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Madura, viuda y virgen

Lorenzo era un chulo en sentido estricto, aclaro: un proxeneta auténtico y no de esos machitos engominados que sólo roban almas y no dinero. Entre la bolsa o la vida, no sabría con que quedarme; porque tampoco es vida acabar entre hipotecas, el fisco o un macarra metiendo cuchara. Pero mi amiga Casta parecía tenerlo claro, ya que seguía en brazos de Lorenzo y vendida a mal precio para pagarle los picos. Algunas mañanas, me topaba con él en el bar cuando iba a tomar café. A veces era un «hola» o «qué tal peña?», y otras, nada. En pocas ocasiones lo había encontrado entero, y entonces parecía cordial, incluso entretenido... Esa mañana tenía tiempo para escucharlo y habían llegado a mis oídos, chismes sobre sus albores profesionales que quería confirmar. Decidí echar el anzuelo, por lo que le dije mientras ojeaba distraídamente una revista:



-No imagino cómo te metiste en el negocio. ¿Empezaste seduciendo a chavalas con la autoestima baja o directamente las reclutabas entre tus clientas de pico?



-¿Y a ti que coño te importa? -me contestó, echándome el humo en la cara y sonriéndome como lo que era: un pijo marginado por la familia y metido a macarra, jugando con la bola verde de chicle que dejó finalmente como empaste en su boca mellada.



-Se acerca tu cumpleaños y hay que ver que te regalo: si la casita de muñecas putitas o la Barbie puta tamaño natural para que la alquiles a la peña. Concretar tu perfil me ayudaría -le contesté con sarcasmo teñido de mala leche que mi entrecejo confirmaba.



-Jajajajaja... bueno, no hay p'tanto... ¿pero qué gano yo con eso, aparte de los juguetes?



-"Tona"... ¿qué te recuerda ese nombre?



-¿Qué sabes de ella? -me contestó, cambiándole el color de la cara.



-Anda y canta, antes de que cunda la fama de que no eras el macarra belicoso que aparentas sino un chulo de maduras y así me completas los detalles. Mejor dame tu versión, porque la que ha llegado a mis oídos no te valora en absoluto



Carraspeó, evaluando los efectos de la campaña mediática en ciernes, decidiendo ponerse las pilas y largar por los codos dando una versión autentificada. La soltó con todo lujos de detalles y apenas le interrumpí.:



-Bueno, venía a limpiar a casa y mi madre la llamaba Tona. Ya sabes de que va eso, un mote o la contracción del nombre y así es como te conoce todo el pueblo hasta el fin de tus días. Creo que su nombre de pila era Vicenta o Vicentona, común en aquellas tierras. No tenía hijos y su marido había muerto de repente sin dejarle más fortuna que una pensión que apenas le garantizaba el sustento, por ese motivo dejó el pueblo para buscarse la vida en la ciudad. Mi madre, motivada por razones de lo más filantrópico, pensó que podía quedarse un tiempo en mi casa y, de paso, ponerse al día de mis movimientos. Yo seguía siendo su bebé -ya sabes como son las madres- y supongo que vio en Tona, una mujer viuda, sexualmente activa y desesperada, la niñera perfecta para una hombre de 19 años con ganas de meter polla a todas horas.



-Pobre mujer, que desencaminada estaba -confirmé.



