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Ninfomanía e infidelidad (3)

A los pocos días de haber estado con Alfredo, y a pesar de la excitación que le provocó a Saúl deducirlo y follarme con mucha intensidad, volví a sentirme deprimida además de malhumorada, lo cual hizo que mi esposo se contagiara de esos ánimos ya que lo trataba con desprecio, incrementando así la espiral de desavenencias y enfriando el esfuerzo diario que él hacía para mantener mis deseos.

Una mañana que mis hijos y mi esposo jugaban en el cuarto de estudio me habló Roberto. Se me hizo fácil contestarle pues creí que Saúl continuaría jugando con los niños. Al poco tiempo ya estábamos hablando de amor, salpicado de comentarios calientes que manifestaban mi deseo, cerré los ojos y comencé a masturbarme siguiendo el hilo de la plática. “Me gustaría tener tu boca aquí donde tengo ahorita mis manos”, le decía a Roberto y él preguntó “¿En tu pecho o en tu pucha?” me olvidé que mi familia estaba en casa y separé las piernas para sobarme mejor e introducir mis dedos en la vagina, abrí los ojos para acomodarme mejor en la cama y me di cuenta que mi marido estaba de pie frente a mí. Me quedé paralizada y lentamente colgué el auricular, alcanzándose a escuchar nítidamente “Te amo mi putita…”

—Sé que sigues con él, que fue mentira tu promesa de no volverlo a ver ni a estar con Roberto —me dijo Saúl antes de acostarse y meter la cara entre mis piernas para aspirar el fuerte olor que emanaba de mi concha mojada disponiéndose a chuparla—. Sí, él tiene razón, eres muy puta...

—¡Quítate! —exclamé poniéndome bruscamente de pie. Me sentía indignada de que quisiera aprovechar lo cachonda que estaba pues mi mente deseaba en ese momento a Roberto—. ¡Si quieres una puta vete a buscarla entre tus amigas que te acosan! —contesté en una explosión de mis celos ocultos, por el trato amable y la coquetería con la que lo trataban sus compañeras de trabajo, empleadas o contactos de otras dependencias, frente a mí, sin que se cohibieran mínimamente en mi presencia.

—¿Crees que todas son como tú, que hacen el amor con cualquiera que apetecen? —me contestó.

—¡Sí, yo hago el amor, Roberto me hace el amor y tú sólo me coges, esa es la diferencia! —grité defendiendo mi amor por Roberto ya que mis ansias aún giraban en la plática telefónica interrumpida—. Tú puedes ir a coger con quien quieras, eso a mí no me importa. ¡Deberías buscar a alguien, si no la tienes! ¡Yo no soy una puta!

—Eso me pareció escuchar que te decían… —dijo suavemente mirando al teléfono.

—No desprecies ni ofendas mi pudor de persona, de mujer, de madre de tus hijos por muchas chupadas que quieras dar. ¡Cuando estés en esas, dirígete a personas en las que encuentras eco, las que aceptan y les agrade esto, no a mí!... Eso sólo me confirma que me consideras como siempre una puta y que no cabe en ti ni siquiera el beneficio de la duda. —le recriminé manifestándome como una persona casta, contradictoriamente a lo que sentía cuando alguno se me antojaba y lo que hacía para satisfacerme.

Mientras mis palabras me dejaban claro que yo era puta con los demás y no quería mostrarme así con mi esposo, al gesto de sorpresa que había tenido mi marido se añadió otro de tristeza y salió de la alcoba.

A partir de ese momento yo decidí comportarme como se me diera la gana, pues necesitaba erradicar mi depresión a como diera lugar y no refrenar mis deseos sexuales cuando los tuviera. Saúl, por su parte, me trató como si sólo fuera la niñera que atendía a los hijos. No me tocó en meses. Pero llegaba más tarde a casa y los sábados eran frecuentes las “reuniones de trabajo”; algunos domingos en los que yo quería visitar a mis familiares él me llevaba temprano y me recogía tarde. Yo me sentía celosa y decidí recuperar mi lugar en su mente y en su cuerpo.

