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Las confesiones de Marta (6)

El regreso al trabajo aquella mañana había provocado que, en parte, volviera a la realidad. El olor a tinta de impresora al entrar en el buffete, la forma del tirador de la puerta del despacho, el sillón de mi escritorio, el tacto del ratón, la visión del orden del día… El regreso a esta rutina me llevó a cuatro semanas antes de aquel día, cuando entonces ni existía en mi mente ni Marco, ni grandes miembros, ni derrames de semen, ni deseo oculto, ni masturbaciones enfermizas, ni visiones de a maduras sodomizadas por jóvenes, ni sueños vergonzosos. Pero aquello no duró más de dos horas. Mis ganas no pudieron reprimirse y comencé a consultar compulsivamente aquel correo ‘falso’, que usaba para mis cosas privadas, ansiando una respuesta de Marco, aquel príncipe del deseo que había hecho tambalear mis principios, y mis finales. Imbuida en un mal momento como es el regreso de vacaciones, turnaba consultas de clientes y reuniones con refrescar el correo e incluso me atreví a indagar en la red sobre vídeos jóvenes-maduras. Cuando llegó el mediodía, y con él el deseado fin de la jornada, volví a casa. Resignada ante la huída de Marco, decidí definitivamente olvidarme de todo aquello, que había provocado en mí tanto placer y tanto deseo, y regresar a mi cómoda (aunque quizás incompleta) vida de mujer casada y ‘feliz’.



Pero comprobé que el instinto, el deseo, la pasión definitivamente habían cambiado a Marta y que yo ya no era yo. Cuando la noche cayó sobre Sevilla, bajé a la calle a tirar la basura. De regreso, y cuando subía las escaleras del bloque, ví esperando al ascensor a Rubén, aquel vecino que mi retorno laboral había eliminado de mi cabeza. Avancé, decidida, hacia él, aunque no sin cierta excitación recordando la escenita del fin de semana y aquella capacidad de recuperación entre paja y paja. Incluso me había olvidado de recoger la ropa que dejé tendida para su disfrute.



-Hola Rubén, ¿qué tal?- dije, con mi mejor sonrisa.



-Hola- me contestó. Apercibí su vergüenza desde el primer momento, pues se le notaba incómodo desde que me vio aparecer. En un principio, bajó la cabeza, aunque turnaba esta acción con una habitual en él cuando se cruzaba conmigo: mis tetas. Era absolutamente descarado y se embobaba observando, desnundando mis pechos, que estaban aprisionados en un sujetador negro sobre el que vestía un vestidito de verano, de estar por casa, color turquesa, con un escote de cremallera que ni me digné a revisar antes de bajar la basura y que dejaba a entrever un canalillo que hubiera servido de evasión solitaria y copiosa durante semanas a cualquier hombre de menos de 60 años. El vestido no llegaba a cubrirme las rodillas de mis bronceadas piernas, a las cuales había aplicado un poco de aceite a modo de hidratación. Mi atuendo lo completaban unas bragas negras y unas sandalias de esparto, altas, también turquesas.



-¿Qué pasa? Ya se te está acabando el rollo ¿eh? ¿Cuándo empiezan las clases?- pregunté. Mientras hablaba, Rubén pensaba, como mínimo, en cuánto podían pesar mis protuberantes pechos, en cuantas corridas harían falta para cubrirlos todos de semen o cuántas pollas podía cobijar mi canalillo. Sus ojos mostraban deseo irrefrenable.



-Pues… Sí, sí –dijo, tremendamente nervioso- Ya el día 15 volvemos –mirando alternativamente mis tetas y a suelo-



-Bueno, no te va a costar mucho trabajo el regreso –anuncié, tocándole el pelo, de modo cariñoso- He visto que te levantas muy temprano… Mi frase le provocó un primer enrojecimiento en la cara. Fue la primera vez que me miró a los ojos –Sí, te vi el otro día asomado a tu ventana y no eran las nueve…



Rubén asentía con la cabeza, mirando el panel del ascensor, esperando su llegada.



-Rubén…



-¿Sí?



Decidí apretarle.



-Dime Rubén… ¿Estabas mirando el otro día mis bragas?



-¿Yoooo???? Qué va… -su rostro alcanzó ya el color del tomate usado para gazpacho y sus nervios de multiplicaron por tres…



-Rubén, por favor. ¿Te crees que soy tonta? Estabas mirando mis bragas, a que sí… -Moví la cabeza, buscando sus ojos, que estaban perdidos en la nada- No me mientas… -Mi tono, en todo momento, era amable; no quería destilar ningún atisbo de enfado o molestia- Rubén, ¿te estabas haciendo una paja mirando mis bragas el otro día? –tomé su cara con un dedo y la subí para que mi mirara a los ojos de nuevo-



-Si… -alcanzó a decir, con voz rota



-¿Qué?