-Ni que lo digas. Había pasado el tiempo y apenas recordaba su aspecto -prosiguió Lorenzo- y me encontré con una mujer de treinta y nueve años que parecía pasar de los cuarenta y cinco. Iba de negro riguroso, algo poco usual a su edad, y achaqué el abuso de ese color a los poderes ópticos adelgazantes que se le atribuyen, más que a la pena sentida. En ella no ejercía el resultado esperado, ya que su cuerpo rotundo de mujerona se imponía por encima de cualquier efecto visual superfluo. Su peinado de tela de araña se desmoronó al segundo día de su llegada, dejando paso a una cascada rala de pelos rubios que peinaba con una colonia infecta. Si ella estaba apenada, yo no lo estaba menos pensando en que futuro le esperaba a esa mujer, fuera de las cuatro paredes de mi casa. Madura y sin estudios, no le veía otra salida laboral que el oficio de fregona. Tampoco ella mostraba mucho empeño, de momento, y pasaba los días en la habitación gimiendo y sollozando. Me había mostrado comprensivo ante su duelo esperando que ajustara la serotonina en su cerebro, pero me di cuenta de que había poco espacio para el proceso bajo ese cráneo diminuto. La aparente falta de actividad cerebral y su mirada llorosa y bovina me confirmaron que tenía menos luces que un brasero en verano. Anteriormente, al apartamento se le había dado uso de oficina, optimizando el espacio con divisiones y mamparas delgadas. Eso no había cambiado cuando lo alquilé, por lo que se me ocurrió hacer un agujero estratégico con una broca del 9 en uno de ellos para ver su duelo en directo, quizá así me volviera más receptivo y cómplice de sus emociones. Lo camuflé convenientemente con un adorno floral y la invité a que se mudara a la nueva habitación, sin contarle las verdaderas razones del traslado, obvio, y ella se avino sin ningún problema.



-Realmente compasivo por tu parte -apuntillé.



-Te parecerá perverso, pero cuando la oí, me embargó el morbo, y más que me prendió cuando la vi en su estado auténtico a través del agujero: Desnuda sobre la cama meciendo sus tetas con una mano y con la otra hurgando vigorosamente en su vulva. Contemplé toda esa carne desbordando medidas y lujuria, y en el centro de su cuerpo: esa tumefacción rosada que iba desde el culo hasta el coño, donde encumbraba en unos labios gruesos y húmedos de jugo. Era casi lampiña y el poco pelo que tenía era rubio clarito. Con los ojos cerrados y apretando los dientes, abría y levantaba las piernas mientras con su dedo daba movimientos circulares en el clítoris. Sus tetas grandes y firmes apuntaban al techo y reclamaban su ración de gusto, ya fuera en forma de mordiscos o chupetones, pero ella sola no podía abastar tanta carne y sollozaba con impotencia. Yo estaba hipnotizado viéndola revolverse hasta alcanzar un calentón lastimero. Me masturbé, porque la imagen acabó con el respeto que aun guardaba por su luto y me la hubiera follado allí mismo... pero razoné que no era lo más acertado intentarlo, de momento. Entonces comprendí que el rumor de que el marido "había muerto en una curva" era una certeza y no una metáfora de un accidente de tráfico. Durante la cena, la observé y no vi en sus ojos esa paz que deja una buena cópula, sino esa insatisfacción que da la paja incompleta. Abordé el tema a mi manera como elefante en cristalería:



»-Necesitas que te follen bien follada, Tona.



-La cuchara quedó suspendida entre el plato y su boca, y tras un pasmo inicial, sus ojos vacuos se humedecieron hasta soltar dos gruesos lagrimones que resbalaron por sus mejillas. Dejó la cuchara y sacó un pañuelo del bolsillo mientras prorrumpía en llanto. No me dejé enternecer esta vez por sus palabras:



»-Oh... Lorenzo, cómo puedes decirme eso, con Jacinto aún caliente en la tumba, si tu madre te oyera ... que desvergonzado eres ...snif... ¿por quién me has tomado? snif... no sabes lo duro que es quedarse sola...



-Y aquí se calló, pero yo proseguí por ella:



»-¿Qué se mueran sobre ti echando el quinto polvo?, ¿lo mataste, acaso? No te sientas culpable, murió bien corrido y a gusto... y ahora tú debes retomar la vida. Reflexiona.