En la noche lo despertaba con la mejor de mis mamadas, me ensartaba para cabalgarlo y le ponía mis tetas en la cara. Mi esposo respondía, sí, pero no le sacaba ninguna palabra de amor ni se dirigía a mí con palabras sucias, simplemente se quedaba callado hasta que se venía y volvía a dormirse. A mis preguntas como “¿Te gustan estas chiches, puto mamón? (mientras me las mamaba y magreaba frenético) o “¿Está rica tu esposa?” (cuando él terminaba de correrse) y otras similares, solamente contestaba con monosílabos o moviendo la cabeza afirmativamente.

En esta parte de la vida entró otra vez Eduardo, mi enamorado de la época en que trabajé antes de casarme. Lo encontré casualmente anunciado en la sección infantil de una revista cuando buscaba actividades para mis hijos el fin de semana. Eduardo estaría en una zona de Chapultepec dando una función de títeres. Él había cambiado radicalmente de giro, sentía que su trabajo de auxiliar de contador era algo en lo que nunca se realizaría, se integró a un grupo de música folclórica y al tiempo conoció a un titiritero argentino y se le pegó para aprender ese arte que le atrajo enormemente (a la fecha, sigue en ese ambiente y es reconocido como uno de los mejores). Ese domingo fuimos a pasear a Chapultepec, desde temprano, los niños estaban felices. Yo me puse un vestido blanco, largo, sin sujetador y, a pesar de mis pantaletas, blancas también, se percibía mi triángulo obscuro y ¡ni qué decir de los pezones! Era claro que iba de cacería y la presa estaba completamente identificada. Sin embargo, como abundaba la fauna que me veía con muchos deseos, no me solté del brazo de mi esposo.

 

A pesar de estar muy melosa con mi marido, a quien frecuentemente debía ponerle la mano en mi cintura para ahuyentar moscones, se repetían los tipos que al pasar me hacían algún comentario, en voz baja, sobre lo que yo les provocaba. De todos ellos, solamente uno logró mojarme: el de “El Llanero Solitito”, quien tenía diez o quince años más que yo, actor catalogado de izquierda, cuya función fue previa a la de los títeres. Él se retiraba del foro de la Casa del Lago y nosotros llegábamos. Desde que me vio, su mirada y su gesto me hipnotizaron. Al pasar a mi lado y con una notoria erección tras la manta blanca de su vestimenta me dijo “Por ese par de lunares soy capaz de hacer la revolución”, también en voz baja pues el físico de mi esposo y nuestras manos entrelazadas hacía dudar a muchos. Ni siquiera sonreí, ello pudiera desatar algo que impidiera el plan que había trazado para ese día, con seguridad habría otra oportunidad para incitarlo a que pasara del dicho al hecho…

Nos sentamos en la segunda fila y casi al centro. Los intereses del público anterior y el de esta función eran muy distintos y en el cambio de función quedaron muchos lugares vacíos que pronto se llenaron. Mientras que Eduardo y sus asistentes preparaban el escenario con los elementos necesarios, nos vio y sonrió, estiró la mano y nos hizo un saludo. No pude evitarlo, me pasé entre los asientos y fui saludarlo y desearle suerte, él tuvo que ponerse de cuclillas, me dio la mano que tomé y le di un beso en la mejilla en tanto que restregué el anverso de su mano en mi pecho. Mientras intercambiamos comentarios, no le solté la mano, el falo le creció y antes de levantarse tuvo que girar para darle la espalda al público y caminar a la parte de atrás del teatrito donde saldrían los títeres para acomodarse bien la ropa. Fácilmente cayó la presa en la red…

Al terminar la función, la cual les gustó mucho a mis hijos y fue muy aplaudida, nos levantamos a saludarlo y felicitarlo. Saúl fue muy cordial y mis hijos querían ver a los títeres.

—Ya los están guardando —dijo a los niños—, pero en su cumpleaños, si nos invitan, vamos con los títeres —remató.

