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Los Gorribar (2)

2ª parte


Cuando, recostada sobre mí, levantó las generosas nalgas y llevó el rígido miembro hasta su sexo, creí que se haría tanto daño que abandonaría su propósito. Nada de eso. Cuando menos me lo esperaba comencé a sentir un delicioso y húmedo calor invadiendo a Príapo milímetro a milímetro hasta que, finalmente, noté que nuestros imberbes pubis estaban tan unidos como los dedos a la mano. Se lo había tragado todo hasta la cepa; con dificultad, pero hasta la cepa. Permaneció inmóvil durante unos minutos, respirando sobre mi pecho izquierdo de forma casi imperceptible.

-- Bueno - pensé con el libertino Príapo saltando de gozo - si se mantiene quieta igual se duerme y ya la apartaré. Pero comenzó un vaivén con las nalgas que no me auguró nada bueno, o quizá sí. Ha pasado tanto tiempo que ya no me acuerdo.
- iLeñe! - protestó el muy cabrito de Príapo - no sé si podré aguantarlo mucho tiempo. Y de pronto la niña susurró sin detener su lento vaivén:

-- Tú serás mi marido, grandullón.


Asombrado, más que asombrado, atónito, permanecí en silencio. Esta criatura me está haciendo pasar un calvario. Muy agradable, maravilloso y alucinante, pero no voy a poder contenerme y lo va a notar y entonces ¿qué hago yo? Habiéndola dejado llegar hasta aquí ya me explicarás quien es más culpable siendo tú cinco años mayor que ella.

Tienes más discernimiento, y eres uno de los más brillantes alumnos de todo el Instituto. Lo mejor es seguir durmiendo, no me he enterado de nada y punto. Que si, que te los has creído, ni la mismísima Bella Durmiente se hubiera dormido con aquel meneo de lambada.

Príapo, deliciosamente apretado en su maravilloso y caliente estuche, aguantó con más tenacidad que los numantinos ante Escipión, mientras ella metía y sacaba el pistón con la cadencia de un martillo de prospección petrolífera. El dios resistió como un héroe, pero, igual que los numantinos, acabó sucumbiendo.

Llegó un momento en que, por su cuenta y riesgo, Príapo comenzó a latir tan desaforadamente, que tuve que morderme los labios con fuerza para permanecer inmóvil y simular que dormía.

Fue mi primer orgasmo, increíblemente prolongado e intenso. Nunca, hasta entonces, había tenido uno, y puedo asegurarles que, para permanecer inmóvil, pasé las de Caín, si es que Caín pasó por tal situación. Tenían que haberme dado la medalla al Mérito en el Inmovilismo.

Me avergoncé luego de lo que le había dejado hacer y temí que, siendo tan niña, de una manera u otra, cometiera una indiscreción que me costara una paliza fenomenal, y si sólo era esto, menos mal, pero vete tú a saber lo que me harían. Incluso podrían castrarme. ¡Por favor! - exclamé para mi fuero interno - ¡Si se le escapa una palabra soy hombre muerto!
Cuando el dios comenzó a flaquear lo notó inmediatamente, y entonces me llevé la última y descomunal sorpresa:

-- ¿Te ha gustado eh, y yo qué? - susurró con voz furiosa.

Me encontraba en una situación vergonzosa, flácido como una flor marchita, sin apetito y sin ganas de tenerlo. Ante mi simulado y pasivo sueño ella lo intentó de nuevo, pero yo me di la vuelta suspirando profundamente como si continuara durmiendo y no me hubiera enterado de lo ocurrido. Una gansada, pero, una gansada de ganso.

Al día siguiente, cuando me desperté, ya no estaba en la cama. La encontré en el comedor desayunando. Me dio los buenos días como si nada hubiera pasado, me ofreció la poca mermelada que quedaba en el tarro, pese que a ella le gustaba con delirio. Nada en su manera de comportarse delataba vergüenza o arrepentimiento; se comportó de forma tan natural como si nada hubiera ocurrido. Ea - me dije más tranquilo - ni se acuerda ya. Mejor para mí. Y si se acuerda - pensé admirado - es una actriz consumada, más natural y creíble que la actriz norteamericana a la que tanto se parece.

Su impavidez era tan absoluta que comencé a pensar si lo sucedido no habría sido un sueño erótico en el que la niña solo intervino oníricamente. Como, además, por aquellas fechas no quedaban marcas de mis sueños eróticos en las sábanas me dije que era casi seguro que todo ha sido un sueño, porque es imposible que la niña, a los siete años, se comporte como una consumada meretriz. Seguro - volví a repetirme - que sólo ha sido un sueño, muy vívido, pero un sueño al fin y al cabo. Total, que no tienes de qué avergonzarte, ningún pecado pesa sobre tu conciencia; respira tranquilo chico.

Pocos días después del entierro me advirtieron que mi hermanita se iba a vivir con los abuelos de Barcelona. iPues ya está! Lo saben todo. ¿Por qué sino van a separamos? ¿A qué viene que se la lleven?

Me cogió tan de sorpresa aquella separación tan brusca, sin transición, para la cual yo no encontraba explicación lógica, que me di en pensar si en vez de un sueño habría sido una realidad, y la niña, inocentemente, habría comentado algo de lo ocurrido aquella noche.

En mi mente, atribulada y confusa, quizá como consecuencia de mi inseguridad entre lo real y lo onírico, aquella separación tan repentina sólo venía motivada por una indiscreción de la chiquilla. Quizá fuera demasiado gasto mantener a dos niños, pero me pregunté: ¿Es que el abuelo no era suficientemente rico para mantener a dos niños? Claro que si, le sobraba dinero como para mantener, no a dos niños, sino a varios colegios y algunas Universidades. Entonces ¿qué estaba pasando? Lógicamente la niña había cometido una indiscreción. iAy, Dios mío, la que me espera!