-Y sabes... tras soltar la bomba, respiré hondo y tragué mi ración de sopa de ave con fideos de sobre, mi especialidad de soltero en esa época. A veces, aclarar las cosas es la mejor medicina, aunque el remedio sea doloroso y difícil de tragar. Salió del comedor y la oí en su habitación, esta vez sollozando de pena auténtica. Cuando acabé de cenar, me dispuse a consolarla y purgar mi crueldad atendiéndola debidamente. Calenté leche y tras azucararla se la llevé, esta vez, compungido de verdad. Tras el toc-toc de rigor y su permiso, me senté junto a ella, vestida ahora con un amplio y anticuado camisón. La dejé un rato más que se desahogara y le dije:



»-Lo siento, Tona. He sido muy cruel contigo. Perdona mi brusquedad.



»-No hay de qué -me contestó aun con la cara húmeda por el llanto-. Tienes razón. Pero te aclaro que no murió durante el quinto, sino al acabar el tercer polvo... No dejo de pensar en él a todas horas (y que razón tenía), aún siento su aliento en mi cuello, sus jadeos, sus gemidos y como me decía: «mmm... Tona... mmm....»



-Los detalles emotivos me ponen de los nervios por lo que le acerqué el tazón a la boca para que la ocupara en sorber y no en hablar, pero sería por la tensión del momento que volcó un poco de leche calentita sobre su pecho. La fina tela se empapó y, en segundos, apareció toda su carne ofrecida. Gritó con chillidos indefinibles, y yo salí corriendo a por hielo y crema para las quemadura mientras decía una y otra vez:



»-Lo siento... Tona... lo siento... perdona...



-Cuando volví, la encontré abanicándose con el propio camisón. Volqué el hielo en sus ubres y los cubitos resbalaron por sus pliegues. Con el frío, los pezones emergieron desafiantes bajo la transparencia húmeda, más sensual que la propia desnudez.



»-¿Te duele? -le pregunté.



»-Ya menos... el hielo me alivia... -me contestó.



-Hubo una pausa en la que nos miramos intensamente y desvié los ojos para posarlos en sus senos. Seguí restregando el hielo por su carne escaldada y ella no lo impedía. Me gustaba esa cura y a ella le aceleraba la respiración. Le abrí el cordón del escote y aparté la tela para dejar que la piel asomara. Era excesiva pero sabrosa de aspecto, y acerqué la boca a esos pezones tungentes. Los compensé con la tibieza de mis labios, puse un poco de crema en mis manos y se la extendí por la exuberancia de los pechos. Cada vez suspiraba más acelerada mientras decía:



»-Déjame, Lorenzo, déjame... no podemos hacerle eso a tu madre...



»-¿Tú quieres dejarlo? -contesté.



»-Sí quiero, pero no puedo controlarme y si no lo haces tú por mí...



-Esa impotencia me excitó aun más. Toda esa carne sin voluntad era mía, para darme gusto y ponerla al límite. Bajé hasta la tumefacción vaginal, cuya visión llevaba impregnada en la retina desde hacía horas, y empecé a rozarla con la lengua hasta embravecerme, y así seguí con lametones y mordiscos. Ella gruñía de gusto y se abrió más para que le llegara al fondo. No dejé recoveco hasta donde alcanzaba y su clítoris se mostraba desafiante reclamando boca. Le levanté las piernas y apareció el ojete del culo. Lo abrió sosteniéndolo con las manos para que comiera de él y así lo hice. Pasaba la lengua del ano al coño y retrocedía de nuevo para marcar la zona como un perro hasta que dijo con voz ronca de posesa:



»-Mmmm... sííííí... que gusto... date la vuelta y mientras te como el rabo.



-Capiculado, seguí con las maniobras mientras ella metía mi polla erecta en su boca y sobaba los huevos con las manos. Estuvimos así un buen rato hasta que tras sacársela, me dijo:



»-Hazlo, ya no puedo más. Acaba con esa agonía.



