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Categoría: Maduras

Lo tomó con la mano derecha

Era la una con quince de la tarde y tú, como todos los días a la misma hora y desde lejos, la observabas comer, sentada en la misma mesa de siempre, en su restaurante favorito. Mirabas detenidamente cada uno de sus movimientos como si se tratara de la más hermosa danza. La manera en que llevaba el alimento a su boca, la forma en que limpiaba las manchas de salsa en sus labios y el como bebía de la copa, todo, te parecía mágico a pesar de su simpleza. Ella era la que le daba esa magia a algo tan simple como el comer, ella era la que le daba un toque especial a cualquier cosa, hasta a las más irrelevantes. Ella, con la belleza de su madurez, era la única que merecía tu atención y te quitaba el sueño. Ella era tu obsesión y, como cada uno de los días que la espiabas, desde la banca de enfrente en la que te sentabas para tener una mejor perspectiva de su cara, deseabas que se convirtiera en algo más.



 



Ya en varias ocasiones te había pasado por la cabeza la idea de acercarte, la idea de entablar una conversación con ella y de ahí, con un poco de suerte, escalar poco a poco hasta la cima de sus años, pero te daba miedo. Muchas fueron las veces que te levantabas de tu asiento, decidido a que de esa tarde no pasara, cruzabas la calle y, justo cuando pisabas la entrada del restaurante, dabas media vuelta y, aterrorizado hasta los huesos por un posible rechazo, te marchabas a casa como siempre, con flores en la mano y un vacío en el alma. Decenas de días observándola, sola ahí en su mesa, como esperando a que te atrevieras a dar el primer paso y tú que no lo hacías. Muchas noches de frustración que, al enviarle una nota con la frase "Eucalipto y Gardenia, buzón del correo" escrita en ella y un ramo de claveles blancos con dos rosas rojas en el centro, finalmente te animaste a dejar atrás.



 



Caminaste hacia el lugar donde esperabas se diera el primer encuentro. Caminaste y casi podías adivinar la breve conversación que ella, al recibir tu regalo, tendría con el mesero.



 



¿Quién me envía esto? - Aseguraste que ella preguntaría.



 



No lo se, señora. - Respondería el mesero, siguiendo tus indicaciones y dejándola con mil dudas en la cabeza, esas que tú mismo sentías cada que te sentabas a mirarla desde lejos.



 



Caminaste y en tu mente dibujaste el gesto que ella pondría al no saber quien le mandaba tan peculiar mensaje. Te imaginaste como recorrería con la vista cada una de las mesas, buscando al posible culpable de que ella se olvidara de comer. Se preguntaría quién lo habría hecho, si sería ese anciano de la mesa de enfrente, ese joven que parecía estar muy feliz con su novia o tal vez, porque estaría segura de que, a diferencia de sus tiempos, todo podía suceder, esa mujer de larga cabellera que apenas entraba al lugar. Se lo preguntaría mil y una veces sin siquiera imaginar que quien le enviaba el ramo eras tú: un muchachito de facciones atractivas, extremadamente delgado y de baja estatura que se creía muy poca cosa para ella, algo que quizá era cierto, pero sólo podrías averiguar en caso de que ella comprendiera el mensaje, detalle que te preocupaba y te hizo reprocharte no haber sido más claro.



 



Te reclamaste a ti mismo todo el tiempo que la estuviste esperando al lado de aquel buzón de Eucalipto y Gardenia. Te reclamaste sin parar hasta que, faltando unos cuantos segundos para las dos de la tarde, la viste acercándose hacia ti, con las carnes que a través del paso de los años había ganado moviéndose de un lado a otro, con su cabellera entrecana cubriendo parte de ese rostro maquillado con arrugas y el esplendor de su madurez opacando el brillo del sol. Lucía más bella que nunca o tal vez así lo pensaste porque en esa ocasión, por primera vez, tuviste la oportunidad de presenciar la cadencia de sus pasos, la totalidad de esa figura que se colaba entre tus sábanas para sumarle humedad a tus sueños. Y con cada paso que ella daba, tu nerviosismo crecía y crecía, al igual que la erección que debajo de tus pantalones te provocaba el simplemente observarla, así, derramando sensualidad y magia. Por poco y sales corriendo, pero te quedaste ahí, más que por valentía porque no podías mover ni un dedo. Permaneciste a un lado del buzón hasta que, finalmente, ella estuvo a unos cuantos centímetros de ti, hasta que pudiste respirar ese aroma a primaveral otoño.