—Completamente gratis —enfatizó, dirigiéndose a Saúl para que no se viera como una situación de manipuleo.

—¡Sí, sí queremos! gritaron alegremente mis hijos.

—Bueno, ya quedamos, denme su teléfono para ponernos de acuerdo después porque debo terminar de acomodar todo para ir a otra parte, donde otros niños me están esperando concluyó.

Intercambiamos teléfonos, es decir le eché nudo a la red porque hacía ya dos años que había perdido contacto con Eduardo. Mientras yo anotaba el número, él veía lo que escribía para cerciorarse de que lo hacía bien, pero sus miradas iban del papel a mi pecho, él pensaba que era discreto ya que estaban tan cercanas ambas cosas. Nos despedimos de manera similar: con su mano en mis tetas mientras besaba su mejilla. “Habla pronto” le dije en voz baja antes de separarnos. Nada, absolutamente nada, le pasó desapercibido a mi esposo, tenía claridad de quién sería mi próximo amante y, a pesar de ello, siguió siendo amable con Eduardo. Me incomodé porque no vi ni una pizca de celos en Saúl.

Al parecer, Saúl mantenía su creencia de que yo era una puta y, como tantas veces dijo, todo lo mío era superficial, que yo sólo era profunda de la pepa y queel desarrollo de mi intelectualidad se había detenido y por ello sólo pensaba en sexo, y que cuando yo conversaba únicamente repetía lo que decían otros sin un incluir el criterio propio, y…,y… ¡Qué carambas le pasa a este cornudo que no siente celos! Aunque estaba enojada, también escurría algo entre las piernas… Disfruté seduciendo a Eduardo de manera tan precisa como un guion teatral.

Y las cosas se dieron… Primero muy escondidos y coincidiendo poco tiempo para amarnos. Después hubo más atrevimiento de parte de Eduardo quien iba a la casa y llevaba algún juguete para los niños o una película para que se entretuvieran mientras nosotros “platicábamos”. Nunca hicimos el amor desnudos en mi casa, pero sí acordamos no traer ropa interior cuando nos viéramos para estar más cómodos y fácilmente accesibles…

Cierto viernes, una amiga quedó de recoger a los niños para llevarlos junto con los de ella a la escuela, yo le había preguntado desde la noche anterior si podía darme un “aventón”. Quedamos en que primero dejaríamos a los niños y de regreso yo me bajaría en la calzada de Tlalpan. Cuando bajé en la colonia Country Club, caminé hacia el Parque Chino y allí miré la combi de Eduardo, pero él no estaba en ella.

—La puedo ayudar en algo —dijo una voz muy grave a mis espaldas y sonreí al descubrir que era Eduardo, quien me tomó del talle y me dio un apasionado beso.

Sonreí después de voltear al descubrir quién me hablaba: era Eduardo, me tomó del talle y me dio un apasionado beso. Me dejé llevar por el deseo, pues a esa hora no suele haber gente en el parque. Caminamos abrazados y descansamos sobre la hierba bajo el tibio sol de la mañana. Sin importarnos quién nos viera continuamos con las caricias.

—Cada vez somos más cínicos —dije subiéndome sobre el cuerpo de Eduardo para besarlo y sentir en mi pubis la dureza de su pene.

—No tenemos por qué escondernos, tú eres mi mujer.

—Sí, soy tu mujer, pero ante la Ley soy la esposa de Saúl y eso no es bien visto por la sociedad.

—¡A la chingada con la sociedad y las leyes anticuadas! En el corazón no pueden mandar las leyes. ¡Nosotros nos amamos!

—Sí, pero me preocupa que me vea alguien conocido...

—Pues si no quieres que nos vean, vamos a mi casa.

—No, otro día.

—Vamos ahorita, quiero hacerte el amor. Cada vez que nos vemos me calientas mucho, incluso me dejas besar tu pecho, o en la combi me besas el pene, pero no aceptas ir conmigo a un hotel o a mi casa para estar desnudos.

—Te prometo que la próxima vez sí, yo también quiero ser tuya por completo.