-Lo hice. Se la metí toda en su carne lubricada con sus fluidos y mi saliva. Con sólo ese movimiento, tembló y se arqueó hacia atrás, tal fue el gusto que le dio la entrada. Removí su interior añorado con pollazos merecidos, una y otra vez. Ella gritaba y gemía, gozando, redimiéndose de los reparos lastimeros de la viudez con el acto más primario del sexo: con el fornicio puro y duro. Qué gustazo tenerla ahí debajo, sollozando, no con el desconsuelo, sino con el desespero que da el placer intenso. Su carne rosada enrojecía en los puntos más calientes, mucosas y mejillas, y me recordó a una de esas mujeres que pintaba Rubens: llenitas pero deliciosas. Hundí mis dedos en esa manteca suave, en esas mollas rebosantes de poros abiertos al gusto, y tomó el maltrato de las tetas bajo su mando, porque yo andaba ofuscado buscando el ojete. Lo alcancé y ahí hundí el dedo tras lubricarlo. Le di duro y metí otro, mientras frotaba el interior de su coño con mi capullo. Metía y sacaba, sacaba y metía, hasta que sentí la tensión y el arqueo de su cuerpo a punto de correrse. Callada, inmóvil, me tuvo ahí sostenido; la mirada extraviada hasta que se derrumbó en espasmos, inúndandome de flujo, corriéndose en un orgasmo largo de hembra entre estertores de placer. El mío palideció ante el suyo y aunque me quedé a gusto, me rendí de admiración y respeto ante esa fuerza telúrica, y comprendí el divino calvario que habría padecido Jacinto, el difunto. Saciados y tras recuperar el resuello, nos despedimos y yo me fui a mi cuarto. Estaba avergonzado por lo impropio de la situación y pensé que al día siguiente actuaríamos como si nada hubiese ocurrido. Ciego de mí. A media noche, me despertaron sus manos en mis huevos y su respiración lujuriosa en mi nuca. Abierta estaba la caja de Pandora. Fueron unos días excitantes, pero el placer acabó por convertirse en una pesada carga. En uno de esos momentos en que recuperaba el resuello le dije muy claramente y en mi estilo:



»-Tona, aceptémoslo. Eres una máquina y no sé si habrá hombre que esté a tu altura. Uno lo intentó y está bajo tierra y yo no quiero ser el siguiente.



-Ella me miró con sus ojos tristes, pero esa vez la vi venir. No me daba pena porque ya no veía una mujer vulnerable y tonta tras esos ojos. Tenía recursos, claro estaba, solo había que optimizar sus energías en un trabajo rentable. Como ya imaginas, ese oficio tiene una palabra y quien lo ejerce un nombre, lo difícil era decírselo suavemente y yo lo hice a mi manera.



»-Eres una puta -le solté- una puta auténtica, de nacimiento. No lo digo como un insulto, Tona, entiéndeme, lo digo como un don. Eres como un medicamento: poco alivia, mucho mata... y ya tuvimos una sobredosis, lamentablemente. No puedes estar con un solo hombre, necesitas bastantes más para satisfacerlos y tú quedar satisfecha, proseguí suspirando, sin mirarla. No quería ver otra vez sus ojos llorosos y que me rompiera el corazón. Pero para mi sorpresa, no oí sus trastornos sino su voz en un tono razonable contestándome:



»-Es cierto, Lorenzo. No sirvo para otra cosa y la verdad es que lo haría muy a gusto. Quiero tener hombres entre las piernas gozando y no sufriendo. Ya he hecho bastante daño, pero no soporto la calle. Soy agofadólica, algo así.....no me sale la palabra, pero me lo diagnosticó el médico en el pueblo antes que mi marido muriese...



»-Agorafóbica, querrás decir. Te dan pánico los espacios abiertos, lo siento -le contesté-. El perfil se reduce por momentos. Sólo podrás atender a domicilio. Te echaré una mano y colgaremos un anuncio en el periódico.