-Qué sí, joder, que sí –su rostro se volvió preocupado, muchísimo, y supuse que le daba miedo que su madre llegara a saber algo…



-Rubén, hijo, tranquilo… Vamos a ver, es algo normal en los chicos de tu edad, qué te voy a contar yo a ti. Hombre, no es muy normal que te la casques mirando tangas de mujeres que tienen más del doble de tu edad, pero vaya, que no sé…



-Por favor, no le digas nada a mis padres –me dijo, alcanzando algo de serenidad-



-Tranquilo, chiquillo… Por eso no te preocupes. Pero dime, ¿hace mucho tiempo de esto?



-Bufffff, no sé, dos o tres años.



Me quedé muerta. Dos o tres años de pajas a mi costa, y sin saberlo. Y eso, sólo él. ¿Cuántos habrían alcanzado el orgasmo, cubierto su mano de semen, o eyaculado incluso dentro de su pareja, pensando en una servidora…? La máquina de excitación empezó a funcionar, provocando que fuera ascendiendo niveles a velocidad anormal ante aquel… ¿halago?... que hacía reconfortarme de forma mayúscula. Empecé a sentir calor.



-¿Dos o tres años????- dije, con los ojos abiertos- ¿Y siempre conmigo? –esperaba un sí-.



-No, siempre no. Tengo películas porno y revistas y a veces también pensando en alguna de mi clase o que conozco por ahí. Pero vaya, la gran mayoría, contigo, sí –reconoció, bajando de nuevo la cabeza.



Mi cuerpo subió varios grados más ante aquel reconocimiento de un chico que era ya un hombre, cuya fortaleza de piernas –vestía bañador- me atraían enormemente y al que comencé a vislumbrar un aumento de volumen en su bañador.



-Es que… es que estás muy buena Marta –confesó-.



-Que te pongo vaya –dije riendo, intentando ocultar la atracción tan extraña que sentía entonces.



-No lo sabes bien- Rubén se iba tranquilizando y muestra de ello era la intensidad con la que de nuevo marcaba mis tetas, en todo su contorno, su voluptuosidad, desde el canalillo hasta el final, casi babeando…



-¿Qué pasa, no te gustan las chicas de tu edad? ¿No has estado con ninguna?



-Sí, bueno. He estado con dos pero sólo me he enrollado. A una, en el cine, cuando estábamos liados, le intenté que me tocara… Pero se enfadó y no me habla.



En ese momento, llegó el ascensor. Nos quedamos mirándonos mutuamente. Abrí la puerta, para dejarle paso a Rubén, pero cuando iba a entrar le franqueé el paso con mi brazo.



-Mira Rubén. Yo no voy a decirle nada a tus padres de esto. Pero a cambio de algo.



-Vale…- el chico me miraba con cara de marciano.



-Primero, no me importa que sigas haciendo eso. De todas formas lo vas a hacer. Pero sé un poquito más discreto. –reconocía que estaba diciendo barbaridades, no me conocía, pero aquella idea de ser la musa pajera me gustaba, me excitaba, me halagaba, tanto como las piernas fuertes de Rubén, y aquel paquete que seguía subiendo.



Rubén asintió, bajando la cabeza.



-Y otra. Miarma, sé un poquito más disimulado cuando te cruces por la calle conmigo al mirarme las tetas. Sobre todo cuando vaya con Enrique, que ya me ha dicho que cualquier día te cruza la cara de una hostia… ¿Vale?