—¿Por qué no vamos de una vez? Es temprano. ¡Ya no me martirices más!

—No, porque estoy menstruando.

—Eso no importa, también te amo así. Verás que sí, incluso soy capaz de limpiar tu sangre con mi lengua.

—¡No seas cochino! ¡Cómo vas a probar mi menstruación! Sé que estás tan caliente como yo, pero hoy no puedo. Te prometo que la semana siguiente sí lo haré.

Seguimos con los arrumacos, los besos y las caricias. Él metía a veces la mano bajo mi blusa, la subía un poco y mamaba mis pezones. No eran pocos los que a veces, asombrados, veían cómo me saboreaba las tetas. Si Eduardo no se daba cuenta, yo les sonreía cínicamente y aparentaba ser una puta que estaba atendiendo a un cliente, ¡cómo me calentaba que pensaran eso!

—¿Podrás a ir hoy a la fiesta de Ernesto? —me preguntó para recordarme la promesa que le hice de que buscaría un pretexto para ir a la fiesta de su hermano.

—Sí, ya le dije a Saúl que saldría con Vicky, mi amiga.

—¿Por qué debes mentir? Dile que ya no lo amas, que tu amor es de otro. Él no te puede obligar a ser suya. Además, me molesta que te siga haciendo el amor, si es que a lo que él hace puede llamársele amor —replicó celoso.

—No es tan fácil decirle: “Voy a salir con Eduardo, tal vez regrese hasta mañana”. No es sólo lo que Saúl piense o diga; también están mis hijos, mis papás y los de él; en fin, toda su familia y la mía. Llévame a la casa ya, tengo quehacer pendiente —le pedí, evadiendo la contestación sobre el porqué seguía teniendo relaciones sexuales con alguien a quien yo dije ya no amar.

Molesto por mi negativa, Eduardo se levantó primero y me ayudó a incorporarme. Caminamos abrazados hacia el vehículo.

—No te enojes, barbón. Ahorita te doy unos besitos donde más te gusta para que se te quite lo enojado —le dije acariciándole sus barbas y Eduardo sonrió ante la promesa de los mimos.

Apenas subimos a la camioneta y besé febrilmente a Eduardo, bajándole el cierre del pantalón.

—Así, sin ropa interior, es más fácil sacártelo cuando está tan grande. ¿Ves las ventajas de no usarla cuando sales conmigo?

—Claro que sí —contestó él ayudándome a que el miembro quedara fuera.

—¡Mmm, qué bonito! Me gustó desde la primera vez que te lo vi en la penumbra del cine, ¿recuerdas?—le dije viendo el pene circundado, acariciando el tronco con una mano y con la otra jalé la piel del escroto intentando sacar los testículos.

—Claro que me acuerdo, pediste que nos sentáramos hasta atrás para que nadie pudiera vernos y las caricias de mis manos en tu pecho hicieron que tú bajaras mi mano hasta tus piernas y la tuya fue hacia mi bragueta. Lo saqué, pero no quisiste tocarlo.

—En el cine me enamoré de esto, nunca había visto uno sin el prepucio— expliqué antes de besarlo con ternura y chuparlo con fruición.

Salió bastante líquido preseminal, el cual distribuí sobre el glande. Eduardo, aprovechando que yo estaba inclinada, metió sin problema una de las manos dentro de mi pantalón y sintió la toalla sanitaria. Prosiguió la caricia sobre los vellos, pero no le permití seguir más allá del clítoris.

—¡No, porque te vas a manchar! Mejor avanza, porque aquí me pueden ver —le exigí ayudándole a sacar la mano para que se sentara correctamente, pero sin soltarle el falo.

—¿En dónde paso por ti en la noche para ir a la fiesta? —me preguntó, cerrándose la bragueta cuando yo estaba a punto de bajar.

—A las ocho, en la parada General Anaya del metro —contesté como despedida, después de sonreír con picardía.