-Y así lo hicimos. Fue una de esas reseñas que se encuentran en las páginas de contactos, aunque obviamos lo de la viudez para que no diera mal fario a los clientes:



Madurita, sabrosa, muy caliente y siempre a punto. Horas convenidas por teléfono.



-Fue un éxito porque no mentimos sobre el producto y la honestidad tiene su recompensa. Atendíamos a todas horas y algunos clientes se fidelizaron. Yo me ocupaba de la logística básica: baño, condones y toallas limpias; y de cobrar, claro. Aparte del sustento alimenticio, no era mujer de caprichos y le bastaba con estar bien gozada. Le perdían los bombones de chocolate con licor y los hombretones maduros como ella que supongo le recordarían a su macho fallecido, y a mí me perdía que la perdieran, viéndola tras el cristal, gozando bajo sus rabos, recibiendo su merecido, gimiendo y empalmando orgasmo con orgasmo. Pero no la veía satisfecha del todo. Cuando salía el último cliente aun tenía la mirada puesta en la puerta, como una perrita con la lengua fuera esperando una nueva ración de hueso. Un día, me encontré en el ascensor con el vecino de arriba, era del Camerún y realquilaba habitaciones a sus paisanos. Teníamos cierta complicidad por practicar la economía ilegal en el edificio y me comentó:



»-Tengo un compañero de piso que se va a trabajar al campo la semana que viene. Lleva tres meses aquí y aun no ha metido. No le van nada los figurines y le tiene echado el ojo a Tona. No para de cascársela fisgando por la ventana... Va a ser como un regalo de despedida, si está disponible, claro.



»-Ningún problema -contesté y le dí hora para ese mismo día.



-Cuando abrí la puerta, me impresionó: 1,95, fornido y de unos 25 años. Trajeado para la ocasión, nada de la tópica ropa pseudorapera. Me pareció un detalle respetuoso engalanarse para bajar un piso, más de uno lo hubiese hecho en pijama y pantuflas. Cuando le acompañé a la habitación para presentarlos, ella estaba en la cama, tumbada, apurando una caja de bombones. Con su lengua sorbía el licor de uno de ellos, juqueteaba con la guinda y tenía los morros llenos de chocolate. Llevaba un picardías de blonda negra, cortísimo, y unas braguitas negras que apenas le cubrían la vulva y el ojete. Se volvió y detuvo la succión, pasmada. Lo miro de arriba abajo deleitándose como hembra en celo y relamiéndose de gusto por la promesa y para apurar el chocolate de sus labios. Sentí esa calma previa a la tormenta y me despedí de ellos, raudo, para ocupar mi palco de honor tras el agujero. Y allí seguían, magnetizados. La tela del pantalón se tensaba a buen ritmo bajo la bragueta del moreno hasta las dimensiones de una broma. Ella le mandó acercar y le abrió la cremallera, saliendo una verga monstruosa zurcida de venas, desbocada. Vi temblar las manos de Tona al acercarse sin atreverse a tocarla, pero por fin lo hizo. Él dio un respingo de tan sensible y tirante que tenía el glande, y ella lo alivió dejando caer un poco de saliva, con la que lo frotó primero con las yemas de los dedos; y con el puño cerrado, después. Le aplicó lengua y después la boca entera, y él se lo agradeció acariciando sus pezones con sus manos largas y cálidas.



»Mientras lo felaba, le fue quitando la ropa y los zapatos. Chaqueta, camisa y pantalones quedaron en el suelo tirados de cualquier manera a causa de la urgencia. Cuando él acerco los labios a la hinchazón rosada de su sexo, casi sentí celos, pero el ofrecimiento de ella era inequívoco. Abierta, voluptuosa y con la mirada teñida de lujuria, reclamaba aquello que la vida le había negado hasta el momento: ser follada como su anatomía requería, y un hombre que parecía estar a su altura iba a hacerlo por fin. A él no le importaba su peso y quería jugar con ella. Agarrándole las nalgas por abajo, alzó su coñito para comerlo y lo hizo a fondo, con una lengua carnosa y larga que le ordeñaba los fluidos hasta enloquecerla. Con mímica como se hace a un extranjero cuando no se conoce su lengua, ella le pidió que la acercara para enfundarle el condón. Lo intentaron, pero se convirtió en un ridículo dedal que le cubría el capullo y una parte del mango. El empujó para extenderlo hasta los huevos, pero se rompió por la punta. Desistieron, desesperando por consumar el acto.