-Vale. Lo intentaré –dijo, con una sonrisa- Pero es que estás muy buena…



Aunque a personas como Marco los consideraba jóvenes, jovencísimos, al fin y al cabo mi mente aceptaba que eran hombres. Jóvenes, casi muchachos, pero jóvenes. Sin embargo, y a pesar de que sólo había tres años entre los 18 y los 21, y de que a buen seguro Rubén tendría que ser un volcán follando y llevaba años pudiendo dejar embarazada a cualquier mujer, mi vecino era para mí un niño. Hay cosas que la mente regula y mantiene. Y es que cuando llegamos a aquel piso, recién casados, Rubén no era sino un mocoso de apenas dos años, al que aún le conservaban los pañales y el chupe, que andaba no sin miedo, que lloraba insistentemente y al que le colgaban los mocos. Y yo, entonces, era una ya mujer casada, que podría llevar casi 15 años manteniendo relaciones y con medio mundo ya corrido. Por eso, al pensar en aquel niño, y ver aquel casi hombre, con aquel bulto cada vez más grande que ocultaba su bañador, y percibir su deseo hacia mí, y recordar la fuerza con la que se masturbó, y su mirada a mis tetas e imaginarme su leche cayendo sobre su mano, copiosa, caliente, espesa, grumosa, me transformé aún más, saliendo toda la excitación que llevaba en el cuerpo acumulada desde hacía diez días, ejemplificada en la atracción que la cantidad que un hombre podía eyacular de semen, o el placer del sexo anal otorgado por un niñato. Y notaba que por mi vagina empezaba a correr líquido procedente de mis entrañas y de mi mente.



Rubén vivía en la séptima planta y yo en la octava. Pulsé ambos botones y observé que Rubén cada vez llenaba más tela del bañador, y que ya no podía separar su mirada de mis tetas. Era adoración lo de aquel niño. Subimos al primer piso. El ascensor se paró pero no había nadie. Ese momento de distracción de Rubén, ante la posible entrada de algún ocupante, lo aproveché para fijarme más en su paquete. Y noté que debajo había un buen trozo de carne, quizás no de las dimensiones del de Marco, pero bastante superior al de a Enrique y a la distancia de una cuarta. Miré sus piernas. Negué que aquella idea pasara por mi cerebro. Intenté quitármela de la cabeza. Pero no pude. Y apreté el botón de stop.



-¿Qué haces? –dijo Rubén, asustado aunque sin dejar de mirar mis tetas.



-¿Quiéres vérmelas? –flipé en colores cuando escuché mi propia voz pronunciar aquella frase.



Rubén me preguntaba con su rostro…



-Las tetas. Mis tetas. Te gustan, ¿no? ¿Quieres vérmelas? –pregunté ansiosa, detenida en aquella entreplanta, encerrados en el ascensor-



-Ostia, claro. Sería… Sería la puta hostia, Marta…



Noté perfectamente que su polla aumentaba de grado, aún más.



Sonreí, satisfecha porque accediera, aunque mi angel bueno me decía no, no, no… Tomé, con mi mano izquierda, la tiranta derecha del vestido y viceversa. Puse auténtica cara de puta. Me mordí el labio inferior. Me sacudí el pelo. Me di la vuelta. Las tirantas bajaron, quedando a la altura del antebrazo. Rubén resoplaba mientras me daba la vuelta. Mis brazos tapaban la parte importante de mi sujetador mientras me contorneaba cual bailarina de barra americana. Hacía todo tipo de gestos, como cualquier actriz erótico. Repetí la acción de las tirantas del vestido con el sujetador, esta vez sin darme la vuelta. Resoplé, sacudiéndome el calor. Sonreía de nuevo, ante la tremenda excitación de Rubén y la mía propia. Notaba mis aureolas contraídas y mis bragas ya con líquido de mi interior. Con cuidado, fui sacando mis tetas del sujetador, aunque las tapaba con las manos. Cuando ya estaban fuera, me volví de nuevo. Rubén, tras analizar mi espalda, vio perfectamente como mis brazos soltaban mis pechos. Sólo tenía que volverme para disfrutar de su mayor deseo. Lentamente, llevándolo hasta la impaciencia absoluta, me giré, bailando y me volví a tapar los pechos con las manos. Sólo cuando estuve de frente, pregunté, con la voz más sugerente y caliente que pude.



-¿Preparado?



-Si, si…- Rubén estaba al límite y su bañador apuntaba al techo de forma violenta, totalmente empalmado.



En ese momento bajé mis manos y mis tetas cayeron por su propio peso hasta su lugar natural, no sin un considerable balanceo por el movimiento y su volumen. Rubén hizo un gesto de flipar, que no podría describir.



-¿Te gustan? –dije, dando un paso hacia él.



-Joder, joder. Claro. Ostia son la puta ostia. Lo mejor que he visto en mi vida. Qué melones… joderrrrrrrrr



Sonreí, satisfecha. Mi felicidad sólo se truncó cuando ví a Rubén acercarse a mí.



