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Memorias de un liguero negro (1)

Pasaron muchas lunas para que yo volviera a salir de aquél cajón de clóset. Enclaustrado en ese mueble mantuve un silencioso letargo, esperanzado en ser utilizado algún día, de nueva cuenta. La espera se prolongaba y no había visos de salir del lugar oloroso a caoba. Llegué a sentirme un objeto olvidado y obsoleto. Eso sí, lleno de recuerdos, añorando el pasado y las emociones fuertes que tuve con todas esas fabulosas mujeres que alguna vez me portaron.



 



Por fin, esa buena noche de luna llena me sacaron del cajón y me colocaron sobre la cama, junto a las braguitas de algodón blanco, las medias de seda, el sostén de encajes de grandes copas, y la bata de satén color palo de rosa. Cómo había pasado el tiempo, la decoración que antaño tan alegre se había marchitado. Las paredes de la habitación de Mariana estaban pálidas, no había flores vivas como en otros tiempos, sino flores artificiales. La mesita de noche que antes fuera utilizada para colocar los vasos de vino de ella y su marido, que sostuvo perfumes deliciosos, que fue sala de espera de los condones listos para utilizarse, hoy parecía una pequeña botica: llena de frasquitos de medicinas, pastillas, pomadas, y hasta menjurjes para rejuvenecer la piel.



 



Mariana era una mujer madura muy bien conservada. A sus cuarenta y tantos años se le veía muy atractiva aún. Salió del baño portando una bonita bata de baño color púrpura. Lucía un semblante jovial sintomático de su buen estado de ánimo, como si por arte de magia se hubiera quitado una década de encima. Me alegró el verla sonriente y tarareando una melodía que yo reconocí al instante: "Bésame mucho". La pasión que le imprimía a dicha canción denotaba la ilusión de ser besada. Y cómo no, habían pasado diez años desde que enviudó y perdió el interés en los hombres, más no el interés sexual. Ya que Mariana tenía un secreto: gustaba de masturbarse viendo películas pornográficas a escondidas de Ricardo, su único y adorado hijo.



 



Las películas las alquilaba casi disfrazada en un video club "xxx" muy lejano de su casa, para que nadie conocido la viera salir de semejante sitio. Su moral no le permitía que la estigmatizasen como una mujer necesitada de sexo, buscando consuelo viendo pornografía. Ricardo desconocía ese aspecto de la vida de su madre, la veía muy tranquila y feliz, y nunca le conoció algún romance después de la muerte de su padre. Mariana hacía todo un ritual para ver una de esas películas: se aseguraba de que Ricardo no fuera a estar en casa y disponía de toda la tarde para arreglarse como si fuera a tener una cita con un hombre.



 



En su recámara siempre estaba esperándola su fiel compañero: el televisor. Ella gustaba de vestirse con algunas prendas sexys para sentirse sensual y excitada, al mismo tiempo que veía a las parejas haciendo el amor en la pantalla. Así que el rito comenzaba con una larga ducha en la tina, el agua tibia se mezclaba con lociones riquísimas de aromas frutales y en ella flotaban también una buena cantidad de pétalos de flores; alrededor de la misma colocaba velas aromatizantes y varitas de sándalo que inundaban todo el baño. En medio de esa atmósfera perfumada y humeante ella se sentía una diosa del deseo.



 



Luego de la placentera ducha, la sensual mujer se untaba un aceite muy perfumado que hacía que su piel luciera muy brillante y acariciable. El siguiente paso era ir a la recámara y arreglarse de manera seductora: se maquillaba hasta quedar como una vampiresa, luego peinaba la cascada castaña de su cabellera; se miraba satisfecha al espejo y yo desde la cama veía su hermoso reflejo en el espejo redondo como una luna. Luego se quitaba la bata de baño y sus pechos morenos saltaban orgullosos y turgentes, su cintura aún era firme y estrecha, las nalgas se veían altivas y el sexo rasurado parecía como el de una niña.



 



La respiración de Mariana se tornaba excitada en la medida en que iba vistiéndose con cada prenda. Primero se puso el sostén, cubriendo las esferas morenas que eran un imán de miradas masculinas, regocijadas al imaginarlas bajo la blusa ajustada. Nunca pasaron desapercibidas, hasta que ella hizo todo lo posible por ocultarlas, usando blusas anchas y suéteres holgados. Al ponerse las braguitas y las medias podía observarse un estremecimiento en ella, como si un hombre la acariciara. Luego, me tomaba a mí –el liguero negro-, y me miraba con verdadera devoción; me llevaba a su nariz para respirar mis aromas guardados desde hacía quién sabe cuánto tiempo. Posteriormente, y con lentitud me colocaba en la cintura y piernas. Me acariciaba y se acariciaba a sí misma; llevaba las manos a su sexo y lo frotaba con ardor, con los ojos entrecerrados. Yo podía sentir desde mi sitio como la calentura iba envolviéndola poco a poco.


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