En la noche llegué con puntualidad a la cita. Él no requirió de dar algún paseo adicional por la falta de estacionamiento en esa zona. Al llegar a la casa de Ernesto, ya estaban todos muy animados, pues nadie trabajó en la tarde, cosa común ese día de la semana. De inmediato nos pusimos a bailar. Me pegué mucho a Eduardo para que él sintiera las tetas que lo traen loco y las acariciara a discreción. También se prestó la danza para que él recargara la turgencia en el pubis y en mis piernas.

—Me gusta que mi mujer se pegue en el baile, pues siento la cachondería de su bello cuerpo —me dijo al oído.

—¿Bello?, pero si estoy muy deforme —contesté.

—¿Deforme? ¡No, estás que te caes de buena!

Durante el tiempo que estuvimos allí, él no paró de decirme piropos y componerme versos, cojos con lugares comunes y de rima fácil al tiempo que me hacía caricias cada vez más indiscretas. También me dijo frases lujuriosas donde me contaba lo que me iba a hacer cuando me tuviera desnuda: “Sobre mi pene te sentaré y, mientras tú saltas sobre él, las chiches te mamaré” “Te pondré en cuatro extremidades para ver cómo te cuelga el pecho hasta que mi palo quede bien derecho y viajará por tus interioridades”. Yo reía y de vez en cuando le decía “Qué rico, se me está antojando mucho”. Antes de dar la media noche salimos de la fiesta para que yo llegara “temprano” a mi casa.

El lunes en la tarde le di una sorpresa a Eduardo cuando éste me habló por teléfono.

—¿Qué tienes que hacer mañana en la mañana?

—Lo que digas. ¿Qué necesitas, mi mujer?

—Que me hagas el amor. Quiero sentirme mujer de verdad —pidió sin más preámbulo.

—¡Claro! ¿A dónde quieres que vayamos? —contestó él entusiasmado.

—Tú decides donde...

—Bien, ¿te recojo a las 8:30 en donde siempre?

—No, pasas por mí a esa hora en donde siempre, luego me coges y después me recoges, porque quiero sentirme tuya muchas veces—respondí con un albur muy conocido y me reí.

—Ya verás que sí, amor, ya verás que sí... —dijo antes de despedirse y un segundo antes de escuchar el “click” de que colgara el auricular alcancé a oír que dijo “¡Por fin!”

Ese martes pude estar un poco antes de la hora convenida, gracias a que mi amiga Lupita me llevó cuando dejó a los niños en la escuela. No tuve que esperar nada ya que Eduardo había llegado antes. Madrugó pues, según me dijo, despertaba frecuentemente por la emoción de tener por fin a la mujer de sus sueños. Desde que había colgado el teléfono empezó a recordar cómo era yo al tacto, ¡tantas veces me había metido la mano bajo la ropa y follado bajo la falda!, y planeó qué hacer para que yo supiera, piel a piel, cuánto me amaba y disfrutara la manera en que él me lo comunicaría. Ese día no llevó la combi pues planeó llevarla a un hotel cercano a esa estación del metro, así no desperdiciaríamos tiempo en trasladarnos.

Cuando Eduardo abrió el cuarto, cargó a su mujer, o sea yo, después de todo esa sería la primera vez que haríamos el amor tal como venimos al mundo. Al entrar, él me dio un beso en la boca mientras caminaba llevándome en sus brazos, antes de depositarme sobre el king size me mordió sobre la blusa suavemente los pezones, que se notaban erectos por el deseo.

—Cierra la puerta, amor —le pedí.

Eduardo obedeció y fue hacia la puerta en tanto que yo, acostada, me recorría hacia el centro del colchón y abrí las piernas, subiéndome la falda. Cuando él volteó a mirarla, me vio sonreír anhelante. Se sentó en la cama y me dio un beso ardiente y largo. El deseo se incrementaba con las caricias que él me hacía bajo la falda, apretándome las nalgas y revolviéndole el vello abundante del triángulo que desprendía un intenso aroma: el perfume del amor. Sin despegar los labios nos desvestimos, y sólo para quitarnos los zapatos deshicimos la cruz de nuestros labios y el nudo de nuestras lenguas.

