graduable que bien parecía una araña: era una silla para ciertas posiciones en el acto del amor. Había también un televisor de veinticuatro pulgadas que colgaba de la pared y una mesita elegante que contenía frutas frescas. Los parlantes dispuestos en los rincones mantenían música romántica a bajo volumen.



Fuimos al baño y este era amplio, tenía un pequeño jacuzzi, grandes espejos y la ducha amplia con grifos plateados y pomposos daba vista a la cama a través de un cristal tallado con figuras de cupidos y corazones. Todo era elegante. Gladis seguía maravillada. Había una bañera amplia en la mitad.



Sin decirle nada y mientras ella recorría la majestuosa habitación contemplando un cuadro de desnudos que adornaba los muros yo me quedé en el baño y me despojé de mis ropas hasta quedar en calzones. La verga erecta y vulgar se pintaba en la tela del algodón. Gladis se quitó sus zapatillas, las gafas y el bolso y fue a por mí al baño y se encontró con mi cuerpo casi desnudo. Petrificada ante un cuerpo jovial poco a nada familiar para ella acostumbrada al del barrigón de su esposo aburrido, no pudo evitar emitir una expresión de lujuria a través de sus ojazos negros. Me acerqué hacia ella casi a la misma distancia a la que estuvimos cuando minutos antes bailamos en el bar. Puso sus manos sobre mi cuerpo y me regaló unas caricias tímidas.  Me le acerqué aún más y se vio obligada a sentarse al borde de la bañera. No apartó sus ojos de mi sexo crecido. Eso la excitaba mucho mientras yo me fascinaba con su escote redondo y algo atrevido por el que se desbordaban el cuarenta por ciento de esas tetas carnosas que tantos piropos levantaban por las calles.



Sin dar más espera y consciente de mis intensiones, me acarició mis partes por encima del calzón y luego de un tirón me desnudó totalmente. Con ansias quinquenales se metió el glande en su boca. Me diría más tarde que tenía mas de cinco años que no sabía lo que era mamar una buena verga. Cerró los ojos y se olvidó del mundo, de sus hijos, de su esposo, de que era sábado casi de noche, y de que era una señora de cuarenta y seis años. Para ella solo existía esa verga joven y deliciosa para su paladar.



Me la mamaba con avidez de adolescente cuando mama por vez primera, pero con la experiencia de los años. Su boca se sentía tan suave y su lengua serpentina mariposeaba por mi glande estremeciéndome totalmente. Mis gemidos ahogaron la música romántica reinante. Gladis la mamaba muy rico definitivamente. A veces mordisqueaba con gesto erótico el tronco de mi pene para luego volver a chupar a buen ritmo. Sus cabellos sueltos se sacudían con el vaivén de las chupadas. Pausa. Nos fuimos a la cama.



Se acostó boca arriba con toda la ropa para que yo la desnudara en aire seductor que solo ella es capaz de expresar. Le deshice el botón y bajé la bragueta de su pantalón apretado que me develó un poco su prenda íntima. Se lo bajé a lo largo de esas piernas gruesas y aún bien torneadas de abundante piel morena y divisé su calzoncito de encajes delicados  de tirantas estrechas que terminaban en un triangulo del mismo tamaño del que formaban sus vellos suaves y abundantes. Se giró para exhibirme su espalda y ese culo seductor y hermoso de carnosidad infinita me llevó al colmo de la lujuria. Las tirantas de encajas de su prenda se anchaban un poco terminando en un vértice que se perdía por el canal de sus nalgas. Gladis era una mujer hermosa y provocadora sin lugar a dudas. Nada tenía que envidiarles a las chicas jóvenes. Me sentía yo más excitado y motivado al sexo con Gladis que con otras chicas jóvenes.



Me agaché y mi lengua echa agua se posó sobre la zona posterior de su muslo derecho. Fui lentamente en ascenso hasta besar la nalga, volvía a descender para volver a subir por la otra pierna llevando a Gladis a las puertas del mismo desespero. Le bajé con parsimonia y delicadeza el calzoncito sedoso hasta tenerlo en mi mano. Lo inhalé robándole su esencia. El olor a su sexo rebotó mis ansias hacia ella. Le pedía que se acomodara a cuatro patas como perrita. Lo hizo obediente respingando su trasero y apoyando su cabeza gacha en un almohadón. Ella me miraba deseosa por el espejo de enfrente y yo me volvía loco con su culo desnudo y abierto servido para vivir un sueño.



De un solo golpe ensarté mi trozo en la raja de su gruta profunda. La hallé tan estrecha y caliente como un horno. Me la cogí con fuerza brusca al borde de la cama oyéndola gemir con pasión desenfrenada. Mi pelvis golpeaba fuertemente contra sus nalgas carnosas cada vez que mi verga se iba toda dentro en ese chocho de los sueños de muchos por el que habían nacido tres criaturas y otra verga había tenido la exclusividad de entrar por décadas. El morbo se me subió a la cabeza cuando alcé la vista y en el espejo del techo estaba la imagen preciosa de Gladis en cuatro y entregada a gozar el mete y saca de mi palo duro. Entre gimoteos y balbuceos pude preguntarle si podía llegarme dentro y ella apenas sacudió su cabeza asintiendo. Entonces detuve las embestidas, cerré los ojos y vi estrellitas multicolores sintiendo un orgasmo fuerte muy fuerte expulsando mi cuerpo y alma a través de ese diminuto esfínter de mi pene. Ella gozó con las palpitaciones dentro de su chucha peluda. Quedamos así hasta que la última gota de semen escurrió en su sexo mojado.