-Eh, eh, eh… Sin tocar. Sólo hago esto para que no te tengas que asomar a la ventana a mirar bragas de mujeres casadas…



-Joder, Marta, déjame tocarlas…



-No, Rubén. Ya está. Esto ha ido demasiado lejos. Sólo eres un niño –mentía como una bellaca-



-¿Un niño, no? Seguro. Pues lo que tengo debajo no dice lo mismo. No me jodas, un niño. Me da igual la edad que tengas. Me tienes empalmado, y no tiene nada que ver con un niño…



Miré su paquete de nuevo y aquello estaba desmesurado. Deseaba aquel chico, deseaba perderme en mi placer, deseaba evadirme, lo necesitaba. Mi coño ya estaba echando humo y estaba absolutamente cachonda por una situación que yo misma había provocado. Me decidí. Di un paso más al frente y mi rostro quedó a escasos centímetros del de Rubén. Acerqué mi boca a la suya. Abrí los labios y le mordí el suyo inferior. Ahora o nunca. Estaba tan caliente como nunca. Quería. Deseaba. Ansiaba. Morbo. Humedad. Me iba. Y se me fue la cabeza…



Mientras Rubén comenzaba a comerme la boca y a tocarme las tetas, demostrando su poca destreza, yo introduje la mano en su bañador. Noté el tremendo cambio de temperatura y sólo con el tacto de su pubis me puse cardiaca. Iba buscando sus huevos y, en ello, rocé la piel de su polla. Aquello me dio otra descarga. Rubén masajeaba mis tetas como un poseso y yo alcancé su escroto. Aquello no tenía freno. En el ascensor cada vez hacía más calor, pero nada comparado con el fuego que había entre mis piernas y que me invadía hasta el cuello. Manoseé sus huevos, notando que se contraían, pero que tenían bastante cuerpo. Rubén puso las manos en mi culo y yo alcancé su polla. El tacto caliente, hirviendo y pringoso de su miembro me izó varios escalones más. Recorrí con mi mano su pene, desde el tronco hasta el final, sorprendiéndome al tacto de la envergadura de su instrumento. Y fui.



Le bajé el bañador y ante mí saltó un pollón de grueso, venoso, descapillado, capaz de saciar a 5, 6, 7, 8 mujeres una misma tarde. Su capullo, ya húmedo, era grueso, amenazador, imponente. Mientras me deleitaba con con aquella visión, Rubén fue hacia mi pubis. Me bajó las bragas. Y yo no pude hacer otra cosa que facilitarle la labor y arquearme un poco de piernas. Noté que tres de sus dedos desaparecían en mi interior del tirón, sin resistencia. Y advertí que el chico sabía lo que hacía, pues con su dedo gordo buscaba intensamente mi clítoris.



Yo, por mi parte, tomé aquella pedazo de polla que me provocó mas derrame de humedad, no sin antes escupir en su capullo, y comencé a pajearlo. Sé, queridos lectores, que lleváis mucho tiempo esperando una escena así, y necesitando que os describa qué sentí. Y siento deciros que no puedo expresarlo con palabras. Me daba igual su edad. Sus padres. Su raza. Su profesión. Su todo. Era su polla y sus dedos. No había más.



Mi cuerpo no pudo más. Comencé a sudar y, en menos de dos minutos, noté que la espalda notaba una tremenda sensación y que, la acción de Rubén, acercaba un orgasmo ante el que no pude dejar de gritar entregada, ida, durante casi un minuto. Aquel chico, me llevó hasta el último escalón y la doble masturbación, la penetración en la vagina y la estimulación del clítoris me llevó a otro de los mayores orgasmos de mi vida (junto con el del cine, y con otros que explicaré). Percibía la cara de esfuerzo y de satisfacción también, de Rubén, sorprendido, seguramente, por haber llevado a una señora casada al éxtasis, al cielo, a flotar, tan pronto, y también por ver cómo de mi coño salían hilos de líquido transparente que llegaban a mis muslos junto con otro, en menor cantidad, mucho más denso, blanco, como un semen con más cuerpo. Las uñas de mi mano izquierda se clavaron en el cuello de Rubén y comencé a comerle la boca mientras mi respiración me lo permitió.



Cuando recuperé el sentido, seguramente dos minutos después, y de ver en el suelo restos de mi interior, recuperé el ritmo en el nabo de Rubén y mi mano izquierda bajó hasta sus huevos y abrí mi dedo corazón, para estimular la entrada de su ano. Aquello Rubén tampoco pudo resistirlo. Disfrutaba de su cara, del momento, de toda aquella locura cuando de pronto noté un calor intensísimo en el dedo gordo de mi pie izquierdo, en mi mano izquierda, la que estimulaba sus huevos, en la derecha y en mi pierna. Bajé la cabeza y de la polla de Rubén salían intensos, poderosos, tremendos, copiosos, latigazos de semen que inundaban el suelo y que, por el descuido y la entrega, no había podido evitar que llegaran hasta mis extremedidades. Era imposible que aquel chico, que a saber cuántas pajas llevaba en aquel fin de semana con mis tantas y bragas, fuera capaz de producir tanto semen. El charco del suelo era considerable, y los restos en mis manos goteaban también de forma densa y blanquecina. Poco a poco fui terminando, aminorando el ritmo. Noté mi boca totalmente inundada de saliva y un principio de lágrimas saltadas. Mientras iba parando, como cuando un tren llega a su estación de destino, comencé a saborear de nuevo la lengua de Rubén, que tenía un rastro de hachís.