Cuando ambos quedamos sin ropa, nos besamos todo lo que veíamos de nuestros cuerpos; después me coloqué arriba y le pedí que me hiciera todo lo que él me había prometido hacer cuando me tuviera así.

—Hazme lo que me dijiste el viernes. Soy tuya, para siempre... Hazme el amor como tú quieras —le dije antes de besarlo y tomar con una mano el pene para restregarlo en mis húmedos labios vaginales con un movimiento similar al que le hacía en los labios con la lengua.

Él no resistió más y me penetró de golpe. Suspendimos el beso para emitir cada quien un suspiro. Me senté sobre el miembro, Eduardo inició un movimiento frenético que hacía trepidar mi pecho. Él alcanzó con la boca uno de mis pezones, me tomó de las nalgas para ayudarme con el ritmo que continuó su frenesí hasta que juntos alcanzamos el clímax.

—¡Te amo, Eduardo, te amo! Gracias por esto, por hacerme sentir una verdadera mujer. Tú sí eres un verdadero hombre —le dije sintiéndolo sinceramente.

Con lágrimas en los ojos, le ofrecí mi boca y nos trenzamos en un beso. Por el escroto escurrían el semen y el flujo de nuestra venida simultánea antes de quedar dormidos así, ensartados.

Al rato despertamos y nos dedicamos a mirar con detenimiento nuestros cuerpos, a llenarlos de besos y caricias, e inevitablemente nuestras bocas se apoderaron del sexo del otro. Lamimos y chupamos hasta que tuve un orgasmo.

—¡Te amo, Eduardo, te amo! —volví a repetir— ¡Hacía mucho tiempo que no sentía esto! Con Saúl rara vez he sentido un orgasmo, y ya hasta se me había olvidado cómo eran.

—¿Con quién lo sentiste antes? —preguntó intrigado.

—Con Roberto, ya sabes quién es él.

—¿Cuándo?

—Hace años de eso, ya te lo conté antes... —contesté mintiendo con voz desganada, dando a entender que ya no hablaría de ese asunto.

Sin cambiar de posición, volvimos a descansar. Él aspiraba el penetrante aroma de hembra en celo, me metía la lengua tan adentro como podía y deglutía mi flujo junto con el semen que él me había depositado abundantemente

—Tu vagina está cálida y tus olorosos labios tienen forma de sierra.

Yo le besaba el escroto y me metía alternadamente los testículos en la boca la cual tenía que abrir desmesuradamente porque los huevos eran de grandes dimensiones. Con el fin de sentir más placer, él me pidió que también le frotara la panza con el pecho para sentir mis pezones y la carne abundante en esa zona. Yo, sin más que consentir al hombre que me estaba haciendo gozar, inicié un movimiento circular sin soltar las manos del tronco que volvía a erguirse ni separar los labios de la bolsa rugosa que resguardaba los testículos.

—Seguramente me sigue escurriendo tu semen, tienes los huevos muy grandes y me los vaciaste completamente en la vagina, amor —le dije contemplando cómo se acomodaban el par de ovoides cada vez que yo jugaba con la piel que los cubría.

—Aún les queda algo más para darte, ya te cogí y ahora quiero recogerte... —me contestó él en clara alusión a lo que yo le había dicho por teléfono la noche anterior.

—Ahora miraré tu espalda y tus nalgas, mientras te recojo.

Me acomodé como él lo pidió, y ensartada meneé el pubis. Eduardo se vino de inmediato viendo cómo mi ano aparecía y desaparecía entre el vello de él.

—¿Te gusta cómo me muevo, barbón?

—Sigue, amor, me estoy viniendo otra vez. ¡Estás muy buena, mi mujer!

Dormimos un poco y al despertar, Me fui al yacusi, desde donde llamé a mi amante. Cuando él llegó, al verme acostada en la tina, abrí las piernas mostrándole la pucha anhelante, invitándolo a seguir nuestros juegos allí.