»Ella, boca arriba, se esforzó levantando bien las piernas y abriéndose al máximo, y él se la metió como un semental, ciñendose la carne que la envolvía como una ajustada funda; la sacó y empujó otra vez. Ella la acogía con sonidos guturales de sorpresa como cuando probamos un sabor nuevo y placentero, pero aún quedaba un tercio de verga al aire y el macho no mostraba compasión en su mirada. Estaba claro que iba a metérsela hasta el tope de sus cojones y nadie iba a impedírselo. La sacó de nuevo, la agarró por las caderas y, con toda la fuerza de su pelvis, empujó hasta el fondo. Lo consiguió, metiéndola hasta los huevos. Fue mi imaginación, lo sé, pero pude oír la membrana rajarse y sonó un "flop" en mi cabeza. Tona quedó con la boca abierta, boqueando, intentando articular palabra, y pensé que algo grave había ocurrido ante el rastro de sangre que pringaba la polla del moreno al sacarla, dispuesto a arremeter y satisfacerse sin empaques ni contemplaciones. Yo estaba paralizado intentando calibrar la mesura de lo ocurrido, pero me tranquilizó ver a esa mujer encaramar sus piernas sobre las caderas del moreno que literalmente desgarraba su vagina, interpretándolo como un gesto de consentimiento por su parte. Vi sus uñas clavarse en la espalda, dejar trazos rojos en su piel oscura y emitir sonidos que nunca había oído en su boca: risa y llanto mezclados con gemidos. No sé el tiempo que estuvo partiéndola, pero a mí se me hizo deliciosamente interminable. Tona estaba en la antesala de la locura pero no iba a ser yo quien la frenara. Me la saqué para masturbarme, mientras él la follaba con esa dureza extrema, mordiendo y devorando su carne, desde su cuello hasta sus pezones. Vi moverse sus manos en su culo para meterle los dedos y, tras unas embestidas brutales, ella se corrió entre flujos, gritos y gemidos. Él se detenía entonces para desesperarla y empezaba de nuevo con violencia para jugar con su orgasmo y alargarlo. Cuando ella hubo agotado sus líquidos, él la lleno de nuevo con los suyos y eso pareció reactivarla, corriéndose en un calentón más corto pero no menos intenso. Quedó como muerta en sus brazos, agotada, saciada esta vez de verdad, y él limpió sus mucosas con su lengua y con una ternura indescriptible mientras yo me corría con mi paja austera.



»Se largó con él al campo, inevitable. También supo por un médico que acababa de ser desvirgada. Su himen, anormalmente resistente, había soportado el empuje durante años, hasta que roto por fin, le había dado a gozar los placeres en toda su plenitud. Y ahora... ¿qué quieres que te diga?, ¿que me hicieron padrino de boda?



-Qué menos -le contesté-, después de haberte quitado el negocio de las manos. Aunque oído de tus labios, más te pareces a la Madre Teresa; cuidándola, llevándole leche caliente a la cama y suministrándoles bombones... ¿Y cómo no se enteró de que aún tenía el virgo entre las piernas? ¿Tan lerda era?



-Lerda es poco; pero el difunto, no menos. Parece que sólo lo había hecho con él y en sus años de casada.



En fin, me voy -le dije porque aún me daba tiempo de ir a casa y hacerme unos apaños. No podía quitarme de la cabeza esa polla negra desvirgando toda esa carne rosada.


Datos del Relato
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