-¡Joder! ¡Me has llenado el vestido! –dije, recuperando el sentido común y malhumorada



Efectivamente, un buen churretazo de aquel semen fue a parar a mi prenda y ya formaba una mancha de más de dos centímetros de diámetro.



-Lo siento, no he podido evitarlo ni avisarte…



-Bueno, tranquilo, no pasa nada…- Tomé mis bragas como elemento de limpieza y comencé a quitarme los restos de coño y después los restos de Rubén de mis manos, mis piernas, mi tobillo, frotando después compulsivamente el vestido, sin ningún resultado.



-¿Me las dejas?



Yo pregunté con la mirada, extrañada.



-¿Las bragas? ¿Me las dejas? Para limpiarme el capullo…



-Joder Rubén. Podías limpiarte con tu camiseta. Toma…



Esperé a que se limpiara para devolver la prenda a mi pubis, mientras cubría mis pechos. Sudando, y con la mirada fija en el charco de semen con el que se encontraría el portero cuando volviera, Rubén volvió a sorprenderme.



-Regálamelas…



-Ni de coña. Trae- enfadada, alargué el brazo, pero Rubén impidió que las cogiera.



-Venga, joder. De recuerdo. No sabes lo que esto significa para mí. Nadie me había tocado. Además, así no tengo que asomarme por la ventana. Cuando se me olvide lo de hoy, sacaré tus bragas y me correré con ellas… Venga, va…



Ya tenía prisa, no tenía más ganas de discutir y aquello de seguir siendo musa de aquel adolescente me provocaba…



-Rubén, como tu madre te las pille te prometo que no te cubro y le largo que te vi el otro día y que seguramente me las has robado.



-Vaaaaaaaale



Cuando Rubén le dio de nuevo al séptimo, mi pulso se había sosegado, que no normalizado. Cuando el ascensor paró, lo tomé de la nuca, y volví a saborear aquella lengua. Le cogí la cara entre las manos:



-Como tengas cojones de decir algo de esto, lo negaré siempre. Recuerda que tu madre siempre me va a creer a mí.



-Gracias, Marta. Me has hecho muy feliz. –y salió del ascensor tras guardarse mis negras bragas en su paquete.



Cuando llegué al piso, sin bragas y toda manchada a pesar de haberme limpiado, Enrique estaba distraído viendo un partido de fútbol, creo que de pretemporada. No obstante, alcanzó a mostrar su extrañeza y cortó en seco la carrera que emprendí hasta el cuarto de baño para ducharme y quitar de la vista aquel vestido manchado:



-Joder, sí que has tardado ¿no? –dijo, recostado en el sillón.



-Sí –dije, como buscando algo en la cocina, de espaldas, para que no me viera la mancha- Es que me encontrado con Araceli, una compañera de Gijón que estudió conmigo. La asturiana, ¿te acuerdas? Pues me la encontrado por la calle, fíjate, que ha venido unos días a Sevilla.



-Joder, que coincidencia. Pues si quieres, quedamos un día con ella…



Maldije aquella excusa tan barata y argumenté otra aún peor.



-Qué va, yo ya se lo he dicho, pero se va mañana. Qué mala leche…



Viendo que Enrique se sumergía de nuevo en el partido, huí al baño. Cerré el pestillo y dejé correr el agua. Me miré en el espejo y estaba colorada, aún acusando el esfuerzo y el calor y en mi cuello había muestras de humedad, de sudor. Me desvestí, intentando abstraerme. Justo cuando iba a meterme ya en la ducha, advertí algo en mi mano. Me saqué la alianza de casada y sonreí al darme cuenta de que contenía restos, y frescos, de la leche que le había sacado a Rubén. Abrí la boca, saqué la lengua y repasé aquella ‘tapa’ de semen, mientras me miraba en el espejo. La lefa bajó a mi estómago, comprobando el sabor de aquél líquido. Y mi cara, en el espejo, me decía que aquello, fuera lo que fuera, sólo había hecho más que empezar.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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