 



Juntando la poca sangre que no acaparaba tu entrepierna, le entregaste un anturio rojo y ella te devolvió una sonrisa como señal de que había entendido el mensaje. Te tomó de la mano, como diciéndote que la guiaras hasta su invernadero y tú, creyendo que en ese preciso instante morirías de un paro, comenzaste a caminar casi de manera autónoma, como si no controlaras tus piernas, como si te encontraras en otro plano, uno al que te había enviado el estar al lado de aquella hermosa mujer, aquella con la que tantas veces habías soñado y en cuyo honor tu esencia habías derramado. Se dirigieron juntos, mano a mano, hasta tu casa, esa que con grandes sacrificios y promesas hacia tus padres habías conseguido se quedara sola. Volaron juntos como polen que se lleva el aire, sintiéndote, conforme se acercaban a su destino, cada vez más feliz y nervioso.



 



Ninguno de los dos decía palabra alguna, tú porque no habrías podido hacerlo y ella porque no quería hacerte más difícil aquel momento. Le habías escrito un poema, pero no te atrevías a decirlo. No lo hiciste hasta que estaban a media cuadra de tu casa, hasta que las frases empezaron a salir de tu boca por inercia, casi como si no lo desearas.



 



Tienes en tus ojos la elegancia y el porte de un alcatraz,



En tus cabellos se respira la tranquilidad del alelí



Y en tus orejas veo la templanza de la azalea.



 



Te mueves con la irresistible arrogancia del girasol



Y al mismo tiempo tus pasos muestran la amabilidad del jazmín



Y la distinción y la nobleza del clavel.



 



Tienes en los labios la sensualidad de la rosa,



Esa que me hace temblar de deseo sólo con verte y por la que te pido,



Me dejes ser tu jardinero por y para siempre.



 



¿Le pareció cursi o estúpido? Tal vez. ¿Encontró esas líneas agradables? Quizá. Nunca lo supiste. Nunca te lo dijo. Se limitó a sonreírte, otra vez. Se limitó a sonreírte y apretar tu mano con más fuerza, lo que, para tu conveniencia, tomaste como que le había gustado tu poema.



 



Unos cuantos minutos después, arribaron a tu hogar y cruzaron la puerta que te separaba de hacer tus sueños realidad. Fue entonces que te cayó el veinte, como vulgarmente se dice: estabas con la mujer más maravillosa del mundo y tú eras un chamaco sin experiencia, con muchas ganas y mucho amor, pero pocos conocimientos. No tenías ni la más mínima idea de por donde empezar, lo que a ella podría gustarle o si se molestaría porque la tocaras de cierta forma. No sabías que hacer, pero no hizo falta. Ella tomó la iniciativa, te empujó contra la pared y comenzó a quitarte la ropa, cubriendo con sus besos cada parte que quedaba al desnudo. Besó tus mejillas, tu cuello, tu torso, tus tetillas, tu estómago, tus piernas y tus pies. Te dejó en bóxer, ese que de tan ajustado había podido disimular la enorme excitación que te invadía y que entonces, con cada una de sus caricias, había aumentado. Te dejó en ropa interior y te sentiste indefenso ante ella, ante sus años y su madurez. Pensaste que no tendrías los tamaños para complacerla, pero eras más grande de lo que habías pensado y ella te lo hizo saber. Te bajó lentamente esa la única prenda que impedía te admirara en la plenitud de tus diez y seis, en la potencia y pasión de tu juventud. Tu miembro rebotó insolente contra tu vientre y ella lo rodeó con su mano para después besarte en los labios, para compartir contigo esa miel que tantas veces habías deseado. Sus lenguas se fundieron y sentiste que no aguantarías más que eso, pero no fue así. La emoción de ver tus fantasías cumplidas y lo placentero que era saberte junto a ella, hicieron que cada roce te pareciera como un orgasmo.