—Ven, que quiero dejarte seco, que vacíes en mí esas dos hermosas bolsas que te cuelgan adelante. ¿Aún tienes algo para mí?

Eduardo se paró dentro de la tina entre mis piernas y al sentarse fue metiendo los pies bajo mis nalgas, acercando poco a poco el glande a la entrada de mi cueva. Cuando sentí la punta del falo en mis labios interiores me enderecé para sentarme sobre éste. Abrace y besé a Eduardo al tiempo que inició un movimiento frenético.

El agua se desbordó con la agitación del movimiento que hacían nuestros cuerpos, deseábamos fundirnos perennemente. Grité desmedidamente cuando llegué al clímax.

—¡Papito, qué rico está esto! Tienes una verga deliciosa.

Eduardo miró el rostro de excitación en mi cara y me acompañó en el desenfreno de mis gritos y en la mezcla de líquidos que nos salían literalmente a chorros.

—¡Me vengo amor! ¡Quiero que todo mi cuerpo se haga semen y meterme en tu vagina, embarazarte y volver a nacer de ti! —gritó.

Abrazados, quedamos desfallecidos y el sopor del amor consumado nos hizo dormir y despertamos cuando el agua se enfrió.

Sólo entre besos, casi sin palabras, nos secaron y vestimos. Salimos abrazados del cuarto y con evidente gesto de extenuación en las caras. Me recosté en el tubo del asiento  inmediatamente que me subí al metro,  pero me levanté de inmediato y preferí ir de pie para no dormirme durante el corto trayecto en metro de regreso a mi casa. Al salir de la estación tomé un taxi para cubrir la distancia de poco más de un kilómetro que me separaba de mi hogar. El chofer miró mi rostro desvaído y somnoliento por el espejo y temió que yo no estuviera sana.

—¿Se siente bien señora? —me preguntó con preocupación.

—¿Mande? —pregunté a mi vez, saliendo del letargo.

—Pregunto si se siente bien —insistió el conductor.

—Sí, ¡muy bien! —dije por estar recordando las horas de placer que acababa de tener— Lo que pasa es que estoy muy cansada —dije a manera de explicación ¿Cuál otra podría dar? me dije pensando en ello cuando miré que nos acercábamos a la calle donde había pedido que me llevaran.

Bajé, pagué con un billete de baja denominación haciendo un gesto al taxista aclarándole que se quedara con el cambio.

Caminé los pocos metros que me separaban de mi casa. Al entrar pregunté a la sirvienta por las novedades. Los niños estaban jugando en la casa de los vecinos con sus amiguitos y me fui a acostar, diciéndole a la mucama que iba a descansar un rato. El adormecimiento por el cansancio me impedía sentir mi cuerpo, excepto la vagina, que me causaba un ardor leve mezclado con un calambre interior que me recordaba al movimiento trepidante del frenesí al que me obligaron el amor y la lujuria.

Desperté un poco antes de que llegara mi esposo, me lavé las manos y la cara antes de ir a preparar la cena. Los hijos ya estaban en la cama, habían sido atendidos por la mucama. Cuando llegó Saúl, continué silente, sólo contestaba con monosílabos y frases cortas.

Al acostarnos, él me besó y me acarició como inicio del cortejo.

—Déjame, no quiero... —pedí con voz cansada.

Él se tragó el coraje y apagó la luz. Yo empecé a recordar los momentos matutinos, uno a uno. Saúl hizo un intento más que esta vez no impedí y se subió en mí después de bajarme los calzones. Yo me imaginé a Eduardo al sentir en mi interior la erección de mi esposo. Con mi amante en la mente, abracé y besé a mi marido hasta que él eyaculó. “Más, más, amor” dije y contuve en la mente el nombre de mi amante. Saúl se sintió estimulado por las palabras y, sin salirse de mí, me besó tomándome una chiche en cada mano y se movió hasta que me arrancó un chillido de satisfacción. “Gracias por todo” le dije a mi esposo imaginando en la oscuridad el rostro de Eduardo.

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