Ya me veía solo y abandonado en un reformatorio, o peor todavía, en medio de la calle pidiendo limosna, vistiendo harapos, famélico como un perro callejero, lleno de piojos y pulgas... ¡Yo qué sé cuántas terroríficas imágenes pasaron por mí atormentada imaginación! Incontables, infinitas y a cual peor.

No ocurrió nada de lo que yo pensaba. No tardaron mucho tiempo en explicarme que los abuelos matemos querían a su lado a uno de los dos nietos, hijos de su hija. Era natural y podía habérmelo supuesto, y no derretirme los sesos imaginando que me caerían encima las diez plagas de Egipto. iUf! Menos mal que todo quedó en aguas de borrajas. Lo cual demostraba una vez más que todo lo imaginado por mí tenía como base real un fundamento tan irreal como un sueño. Albricias, pues.

Resultado, que ella se fue a Barcelona con los abuelos matemos y yo a Galicia con los abuelos paternos. Se nos repartieron entre las dos familias amigablemente. Yo fui el mejor librado porque los millonarios eran los abuelos paternos.

Durante cinco años no volvimos a vemos y, con el tiempo, fui olvidando lo sucedido, llegando a convencerme definitivamente, si alguna vez lo recordaba, que todo había sido un sueño. Naturalmente que si - me dije -, tuviste un sueño erótico y eso fue todo. ¿Cómo, de no ser un sueño, una inocente niña de siete años iba a comportarse como la más experta de las hetairas?

A mayor abundamiento, meses más tarde tuve el mismo sueño erótico en el que la niña se comportaba de manera similar y aquello acabó de convencerme de que, tanto mi hermanita como yo, éramos totalmente inocentes. Tom - suspiré tranquilo - olvídate de ese mal rollo. Y me olvidé, gracias a Dios, para la paz de mi espíritu.

Llegué a Vigo alicaído, desconsolado y triste. Los primeros días me pasaba las noches llorando en silencio bajo las sábanas, hasta que Morfeo se apiadaba de mí y enviaba a sus cohortes de invisibles duendes a borrar de mi mente con sus etéreas alas, los tristes pensamientos que me embargaban. Los abuelos me querían mucho, sobre todo mi abuelo Tomás.

No es que mi abuela Begoña no me quisiera, es que mi abuelo me adoraba, como si quisiera compensarme con el suyo el perdido amor de mis padres y de mis hermanas. Toda mi familia había desaparecido de la noche a la mañana, y sé que el abuelo Tomás estaba tanto o más afectado que yo.

Yo era un niño y él un anciano. Muchas veces, sentado en su mecedora del salón frente a la incomparable ría de Vigo, veíale, sumido en sus pensamientos, agachar la cabeza con los ojos húmedos de lágrimas, sacar el pañuelo para secarlos carraspeando y fingiendo que se sonaba si yo estaba cerca.

A veces sentía, desde mi habitación, como la abuela le reñía por lo muy consentido que me tenía. Pero yo era un buen estudiante, aprobaba con notas altas todas las asignaturas, estaba entre los tres primeros de mi curso y los profesores del Instituto, a los que el abuelo visitaba de cuando en cuando, me ponían por las nubes haciéndose lenguas de lo muy inteligente y estudioso que era, y él se esponjaba de orgullo con su nieto y homónimo.


Los sábados me llevaba de pesca en su yate hasta las islas Cíes, o a Cangas, o a O'Grove, donde dejábamos atracado el barco, para ir a comer al Gran Hotel de la Isla de La Toja. Los domingos, en su gran Mercedes, brillante como un espejo y mucho más cómodo que un sofá, Cousillas, el chófer, nos llevaba a él a la abuela y a mí, a misa de ocho que oían con una devoción que no compartía pero que admiraba. Luego, desayunábamos los tres en alguna cafetería cercana al muelle, porque el abuelo Tomás amaba el mar con todo su corazón, amor que yo también compartía desde mis tiempos de jugador alevín de fútbol en la playa de La Concha.

Al principio de llegar a Vigo, todos los días llamaba a Barcelona para hablar con mi hermana Estíbaliz. Nos pasábamos una hora explicándonos nuestra nueva vida. Durante las primeras conferencias, indefectiblemente acabábamos llorando.

Pero al cabo de un mes me dijo que había ido al circo y estuvo explicándome C por B todo la función y riendo a carcajadas. Estaba muy contenta en Barcelona y se divertía muchísimo cada vez que la llevaban a las atracciones del Tibidabo, a Montjuich, al Zoo del Parque de la Ciudadela, al Delfinario. Barcelona tenía de todo y era grandísima, nunca se acababa. Desde la montaña de Montjuich podía verse casi toda la ciudad, pero era tan grande que jamás había logrado verle el final.

Me habló largo y tendido de un gorila blanco que había visto en el Zoo, de los delfines, de los tigres, leones y jirafas, de los elefantes y de la cantidad de vestidos y zapatos que le habían comprado. Los abuelos, Jordi y Nuria eran muy, muy, pero que muy buenos con ella y la querían muchísimo. Bueno, pensé, mejor así.

El tiempo, que todo lo cura, acabó también mitigando la pena de nuestros corazones. Poco a poco las conferencias fueron espaciándose hasta que terminamos por telefoneamos sólo en los cumpleaños y fiestas señaladas, como las Navidades y Fin de Año.
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16217
  • Fecha: 16-03-2006
  • Categoría: Varios
  • Media: 5.33
  • Votos: 63
  • Envios: 0
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