Nos acostamos unos minutos dándonos mimos y besos. Su sexo rea muy estético. Pude verlo cuando se giró. Ese triángulo de pelos abundantes y de un negro azabache se veía tan ordenado, tan bien recortado que provocaba y provocaba. Recuperé algo de fuerzas y me senté con mi estaca rojiza y medio parada en el sofá reclinando mi espalda, la invité a que cabalgara. Obediente lo hizo. Se clavó solita sentándose en mis muslos. Un sube y baja enérgico de tantos años de represión empezó me llevó a otra oleada de sexo infinito. Gladis gozosa y jovial con sus cabellos cubriendo su rostro se balanceaba con facilidad hacia arriba y hacia abajo exigiéndome al máximo. Tuve tiempo de ir deshaciendo los lacitos de la blusa. Fui entonces develando con calma y en medio del goce de mirar su vello púbico enredarse con el mío, ese par de perlas gigantes. La tuve solo en sostenes un rato viendo con morbosidad el bamboleo de sus tetas apretujadas bajo esa prenda. Luego le deshice el broche y el movimiento rítmico de Gladis sobre mis muslos hizo que cayera.



Por fin esos senos al desnudo. Grandes, firmes y tremendamente sensuales. Eran de dos colores; morenos arriba y mas claros abajo, pues ella, muy femenina, acostumbrada a usar escotes abiertos y mantenía parte de esos encantos expuestos al sol abrazante. Pero esa obra de arte natural le quedaba muy bien a esas tetas de ensueño. Las contemplé primero largamente dando placer a mis pupilas, aún había energía y tiempo para gozarlos. Gladis incansable, no paraba de batirse con constancia ensartándose una y otra vez en mi verga.



 Sus senos eran bastante redondos, aún sin sostenes y su pezón era exageradamente carnoso como chupo de tetero de recién nacido. Lo que mas me impactaban eran ese par de aureolas; redonditas como naranjas y muy amplias como galletas grandes de chocolate. El contraste entre la piel tenuemente morena de sus paradas tetas y el chocolate de las aureolas le daban una esteticismo delicioso medo africano que se sumaba al de la línea diagonal que dividía los dos tonos en un claroscuro inusitado. Eran tan bellos. Por fin los tuve en mi boca y el sabor a hembra se me subió a la cabeza y se me fue a la otra cabeza como ondas en un estanque pequeño. El sabor de sus senos en mi paladar, la sensación oral de esas carnes blandas llenando mi boca, la suavidad de la piel de su espalda agitada en mis manos, el pelaje de su sexo rasgando mi vientre, el sonido de su voz particular gimiendo de gozo, el calor descomunal de su vagina transmitiéndose a mi pene y a su vez éste emitiendo descargas de energía en ese sexo me enloquecieron.



Yo casi exhausto me sorprendía a medida que pasaban los minutos, por la energía inagotable de Gladis cabalgando como jinete experta ensartada  en la verga exigida que le suscitaba orgasmos que al parecer se había resignado ya a no volver a sentir.  Por fin se detuvo después de mas de mil sube y bajas. Se estremeció hasta contornearse. Vivió otro orgasmo intenso sujetándome con violencia con sus brazos mientras yo mordía sus pezones. Se sintió relajada e irritada de tanto rozar mi sexo con el suyo y por fin se bajó del caballo. Se sentó a mi lado y me pidió que no parara de besarla. Lo hice acariciando sus senos, pero paradójicamente me sentí inconcluso. Me faltaba un poquito más.



Dejé que se recuperara y cesaran sus agitados gemidos de niña grande. Gladis había vivido orgasmos. Había vuelto a la vida. Estaba feliz, sonriente, enamorada y sexualmente satisfecha. Yo me sentí honrado por haber sido partícipe de tantas alegrías en esa mujer más de veinte años mayor que yo. 



Pero faltaba por lo pronto un punto final. Me arrodillé y mi pene en sus últimos hálitos de la tarde se metió entre ese par de senos blandos y generosos que ella divertida ayudó a apretar para formar un canal placentero. Me masturbé entre ellos hasta que otro poco de semen mojó las tetas maduras más graciosas a kilómetros a la redonda. Ella se sorprendió cuando se sintió humedecida por el líquido caliente. Se rió a carcajadas en expresión caribeña y en máximo goce proscrito:



-“carajo!,¿y todavía te quedaba leche?” 



Nos metimos exhaustos al jacuzzi y nos hicimos el amor con nuestras miradas tomándonos un par de cervezas mas para sellar esa tarde de fantasías vividas. Sentimos mucha hambre, pues habíamos gastado bastantes energías.  El reloj marcaba las siete y diez de la noche. Empezó a preocuparse por la hora tomando conciencia de que era un poco tarde y sus hijos seguramente estarían extrañando la tardanza. Dejamos de jugar y aceleramos el baño.



Nos vestimos con ganas de seguir amándonos y pedimos un taxi que llegó en cinco minutos. Viajó a alta velocidad por la autopista. Yo me bajé a dos cuadras de mi casa para no hacer desviar al móvil de la ruta hacía el barrio en el que residía Gladis. Nos despedimos en sentido besito de novios. Antes de bajarse intercambiamos teléfonos. Vendrías muchas mas encuentros furtivos.


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