 



Despegó sus labios de los tuyos y, sin soltar la dureza de tu pene, te condujo hasta esa tu recámara, como si estuvieran tan conectados que supiera con exactitud donde estaba cada cosa. Y ahí, rodeados de detalles que dejaban ver que aún eras un niño y a la vez mostraban tu alma vieja, con los recuerdos de tu infancia y los que de esa tarde querías tener, se desnudó para ti, luego de tirarte sobre la cama. Se despojó lentamente de cada una de sus prendas. Primero la blusa, después la falda y así hasta quedar en cueros, esos que colgaban por haber perdido la firmeza de los quince años, pero que a ti, te enloquecían de sólo verlos.



 



Se acostó sobre ti y, tal y como lo habías imaginado en uno de tus tantos y húmedos sueños, su sexo se acomodó al nivel del tuyo, presionándolo y provocándote un intenso cosquilleo que te arrebató un gemido que ella apagó con su boca. Volvió a besarte y tú, ya con más confianza y al mismo tiempo que correspondías a las maniobras de su lengua con la tuya, sentiste por primera vez su piel entre tus manos, sus nalgas y senos entre tus dedos. Era embriagante tocarla, explorar cada centímetro de su cuerpo, conocer en su totalidad la plenitud y la delicia de los años, esos que como hacen con los vinos, le habían dado un sabor especial que no se comparaba a las insípidas uvas frescas. Tu corazón, de haber sido más viejo, seguramente se habría detenido y habrías muerto entre la grandeza de sus curvas, pero eras un jovencito y las ganas de poseerla eran grandes en ti. No las resistías, querías entrar en ella sin esperar un segundo más. Lo querías, pero a ella le gustaba la paciencia, hacer las cosas con calma, con ternura, con amor, ese que tú ponías por los dos.



 



Se giró y colocó sus pies a los lados de tu cabeza, antes de atrapar entre su paladar y su garganta esa tu firme y reclamante verga. La tragó entera a pesar de no ser ya la de un niño, a pesar de que su tamaño contrastaba en demasía con el resto de tu cuerpo, endeble, frágil. Y tú, con muchas dificultades por el placer que esas caricias en tu miembro disparaban a cada uno de tus músculos, imitaste sobre su vulva esos lengüetazos, esas lamidas y esos besos. Al poco tiempo, gracias a la facilidad para gozar que les dan los años a las mujeres, tu boca se inundó de otra clase de miel, otra clase de vino, una que superaba por mucho a las anteriores y que hizo que, sin resistir más y sin previo aviso, explotaras de una manera tan escandalosa que, de haber sido otra con menos experiencia la que recibía tu descarga, habría sido capaz de anotarle un primer nombre a tu lista de asesinatos, uno causado por asfixia, uno que no sabías pues nunca se lo preguntaste.



 



Te sentiste mal por haber terminado tan pronto y en su boca, como el amante mal educado que eras, pero a ella no le molestó, ni siquiera le importó. Sabía muy bien que a tu edad podías soportar esa y muchas más, la principal razón por la que en un principio, había aceptado acompañarte. Y para probar esa sentencia, se recostó con las piernas abiertas y te invitó a entrar en ella. Tú, sin pensar en otra cosa que no fuera penetrarla y gozar de la calidez de sus adentros, la obedeciste y, con esa firmeza que a pesar de la reciente erupción seguía intacta, la atravesaste hasta que sus cuerpos chocaron el uno contra el otro, hasta que sentiste que podías tocar su corazón, ese que deseabas fuera también tuyo, con la punta de tu pene. Siguiendo sus indicaciones, comenzaste a moverte sin ninguna prisa, disfrutando como se frotaban el uno al otro, como sus sexos se acoplaban en un baile mágico que te llevó poco a poco al nirvana, ese que visitabas cada noche que ella se metía en tus sueños.



 



Y así, moviéndote, algunas veces con paciencia y algunas otras con furia, en su interior, conseguiste, con la ayuda que la facilidad y la naturalidad con que las mujeres ven el sexo al paso de los años te dio, que ella llegara a la máxima cima del placer en varias ocasiones y, cada que lo hacía, sentiste como sus espasmos y sus jadeos eran un escalón más hacia el cielo y, con la energía y la resistencia de tu juventud, también experimentaste varios orgasmos, todos menos abundantes que el anterior, pero con la misma o mayor intensidad y emoción que el primero. Como si tu verga fuera el pico de un colibrí, llevaste la semilla hasta la flor de su útero, pero éste, para tu fortuna, ya no estaba como para dar frutos. Gozaste junto a ella la mejor de tus tardes, la mejor de tus veces para después quedarte recostado sobre su pecho, como si fuera tu madre. Incluso derramaste algunas lágrimas de felicidad que mojaron sus senos.



 



Permanecieron en esa posición por un buen rato y, sin descansar un sólo segundo, ella acarició tu nuca como si fueras su hijo y tratara de arrullarte. Aunque lo deseabas, no podían quedarse ahí, en tu cama, abrazados el uno al otro y con parte de tu miembro, que no perdía del todo la dureza, aún en su interior, para siempre. Se levantaron y se vistieron. Antes de que ella se marchara, le entregaste el último detalle: un ramo de alcatraces envuelto en tela de gasa con bordados en hilo de oro. Ella dudó antes de tomarlo, como si estuviera pensando.



 



Es cierto que era una rosa, tal vez la más bella jamás cultivada sobre la faz de la tierra, pero, a pesar de la vitalidad que momentos como el que acababa de vivir contigo podían darle, sus pétalos se caían con la más ligera brisa. Por más que quisiera negarlo, se sentía en las últimas, casi marchita. En cambio tú, eras como una margarita que comenzaba a florecer, con sus mejores épocas por delante. Sus vidas y sus destinos eran como dos líneas paralelas que, por accidente, se habían cruzado una vez, pero nunca más. A diferencia tuya, ella ya no se podía dar el lujo de soñar, sus ilusiones, hacía ya bastante tiempo y junto con el negro de sus cabellos, se habían decolorado con el correr de los años. Una parte de ella, esa que con tu pasión de adolescente iluminaste por unas horas, habría querido hacer lo contrario, pero tomó el ramo con la mano derecha y, luego de darte un último beso, salió de tu casa para nunca más volver.



 



Cuando la viste atravesar la puerta, esperaste al menos volteara su mirada, pero no lo hizo. Se fue, llevándose tu corazón con ella. Ese que, a pesar de no tener, te hizo odiarla por un tiempo, por haberte dejado ahí, más triste que un arreglo de cipreses y sólo, sin ella. No comprendías su decisión. Te preguntaste que le habría costado tomar el ramo con la izquierda. La maldijiste y te maldijiste, por haber soñado tan alto, por haber puesto tus fantasías sobre un imposible. La despreciaste por varios años hasta que hoy, en medio de tus cincuentas y con una jovencita desnuda y dormida entre tus brazos, finalmente has entendido el porque de sus acciones, la razón de sus decisiones. Hoy la comprendes y, a pesar de que se encuentra en otro lugar, cualquiera que ese sitio pueda ser, la llevas contigo, guardada en ese corazón que te ha devuelto el sentirte en sus zapatos. La llevas contigo como el más bello de tus recuerdos, como la más preciada de tus flores.


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